Material de Lectura

Rowena Bali



Nota introductoria
de Juan José Reyes

Selección
de la autora



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Nota introductoria

 

Los textos de Rowena Bali atrapan la atención de los lectores como lo haría un paisaje inusitado, una suerte de sueño líquido, circulante e imborrable. Son textos que parecen nacidos de la más pura ingenuidad. Sus personajes en ocasiones adoptarían inclusive actitudes y voces instaladas en una inquietante inocencia. Ingenuidad, inocencia: una perturbadora naturalidad, un encadenamiento irremediable de hechos y delirios, conductas imprevistas y escritas en la nebulosa y radiante red de los destinos.

En primer lugar hallan los lectores una escritura que circula sólo para contar hechos, ideas, sensaciones, deseos de los personajes. En aquellos mundos están todos los signos, los resortes y las líneas con que va trazándose y determinándose la vida de aquellos personajes tan comunes y corrientes en el curso normal de los días y tan poseedores de secretos que sólo la escritura a todos —antes que a nadie a ellos mismos— puede develar.

Para que sea de veras efectiva, cumpla su función de acuerdo con la mirada de la autora, con sus sentimientos y visión del mundo, la prosa de Rowena Bali ha de nacer y transcurrir sin falta desde el seno de sus inventos. Encontramos de este modo una prosa que linda con el monólogo interior y que apela siempre a los lectores, incluso en referencias directas. ¿Se trataría de confesiones? En buena medida podría decirse que sí. Los cuentos entonces se convierten en material confiable de mujeres y hombres inexistentes que cuentan cosas reales y también imaginarias.

Se despliega en estas coordenadas un estilo que, habrá que decirlo de una buena vez, es único en la narrativa que se escribe hoy en nuestro medio. Un estilo que consiste en la extraña y feliz suma de lo espontáneo y de lo pacientemente cincelado en favor, claro está, de aquella misma espontaneidad.

Esta prosa cumple un cometido esencial en la construcción de estas piezas admirables. Da el tono de naturalidad, y de inevitabilidad, de lo que pasa en cada historia. Lo da con suavidad, sin aspavientos ni lujos ni alardes de ningún tipo. Los lectores se enteran de esta forma de historias que bien pueden ser comunes y que comúnmente se mantienen reservadas. La forma en que se manifiestan da a las historias aquel sello de inocencia que las caracteriza, y que brilla al contrastar con lo frecuentemente terrible que hay en la normalidad.

Todo de pronto parece ser en la vida una vía de escape, salvo las propias palabras que dicen los personajes a sí mismos y a los lectores. Acechan los complejos, la estupidez de quien pasa los días en persecución de la fuga inútil, la violencia soterrada o explícita, la muerte, el deseo nunca satisfecho porque sólo nace y transcurre en busca de entidades ideales por más carnales que parezcan. Tales acechos, que acaso definen las vidas del de junto y la mía propia, es lo que cuenta Rowena Bali con delicadeza, dominada rabia, disciplinada ternura en estas piezas memorables.

 

Juan José Reyes

 


 

El club de los pequeños

 

Hay hombres grandes; yo no soy uno de ellos, definitivamente. Mi pequeñez es tal que nunca puedo apelar a la fuerza de voluntad. Todo lo que hago corresponde a una orden más fuerte que yo, una voz que dice desde la penumbra: ”no seas grande, quédate ahí, no crezcas”. Cuando la escucho, mis años de infancia se revuelcan como olas en mi mente, el juego, pienso en el juego y me dan ganas de ir a disfrutar con los amigos, aun sabiendo que en ese impulso está la causa de mi desgracia.

Tengo un refinado gusto por la noche; salir a beberme unos tragos y conocer mujeres. Yo no sé en realidad si esto que describo sea refinado, ¿saben?, pero me siento así cuando después de la oficina, los viernes, salgo a echarme unos alcoholes; me gusta el momento en que la incertidumbre me atrapa, cuando entro al antro y las chicas están buenas, cuando no sé si voy a poder llevarme a alguna, porque todas están demasiado bien para un hombre como yo.

No es ningún secreto a revelar más tarde que tengo un pirrín chico y perdónenme por revelarlo así, tan abruptamente, pero él es importante para mí. Si bien funciona a la perfección, en su estado de máxima potencia apenas puedo llamarlo Perrín y, de hecho, lo llamo así de cariño. perrín es un gran cuate. Ha participado activamente en mis mejores eventos.

El evento más memorable que tengo fue en el Res, un antro, ¿lo conocen? En la entrada hay unos elefantes esculpidos en cemento. Sobre los elefantes siempre están subidas unas reinas que alguien trajo de una tierra refinadísima, lo único malo que tienen estas refinadísimas es que cada una está acompañada de un mamón más grande que yo. Perrín tiene olfato para reconocer a las refinadas, ¿saben?, siempre que eso pasa sospecho que habrá acción, aunque la verdad no siempre acierto o casi nunca, a decir verdad.

Aquella noche era viernes, mis cuates de la oficina se estaban aburriendo, pensaban que ninguna nos iba a pelar. Siendo lo que soy jamás he supuesto que tendré una racha de grandeza; viendo la tele he encontrado mundos paralelos en los cuales podría ser como cualquiera de los actores, por alguna razón en esta vida jamás llegaré a aparecer en la tele, no guardo la mínima pretensión de pertenecer al espectáculo más rascuacho. Las reinas que bailaban en la pista aquella noche eran como las de la televisión para mí: inalcanzables. Perrín no tiene conciencia de lo inalcanzable, se pone alerta en todo momento, no le importa ser pequeño e ignora mi pesimismo, se alegra, me anima, es un buen muchacho.

Aquella noche en el Res estuvimos planeando una estrategia, una de esas estrategias estúpidas que siempre terminan en ridículo. Yo estaba tomándome la plática muy a la ligera cuando de pronto siento una mano en mi espalda, me vuelvo y alcanzo a ver una reina dirigiéndose hacia el tocador; llevaba unos pantalones blancos de tela elástica, jamás una que usara ese tipo de pantalones se había dignado a mirarme, mucho menos a posar su mano en mi espalda. Perrín se puso contentísimo, me empezaron a sudar las manos y el cuello, el presentimiento de que habría acción me parecía casi una certeza, me puse alerta para esperar que la reina regresara del baño. Cuando la reina estuvo a la vista me levanté y sin mayor aspaviento le puse la mano en el hombro y comenzó la acción, nos fuimos a cachondear, traté de no esconderme demasiado para que mis cuates alcanzaran a verme, le hice a la reina cuanta cosa está permitida en el Res a las tres de la mañana y ni tardos ni perezosos nos fuimos a mi depa, la reina se empezó a quitar la ropa de inmediato, no esperó a que cerrara la puerta, cuando llegamos a la recámara sólo le quedaba encima una faja blanca y un body del mismo color, cuando le quité la faja y el body vi un abdomen insospechadamente abultado. En este momento yo aún estaba totalmente vestido, el entusiasmo de Perrín era tan grande que no me detuve a analizar lo que esto significaba, Perrín me guió como una voz, como una orden a la cual un hombre pequeño no puede desobedecer, entonces la reina me empezó a desnudar, cuando vio a Perrín no hizo ese gesto burlón que hacen la mayoría de las reinas sino que disimuló y siguió desvistiéndome, con un gesto morboso que lo puso en su máxima potencia, entonces se lo hice y quedó encantada. La reina pasó todo el fin de semana en mi depa y lo hicimos un montón de veces, el vientre abultado empezó a parecerme tierno, cuando la reina me dijo que estaba embarazada y que me amaba y que quería quedarse a vivir conmigo, yo pensé, ”espérame reina”, pero la voz mandante me impulsó a abrazarla y decirle que yo también la amaba y que no me importaba que estuviera esperando un hijo de otro.

La reina era clavadista, ¿saben? En aquel momento yo no creía en suerte tan inmensa. Me parecía imposible que una mujer tan refinada estuviera a mi lado, cuando el vientre llegó a su máxima potencia estalló y tuvo un hijo. Cuando estuvo recuperada del parto me encargó al niño para salir un rato por la mañana, hubo una voz contraria que me susurró que aquello traería consecuencias negativas pero yo, como es mi costumbre, reaccioné a la voz mandante que me hizo decir: ”si reina, no tardes” y me quedé.

A mí los chavitos me gustaban mucho en ese entonces, creo que es una de las características de los hombres pequeños, nos sentimos muy cerca de los chavitos algunas veces. Este chavito era una cosa especial desde bebé, era tranquilo y sonreía con frecuencia, no lloraba casi nunca.

Cada vez que la reina salía me encargaba al chavito y yo me quedaba contento, de veras, me gustaba hacerlo, además, las salidas de la reina oscilaban entre dos y tres horas. Siguiendo esa voz cantante me vi envuelto en una situación insospechada.

Una noche la reina me confesó (sin que hubiera una voz que me impulsara a preguntarle) cuál era el motivo de sus salidas, yo la abracé y la escuché hablar sobre su vocación por el clavadismo, su voz me parecía un tanto exagerada e ingenua, a mí el clavadismo me importaba pura madre, pero la escuché hablar hasta quedarme dormido de placer, porque podía admirarme de cuán pequeño era al lado de semejante talento de reina, que hablaba de un tema aburrido sin causarme fastidio.

En los meses que estuve con la reina dejé de irme a echar la peda con mis cuates del trabajo porque estaba ansioso de llegar al depa. La lana que yo ganaba nos alcanzaba bien y pronto me vi firmando la paternidad del niño en el registro civil.

Cuando el niño estuvo más grandecito la reina me invitaba a verla echarse clavados en el deportivo, lo hacía verdaderamente bien, con una elegancia que dejaba anonadado al bebé no más que a mí; daba volteretas en el aire y luego caía como una aguja que se zambulle en el cielo. Había avisos repentinos que me sacaban del deleite, avisos contrarios. A los que siempre la voz cantante vencía. Todas las tardes, saliendo del trabajo, iba a buscar a la reina y al niño y nos íbamos al deportivo, yo me quedaba sentado con el niño viéndola echarse clavados cada vez más refinados. Cada vez agradecía más a la vida que me hubiera colocado esa noche en el Res para encontrarme con semejante reinón. Perrín blandía de gozo todas las noches, cuando regresábamos del deportivo.

Y bueno, si a algo pude llamar felicidad en esta vida fue cuando conocí a la reina, de hecho, ahora que estamos entrando en sinceridades, los motivos por los cuales les cuento esta historia es el amor que sentí por ella y la repulsión que ahora siento por su hijo.

Tengo que advertirles que esto que les voy a contar no se lo había contado a nadie. Porque bueno, la reina una tarde se golpeó la cabeza contra un azulejo en la alberca; el niño observaba la escena con atención. Fue terrible, ¿saben? La reina entra estrepitosamente a escena, la escena adquiere unos tintes rojizos, violentamente sorpresivos, sin previo aviso. Y así, para irles haciendo esta lectura amena les iré contando, poco a poco, detalle a detalle, los episodios, los segundos sobre el momento preciso de su muerte, o mejor no se los cuento.

