Material de Lectura

 

Un farol en la noche

 

 

Éramos los dueños del mundo y no nos cambiábamos por nadie. Todos para uno y uno para todos, para cada uno de los cinco amigos que moldeábamos todos los días de aquella época con la despreocupada certeza de que nada amenazaba el imperio que manteníamos sobre nuestras vidas. Cinco novilleros, al filo de los diecisiete años, con suficientes leguas andadas como para suscitar esperanzas entre los taurinos de verdad, los aficionados de cepa, esos que tenían cara de volverse apoderados o mecenas de nuestras ilusiones. Cinco toreros, con apenas seis novilladas toreadas, que asegurábamos el futuro con promesas, pero también con mucho sudor que transpirábamos toreando de salón en los Viveros de Coyoacán, el mismo que se mezclaba con la adrenalina del pavor en las noches de luna llena cuando toreábamos sementales en ganaderías de prestigio.

Las canas parecen convencerme de que éramos vagos e, incluso, delincuentes. El paso de los años ha trastocado la pureza de los atrevimientos de antaño: lo que parecía heroico se ha convertido en locura y las travesuras inocentes se filtran ahora en la saliva con el sabor de lo irracional. Fuimos los que por encima de las calificaciones escolares llevábamos el título de toreros y eso valía más que los diplomas. Por eso llegábamos tarde a la escuela, sudados de tantas faenas extenuantes con las que iniciábamos cada día desde las cinco de la mañana. Mucho antes de que amaneciera, al tiempo que nuestros compañeritos seguían dormidos, nosotros cumplíamos el calisténico ritual de fomentar nuestros músculos y apuntalar la agilidad personal en cada uno de nuestros movimientos. A la hora en que los demás recibían de sus madres el consentido ritual de sus desayunos, nosotros descifrábamos las mañanas con la lidia imaginaria de toros bravos. Había que aprender a echar el toro, saber embestir como animal bravo porque allí se veía quién se había parado delante de un toro de veras o fingía haberse pasado uno por la barriga. Teníamos que arrastrar los pies, arqueando la espalda y llevando los brazos extendidos como si fueran cuernos, exagerando lentamente los giros como si las piernas llevasen atrás otro par de patas, y había que torear exagerando la lentitud de cada movimiento para adquirir eso que llaman el temple para marcar cada tiempo de un lance y cada etapa de un muletazo como si fuera la memorización de una sensibilidad innata.

Fuimos cinco maletillas que en once ocasiones violamos las leyes de la propiedad privada, saltando a la medianoche las bardas de piedras y las alambradas de púas, para armar un ruedo hipotético en medio del potrero donde se veían flotar las sombras más negras del reino animal. Sólo en dos ocasiones fuimos sorprendidos por los caporales y solamente una vez nos alcanzó un charro enfurecido que tuvo a bien rematar los puñetazos con el peso de su sombrero. Nos agarró literalmente a sombrerazos, pero lo que más dolía era la rabia con la que nos gritaba. Nos decía que habíamos echado a perder un torazo que ya había sido seleccionado para ser lidiado en la Plaza México, apartado nada menos que para un cartel de figuras. Al día siguiente, aún sin reponernos de la golpiza, nos valía madre la culpa y nos arrepentíamos de no haber matado a estoque al toro de marras o al caporal enloquecido, porque nos sentíamos superiores a cualquier ley y mejores que ninguno. Hacíamos la Luna porque éramos dueños de la noche y nada ni nadie podía quitarnos la ilusionada certeza de que acariciábamos la gloria, a pesar de que pasábamos fríos en camiones de redilas cuando lográbamos viaje, cobijados con el pesado percal de nuestros capotes y el vaho compartido de nuestras respiraciones. Ahora calculo la cantidad de kilómetros que recorrimos a la vera de los caminos y no me sorprende saber que ya no se ven maletillas por las carreteras, pero en aquella época éramos parte del paisaje: cinco flacos de mezclilla, con sus respectivos líos colgados a la espalda, atados por los estaquilladores con los que armábamos las muletas. Cinco siluetas sin prisas, calzados con botos camperos idénticos o tenis blancos gemelos hasta en las manchas de lodo y sangre. Cinco fantasmas armados con espadas dizque toledanas con las que íbamos marcando los acotamientos de las carreteras como huellas de víboras desconocidas. Cinco caballeros andantes con las ilusiones perdidas entre las nubes que rayaban el horizonte.

Bastaba que uno de los cinco se enterase de que se llevaría a cabo una tienta en cualquier ganadería para que los otros cuatro asumiéramos de inmediato todas las exigencias de una emergencia: la ronda de los pretextos ante las respectivas familias, la retahíla de mentiras en la escuela, la coperacha para los gastos y el sorteo obligatorio para definir quién de los cinco torearía primero. Llegábamos a la ganadería en turno y los señores nos mandaban a sentarnos en las bardas encaladas de los tentaderos como decoraciones de escenografía. Los cinco temblando inquietos no de miedo, sino de ansias por recibir la venia de poder dar las tres a esas vacas cansadas de tanto trapazo que les daban las figuras, los toreros que ya cobraban en plazas de prestigio. En el mejor de los casos, nos dejaban probar si de veras queríamos ser toreros en alguna tienta de machos, cuando hay que llevarlos al caballo y sobrellevar su estancia en el ruedo sin el auxilio de capotes, si acaso con el engaño de una rama o cualquier palo, armando mancuernas en las que nos hacíamos mutuamente el quite a cuerpo limpio.

