Material de Lectura

 

 


Las ciudades invisibles
(fragmentos)



1

Las ciudades y la memoria. 1

Las ciudades y la memoria. 2

Las ciudades y el deseo. 3


 

1

Nadie ha dicho que Kublai Kan crea en todo lo que dice Marco Polo cuando le describe las ciudades visitadas en sus misiones, pero es cierto que el emperador de los tártaros continúa escuchando al joven veneciano con más curiosidad y atención que a cualquier otro de sus emisarios o exploradores. En la vida de los emperadores hay un momento subsecuente al del orgullo de pensar en la amplitud ilimitada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y comprenderlos; una sensación como de vacío que nos acosa en la noche al sentir el olor de los elefantes después de la lluvia y el de la ceniza del sándalo que se enfría en los pebeteros; un vértigo que hace temblar los ríos y las montañas historiados sobre las ancas fulvas de los planisferios, que enrolla uno tras otro los despachos que nos anuncian la caída de los últimos ejércitos enemigos, derrota tras derrota; que cuartea el lacre de los sellos de reyes cuyos nombres jamás habíamos oído, quienes imploran la protección de nuestras armadas triunfantes, a cambio de tributos anuales en metales preciosos, pieles curtidas y caparazones de tortuga: es el momento desesperado en el cual descubrimos que este imperio, que nos parecía la suma de todas las maravillas, es un desmoronamiento sin fin ni forma, que su corrupción está demasiado engangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle algún remedio, que el triunfo sobre los monarcas adversarios nos ha hecho herederos de su prolongada ruina. Sólo en las relaciones de Marco Polo, Kublai Kan lograba discernir, a través de las murallas y las torres destinadas al derrumbe, la filigrana de un designio muy sutil para escapar a la mordedura de la carcoma.






Las ciudades y la memoria. 1

 

Partiendo de allá y dirigiéndose durante tres jornadas hacia levante, el hombre llega a Diomira, una ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas en bronce de todos los dioses, calles enlosadas de estaño, un teatro de cristal y un gallo de oro que canta cada mañana en la cúspide de una torre.

El viajero conoce todas estas bellezas porque las ha visto ya en otras ciudades. Pero la propiedad de Diomira consiste en que quien llega a ésta al anochecer de un día de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden a un mismo tiempo en las puertas de las freidurías, y desde una terraza la voz de una mujer grita “¡Huy!”, le da por envidiar a los que ahora piensan que ya han vivido un anochecer igual a éste y que fueron felices en esa ocasión.






Las ciudades y la memoria. 2

 

Al hombre que cabalga durante mucho tiempo por tierras selváticas le dan ganas de ver una ciudad. Finalmente llega a Isidora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol con incrustaciones de caracoles marinos; donde fabrican violines y catalejos artísticos; donde el forastero indeciso entre dos mujeres encuentra siempre a una tercera; donde las peleas de gallos degeneran en sangrientas riñas entre apostadores. Él pensaba en todas estas cosas cuando deseó ver una ciudad. Isidora es la ciudad de los sueños, con una salvedad: la ciudad soñada lo albergaba siendo aún joven, pero llega a Isidora ya viejo. En la plaza está la tapia de los ancianos que ven pasar a la juventud; él está sentado junto a ellos. Los deseos son ya recuerdos.

 


Las ciudades y el deseo. 3

 

Hay dos modos de llegar a Despina: por barco o a lomo de camello. La ciudad aparece de manera distinta a quien llega por tierra o por mar.

El camellero que ve despuntar en el horizonte del altiplano los pináculos de los rascacielos, las antenas del radar, el latigueo de las mangas rojiblancas henchidas de viento y el humo que despiden las chimeneas, piensa en una nave; sabe que es una ciudad, pero la ve como si fuera un navío que lo aleja del desierto, como un velero que está a punto de zarpar, con las velas aún sin largar, o como un vapor con la caldera que vibra al fondo del casco de hierro; y piensa en todos los puertos, en las mercaderías de ultramar que las grúas descargan en los muelles, en las hosterías donde tripulantes de diversas nacionalidades se rompen la crisma a botellazos, en las ventanas iluminadas de las plantas bajas, cada una con una mujer que se peina.