Quizá el saber que hubo mucha sangre en la alberca sea suficiente y les ayude a permanecer conmigo hasta el final, o quizá el saber que había trocitos de cerebro en el agua, astillas. No me pidan que les cuente todo de un solo jalón, porque, ¿saben?, la voz cantante no me deja, cada vez que me clavo demasiado en el episodio, atrae mi atención hacia otro tema. Es algo que hago, creo, para no clavarme demasiado en el pinche trauma. Porque, ¿saben?, su muerte me dejó traumadísimo, además bien jodido, porque me tuve que quedar con el chamaco, que, aunque de carácter pasivo, es un trabajal y una mierda constantes.

Y en fin, después de la muerte de la reina me empecé a clavar otra vez con mis cuates en el Res y dejaba al chamaco solo. Unos días después de que murió la reina uno de mis cuates me dijo que para sacarme la tristeza no había nada mejor que irse de peda; a mí, cuando me dicen peda me voy de peda. La voz cantante siempre domina cuando escucho la palabra ”peda”. Retomé placenteramente los episodios en que trazábamos estúpidas estrategias, aquellas estrategias que siempre acababan en el ridículo. Mis cuates eran bien pendejos. Aunque el dolor me seguía punzando, el rollo de las pedas me parecía positivo, me distraía, hacía que Perrín saliera de su estupor y se contentara. Cuando Perrín está contento yo también procuro estarlo.

Tuve que contratar una nana para que cuidara al niño; de lunes a viernes por las mañanas y los fines de semana por las noches. Yo no sé si la nana dejaba al niño solo también, porque la mayor parte de las veces lo encontraba cagado y solo en la cuna. La verdad el chavito era bien tranquilo, se fue transformando poco a poco en un vegetal ligeramente animado que cagaba un chingo y succionaba con furia lo que tuviera una mínima semejanza con una teta, los movimientos que realizaba eran casi siempre con la cabeza, también apretaba los puños; la fuerza que imprimía en estos movimientos, cada vez más repetitivos, iba aumentando conforme crecía.

Yo, por mi parte, seguía yéndome a los antros con mis amigos, empezamos a frecuentar uno donde bailaban unas chavas a las que empecé a aficionarme. Sabía que no habría un golpe de suerte tan tremendo que me regresara a la reina, aunque fuera con la cabeza más cuadrada. Eso me ponía un poco de malas, ¿saben?, por muy buena onda que fuera la chava, se burlaría de Perrín cuando lo viera, porque todas hacían eso y me molestaban muchísimo, y a Perrín, aunque quiera disimularlo, también; cuando las tipas hacían su clásica risita, él se encogía, así le pasa siempre.

No crean que por haber perdido a la reina de un clavado dejó de interesarme el resto de las reinas; no, al contrario, me embriagaba más que nunca.

Al final ella no era más que una estúpida, en el fondo, por morirse en una forma tan distraída. Quizá si ella se hubiera fijado con mayor atención, si no hubiera sido apenas una principiante.

Y aunque parezca la lectura poco digna de un pequeño, les diré que en soledad leía libros. Un día empecé a leer, a Emilio Zomzet, ¿saben? Y decidí escribir mi historia nada más porque él me dio la fuerza, para hablar sobre mi vida, o bueno, no para contarles toda mi vida pero sí la parte más cabrona. Aunque, bueno, no creo que yo pueda compararme con él, ese sí es picudo y tiene un pasaje chingón, donde habla de una chava que parece una cereza cuando se echa a nadar al lago, la chava se llama Plop, creo, tiene un nombre raro; los personajes de Emilio Zomzet siempre tienen unos nombres rarísimos. Ya ni me acuerdo cómo di yo con el primer libro de este tipo. Era un tomo bastante choncho, con una pasta azul marino que contenía dos novelas cortas. Una de ellas se llamaba Las chicas del lago, la otra se llamaba Los ángeles descabezados, no saben qué cosa, qué combinación de sentimientos, sentimientos que me llevaron a desear contar mi historia con la reina. Así Zomzet me atrapó desde su tumba, porque, ¿saben?, Zomzet ya está muerto, creo que se dio un balazo en la cabeza, creo que muchos escritores han hecho eso, quién sabe por qué. ¿Les gustaría que les contara con pelos y señales lo que dicen algunos libros sobre la muerte de este autor?

Cuando uno es pequeño se emociona al aprender los nombres y biografías de sus autores favoritos. Yo guardo recortes de distintas etapas en su vida, después de publicar su primera novela e incluso antes. Tiene los bigotes grandes en casi todas, pero hay algunas en que no trae ni bigote ni barba y se ve más joven. No nada más guardo estampitas de Zomzet, sino de todos los escritores suicidas.

Todas las escenas del escritor Emilio Zomzet me recordaban a la reina, era, se los juro por dios, como si hubiera sobre el libro una ventana donde ella se asomaba todo el tiempo. La ponía en el cuerpo de Plop —uno de sus personajes— y, con un estruendo onomatopéyico, azotaba contra el azulejo. Cada vez que a Emilio se le ocurría mencionar a la tipa del trajecito de cereza, yo escuchaba el madrazo elevado a la no sé qué potencia en que le estalló el coco. No sé si aquel impulso por leer y releer las escenas de Plop era parte de mi morbosidad. La realidad es que cuando la reina llega a mi mente en esa presentación, ese impulso que domina mi voluntad, me dice que piense en otra cosa, supongo que lo hace por mi bien.

Escucho miles de cosas, el recuerdo de la reina está plagado de sonidos, los primeros que guardo empezaron en el Res, cuando estábamos fajando a la vista de todos mis amigos.

Mi vida, pues, se bambolea ahora entre el chamaco, el depa, la oficina, los libros, y el Res. Aunque la verdad es que al chamaco nada más lo veo por las mañanas, cuando me levanto y, francamente, a veces ni me le acerco; alcanzo a vislumbrar la presencia de la nana en las manchas de leche que se derraman en el microondas, por esas manchas yo puedo intuir que el chamaco no ha muerto y es que, desde que la reina falleció, comenzó a parecerme raro, cuan más raro me parece más me alejo de él, más deseo olvidarlo, y no es porque su existencia me recuerde a su madre, no se parece nada a ella; su extrañeza me causa un dolor profundo, justo al centro del coco, una punzada.

 


 

El nacimiento

 

Con la cara frente a una linterna y en un camino yo llegué a este mundo donde todo es hermanos peleándose. Pasé varias noches de frío porque mis padres tenían problemas. Más tarde, cuando mis padres fueron atrapados yo fui con la abuela, al poco tiempo ella me llevó a casa de la nana.

Años más tarde mis padres volvieron para atraer con sus presencias otro buen número de catástrofes, pero esa historia no la relataré hoy, ni nunca.

Dicen que uno no recuerda nada a muy temprana edad, yo recuerdo muy bien que nadie me cuidaba nunca.

La casa de mi nana estaba situada en una ranchería; ahí hubo golpes, pero esos los presencié más tarde y nunca los contaré. Recuerdo claramente que al principio me llamó la atención que a los demás niños de la ranchería les caminaran moscas por la cara, más tarde me parecía normal, jugar con las moscas fue habitual durante una buena parte de mi infancia. Ahí en la ranchería estuve todos los años que mi madre y mi padre estuvieron en prisión, es decir, desde que los agarraron en ese camino, unas horas después de mi nacimiento, hasta que cumplí los cuatro.

Mi madre era una mujer hermosísima y hasta la muerte me hartaré de repetirlo, pero había adquirido una enfermedad a muy temprana edad, a una edad tan temprana como la mismísima aparición de las hembras sobre este mundo. Entonces por tal sedujo a mi padre, se acopló a él, lo obligó a tener hijos y a mover pancartas por las calles, cosa que aportaría un mejor futuro para los hijos que ella le obligó a tener. Yo fui el resultado de su copla número 636, detalle que me parece treinta puntos menos diabólico. Cuando estuve en el vientre de mi madre hubo problemas porque la abuela no dejaba de fastidiar. La abuela era en verdad diabólica y mi madre le agarró tirria; de pronto la vieja le tiraba golpes hasta sangrarle la nariz, sin razón, y yo desde mi periscopio veía todos los detalles del rostro arrugado y los nudillos cuando extendía el puño hacía la delicada nariz de mamá. Aquello en un principio me pareció emocionante, aunque me daba mareo, como si hubiera recibido un fuerte golpe en la cabeza, mi mamá le decía cosas como vieja puta o ramera de mierda, mientras la sensación de mareo se volvía más intensa; el mareo se convertía en una especie de borrachera en la que mi madre terminaba soñando que mi abuela había muerto. La abuela sólo pudo morir a través de una catástrofe en la que no vale la pena ahondar, siendo que en mi historia se desarrollan catástrofes aún más conspicuas. Aquel rostro arrugado, pues, me era conocido desde varios meses antes que el rostro de mi madre. Cuando me cargó tuve una sensación de vértigo que se calmó mágicamente con una mordedera que hacía ruiditos; cada vez que el vértigo me asaltaba había una mordedera para calmarlo, hasta que el vértigo se convirtió en rabia, la rabia en deseo, en alcohol y en playa, la playa en catástrofe, en tambor, en golpe. Eran tales las palizas que mi madre, igual que yo, aprendió a fugarse, su forma de hacerlo eran los mareos, esos mareos que después me sumergían en un estado astral. Cuando la abuela soltaba el golpe mi escenario se volvía un cielo completo, siempre nocturno y estrellado, con algo de perverso y de santo. Perverso y santo como las noches en que ondeaba mis caderas de espalda al mar, borracha, con deseos intensos de caerme al piso. Las borracheras eran una réplica de mi pueril divertimento, golpes que hacían a mi madre caer desmayada en el piso una y otra vez sin que a mí me pasara nada; sólo un sueño de estrellas que giran y avanzan frente a mí, vertiginosamente. Entonces, con la cadera tumbada sobre la arena después de un buen alcohol y un buen baile, yo conservaba la compostura, acordaba un pacto sexual, serenamente, con un chico que se fingía extranjero y estúpido, que algo debía tener de inteligente, como para irse a la cama con tanta espontaneidad. Había una química perfectamente entendida: todo en esta vida me vale un pito, excepto tú. Entonces nos íbamos para allá y de ahí en adelante había un largo periodo de placenteras catástrofes que se iban desgastando, como personajes de una miniserie de televisión, una escena de playa sucedía a otra, luego la rutina, el final, el nuevo y jubiloso comienzo.

Mi nacimiento fue, pues, la entrada a un mundo donde todo es gente peleándose y mandándose a la chingada. Primero una espalda que daba saltos bajo mi cuerpo contraído por una tela blanca, que lo inmovilizaba, había un agujero que expedía un frío seco hasta mi nariz y parte de mi boca: respiraba, cabalgaba. Mi montura tropezó y cayó al piso, aquel vértigo era algo que me tenía aprendido desde adentro, el frío se extendió a mi propia espalda, me vi despojada de la manta blanca y un hombre cuya dureza me recordó a los puños de mi abuela, me recogió y volvió a colocarme la manta encima, envolviéndome y poniéndome bajo su brazo. El hombre avanzó y no vi a mi madre ni a mi padre, hasta que pasaron cuatro años. Cuando la abuela me cargó extrañé profundamente el antebrazo duro del hombre. Me entregó en una oficina de la cual pendía una luz que me daba en la cara, también aquello tenía un eco en mi memoria. Lo primero que hizo la mujer fue ir a registrar mi nacimiento en una abigarrada ciudad llamada Guaguá. Cuando llegamos a casa la abuela me dio un puñetazo mucho más delicado que los que propinaba a mi madre, y me dejó en una dulce reminiscencia del vértigo. Cada vez que lloraba ocurría lo mismo, había veces que lloraba únicamente por el gusto de sentir su puño perverso y santo lanzarme con un impacto cada vez más feroz hacia el otro extremo de la cuna, donde no habían ganas de chupar la teta, sólo sueños de estrellas que se esfumaban a exceso de velocidad. El llanto se volvió pues, una maña para volar. Varios años después de muerta la abuela el alcohol sustituyó a su puño.

