Material de Lectura

 

El club de los pequeños

 

Hay hombres grandes; yo no soy uno de ellos, definitivamente. Mi pequeñez es tal que nunca puedo apelar a la fuerza de voluntad. Todo lo que hago corresponde a una orden más fuerte que yo, una voz que dice desde la penumbra: ”no seas grande, quédate ahí, no crezcas”. Cuando la escucho, mis años de infancia se revuelcan como olas en mi mente, el juego, pienso en el juego y me dan ganas de ir a disfrutar con los amigos, aun sabiendo que en ese impulso está la causa de mi desgracia.

Tengo un refinado gusto por la noche; salir a beberme unos tragos y conocer mujeres. Yo no sé en realidad si esto que describo sea refinado, ¿saben?, pero me siento así cuando después de la oficina, los viernes, salgo a echarme unos alcoholes; me gusta el momento en que la incertidumbre me atrapa, cuando entro al antro y las chicas están buenas, cuando no sé si voy a poder llevarme a alguna, porque todas están demasiado bien para un hombre como yo.

No es ningún secreto a revelar más tarde que tengo un pirrín chico y perdónenme por revelarlo así, tan abruptamente, pero él es importante para mí. Si bien funciona a la perfección, en su estado de máxima potencia apenas puedo llamarlo Perrín y, de hecho, lo llamo así de cariño. perrín es un gran cuate. Ha participado activamente en mis mejores eventos.

El evento más memorable que tengo fue en el Res, un antro, ¿lo conocen? En la entrada hay unos elefantes esculpidos en cemento. Sobre los elefantes siempre están subidas unas reinas que alguien trajo de una tierra refinadísima, lo único malo que tienen estas refinadísimas es que cada una está acompañada de un mamón más grande que yo. Perrín tiene olfato para reconocer a las refinadas, ¿saben?, siempre que eso pasa sospecho que habrá acción, aunque la verdad no siempre acierto o casi nunca, a decir verdad.

Aquella noche era viernes, mis cuates de la oficina se estaban aburriendo, pensaban que ninguna nos iba a pelar. Siendo lo que soy jamás he supuesto que tendré una racha de grandeza; viendo la tele he encontrado mundos paralelos en los cuales podría ser como cualquiera de los actores, por alguna razón en esta vida jamás llegaré a aparecer en la tele, no guardo la mínima pretensión de pertenecer al espectáculo más rascuacho. Las reinas que bailaban en la pista aquella noche eran como las de la televisión para mí: inalcanzables. Perrín no tiene conciencia de lo inalcanzable, se pone alerta en todo momento, no le importa ser pequeño e ignora mi pesimismo, se alegra, me anima, es un buen muchacho.

Aquella noche en el Res estuvimos planeando una estrategia, una de esas estrategias estúpidas que siempre terminan en ridículo. Yo estaba tomándome la plática muy a la ligera cuando de pronto siento una mano en mi espalda, me vuelvo y alcanzo a ver una reina dirigiéndose hacia el tocador; llevaba unos pantalones blancos de tela elástica, jamás una que usara ese tipo de pantalones se había dignado a mirarme, mucho menos a posar su mano en mi espalda. Perrín se puso contentísimo, me empezaron a sudar las manos y el cuello, el presentimiento de que habría acción me parecía casi una certeza, me puse alerta para esperar que la reina regresara del baño. Cuando la reina estuvo a la vista me levanté y sin mayor aspaviento le puse la mano en el hombro y comenzó la acción, nos fuimos a cachondear, traté de no esconderme demasiado para que mis cuates alcanzaran a verme, le hice a la reina cuanta cosa está permitida en el Res a las tres de la mañana y ni tardos ni perezosos nos fuimos a mi depa, la reina se empezó a quitar la ropa de inmediato, no esperó a que cerrara la puerta, cuando llegamos a la recámara sólo le quedaba encima una faja blanca y un body del mismo color, cuando le quité la faja y el body vi un abdomen insospechadamente abultado. En este momento yo aún estaba totalmente vestido, el entusiasmo de Perrín era tan grande que no me detuve a analizar lo que esto significaba, Perrín me guió como una voz, como una orden a la cual un hombre pequeño no puede desobedecer, entonces la reina me empezó a desnudar, cuando vio a Perrín no hizo ese gesto burlón que hacen la mayoría de las reinas sino que disimuló y siguió desvistiéndome, con un gesto morboso que lo puso en su máxima potencia, entonces se lo hice y quedó encantada. La reina pasó todo el fin de semana en mi depa y lo hicimos un montón de veces, el vientre abultado empezó a parecerme tierno, cuando la reina me dijo que estaba embarazada y que me amaba y que quería quedarse a vivir conmigo, yo pensé, ”espérame reina”, pero la voz mandante me impulsó a abrazarla y decirle que yo también la amaba y que no me importaba que estuviera esperando un hijo de otro.