Pero la mayoría de aquellos días de gloria transcurrían en los Viveros de Coyoacán, de cinco a siete de la mañana, vestidos con gastadas camisetas y desgastados pants, que por españolizados llamábamos chándals, ceñidos a nuestros cuerpos como auténticos trajes de luces. Ahora parece increíble que me sintiera dueño de un porte majestuoso enfundado en aquella holgada sudadera de color azul marino que no he podido olvidar hasta la fecha. Recuerdo cada pliegue de mi capote y el olor exacto que tenía mi muleta en cuanto la armaba con el estoque simulado. Me acuerdo sin mancha del olor de mi sudor, sobre todo en las mañanas después de haber asistido a alguna fiesta, cuando las hormonas impusieron la necesidad de usar lociones y aún antes de que afeitarse fuera una obligación. Casi nunca llegué a entrenar a los Viveros impregnado con el perfume de alguna de las muchas niñas que creí ligar con la impostura de que yo iba directamente a convertirme en figura del toreo. Tampoco puedo olvidar el hedor trasnochado cuando el azar dictó todas las mentiras engañosas del alcohol. Pensar que cualquier resaca etílica se esfumaba con el mínimo esfuerzo: tres horas de sueño, dos horas de sudor y una Coca-cola. Reconocer que fui conciente del progresivo daño con el que me corneaba a mí mismo en cada borrachera. Aceptar que fue precisamente el alcohol fundido en mi sudor lo que impidió que alcanzara el sitio que supuestamente me había garantizado el destino.

Pensar, reconocer, aceptar… porque mi conciencia se ha convertido en un farol en la noche. Al recordar ahora lo que fue la primavera de mi vida veo que la realidad de todos los días se ha convertido en un callejón apenas iluminado por mi conciencia. Su luz alcanza a alumbrar algunos recuerdos aislados, pero me siento rodeado por sombras que no alcanzo a distinguir y vuelvo a sentir el mismo tipo de miedo que se fi ltraba en mi piel cuando la revestía con seda, oros y luces. Era el puro miedo a lo incierto y a los vuelcos que da el azar, nunca miedo a lo palpable ni a lo obvio. Que los demás toreros les tuvieran miedo a los toros me parecía una obviedad que no merecía el mínimo respeto. ¡Claro que infunden miedo los toros! Pero más miedo me daba el ridículo, el paripé impredecible, el petardo insospechado, los gritos de la gente y sus ojos desorbitados. Miedo puro, y el único pavor: la muerte. La misma que ronda ahora mi ánimo al intentar poner en palabras la emoción insustituible, la adrenalina inmaculada por el tiempo, que sentía en cada poro de mi cuerpo cuando me sabía dueño del mundo, acompañado en cada paso por cuatro compañeros inseparables. Todos para uno y uno para todos. Millonarios sin parné, toreros de época pero anónimos, andaluces agitanados sin conocer España y hombres de pies a cabeza que nos jugábamos la vida en serio, aún sin habernos quitado las lagañas de nuestra adolescencia.

Me llamaban Gargantilla, porque así apodaban a mi padre cuando era imitador de voces en la radio y porque nadie me ganaba en el atrevido reto de beber todo tipo de alcoholes directamente de la botella y de un solo trago. Creo haber usado más de diez nombres en diferentes carteles, por el ánimo cambiante que le imprimía a mi tauromaquia o por la necesidad de ocultar ante mi familia el verdadero paradero de mis escapadas. Nos daba por inventar que nos íbamos todos juntos de ejercicios espirituales a conventos inexistentes y entonces teníamos que anunciarnos con nombres y apodos inventados apenas la víspera de las corridas para que ningún conocido le informara a nuestras familias. Recuerdo una noche en Ojuelos, Jalisco, en que los cinco llegamos al pueblo sin haber definido quién sería el Estatuario y cuál de los otros cuatro partiría plaza con el nombre de Julián Soriano, porque no siempre podíamos torear los cinco y nos vimos forzados en más de una ocasión a tener que rifar entre nosotros la identidad, como si la verdad fuera transferible y convencidos de que cada uno de nosotros podía ser cualquiera de los otros. Nos sentíamos idénticos y, sin embargo, tengo para mí que por debajo de la camaradería llevábamos un irrefrenable deseo de sobresalir por encima de los demás, condenar a los otros a convertirse en banderilleros de mi propia cuadrilla. Confirmo que la amistad inquebrantable en realidad se rompía dentro del ruedo, desde el momento mismo en que partíamos plaza, y que esa camaradería —incluso la hermandad que compartíamos— se limitaba al consejo lanzado desde el burladero al observar cualquier duda delante de la cara del toro, las enhorabuenas o ánimos de consolación que nos decíamos en el callejón luego de los triunfos o fracasos y al ejercicio de algún quite que salvara al otro de un posible percance.