 


 

Perfil de mujer

 

La paciente afirma que un día amaneció pensando, comiendo con cuchara, antes ocurrieron muchas cosas que no vivió, sólo le queda la clara sensación de que en un tiempo anterior a sus dos piernas y su cama con sábanas, era una perra.

Ha indagado mucho sobre esa parte oscura, algunos le han dicho que un mono guió a los hombres en su camino hacia sí mismos, mas niegan que un perro haya cruzado por ahí, otros le hablaron sobre un hombre que en un rapto de éxito rotundo creó todo, incluso a las mujeres, pero nunca a una que se convirtiera en perra.

La explicación más contundente a su génesis le fue expuesta durante un tratamiento psiquiátrico en el cual estuvo a punto de errar su camino esencial.

Se niega a aceptar que la familiaridad con que recuerda aquellos kioscos de noche, las patadas y los trozos de carne, los mordiscos a las extremidades invencibles de los autos, pueda corresponder a la locura.

En lo que respecta a su estructura física posee una estatura promedio, una musculatura cuya firmeza general se acentúa en los muslos y en las pantorrillas, se encuentra varios kilos abajo de su peso ideal, tiene una tendencia a agachar la cabeza y echar la pelvis hacia delante, postura que mantiene la espalda encorvada y las nalgas apretadas. Sus pies no parecen totalmente afirmados al suelo, pues sus talones hacen poco contacto con él. Sus brazos son firmes y las muñecas flexibles y fuertes pero los dedos son torpes y de motilidad escasa. Su piel muestra vello abundante que en la mancha genital se extiende hasta las ingles, en las pantorrillas alcanza una densidad casi masculina.

En la delicadeza de su rostro destaca un mentón saliente y una mandíbula cuya presión constante la hace rechinar los dientes, sus ojos acusan la represión que la ha acompañado desde la adolescencia antes de la cual no tiene recuerdo alguno, salvo el goce que le propinaba la complacencia animal y su choque con lo humano.

Cree que con sus piernas velludas le sería imposible conquistar a los hombres; ha tenido que aprender a usar las trampas que usan las demás mujeres, sabe maquillarse y activar el movimiento de caderas, sabe montar escenas de soledad y carencia en los cafés. Ahí representa ciertos modales que hagan verosímil un pasado humano, la existencia de una madre ocupada en hacerla tomar los cubiertos correctamente, palabras que evidencien un pensamiento inteligente, una conciencia tan acusadamente incierta como todas. Cuando al fin consigue que algún furor confluya con el suyo en un acto funcional, suele marcharse sin solicitar números o direcciones.

Ayer su cuerpo se sintió recuperado, descendió a su plano ideal y salió a la calle sobre sus cuatro extremidades, después hay en su mente un vacío interrumpido por un golpe en la espalda, una muchedumbre de perros escapando entre la jauría de humanos escandalizados e imprecantes.

Hoy amaneció aquí, ha recobrado cierta noción de la realidad, pero está confundida, afirma obsesivamente que al final de su espalda ha empezado a crecer una cola.

 


 

Preso modelo

 

Allá está mi vida, quiero decir, es allá donde vivo realmente, allá me encuentro; lo que hay allá es tan bueno que merece ser llamado pena.

Aquí la luz me deslumbra y me ciega, por eso me siento tan mal, siempre violento, siempre perdido. Mis padres cumplieron sus condenas para encontrarse y luego mi madre mató a mi padre para volver y le doy la razón.

Cuando la condenaron me llevaba en el vientre y desde entonces empecé a vivir el desdén de su espíritu. Me parezco tanto a ella que sus compañeras decían que era como su propia mierda. Mierda es el nombre que llevo desde entonces, además de otro que llevan los registros del concreto en que nací.

Durante los años que estuve fuera, bajo la tutoría de una bonita institución, hubo un impulso que me llevó a delinquir y cuando estuve en edad de ser condenado, volví; entonces encontré lo que probablemente estaba buscando esencialmente: un encierro pacífico donde el rugido proviene solamente del miedo, un sonsonete que me guía en mis largas horas de lectura y meditación.

Como soy un preso modelo tengo privilegios; tengo acceso a las celdas de castigo, puedo comprar y vender lo que sea y todos se dirigen a mí con respeto. ”¿Qué tranza mierda?, ¿en qué la rolas?”, dice uno y otro pregunta cualquier cosa en el mismo tono, y así voy, recorriendo el pasillo, sonriente. Son como perros guardianes de sí mismos que se acercan moviéndole la cola al miedo. A veces les vendo azúcar para destilar o hierba para fumar y si piden pastillas también se las vendo y, cuando ellos distraen la vista me escapo de ahí, dejo que mi amigo de alta peligrosidad vele mi sueño mientras se arranca los sesos pensando en arrancarle la cara al que lo metió ahí, o al preso de la celda contigua o al celador o a cualquiera. En mis primeras lecciones de vuelo mi madre me envolvía de manera que no pudiera moverme y cuando ella dormía su sueño apacible yo mordía la tela y gemía hasta que el vuelo mismo me hizo ver la utilidad de una sábana para detener al cuerpo necio que se queda.

Desde que estoy afuera ya no puedo volar, el día que salí fue el más difícil de mi vida, entonces hice lo que tenía que hacer.

Mi condena fue demasiado corta, no tengo la culpa de ser un tipo que agrada a las autoridades. Nadie se ha detenido a pensar un minuto en mí, me hablan de adaptación como si la cosa fuera un milagro: así es al parecer de la directora del reclusorio, que hace algunas semanas me dijo que pronto me echarían de aquí. Le supliqué que no lo permitiera, pero no lo entendió; me dijo que debía ceder mi lugar a otro delincuente. Regresé a mi celda pensando en hacer algo, pude haber matado a mi compañero, pero fue tan respetuoso conmigo que fui incapaz.

Cuando salí caminé varias cuadras en el insulso exterior. Nadie me conocía, nadie me hacía reverencias, nadie me llamaba mierda ni me pedía un kilo. Era espantoso, mi contacto con el mundo había sido tan escaso que no sabía nada sobre las calles o los medios de transporte.

Adentro hice mis mejores lecturas. Mi compañero de celda era un tipo que leía un montón de libros y me los prestaba. Afuera la gente no lee, salvo las denominaciones de los billetes.

Además para conseguir un conecte está más cabrón, ninguno de los pelagatos de la calle canta el conecte tan fácil. Me estaba preguntando qué iba hacer para sobrevivir en un mundo sin conectes ni cabrones que me respetaran, cuando un pelagatos chocó conmigo, el tipo iba distraído y cuando nuestros rostros se cruzaron olí el miedo en él. Era extraño ver que hasta los pelagatos del exterior, sin conocerme, me temían. Eso me dio fuerza para seguir por las calles, cada vez más extensas y abigarradas, cada vez más desconocidas, calles que emiten un rugido muerto y constante. La visión de los coches me trajo un poco de paz; me gustan los coches, adentro no hay coches.

La alerta de los transeúntes me causaba una curiosidad cada vez más placentera. Era presa de un miedo tras el cual me ocultaba con mi careta de malo. Era eso: yo tengo cara de malo. Eso me ayudaba a portarme como tal, con esta cara de malo he reprimido el temblor de la navaja sobre los cuellos, mi cara es la llave del tesoro, el arma única con que he luchado para obtener esa vida serena y dulce que, a su manera, también desean tener los pendejos de afuera.

Cuando me cansé de ser un delincuente libre y modelo, al que las autoridades jamás descubrieron, cometí el crimen más pendejo que me fue posible, nada más para que me agarraran y me metieran otra vez; soy un preso esencial, como ven.

Como ustedes comprenderán, no era la bolsa de la tipa lo que yo quería, ni mucho menos su vida. Declarar una cosa así me degradaría demasiado. Lo que yo quería era retomar varias lecturas que había dejado pendientes.

 


 

La vida horizontal

 

Pienso demasiadas cosas y cuando quiero acodarme de alguna ya se me está ocurriendo otra y esa otra se me olvida porque la siguiente cosa me parece aun más interesante que todas las anteriores, aunque inmediatamente pienso que esa cosa anterior es muy aburrida en cuanto pienso la siguiente. Casi nunca encuentro una idea de la cual me enamore, pero cuando esta idea ejerce una especial fascinación, no se va de mi cabeza hasta que la realidad la vuelve demasiado aburrida.

Últimamente pienso que debería ampliar mi jardín, colocarle un cielo raso de manta blanca a mi estudio y también pienso en ampliar mi cuarto. Pienso en colocar algunos paneles de vidrio a la terraza para que mi habitación crezca y tenga un invernadero. Aunque mis ayudantes dicen que hay quienes dicen que si pongo ahí demasiadas plantas, podría morir. Hay tanta luz en esa área que las suculentas viven muy felices. La ampliación de mi habitación no sólo abarcará tres dimensiones. Tengo el claro proyecto de ampliarla a cuatro. Colocaré un acceso a un desayunador justo frente a mi cama. En la pared que queda ante mí cuando duermo. Es decir, en el techo de mi habitación. Por la noche daré pasos sobre el ventanal que queda a mis pies, y como seré tan ligera como un sueño, mucho más que una niña anoréxica, no quebraré ningún vidrio. El desayunador tendrá una ventana que dará a una mañana soleada, siempre hermosa, que entrará gentilmente cuando yo empiece a dormirme y me despertará en un día que pertenecerá a la dimensión desconocida. Este último punto de mi proyecto no me agrada tanto, porque lo imposible suele estropear los planes. Sin embargo para mí, que tengo el poder de hacer de los imposibles aburridas realidades, nada parece demasiado imposible.

Últimamente he soñado con un hermoso can de grandes ojos. Pienso invitarlo a venir dentro de mi cuarta dimensión. Cuando cruce mi can por la puerta que construiré en el techo de mi habitación, tomará forma humana y masculina, y será mi amante. Cuando tengo un sueño feliz siempre le agrego magníficas escenas de sexo que pueden durar toda la noche. La felicidad debe ser el sueño del sueño mismo que se cumple en un estado horizontal, como en el vuelo, como en el andar de un perro y como en el sexo. Cuando un sueño alcanza la verticalidad se desmorona.

He proyectado ampliar el jardín de mi casa para que ahí viva una hermosa pareja de borregos. Ellos podarán el pasto y me regalarán buen abono para mis ciruelos. He soñado prolongar mi camino hasta el infinito. Un camino bordeado por una arboleda nunca es suficientemente largo. He soñado con eternizar el paraíso; pero caigo en la cuenta de que merezco la sequía y el frío abrasador. La eternidad de la belleza no existe a menos que seamos capaces de inventar una sequía llena de abundancia y un invierno lleno de calor.