La reina era clavadista, ¿saben? En aquel momento yo no creía en suerte tan inmensa. Me parecía imposible que una mujer tan refinada estuviera a mi lado, cuando el vientre llegó a su máxima potencia estalló y tuvo un hijo. Cuando estuvo recuperada del parto me encargó al niño para salir un rato por la mañana, hubo una voz contraria que me susurró que aquello traería consecuencias negativas pero yo, como es mi costumbre, reaccioné a la voz mandante que me hizo decir: ”si reina, no tardes” y me quedé.

A mí los chavitos me gustaban mucho en ese entonces, creo que es una de las características de los hombres pequeños, nos sentimos muy cerca de los chavitos algunas veces. Este chavito era una cosa especial desde bebé, era tranquilo y sonreía con frecuencia, no lloraba casi nunca.

Cada vez que la reina salía me encargaba al chavito y yo me quedaba contento, de veras, me gustaba hacerlo, además, las salidas de la reina oscilaban entre dos y tres horas. Siguiendo esa voz cantante me vi envuelto en una situación insospechada.

Una noche la reina me confesó (sin que hubiera una voz que me impulsara a preguntarle) cuál era el motivo de sus salidas, yo la abracé y la escuché hablar sobre su vocación por el clavadismo, su voz me parecía un tanto exagerada e ingenua, a mí el clavadismo me importaba pura madre, pero la escuché hablar hasta quedarme dormido de placer, porque podía admirarme de cuán pequeño era al lado de semejante talento de reina, que hablaba de un tema aburrido sin causarme fastidio.

En los meses que estuve con la reina dejé de irme a echar la peda con mis cuates del trabajo porque estaba ansioso de llegar al depa. La lana que yo ganaba nos alcanzaba bien y pronto me vi firmando la paternidad del niño en el registro civil.

Cuando el niño estuvo más grandecito la reina me invitaba a verla echarse clavados en el deportivo, lo hacía verdaderamente bien, con una elegancia que dejaba anonadado al bebé no más que a mí; daba volteretas en el aire y luego caía como una aguja que se zambulle en el cielo. Había avisos repentinos que me sacaban del deleite, avisos contrarios. A los que siempre la voz cantante vencía. Todas las tardes, saliendo del trabajo, iba a buscar a la reina y al niño y nos íbamos al deportivo, yo me quedaba sentado con el niño viéndola echarse clavados cada vez más refinados. Cada vez agradecía más a la vida que me hubiera colocado esa noche en el Res para encontrarme con semejante reinón. Perrín blandía de gozo todas las noches, cuando regresábamos del deportivo.

Y bueno, si a algo pude llamar felicidad en esta vida fue cuando conocí a la reina, de hecho, ahora que estamos entrando en sinceridades, los motivos por los cuales les cuento esta historia es el amor que sentí por ella y la repulsión que ahora siento por su hijo.

Tengo que advertirles que esto que les voy a contar no se lo había contado a nadie. Porque bueno, la reina una tarde se golpeó la cabeza contra un azulejo en la alberca; el niño observaba la escena con atención. Fue terrible, ¿saben? La reina entra estrepitosamente a escena, la escena adquiere unos tintes rojizos, violentamente sorpresivos, sin previo aviso. Y así, para irles haciendo esta lectura amena les iré contando, poco a poco, detalle a detalle, los episodios, los segundos sobre el momento preciso de su muerte, o mejor no se los cuento.

Quizá el saber que hubo mucha sangre en la alberca sea suficiente y les ayude a permanecer conmigo hasta el final, o quizá el saber que había trocitos de cerebro en el agua, astillas. No me pidan que les cuente todo de un solo jalón, porque, ¿saben?, la voz cantante no me deja, cada vez que me clavo demasiado en el episodio, atrae mi atención hacia otro tema. Es algo que hago, creo, para no clavarme demasiado en el pinche trauma. Porque, ¿saben?, su muerte me dejó traumadísimo, además bien jodido, porque me tuve que quedar con el chamaco, que, aunque de carácter pasivo, es un trabajal y una mierda constantes.

Y en fin, después de la muerte de la reina me empecé a clavar otra vez con mis cuates en el Res y dejaba al chamaco solo. Unos días después de que murió la reina uno de mis cuates me dijo que para sacarme la tristeza no había nada mejor que irse de peda; a mí, cuando me dicen peda me voy de peda. La voz cantante siempre domina cuando escucho la palabra ”peda”. Retomé placenteramente los episodios en que trazábamos estúpidas estrategias, aquellas estrategias que siempre acababan en el ridículo. Mis cuates eran bien pendejos. Aunque el dolor me seguía punzando, el rollo de las pedas me parecía positivo, me distraía, hacía que Perrín saliera de su estupor y se contentara. Cuando Perrín está contento yo también procuro estarlo.