En la calígine de la costa, el marinero distingue la forma de una joroba de camello, de una silla de montar bordada de franjas relucientes entre dos gibas manchadas que avanzaba balanceándose; sabe que es una ciudad, pero la ve como a un camello de cuya albarda cuelgan odres y alforjas de fruta confitada, vino de dátiles, hojas de tabaco; y se ve a la cabeza de una larga caravana que lo aleja del desierto del mar, hacia oasis de agua dulce, bajo la sombra aserrada de las palmas, hacia palacios de espesos muros de cal y patios cubiertos de azulejos donde bailan descalzas danzarinas, moviendo los brazos un poco bajo el velo y un poco fuera del velo.


Toda ciudad recibe su forma del desierto al cual se opone. Por eso el camellero y el marino ven así Despina, ciudad fronteriza entre dos desiertos.


Enviados a inspeccionar las provincias remotas, los emisarios y los exactores del Gran Kan regresaban puntualmente al palacio de Kemenfú y a los jardines de magnolios, a cuya sombra paseaba Kublai escuchando sus largas relaciones. Los embajadores eran persas, armenios, sirios, coptos y turcomanos. El emperador es aquel que es extranjero por cada uno de los súbditos, y sólo a través de ojos y oídos extranjeros el imperio podía manifestar su existencia a Kublai. En lenguas incomprensibles para el Kan, los emisarios referían noticias que escuchaban en idiomas que tampoco entendían: de este opaco espesor sonoro surgían las cifras recaudadas por el fisco imperial, los nombres y los patronímicos de funcionarios destituidos y decapitados, las dimensiones de los canales de irrigación que los magros ríos nutrían en tiempo de secura. Pero cuando el joven veneciano rendía sus informes, se establecía una comunicación distinta entre él y el emperador. Recién llegado y desconocedor de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse de otra manera que con gestos, saltos, gritos de asombro y de horror, ladridos o silbidos de animales, o con objetos que iba sacando de sus alforjas: plumas de avestruz, cerbatanas, cuarzos, disponiéndolos frente a él como piezas de ajedrez. Al regresar de las misiones que le confiaba Kublai Kan, el ingenioso extranjero improvisaba pantomimas que el soberano debía interpretar: una ciudad designada por el salto de un pez que escapaba del pico de un cormorán para caer en una red; otra ciudad en la que un hombre desnudo atravesaba el fuego sin quemarse; una tercera por cráneo que apretaba entre sus dientes verdes de moho o una cándida perla redonda. El Gran Kan descifraba los signos; sin embargo, el nexo entre éstos y los lugares visitados era algo incierto: nunca sabía si Marco quería representar una aventura que le había ocurrido durante el viaje, una empresa del fundador de la ciudad, la profecía de un astrólogo, un acertijo o una charada para indicar un nombre. Pero —por manifiesto u oscuro que fuera— todo lo que Marco mostraba tenía el poder de los emblemas, los que una vez vistos no se pueden olvidar ni confundir. En la mente del Kan, el imperio se reflejaba en un desierto de datos lábiles e intercambiables, como granos de arena de la cual surgían, para cada una de las ciudades y provincias, las figuras evocadas por los logogrifos del veneciano.


Con el sucederse de las estaciones y de las embajadas, Marco aprendió la lengua tártara, muchos idiomas de naciones y dialectos de tribus. Ahora la precisión y minuciosidad de sus relatos satisfacían las exigencias del Gran Kan, y no había asunto o curiosidad a los cuales no respondieran. No obstante, toda noticia acerca de un lugar requería de la mente del emperador el recuerdo del primer gesto u objeto con el cual lo había designado Marco. El nuevo dato obtenía un sentido por aquel emblema y, paralelamente, agregaba al emblema un nuevo sentido. Tal vez el imperio, pensó Kublai, no es más que un zodiaco de fantasmas de la mente.


—El día en el cual conozca todos los emblemas —le preguntó a Marco—, ¿podré poseer al fin mi imperio?
El veneciano respondió:

—Majestad, no lo creas. Ese día serás tú mismo un emblema entre los emblemas.