Últimamente he soñado con un hombre que tiene ojos de perro. De tanto soñarlo he decidido invitarlo al departamento que construiré después de abrir una puerta en el techo de mi cuarto. La cruzaremos juntos: ahí habrá un desayunador, una ventana, un hogar... Podría ser un departamento en la ciudad. La felicidad también es un asunto cosmopolita. Ruido, vida nocturna, diversión, tráfico, trabajo, besos apasionados por la noche... Las ventanas de nuestro departamento darán a un parque habitado por árboles gigantes; ahuehuetes antiquísimos bordearán un lago; robustos y solitarios tejos vivirán a lo lejos. Ese enorme parque estará rodeado por altísimos edificios cilíndricos, que a su vez estarán rodeados por extensos parques que se multiplicarán hasta el infinito.

Tengo el proyecto de ampliar mi vida. Construiré una ciudad horizontal en el techo de mi cuarto. Una ciudad que conviva con el campo, donde miles de pájaros coloridos vuelen por las avenidas, donde abunden ríos y lagos. Una ciudad de verdad. Dejaré entrar en mi enorme vida a un hombre con los ojos de perro.

 


 

Los escapistas

 

Contaban con la fortuna suficiente para escapar del destino cuantas veces quisieran, y si un día les daba algún capricho lo llevaban a cabo con alegría. Sabían que en esta vida es posible hacer cualquier cosa; que matar es bueno y que robar es divertido.

En teoría tenían que rendir cuentas al padre por sus actos, pero en realidad esto no ocurría nunca: eran casi libres. Tenían la advertencia de que no escaparían del padre, que algún día les pediría cuentas, eso sí.

Traían siempre los bolsillos llenos de billetes y nunca recordaban de dónde diablos habían salido. A veces acudían al banco en ropa deportiva y con mano armada antes de ir al club. En el club eran recibidos siempre por caras nuevas y amistosas. pasaban la mayor parte del tiempo paseando y besándose por los rincones del jardín de alguna de las casas de campo, ellos tenían una casa de campo en todas las ciudades; ahí se olvidaban de todo, tenían una naturaleza desinformada del caos.

Una sola cosa perturbaba su idilio: ella comía manzanas. Cuando lo hacía se ponía muy mal, es decir: perdía el estilo. Le daba por salirse a la calle y en lugar de dirigirse al club, se dirigía a alguno de los barrios bajos, armaba un escándalo y la cosa acababa en matanzas sangrientas. Qué lío con las manzanas. Hasta los asaltos dejaban de ser divertidos.

Cuando las crisis pasaban volvían a los altos barrios y a los jardines a recuperar sus vidas. Nunca recordaban las caras de los vecinos, ni recordaban el pasado.

Era frecuente que en los jardines de las casas de campo apareciera un manzano a arruinarlo todo. Él empezó a tomar las medidas necesarias para que esto no ocurriera; mandaba podar todos los árboles para que no cupiera una sola duda.

Cuando ella comía manzanas desparecían las reglas. En estado manzánico hablaba con necedad sobre la muerte. Él temblaba cada vez que asomaba el tema.

—¡Mira!, ya me tienes hasta la madre con tus pinches mentiras, ¡mira! ¡mira! —Y se arrojaba una y otra vez desde la azotea de la casa.

—¡Mira, mira! —Y se cortaba las venas, mientras él corría a buscar la gasa o lo que fuera. Hasta que en una de esas entraba en coma. Cuando regresaba había sufrido una transformación radical, encontraba siempre a su amor con los ojos hinchados al pie de la cama, tras esto venía comúnmente un periodo de larga felicidad que jamás era olvidado.

—¿Otra vez las manzanas?

—Sí —Y reían. La paz y el amor volvían a reinar en los nuevos jardines. Toda la tragedia era olvidada.

Un día llegó una crisis terrible; inició cuando él encontró rastros de mermelada de manzana en el suelo, y las huellas de las zapatillas de ella lo llevaron hacia un hallazgo atroz: un pequeño pasadizo secreto en el jardín, que daba a hectáreas interminables de manzanares; y no sólo eso, sino algo mucho peor: ella había afinado a tal grado su técnica del engaño que ya poseía su propia planta procesadora de manzana.

Se sintió tan lastimado que quiso quitarse la vida: las manzanas eran mejores en los barrios de los pobres que en las plantas procesadoras, las manzanas no fueron tan malas nunca como aquella tarde, ni siquiera en el Génesis.

Era tarde y ella lo obligó a ir de picnic a un manzanar particularmente perverso, y ahí, justo debajo de un árbol se quitó la ropa. Él se sentía avergonzado. Entonces ella sacó de la canasta un sandwich de mermelada de manzana y se lo ofreció, amablemente, empezó a hablar con una verbigracia que lo dejó helado:

—La muerte es un mito, una mentira.

No consiguió que él cediera al encantamiento, entonces sacó un frasquito de manzana pulverizada, tampoco consiguió nada, una manzana petrificada, nada. Sólo conseguía que él temblara de miedo. Entonces acudió a la falta de control, empezó a arrojarle a la cabeza los frascos de las distintas presentaciones de manzana que traía en la canasta del picnic, y con los vidrios rotos se cortaba las venas una y otra vez.

—Mira, ¿ya ves imbécil? La muerte es una mentira. ¡Que te comas el sandwich de mierda! —Y seguía sacando frascos de la canasta, y seguía cortándose las venas.

En esta ocasión él se quedó quieto y cansado, ya no hizo ningún esfuerzo por salvar a su mujer. Este cansancio dictó el triunfo de la manzana sobre la voluntad del hombre. Ella ablandó entonces la estrategia; dulcemente lo condujo hacia una cabana construida al fondo del manzanar, donde había colocado velas e incienso con olor a manzana. Ahí se acopló a él.

—Mi amor, ¿verdad que la muerte es una mentira? —preguntó.

—Sí —respondió él. Entonces se escuchó el reclamo estridente del padre, quien más tarde mandó destruir todos los jardines en las casas de campo.

 


 

Tan bello y tan malo

 

Alejo se acostó a contemplar la punta del ciprés; será un placer que le durará poco, porque pronto sonará el teléfono y escuchará la voz de Tina. Por desgracia ella no puede pasar más de dos horas sin él y el timbre irrumpe al menos doce veces al día. Tendrá que levantarse para responder. A su alrededor todo será tan bello que no podrá siquiera irritarse por la necedad de la muchacha. Aquello tiene una explicación evidente; Alejo tiene grandes ojos azules y piel de marfil, es sin duda uno de los hombres más bellos de la ciudad. Yo lo pondría sobre un caballo blanco. Él me complació aún más y se compró un Mini Cooper verde en honor a los ojos de una amada a la que espera todavía.

El ciprés se eleva dándole pinceladas displicentes a un cielo limpio. Alejo baila para sí mismo y fija los ojos en la altísima punta. La intromisión futura de Tina será incapaz de arrancarle su felicidad. Y así, con una expresión de bienestar se quedará donde está. Nadie puede verlo, pero se ve tan hermoso que podría alojarse como una fijación en la mente de cualquiera que lo observase.

Tina es una tipa aburrida ante Alejo. Tímida. De un humor excéntrico e interno. Cuando hace alguna broma nadie le entiende; todos a su alrededor se sienten incómodos y cambian de tema. El mal sentido del humor tiende a interpretarse como una neurosis pegajosa. Esto parece una ironía, puesto que el humor ingenioso se pega aún más que el malo y además se hereda a las generaciones que saben interpretarlo con inteligencia. Inclusive se desarrollan escuelas de conocimiento en torno al buen sentido del humor. Tina, pese a su oculto ingenio, tiene un objetivo claro, y guiada por el impulso de su corazón, va hacia él. El camino que ese corazón le ha obligado a tomar le parece una fase larga y triste, tan poblada de clavos y rencillas como su propio sentido del humor. Al contrario, todo en la vida de Alejo es una aventura, su existencia es como una pelota que rebota y rebota sin reventar en ninguno de los numerosos clavos que pueblan su camino. No hay para Alejo una mujer que no sea adorable, sin embargo no puede amar a nadie que no sea él mismo. Varias personas se lo han reprochado; para él el egoísmo se traduce en goce y tal goce es insoportable para los que no lo sienten. Ese goce es la chispa involuntaria para volverse bello e inalcanzable como lo verdaderamente bello. Tina escribe y escribe cuartillas de amor por él, y todo lo que Alejo le da son encantadoras patadas, siempre con una elegancia estudiada por su imaginación solitaria. Esta amabilidad es una trampa para mantenerla junto a sí el tiempo suficiente y hacer que su Narciso oculto termine de alimentarse. Entonces la deposita en su coche azul. Ella parte en soledad hacia la casa para escribir furiosas cuartillas de amor por él. El camino a su casa está poblado de clavos que ponchan las llantas del coche sólo para que Alejo venga a arreglarlas, pero no viene. Justo cuando espera aterida a la orilla de la carretera y toma el celular para marcar una vez más a casa de Alejo y dejar otro mensaje en la contestadora, éste pasa silbando a toda velocidad, montado en los ojos de su chica verde, formando un remolino gélido en torno a Tina. El frío le cala los huesos hasta que termina de reparar las llantas y llega a casa a escribir su novela ardiente, sus dedos ampollados teclean y teclean hasta el amanecer. Mientras teclea tiene en la mente todos los pasos que dará Alejo; sabe que saldrá a un lugar donde será visible para un buen número de mujeres, sabe que siendo tan hermoso se convertirá de inmediato en el objetivo de varias, y que seguro se pondrá a platicar con cualquiera.

La belleza de la mujer es un misterio aún más relevante que el de Tina. Cualquiera de las que asisten a los bares que frecuenta Alejo es más hermosa. Este asunto por cierto es algo que su mente dirigida por un corazón tozudo no alcanza a soportar. Tina aleja de su mente la idea de ver a su amado ante una mujer, y así es mejor, si pudiera ver la pantorrilla que en este mismo instante está mirando Alejo con tanta fruición, se sentiría destrozada y correría a poncharse a sí misma con el peor clavo posible. Tina prefiere ignorar que en el mundo existen piernas bien torneadas, concentra su mirada en el espejo, en un cuerpo desproporcionado, aunque joven y con grandes posibilidades de adquirir un buen tono. Como ciertas mujeres Tina supone que es inteligente y profunda y en torno a ese supuesto fabrica un mundo de descuido personal, tanto así que se sumerge en la profundidad de su mente para no volver a flote jamás. Tina se equivoca al amar a Alejo con su inteligencia que la hace fea. si Tina hiciera ejercicio y dejara de ser tan autocompasiva, dejara de odiar el entrar al salón de belleza a hacerse un buen corte de pelo o arreglarse las uñas su suerte cambiaría. Si Tina se tornara una linda estúpida su poder de seducción se potenciaría.

Tina escribe una novela sobre sexo: ¿cómo no pensar en sexo al pensar en Alejo? Para mí, que la conozco mejor que nadie, está claro que ha escrito tantas novelas, cuentos, poemas y ensayos como amores ha tenido; la extensión e intensidad de sus obras está ligada al tamaño de su pasión por el hombre en cuestión. Por un inglés escribió su primer libro, una larga secuencia novelada de insultos hacia el género masculino, y sobre todo hacia los extranjeros. Empezó a escribir su primer poemario gracias a un músico, y lo concluyó por un hombre maduro y rico. Su segunda novela la escribió para seguir impresionando al inglés, para que se diera cuenta de cuán poco le valió su desprecio, de que la vida seguía rodeándola por todas partes mientras a él se le secaba el cerebro por el crack (lástima que el inglés perdiera el coco mucho antes de darse cuenta de su error). Su primer cuento lo escribió inspirada en un estudiante rubio que tenía calvicie prematura, cosa que lo hacía parecer mucho mayor que ella. Para concluir su libro de cuentos tuvo que pasar por varios desengaños y cuando hubo concluido su primer libro de ensayos en la universidad, ya estaba enamorada y decepcionada de toda la Facultad de Filosofía. Así que el que estuviera escribiendo cuartillas de amor por Alejo, no lo convertía en un hombre especial. Quizás a Tina todos los anteriores le hayan parecido tan adónicos como él.