Tuve que contratar una nana para que cuidara al niño; de lunes a viernes por las mañanas y los fines de semana por las noches. Yo no sé si la nana dejaba al niño solo también, porque la mayor parte de las veces lo encontraba cagado y solo en la cuna. La verdad el chavito era bien tranquilo, se fue transformando poco a poco en un vegetal ligeramente animado que cagaba un chingo y succionaba con furia lo que tuviera una mínima semejanza con una teta, los movimientos que realizaba eran casi siempre con la cabeza, también apretaba los puños; la fuerza que imprimía en estos movimientos, cada vez más repetitivos, iba aumentando conforme crecía.

Yo, por mi parte, seguía yéndome a los antros con mis amigos, empezamos a frecuentar uno donde bailaban unas chavas a las que empecé a aficionarme. Sabía que no habría un golpe de suerte tan tremendo que me regresara a la reina, aunque fuera con la cabeza más cuadrada. Eso me ponía un poco de malas, ¿saben?, por muy buena onda que fuera la chava, se burlaría de Perrín cuando lo viera, porque todas hacían eso y me molestaban muchísimo, y a Perrín, aunque quiera disimularlo, también; cuando las tipas hacían su clásica risita, él se encogía, así le pasa siempre.

No crean que por haber perdido a la reina de un clavado dejó de interesarme el resto de las reinas; no, al contrario, me embriagaba más que nunca.

Al final ella no era más que una estúpida, en el fondo, por morirse en una forma tan distraída. Quizá si ella se hubiera fijado con mayor atención, si no hubiera sido apenas una principiante.

Y aunque parezca la lectura poco digna de un pequeño, les diré que en soledad leía libros. Un día empecé a leer, a Emilio Zomzet, ¿saben? Y decidí escribir mi historia nada más porque él me dio la fuerza, para hablar sobre mi vida, o bueno, no para contarles toda mi vida pero sí la parte más cabrona. Aunque, bueno, no creo que yo pueda compararme con él, ese sí es picudo y tiene un pasaje chingón, donde habla de una chava que parece una cereza cuando se echa a nadar al lago, la chava se llama Plop, creo, tiene un nombre raro; los personajes de Emilio Zomzet siempre tienen unos nombres rarísimos. Ya ni me acuerdo cómo di yo con el primer libro de este tipo. Era un tomo bastante choncho, con una pasta azul marino que contenía dos novelas cortas. Una de ellas se llamaba Las chicas del lago, la otra se llamaba Los ángeles descabezados, no saben qué cosa, qué combinación de sentimientos, sentimientos que me llevaron a desear contar mi historia con la reina. Así Zomzet me atrapó desde su tumba, porque, ¿saben?, Zomzet ya está muerto, creo que se dio un balazo en la cabeza, creo que muchos escritores han hecho eso, quién sabe por qué. ¿Les gustaría que les contara con pelos y señales lo que dicen algunos libros sobre la muerte de este autor?

Cuando uno es pequeño se emociona al aprender los nombres y biografías de sus autores favoritos. Yo guardo recortes de distintas etapas en su vida, después de publicar su primera novela e incluso antes. Tiene los bigotes grandes en casi todas, pero hay algunas en que no trae ni bigote ni barba y se ve más joven. No nada más guardo estampitas de Zomzet, sino de todos los escritores suicidas.

Todas las escenas del escritor Emilio Zomzet me recordaban a la reina, era, se los juro por dios, como si hubiera sobre el libro una ventana donde ella se asomaba todo el tiempo. La ponía en el cuerpo de Plop —uno de sus personajes— y, con un estruendo onomatopéyico, azotaba contra el azulejo. Cada vez que a Emilio se le ocurría mencionar a la tipa del trajecito de cereza, yo escuchaba el madrazo elevado a la no sé qué potencia en que le estalló el coco. No sé si aquel impulso por leer y releer las escenas de Plop era parte de mi morbosidad. La realidad es que cuando la reina llega a mi mente en esa presentación, ese impulso que domina mi voluntad, me dice que piense en otra cosa, supongo que lo hace por mi bien.

Escucho miles de cosas, el recuerdo de la reina está plagado de sonidos, los primeros que guardo empezaron en el Res, cuando estábamos fajando a la vista de todos mis amigos.

Mi vida, pues, se bambolea ahora entre el chamaco, el depa, la oficina, los libros, y el Res. Aunque la verdad es que al chamaco nada más lo veo por las mañanas, cuando me levanto y, francamente, a veces ni me le acerco; alcanzo a vislumbrar la presencia de la nana en las manchas de leche que se derraman en el microondas, por esas manchas yo puedo intuir que el chamaco no ha muerto y es que, desde que la reina falleció, comenzó a parecerme raro, cuan más raro me parece más me alejo de él, más deseo olvidarlo, y no es porque su existencia me recuerde a su madre, no se parece nada a ella; su extrañeza me causa un dolor profundo, justo al centro del coco, una punzada.