Alejo tiene los ojos verdes de su amada en la mente. Cuando piensa en ella realmente está pensando en sí mismo; en su feliz Adonis álter ego, convertido en pareja de una dama de verdad hermosa, pero nunca tan hermosa como el reflejo de sí mismo en los ojos de ella.

La novela que escribe Tina actualmente contiene una propuesta interesante; es, por decirlo de alguna forma, una obra que se escribe a sí misma, cuyo narrador coprotagónico soy yo. Tina sin embargo no entiende que escribe una obra que alguien le va dictando. Ya es hora de que la pobre muchacha le pegue a alguna, por tal he decidido ayudarla, pasarle algunos tips sin que se dé cuenta. Sin pecar de vanidad les diré que si esta muchacha tuviera una mínima parte de mi talento ya se habría vuelto famosa.

Ustedes se preguntarán qué demonios hago yo entrometido en la vida de Tina, por qué me preocupa su futuro, es simple: yo soy el espíritu de un hombre, fui en vida un poeta fracasado con un montón de sueños impresos y poco leídos. Morí a la mañana siguiente de una desvelada, me había puesto una de esas que siguen recordando mis viejos colegas de oficina. Fue una muerte fácil: me dio un infarto y caí escaleras abajo, se me rajó el coco. Mi tozudo corazón resistió el golpe, pero mi coco se llenó de astillas y se detuvo a las pocas semanas, dejándome con las ganas de que alguno de mis amores fracasados leyera un poema de inspiración mayor que se me había ocurrido durante la borrachera.

Las cantinas me vieron crecer como poeta, las meseras fueron mis principales admiradoras, conocedoras de mi talento. Muchas se enamoraban de mí, pero yo de ninguna. Era un auténtico patán y mucho orgullo me da decirlo; tenía una esposa linda a quien amaba, pero a quien encontraba poco menos apetecible que a las meseritas en ciertas noches. Por tanto me especialicé en la poesía, en la mesa, en el vaso de ron, en la cerveza, en la mujer de falda negra y entallada que se pone medias gruesas para proteger sus piernas del cansancio... Pero bueno, ya tendré tiempo para hablarles sobre mi poesía, lo que procede es hablar de Tina y su nueva novela: está narrada en segunda persona, salvo en esos muchos momentos en que yo incurro. El tono narrativo presenta una tensión constante, describe un estado de admiración suprema hacia un hombre previsiblemente llamado Alejo. Es en su mayoría un monólogo dirigido al amado, que expresa con intensidades diversas todos los matices posibles de aquello que la pobre Tina entiende como adoración. En ciertos momentos el tono de Tina se desquicia y yo tengo que ponerla en su sitio, no me gustan las pasiones desbordadas, la mesura y la discreción son virtudes absolutamente favorables en una voz femenina. Yo, que soy un hombre sabio, creo incondicionalmente en la prudencia y en la templanza. Por otro lado, cuando a Tina se le acaba el seso y se queda dormida sobre el teclado, yo me pongo a corregir y a aumentar por aquí y por allá... cuando Tina despierta a la mañana siguiente con la vista borrosa y la espalda molida no alcanza a leer mis líneas, se mete a la regadera y luego parte en busca de Alejo. Si no puede encontrarlo, cosa que es frecuentísima, al menos se acerca a él. Lo primero que hace es marcarle, si él no contesta insiste e insiste, si no hay resultados se va a sentar a un café cercano a su casa hasta que ve el Mini Cooper verde salir del garaje hacia la oficina. Tina da un suspiro y tiene fuerza suficiente para pasar el día. Vuelve a su casa y se queda dormida otras horitas, luego va al minisúper, compra una bolsa grande de papas y se la va comiendo mientras ve la tele... de esta experiencia repetitiva va extrayendo cierta materia inspiradora. Su mente inteligente y noble transforma la bazofia televisiva en cuartillas un poco sobradas, pero en general bastante aceptables.

Cuando dan las seis Alejo llega a su casa, Tina ya espera en la puerta. Se baja del coche enfurruñado, se toma un té verde y se da un baño, se pone ropa cómoda y, mientras hace su yoga, permite que ella se quede cerca, siempre y cuando no lo desconcentre. Luego de una rutina de una hora empieza la plática. En esta conversación Alejo pone a su Narciso a hablar durante dos horas, mientras él descansa y piensa en su amada de ojos verdes o en otra cosa. Una vez instalado en su largo soliloquio Alejo se eleva a tal altura de sí mismo que puede crear una prosa superior a la mía, debo admitirlo aunque sienta un ardor profundo en mi ego maltrecho. Con una ingenua frecuencia Tina se fusila el solaz de Narciso y largamente se regodea en la idea de alcanzar la perfección de su interlocutor. Alejo siempre olvida las palabras de su álter ego, es mejor así; sería penoso que algún día demandara a la pobre escritora por plagio de solaz y que ella perdiera todo lo que tiene: sus libros. Cuando le pide a Tina que se largue son ya las nueve y le quedan apenas unas horas para disfrutar la noche en santa soledad. Luego se va a la cama para levantarse a la madrugada siguiente con una rutina inalterable de fuerte ejercicio, la cual no es interrumpida nunca, puesto que apaga el celular y baja el volumen de los teléfonos de la casa.

Les he dicho que Tina es una mujer triste, no del todo fea, pero descuidada, no pobre, pero con poco talento para gastar su dinero y una conciencia anticonsumista que la hace guardar los billetes con un alivio profundo en el corazón. Alejo es totalmente ignorante de la posición económica de Tina. Supone, claro, que es inferior a la suya. El asunto es que él se ha pasado largas horas acostado al pie del ciprés soñando en sí mismo, en su yo ideal; a la mañana siguiente ha conducido junto a ese yo hasta el centro comercial y se ha echado encima cuanto ha podido para verse todavía mejor. Cualquier mujer avezada en intelectualidades sabría cuán adicto es Alejo a las fruslerías. Es de llamar la atención que siendo Tina ese tipo de mujer esté tan perdidamente enamorada de él. Yo me pregunto si las mujeres creen que ese gusto inagotable por las fruslerías es un vicio exclusivo de la mayoría de ellas, quien, pertenezca a la posición social o generacional que pertenezca, siempre buscará la forma de adornarse a sí misma y adornar cuanto le rodee. ¿Qué clase de mujer sería Tina si perteneciera a la mayoría femenina? Sería una estúpida. Por eso se ciñe brutalmente a su condición desadornada. Pese a todo su personalidad es fascinante para mí, yo soy quien la ha elegido como mi transcriptora estrella. Su principal móvil para escribir es el resentimiento. Recuerda cada herida que le hicieron, sabe hacer que la punta de su pluma se meta en cada llaga, hasta que ésta se le duerme de dolor y se convierte en literatura. El rencor que sabe guardar es tanto que tendrá material literario para varias de mis obras. Si es que antes no cae muerta de tristeza ante los desprecios de Alejo. La mayoría femenina jamás se permitirá lo que Tina... cualquiera se echaría a esperar que pique el anzuelo un éxito oficinesco, sueño que forma parte de la memoria de toda triunfadora de la clase mayoritaria. La mujer hermosa busca lo mismo que Alejo: adornarse a sí misma y adornar lo que le rodea. El error más frecuente en este proceso es el no adornarlo todo con materiales cuya producción o desecho no sean agresivos para el medio ambiente.

Alejo tiene una forma refinada de gastarse el dinero, suele comprar cosas que ha de conservar durante un tiempo razonable, por tanto se puede decir que tiene una conciencia ecológica que no afecta los ingresos de los centros comerciales. No tiene una suma bancaria tan importante como la de Tina, su economía pende de un hilo siempre, pero jamás se niega ningún gusto. ¿Cómo le hace? Simplemente se mantiene en una condición física estupenda y sabe sostener una plática divertida, gracias a lo cual cualquier chica de piernas bonitas se lo lleva a su departamento y ahí lo alimenta y lo mima hasta que él se aburre. Una vez aburrido vuelve a concentrarse en su receloso Narciso, lo reconquista, lo posee, lo alimenta y lo mantiene como a su único Rey, lo hace feliz como a un marido ideal.

La mayoría femenina actual perseguirá el ideal que la alejará del plato y el mantel, incluso del cojín complaciente, de la paciencia, la fuerza y el estudio del amor. Según su propia circunstancia intentará caerle bien al jefe adornándose para ir a la oficina, cuando llegue a su casa le caerá encima una carga tan pesada de rencores que le gritará a sus hijos todo lo que no pudo gritarle a su jefe, a quien, por cierto, no se le complace con arreglitos. Lejos de las mayorías liberadas estará la sabia; la que es dueña de la empresa gracias a la gracia divina de un padre o unas piernas bien esculpidas, o gracias a cualquier acusación cierta o falsa (¿qué importa?) presente en la jerigonza de la otras. Tina es una especie que jamás marchará en las filas de la mayoría, tampoco llegará a ser la dueña de la empresa. Mientras que la oficinista descarga su furia durante la cena, Tina la escribe. Y su furia es similar a la de las mayorías; de hecho su tecleo lleva el mismo ritmo que el de una secretaria. De algún modo esta metáfora me convierte en el jefe que dicta rápidamente a la pobre Tina, cosa que me divierte.

Me recuerdo saliendo de la cantina con una mujer que apenas unas horas antes estaba tomándole el dictado a su jefe; un jefe casi viejo que trata de mantener su dignidad a sabiendas de lo poco que le queda para ser sustituido por mí. Miro a la secretaria con su cabello largo recién teñido de color chocolate; según dijo se lo acaba de pintar así porque se va a poner unas luces rubias luego. Es una muchacha de bonito rostro y carácter alegre, de carne firme y abundante, los hombres la miran bien, dice estar contenta con su trabajo y sin embargo tiene algo de triste. Una vez terminada la transcripción el jefe le da las gracias y ella sale del privado. Cuando nos quedamos solos me suelta una de sus cantaletas, sabe que la muchacha sigue escuchando porque tiene la puerta abierta. Entre su ninguneo clásico incluye varias novedades, todas estúpidas, es un asiduo lector de libros de superación personal, más ahora que está viejo y no puede invitar a cenar a su secretaria; jamás olvida esa frase que dice: ”Siempre debes agregar un chispa a tus conversaciones, cuando tus vasallos escuchen tu voz tendrás que hablar como su profeta, la raza humana tiene la necesidad de encontrar un líder: tú puedes serlo”. En esta ocasión está de un humor especialmente novedoso, muestra su horror a ser sustituido por mí. Sabe que dentro de una hora estaré en la cantina con su secretaria. Ahora sólo puedo ser una metáfora de aquel jefe, si estuviera vivo seguramente sería un anciano dictándole a una secretaria esbelta. La muchacha de pelo chocolate tiene ahora tres hijos y una vida marital desafortunada, sus carnes siguen siendo abundantes pero no firmes. Si yo no hubiera muerto y fuera el jefe, seguro la habría corrido hace varios años. Sin embargo no me olvido de ella, quizá sea porque me quedé con las ganas de ser su jefe, de dictarle a gritos un informe. Tina es un triste remedo de aquella muchacha, sólo que con las carnes mucho menos abundantes y decididamente menos firmes, con la cabeza demasiado ajena a los tintes de pelo o las mechas rubias.

Alejo es dueño de una pequeña empresa en la cual es respetado y envidiado por su mano derecha y por su mano izquierda; su mano derecha es un hombre obeso, de unos cuarenta y tres años, totalmente calvo, con cierto encanto e ingenio heredados de la escuela de su jefe, su mano izquierda es otro hombre obeso, menos obeso y más joven que la derecha, con el rostro cubierto de marcas de acné y un encanto igualmente heredado de la escuela de su jefe. Alejo se muestra alegre, enérgico y simpático con sus empleados, su empresa trabaja bien y quizá llegue a ser tan grande como la de su padre, de quien se libró hace pocos años. En su equipo de trabajo hay sólo tres mujeres, las cuales, como es lógico, están enamoradas de él. Una de ellas es una chica de ojos grandes, ligeramente obesa, la otra es morena, delgada, bonita, envidiada por la obesa, la tercera es una triste sombra que desaparece cada vez que puede, calla, imprime informes en papel reciclado y envidia a la obesa por locuaz y a la delgada por bonita. Alejo no tiene consideración por ella, pero sonríe vagamente cuando se cruzan de frente en el pasillo, cosa que le es suficiente para amarlo. A veces tiene la suerte de escuchar su voz al teléfono, pregunta por su asistente esbelta, ella siente una furia tan adentro que le es imposible reconocerla; es un enredillo que aparece en su pecho con tanta frecuencia que casi es parte de ella misma. Quizá tal rabia sea la dignidad que le queda, mal entendida como una actitud tímida y obediente. Es apenas capaz de proferir un leve ”sí, licenciado”, y hacer la transferencia. Sin embargo, después de que él profiere ”su gracias, Glenda”, ella repasa una por una las notas que surgen de su garganta divina. Esos timbrazos le dan vida el resto de la quincena, y se la darían por el resto de su vida si él no la corriera nunca de la empresa. Alejo tiene fama de despedir con cierta frecuencia a sus empleadas, Glenda sabe fúrica y silenciosamente que será la próxima víctima, pues se ha vuelto ineficiente. Yo no imagino cuánto tiempo necesitará la pobre para gastarse todas sus reservas de voz angelical. Glenda, que escucha la voz de Alejo con tanta frecuencia, no podrá vivir si la corre. Morirá, pero antes de despedirla Alejo la invitará a cenar y le dará unas palmadas en la mano. La hará sentir tan bien que ella no alcanzará a percibir la desdicha que marcha a pasos agigantados tras la felicidad y el embeleso. Entonces, cuando él le diga que es ineficiente y fea, que después de cuatro maravillosos años de escuchar su voz amable al teléfono, está despedida, ella no comprenderá del todo. Después Alejo estacionará el Mini Cooper en la puerta del edificio y expulsará gentilmente a Glenda del asiento del copiloto. Ella se quedará inmóvil en la banqueta, mirando las luces traseras alejarse. Pensará una y otra vez: ”te amo, te amo”.

A continuación les hablaré de un caso —bastante típico— que ejemplifica la horripilante maldad del hermoso Alejo...

Érica afirma con su voz ronquita que el negocio está cerrado, Alejo se siente completamente feliz, esta exaltación le parece conocida. Va directamente a la oficina de la chica; ella es muy linda, como todas las mujeres que aparecen en las historias de Alejo, con unos labios carnosos y una piel tersa de admirarse. Sabe sonreír y también carcajearse, hace bromas tontas con cierta insistencia, le gustan los tipos guapos para acostarse y emborracharse con ellos. Habla de cosas sin importancia con tal de tener la boca ocupada. Alejo la encuentra con la bocina del celular sumergida en la melena abundante que cubre su oreja. Está radiante, se aplicó una cantidad excesiva de brillo labial, habla con prisa y suelta carcajaditas agudas a cada rato; está hablando con su madre... ”Un hombre guapísimo, rubio, soltero, acaba de cerrar conmigo un negocio...” dice. Tal plática representa un aliciente para Alejo, que entró sin anunciarse e irresistible como siempre, se sentó frente a ella. Érica cuelga casi de inmediato, antes se despide a susurros de su madre. Entonces ambos se miran fijamente a los ojos, ella tiene el alma inflamada y no lo puede disimular; es una mujer conservadora, franca e ingenua. Por tanto se muestra contenta con naturalidad y discreción.

Para festejar Alejo propuso unas copas. Cuando habían bebido lo suficiente empezaron a perder la discreción, y como era de esperarse, terminaron por irse a la cama. Antes de salir del cuarto, Alejo le dio una fuerte golpiza. El negocio que apenas hace unas horas parecía haberle importado tanto realmente era un pretexto. La imagen encantadora del futuro marido guapo, rico y lindo despareció de la mente de Érica, que empezó a vivir su pesadilla personal; el príncipe azul había construido su castillo en el infierno; era un maniático que jugaba a matar mujeres, era muy malo.

El hombre es capaz de conducirse por pura perversidad, ese amasijo ineludible de humanidad, conformado por los sentimientos más retorcidos, le da poder. ¿Y qué es la maldad? Alejo es su irresistible representación. Un nudo de vanidad que se convirtió en rabia. La maldad debe tener sus constantes, debe sostener ciertos parámetros de perfección. Si no los tiene, tiende a convertirse en una tragedia. El malvado debe sostener una conducta educada e impecable, nunca debe incurrir en ningún tipo de grosería, no puede pronunciar malas palabras. El malvado es un tipo que parece absolutamente bueno. Nunca intenta herir a nadie en forma prematura. La dama que lo mira no puede pensar sino en adorarlo para siempre, como a un dios. Él deja deslizar todos los elementos posibles hacia su faltriquera, para luego cometer el crimen perfecto: la mujer es sin duda buena, observa una conducta educada, recíproca, actúa en forma positiva. Es muy hermosa y no tiene ningún motivo para odiar a nadie, tiene una seria cercanía con las figuras materna y paterna, habla con respeto sobre su familia, nunca la ofende, nunca la insulta. Es alegre, accede fácilmente a ir a una fiesta, le gusta emborracharse. Será fácil invitarla a salir y llevársela a un hotel. Casos como el de Érica son frecuentes, tienden a dejarse deslumbrar por los hombres, tienden a caer fácilmente en jueguitos de tipos como Alejo. Y es que en fin, Alejo parece un personaje de novela pero no lo es, es un personaje real, repetitivo. A Érica le han seguido Brenda, Bárbara, Jeaninne, Alejandra y nombres muy diversos. La perversión y la maldad de Alejo son tan comunes como las gripes.

Brenda era una muchacha de curvas pronunciadas y piel muy clara, llevaba el cabello rizado con abundantes mechas rubias, Bárbara tenía el cabello castaño oscuro y ojos grandes y almendrados, Jeaninne tenía unos extraordinarios ojos azules, el cabello rubio y piel limpia color dorado, Alejandra no era propiamente bella, pero la había tenido que matar de todos modos. A cada una de ellas le dio un lugar especial, la arrojó en un modo y un lugar distinto. Había ido a los lugares más exclusivos de la ciudad y de ahí había sacado a las jóvenes estudiantes más hermosas y las había violado, las había matado, siempre actuando en una forma imposible, perfectamente maléfica, evitando la tragedia para sí mismo, desatando la tragedia para la familia de las muertas. Sin embargo por su vida pasaron mujeres con las que estableció lazos más o menos permanentes, a quienes nunca asesinó, entre ellas se encontraba su secretaria Glenda, o la misma Tina.

Parece un misterio el motivo por el cual Alejo se acercó a Tina: no es bella, no es una mujer de negocios, no es su secretaria ni es empleada de su empresa, no tiene aspecto de ser siquiera inteligente. ¿Qué llevó al hermoso a prestarle tanta atención? Que Tina sea escritora es quizá la única razón aparente. Mi teoría es que le pareció un ser débil y estúpido, pero a la vez poderoso: utilizable. Tina se dejaba ablandar tan fácilmente que era capaz de cometer errores de los cuales muchos tomaban provecho. Alejo era un experto ablandador, un aprovechado y un asesino. A mí, que además de ser un frustrado poeta muerto, soy un denunciante, me consta.

¿En qué circunstancias la conoció? Ella buscaba empleo y envió su currículum a la dirección electrónica de Alejo, que solicitaba una empleada, como siempre: busca perfiles poco impresionantes, prefiere emplear a mujeres mediocres que emplear a mujeres que se pasan de listas. Pero sin duda se fija bien en los perfiles de las mujeres impresionantes. Pide que cada currículum sea ilustrado por una fotografía. A Tina se le olvidó este detalle, sin embargo su currículum era impresionante: había trabajado para las principales trasnacionales del país en puestos relativamente importantes. Era extraño, la parte más conspicua en su currículum era la que hablaba sobre su obra literaria: había amado a tantos hombres como novelas, cuentos y poemas tenía, y eran muchos. Por tanto Alejo se sintió interesando. Tanto era su amor por sí mismo que le pareció que una escritora importante (él tenía sin duda una escasísima cultura literaria, Tina era una escritora sin importancia) dedicaría un libro a su hermosa persona y tenía razón. La buscó, la citó dos veces, la miró a los ojos y la dejó lista para convertirse en una secretaria eficiente de su ego.

El cuerpo de Alejo era un misterio para Tina: nunca lo había tocado más que en la mano, en rapidísimas despedidas. Deseaba conocer a Alejo profundamente, entonces lo dejaba hablar y hablar: lo dejaba sacar a su Narciso para que recitara poemas de loco amor por sí mismo, mientras ella escribía y escribía furiosas cuartillas de amor por él.

Alejo, pese a la riqueza de su padre, había crecido en una colonia de clase media de la Ciudad de México, su madre tenía los usos y costumbres de la gente del virreinato, nació en territorio norteño. El padre era un hombre de gran inteligencia que se quedó sordo dos años después de que su madre murió.

Su madre fue una figura que rayó para él con la divinidad; una diosa de cabello rojo, delgada y bajita, con los ojos claros. De una mezcla entre ella y un hombre alto y rubio había salido Alejo. Cuando ella murió se sintió destrozado, el dolor lo paralizó durante dos años, lo confinó a la habitación desde la cual miraba un alto ciprés. No podía sacarse de la cabeza los ojos verdes de su madre, su piel clara y sonrosada, aquel cabello rojo intenso. La fotografía de ella aparecía cada segundo, intermitentemente, su madre, el ciprés, el ciprés, su madre. Murió cuando él apenas cursaba la secundaria, en ese momento era un adolescente como todos, a punto de adquirir una tenue membrana de imperfecciones en el cutis, que apenas alcanzó a convertirlo en el número dos entre los adolescentes de la escuela. Gracias a esa tenue membrana había perdido la oportunidad de tener a la adolescente más hermosa; una niña de ojos verdes que lo rechazó por un tal Julio, un tipo que en nada, insultantemente en nada, se parecía a él. Tenía la piel perfecta. De Julio se ocupó Alejo obsesivamente, lo estudió en todos sus perfiles, le sacó tiras hasta que un día terminó agarrándose a golpes con él. Era un tipo de veras guapo, de esos guapos a los que la membrana adolescente apenas deja una huella de rebeldía irresistible para las niñas. Tenía un séquito de amigos a los que llevaba por acá y por allá recogiendo lo que él dejaba tirado.

De Julio Alejo aprendió muchas cosas, por ejemplo a tener gestos de soberbia sencillez en todo momento, sonrisas oportunas, discretas. Aquella derrota lo hizo crecer de tal forma que mejoró notablemente. Cuando Julio salió de la secundaria, sin que lo supiera, ya Alejo había tomado la absoluta delantera. Nunca olvidó a la niña de ojos verdes, quien se fue de su vida. Ni un solo segundo abandonó la idea de que ella sería suya, había una gruesa capa de rebeldía en su corazón. El día en que ella abandonó la escuela sin que él pudiera enterarse y se fue a un país lejano, coincidió con el accidente de su madre. Cuando Alejo estaba padeciendo la derrota amorosa en carne propia, tuvo que atragantarse la muerte. El dolor dobló a Alejo durante casi un año, la niña de ojos verdes y la pelirroja madre habían desparecido para siempre. La figura de la mujer inalcanzable conformó una luz intermitente en su conciencia. Nunca consiguió hacerla reaparecer, por tal frustración, por tal ausencia, por tal imposible, aprendió a despreciar lo posible, y se volvió muy malo, y muy bello.

 


 

El dios de los juguetes

 

El Altísimo me encomendaba varias tareas; yo salía cada mañana de mi casa, entregaba al niño en el colegio y me disponía a cumplirlas. De ahí volvía a mi casa, hacía los quehaceres hasta que mi hijo salía del colegio, luego le daba de comer. Llegaba el día quince y el Altísimo me mandaba el dinero en la mochila del niño. Él era bueno; le regalaba juguetes.

Una mañana me sentí muy mal, como un fusil descargado después de un tiroteo estéril, algo me había hecho daño y no pude cumplir con las tareas del Altísimo.

Aquella tarde esperaba encontrar los encargos en la mochila del niño. Llegó a buscarlo como todos los días, como si fuera su padre; revisó discretamente la mochila pero no encontró el bulto. Entonces se llevó al niño a dar una vuelta y lo interrogó, le estuvo comprando juguetes hasta que se convenció de que no había tomado nada de la mochila.

El niño llegó a la casa con la mochila llena de juguetes y una vez más le tuve que dar las gracias al Altísimo; le expliqué que aquel día algo me había hecho daño.

Me acarició la frente; con la bondad de siempre, me dijo que descansara y que mañana a primera hora estaría bien. Pero no tuvo razón; amanecí más enferma.

Otra vez se llevó al niño y volvió a interrogarlo, mi hijo llegó cargando varios kilos de juguetes.

El Altísimo supo que yo estaba más enferma que antes, me puso la mano sobre la frente y me dijo que en una hora a más tardar, ni más ni menos, tendría que estar lista para cumplir mi tarea, sino tendría que interrogar al niño. Pero se equivocó, yo me sentía cada vez peor, como una espada destemplada.

Entonces el niño fue interrogado por el Altísimo hasta que se enfermó con los juguetes; con tal de obtener más empezó a mentir en el interrogatorio, mientras más ingeniosa y grande era la mentira más grande e ingenioso era el juguete.

El niño regresaba de la escuela con montañas de juguetes, hasta que en la casa dejamos de caber.

Le dije a mi hijo que sacara los juguetes, él se los llevó al patio y pronto ahí no hubo espacio para las plantas. Entonces empezó a molestarme la conducta del Altísimo. Toda la casa estaba llena de juguetes y el niño, apoderado de una furia alegre, seguía trayendo más. El Altísimo podía comprar cualquier cosa.

Yo seguía sintiéndome muy mal. Como un tanque que atropella a un camarada en la victoria.

Una noche me levanté a medianoche sintiéndome peor que nunca. Me encontré a un gendarme en la entrada de mi recámara, cuando intenté cruzar la puerta mi rostro topó con su estómago, al parecer era casi tan alto como el Altísimo. El contacto con mi rostro lo hizo invisible. De pronto sentí que unos brazos se interponían entre la salida y yo. Con las manos los aparté sin mayor dificultad, eran unos brazos ansiosos; brazos de muñeco desmembrado. Había una sombra al fondo de mi habitación, tras ella reapareció el gendarme, quien al verme caminar con tanto apuro quiso burlarse de mí un rato. Fui por él, ahora mi mano se apoyó sobre un muslo duro como un tubo. No pude mirar hacia arriba porque el gendarme no me lo permitía. se hizo una armadura acuosa en la que se hundió mi palma. Yo sentía el tubo en el fondo, luego se deslizó y dio un salto al otro lado del cuarto, yo ya no quería tocarlo. Era de unos dos metros y medio, muy ingenioso; un vigilante. Me pregunté si el niño lo habría dejado ahí, era un juguete molesto y peligroso. Pero fue una advertencia del Altísimo. Cuando al amanecer pude salir de mi recámara me le paré enfrente al Altísimo, algo en el encuentro con el gendarme me había dado bríos. Le dije que dejara de llenarme la casa de juguetes o bien que me pagara una renta adicional para mudarme y dejar la otra casa como bodega. El Altísimo me dio una sabia respuesta: véndelos.

Puse una juguetería; había tantos juguetes en el jardín que no sé cómo no se me ocurrió antes.

La enfermedad dejó de pesarme por completo. Me sentí liviana como una victoria. Festejé la bondad de aquel ángel que era el Altísimo.

Aquellos juguetes costaban una barbaridad y se vendían como pan caliente, pronto tuve que comprar un camión y contratar a un chofer para que fuera a recoger al niño del colegio.

El niño era interrogado todos los días y traía novedades cada vez más caras y atractivas. Pero la felicidad duró poco y el Altísimo cobró su generosidad; sin previo aviso comenzó a prolongar los interrogatorios. El chofer se quejaba de tener que esperar por horas en la puerta del colegio y los pedidos se atrasaban. Pudimos llegar a un acuerdo; el niño pasaría más horas en el interrogatorio pero él mandaría mercancías de mejor calidad y en mayor volumen.

Entonces compré un tráiler para que fuera a recoger al niño al colegio y las ventas se me fueron al cielo. Luego compré otro y otro, contraté un total de siete choferes para ir a buscar al niño al colegio, incluso mandé imprimir el nombre del Altísimo en ellos. Hasta que un día conté las horas que pasaba el niño en el interrogatorio y otra vez me planté frente al Altísimo, le dije: tenemos que negociar; ¿Cuántas horas de interrogatorio al día requieres y cuántas toneladas de juguetes me darás a cambio? El Altísimo me dijo; veintitrés. Yo podría recoger mercancías durante todo el día, no importaban las veces que cargara los tráilers. A mí me pareció una oferta estupenda. Trabajamos a gusto en ese convenio durante mucho tiempo; hasta que un día los choferes llegaron asoleados y molestos diciendo que la mercancía no había llegado nunca.

¿Acabó el interrogatorio? pregunté, los siete respondieron que no lo sabían. Fui a la bodega y comprobé que aún quedaban suficientes juguetes para cubrir los pedidos.

 


 

Game cube

 

Es igualito que en la película Ghost, y no soy el único que lo ha dicho. Traspasas una barrera de carne densa, como una gelatina muy cuajada (supongo que este detalle depende de la densidad de la carne de cada quien). Luego sientes las astillas de la puerta de tu habitación, que restriegan tus ojos (o una película de ellos) sin hacerles ningún daño. Hay cierto dolor, cierta sorpresa, cierto miedo al avance, pero también una curiosidad que termina venciendo cualquier barrera, de cemento, de vidrio, de madera, de lo que sea. Avanzas hacia el pasillo. Al final hay otra puerta que atraviesas como si nada, detrás de esa puerta empiezas a ver los primeros retos del juego. En realidad es un juego sencillo y divertido, todo depende de tu elección.

Encuentras una flor de siete pasillos. Mi elección fue un pasillo en cuyo final estaban dos mujeres sentadas junto a un hombre, el hombre las abraza fuertemente, el tipo es un ogro, gordo y feo, y las chicas bonitas son sus cautivas. Tú, con todas las armas a la vista, tienes que matar al ogro, cosa que es muy sencilla, mi elección fue lanzarle una patada a los testículos, con lo cual conseguí que el ogro reventara, de él salió un puñado de mujeres, todavía más guapas que las primeras, entre ellas tienes que escoger alguna, mi elección fue una reina oriental con unas nalgas lisitas, hay de todo en el puñado.

Después tienes chance de seguir el recorrido con la reina o dejarla por ahí y pasar por ella luego. Decidí seguir el camino con ella, nos encontramos con otra flor y elegimos un pasillo donde hay una playa. Es una playa de dimensiones infinitas hacia donde veas. Hay un montón de cosas que puedes escoger, yo escojo el mar, que está atestado de bañistas, todos tienen las cabezas piramidales, éstas asoman muy cerca del agua que es de un azul caribeño de otro mundo, los bañistas se ven muy felices, es un mar muy calmo, muchos ríen, se abrazan y se besan, otros contemplan la orilla.

Un bañista sale apresuradamente, lleva puesto un traje del mismo azul, en cuyo centro, justo a la altura del plexo solar, ubicado mucho más arriba que el de una persona normal, tiene un círculo en el que refulge el mismo azul, el bañista se te acerca y te saluda, con una naturalidad que te deja perplejo, se quita el disfraz y resulta que el tipo es un simple mortal con unos tatuajes muy feos y ojos de mariguano, te saca una lengua con piercing, creo que a este tipo también te lo puedes llevar, pero yo paso; el mariguano deja un traje de plástico tirado en la playa. Después te das cuenta de que aquel infinito cielo está poblado de trajes de plástico azul. Sigo viendo al mar y a los bañistas, siento ganas de meterme, el mar es también como una recompensa, me inunda por completo la alegría, voy dando saltitos hacia el agua. Trabar amistad con aquellos bañistas tan encantadores me pareció seductor, además me moría por chacotear un rato con la oriental. Cuando elijo entrar, el azul empieza a parecer de este mundo, noto que los bañistas van saliendo del agua, la mortificación se extiende conforme entro con mi chica. ”¡Se delató!”, grita uno de ellos y todos salen indignados. Si esto te pasa en el juego pierdes puntos. A mí me pasó. No siempre es bueno escoger el azul. Todos los juegos son distintos; a veces lo que parece ser un premio es una trampa.

Cuando esto pasa la reina oriental adquiere un aspecto distinto, deja de estar avionazo y se vuelve común y corriente. Los bañistas se quitan sus trajes y se van caminando, dejan una estela de trajes azules. Yo mejor me salí y me seguí caminando, aunque si eres tan imbécil puedes escoger quedarte chacoteando con tu mujer común y corriente en las aguas de este mundo.

Si escoges seguir caminando hacia el lado opuesto a los bañistas y te vas por la orilla del mar, vas a encontrarte con un ejército de cangrejos amistosos, todos muy pequeños, que tienen la piel jaspeada en rojo y arena, entre ellos puedes escoger uno, el que escogí yo sorpresivamente resultó ser una recompensa, al contacto con mi mano se transformó en una fotografía que se expandió hasta rodear mi entorno como una realidad, al fondo de la foto estaba una joven muy triste y muy hermosa que toma un libro en la mano. Te le puedes acercar, si te acercas mucho te das cuenta de que eres su recompensa, porque ella quita intempestivamente su rostro de abatimiento y te sonríe y te abraza y te besa, sus caricias son bastante convincentes al principio. Te puedes quedar ahí todo el tiempo que quieras, pero es mejor que te retires cuando sientas que la chica empieza a perder puntos, porque entonces, traicioneramente, puede transformarse en una trampa y dejarte sin reservas. Si sigues caminando y abandonas a la chica del libro, como yo hice, te tienes que topar con una estación donde recargas reservas, esta estación tiene varias subestaciones que tienen facha de espás, yo escojo el que se ve más respetable y económico, ahí me olvido totalmente de la chica. Decido salir del juego, pues con el masaje y los ejercicios de relajación me entró sueño. Para ir a mi habitación tengo que recorrer un camino largo.

Si te da flojera y decides regresar, como yo hice, te vas a encontrar que la chica del libro, la que te dejó sin reservas, aquella a la que te cachondeaste durante el tiempo que quisiste, ya está con otro tipo y lo abraza y lo besa con amor convincente. Ella ya no te parece ni mínimamente hermosa. Te sigues de largo, hay entonces un pasillo que no viste de ida y que te llama, del fondo sale una música como de centro comercial, eso te atrae, te acercas y te encuentras en la puerta de un centro comercial, precisamente, y la chica del libro firma autógrafos ahí, cuando pretendes entrar y ver las tiendas, otra música te atrae desde el estacionamiento, en él vas a descubrir a unos cangrejitos inflables que cantan Under the sea, si te acercas un poco a ellos una linda chica con una minifalda de elastano azul te da la recompensa, la recompensa es una botella de agua Ciel y un beso en la mejilla, esa botella no te sirve para nada, tú no tienes sed, sólo quieres llegar a tu recámara. El estacionamiento del centro comercial se vuelve gigantesco como una playa. Llegas donde están tirados los trajes de los bañistas, yo nunca me he atrevido a recoger uno, por miedo a delatarme otra vez, aunque ahora sólo se ve al bañista del piercing besando a una turista fresa, en esta etapa puedes rescatar alguna recompensa, a mí siempre me da flojera el tipo del piercing. Me sigo de largo y encuentro una extensión verde azul profundo, es un alfalfar, hay un sillón color amarillo sobre el cual reposa un amasijo de chicas avionazo en chiquito, el amasijo va cobrando la tesitura de un solo cuerpo hasta que se ve enteramente como un gordo bien feo, que es un ogro amarillo. Todas estas escenas pasan frente a mí con gran indiferencia, hasta que el gordo comienza a vomitar una teutona tamaño natural que está de recompensa. Elegí sin dudarlo una siestecita a su lado antes de llegar a mi cama, entonces me dispuse a matar al ogro para tenerla, mas en ese momento (el muy listo) se puso a vomitar a una mulata bastante apta para el chacoteo en la hierba, esperé, y cuando la mulata estuvo totalmente fuera de la boca del ogro, le metí un patín certero entre los güevos y ahí quedó. Las armas con que puedes luchar en este momento del juego son varias, yo siempre opto por el patín en los güevos.

Cuando el ogro se rompe te ganas una recompensa muy grande y cara, las dos viejas vomitadas te empiezan a aplicar un masaje que te deja quebradísimo en el sillón, con ganas de quedarte dormido ahí y olvidarte de tu cama para siempre. Al final las dos chicas se desvanecen en el cansancio. De alguna forma te arrastras hacia el pasillo, si no llegas pronto hasta tu cama pierdes otra vida, sigues por el pasillo que te lleva a la flor y si eres capaz, eliges el camino que te lleva a tu habitación, llegas hasta la puerta, atraviesas la densa barrera de astillas, te encuentras a un tipo desnudo en la cama, ese eres tú, te clavas en la barrera de carne, esa es tu última recompensa.

 


 

El aliento

 

Estás empezando a desesperarme. Hace más de dos horas que estoy derramándome sobre ti sin recibir respuesta, nada pasa, nada. Sólo esta espera inmóvil fuera de mi turbulencia. Te arriesgas a que mis ojos de lupa terminen incendiándote. Quiero ver alguna señal de que éste no es un acto solitario, algún rumor saliendo de ti, pero sólo veo absurdos y surgen de mí.

Aquí en la antesala soy lo que quieres que sea; un paciente que espera tu voz mientras escribe.

Al fin la recepcionista habla, ”es su turno, señor”.

Te cierro de golpe, más tarde nos veremos, te sacaré una respuesta.

Entro al consultorio y verifico las señales de vida. El doctor es un tipo extremadamente cortés cuyos ojos solemnes parecen habituados a un camino invariable: de la casa al consultorio, su nariz puntiaguda aspira con una precisión matemática y sus labios, tensos e impávidos, ceden una apertura de siete milímetros a un conjunto de palabras breve, pausado, perfectamente coherente. Su cuello, por el contrario, palpita con irregularidad y su piel, pálida en rostro, se sonroja ligeramente ahí, esto se debe a que el nudito de su corbata está más apretado de lo recomendable. Sus dedos ejecutan movimientos injustificados, incluso cuando escucha en silencio mis confesiones. En una escala de vitalidad del uno al cien, él alcanzaría una posición por encima del treinta, esto gracias a la notable puntuación que le aporta su nerviosismo dactilar.

Empieza cuestionando mi egocentrismo, mis repeticiones constantes de la palabra yo. Me pregunta si hice el ejercicio que me dejó la sesión pasada, le digo que no, que estuve ocupado, que no puedo perder el tiempo en contar cuántas veces digo la palabra yo, que no puedo hablar de otro que no sea yo, y que no conozco un tema de conversación más vasto que yo. Me cuestiona sobre la realidad de los otros: le digo que mi realidad se impacta frecuentemente contra sí misma y que, por cierto, mis yos han sufrido serios descalabros. Le digo que no soy un ególatra, que también amo otras cosas y que de hecho, nunca me he amado más que a ellas.

Entonces contraataca.

”Hábleme de su vida amorosa.”

Es un tipo listo, me ha hecho esa petición muchas veces, sabe que oculto algo.

Trato de escapar, emprendo mi huida hasta el diván, me concentro en su superficie gris y descubro cierto brillo vital ahí y entonces tallo y tallo y antes de conseguir que la felpa me responda con sus múltiples saludos eréctiles, el doctor me pide cortésmente que deje de hacerlo y que proceda a hablar sobre mi vida amorosa.

Para darle por su lado comienzo por repetirle la historia de mi padre, de mi madre, de mi hermano, de mi abuela, de la regadera. Pero antes de dejarme continuar me embosca.

”¿Estableció usted relaciones amorosas con algún miembro de su familia?”, ”no”, ”¿No?, hábleme sobre su vida amorosa”. Tengo entonces que confesar, débilmente, que el amor es una de mis más derrengadas obsesiones, que me he visto atormentado por la pérdida de libertad que conlleva en todos los sentidos; si amo a una mujer tengo que ser extremadamente delicado, renunciar a mi naturaleza de animal enfermo, ésa es la actitud más apropiada. Introducir un miembro en la vagina de una mujer ha sido el acto más brutal que he cometido. Muchas veces, lleno de culpas, después de coger con una mujer, solía imaginarla con otra, en su estado ideal, introduciendo sus dedos en una entrepierna más que reconocible, rememorando las noches en que, antes de mi absurda intromisión, se procuraba el placer más puro de su vida. Pero su tonta heterosexualidad la había llevado a desear mi burda compañía, a consentir que le rompiera la carne.

Si amo a un hombre puedo ser todo lo brutal que desee, aunque nunca he deseado serlo demasiado, actuar sin remordimientos, hacer y dejar hacer en un acto equilibrado. El amor homosexual es, dentro de una habitación, un acto perfectamente justo, más si salgo a la calle, si salgo a la calle y en un acto de complacencia agorafóbica nuestras caderas, mórbidamente masculinas se juntan y vemos a otros amantes; piezas que encajan en la ortodoxia y la epidermis, distintas a nosotros, siempre atentando en coplas sobradas de espacio y de rebabas, si salgo a la calle...

El doctor irrumpe: ”pensé que el problema de su homosexualidad estaba resuelto”. Mi mente sufre un tormento terrible en ese instante; tres preguntas me agujeran el seso; ¿es un problema que, como todo hombre, quiera dibujar mi ira en el cuerpo de otro hombre?, ¿amar a una mujer, esa que se la pasa comiendo manzanas, es la solución?

Mis problemas empezaron el día en que empecé a enamorarme del jabón y terminé eliminándolo en el baño más caliente que me he dado en la vida, y se hicieron mayores cuando me enamoré del retrete y, después de emborracharme y vomitarle todo lo que podía darle mi corazón al suyo, me envió una cruel corriente que llevó mis entrañas al inframundo. Luego me enamoré de la cuadra de enfrente, de sus altas banquetas arboladas, fui su fiel novio indigente hasta que una fálica mole de dieciocho pisos y medio me suplantó y tuve que cruzar la calle y mirar su obsceno cortejo hasta que otros amores igualmente imposibles me distrajeron.

Es terriblemente desgastante susurrarle palabras de amor a una cosa que jamás nos retribuirá, que permanecerá inmutable ante nuestro derretimiento y además, ¿qué tal si la cosa sí quiere?, ¿es posible imaginar la injusticia de un amor sitiado en la no existencia? No puedo seguir, no puedo, no sé hasta dónde han llegado mis palabras; a estas alturas seguramente el doctor me ha descubierto, sabe quién soy, pero ¿quién soy?

Una voz desde la recepción me lo recuerda: ”su tiempo terminó”. Soy un paciente que sale del consultorio, que aprieta la mano del médico mientras dice hasta luego y piensa, piensa que todos están equivocados y se pregunta; ¿por qué el doctor afirma que es un síntoma esquizofrénico pasar por la calle y esperar que ésta se queje, que dé vuelta al frente, que dé una respuesta?, ¿por qué el doctor dice que los muros, los envases de plástico o los cuadernos no pueden gritar, romper al unísono su silencio mitómano?, seguramente porque está equivocado; es incapaz, como todas las cosas, de darme una respuesta satisfactoria, una respuesta que no se desfonde con el peso de una manzana. Entonces, en esa euforia castrada por el altavoz, vuelvo a ti, a nuestro devastado tálamo de papel; lo siento, he sido duro contigo, pero tienes que entender: sólo te quedan algunas páginas para vivir, estoy empezando a desesperarme, si me dijeras algo yo conocería el significado de la vida, dejaría de pensar. Pero te callas, dejas que mi sudor se derrame sobre ti. Amigo, responde, ¡que respondas!, se te están acabando las entrañas, ¡grita!, ¡que grites! Haz algo por el amor de dios, aprovecha esta oportunidad.

Entonces, en la jaculatoria gráfica de la última página, irrumpe tu voz carrasposa, tal como la imaginé; voz de papel reciclado, esa voz me transforma en lo que tú y el doctor querían que fuera: un hombre feliz. Me detengo bruscamente para escucharte. ”señor, está usted rasguñándome la espalda con su pluma, por favor deje de escribir”.