Pero había otro tipo de quites. Eso que se llamaba antes “tercio de quites” cobraba una dimensión inconmensurable en cuanto los cinco hacíamos coincidir sobre el ruedo nuestras ganas de querer superar a los demás. Los aficionados de hoy desconocen que solamente se puede comparar el valor, arte y recursos de un torero con otro cuando éstos se miden ante un mismo toro. Así como ya no se ven maletillas haciendo la Luna, así tampoco se dan los tercios de varas en que los tres toreros ejecutan la competencia de sus respectivos quites. Una coreografía sin música que, en las pocas novilladas en las que alterné con mis cuatro hermanos de luces, se volvía un espectáculo digno de cualquier teatro. Mi vejez a media luz se ilumina ahora con el recuerdo preciso de una tarde soleada en San Luis Potosí en que realizamos entre los cinco, doce quites diferentes ante un toro y no novillo, que conforme recibía los puyazos realmente se crecía al castigo con la misma pasión desproporcionada con la que nos arrebatábamos el turno de enfrentarlo. Chicuelinas, navarras, orticinas, un quite por tijerillas, dos versiones diferentes de la Mariposa (yo con el capote a los hombros y Mancera con la capa a la altura de los codos), el quite de oro que ejecutó Macedo como si fuera la reencarnación de Pepe Ortiz en persona, tafalleras, saltilleras y cinco maneras distintas para definir la rebolera. Ni la vejez podrá quitarme el orgullo de que aquella tarde logré imponerme a los demás por obra y gracia de un remate que dejó hipnotizado al torazo aquel, al mismo tiempo que dejó helados a mis compañeros y a más de uno de los banderilleros que nos auxiliaron esa tarde. ¿Me entienden si dejo asentado que hablo de una larga cordobesa?

No puedo dilatarme más en nombrar a cada uno de mis fantasmas, como si los sacara de las sombras. Nos llamábamos Mariano Mancera, Víctor Macedo el Jerez, Luis Ramos el Abogado, Rafael Icaza el Pinturero y Fabián Órnelas Gargantilla, aunque Mancera y mi menda toreamos cada uno dos novilladas en distintas ciudades compartiendo el nombre de Julián Soriano. No quería poner los nombres, porque en el fondo, me duele el recuerdo: fuimos inseparables y dueños del mundo, pero hace treinta años que nos dejamos de ver. Éramos hermanos y la vida nos separó. Cada quien tomó los rumbos más insospechados y ninguno, que yo sepa, tiene más relación con los toros que la asistencia ocasional a alguna corrida de esas que resultan inevitables. Ninguno tomó la alternativa y solamente Macedo y el Pinturero lograron torear en la Plaza México sin más gloria que la de haber salido vivos de sus respectivas actuaciones. Hace años supe que Mancera sí logró terminar una carrera universitaria y que ahora se anuncia como Ingeniero; que Macedo se fue a vivir a un balneario por razones de salud y terminó siendo el administrador del lugar; Luis Ramos cumplió su apodo y creo que es abogado en Moroleón, Guanajuato, y el Pinturero fue el único que logró cumplir el sueño de vivir en España. Dicen que se dedicó al cante jondo en un sótano agitanado del viejo Madrid.

Me falta definir, como si esto fuera un testamento, que Víctor Macedo era un torero de pura escuela sevillana, alegre hasta en la forma en que se proponía banderillear a la carretilla de todas las mañanas. Tenía la fisonomía de una tauromaquia impregnada por el mismo duende con el que se debe interpretar la música flamenca y su cuerpo era una escultura que, sin embargo, aparentaba fragilidad, como si sus piernas inmóviles sostuvieran una osamenta cuyos brazos se quebraban al lancear. Era un torero sevillano, mas nunca lo vimos caer en la vulgaridad bullanguera de los diestros baratos que lidian siempre con prisas, brinquitos y engaños. Macedo era un artista, pero ataviado con el dominio casi matemático de la técnica.

Mariano Mancera, por el contrario, era un torero rondeño, clásico hasta en los colores de los ternos que alquilaba. Propenso a la seriedad, hierático a la hora de asimilar sus miedos, Mancera siempre toreó de acuerdo con los cánones establecidos, sin inventar recursos al vuelo aun en los momentos en que las embestidas de los animales inciertos exigieran alguna improvisación. Si lo tuviera que definir con una imagen, me quedo con las siete verónicas exactas y medidas con las que acostumbrada iniciar sus faenas de salón todas las mañanas, mismas que logró instrumentar con precisión ante un novillo cariavacado, berrendo, botinero y corniapretado que, no obstante, me es imposible recordar en qué plaza lo lidió. Mariano era un científico en el ruedo que, no por eso, excluía la epifanía ocasional de alcanzar los momentos sublimes del arte puro.

Luis Ramos era el mejor exponente de lo que llaman el toreo mexicano, heredero de la tauromaquia de toreros aztecas que bien podrían lidiar reses vestidos de charro en cualquier plaza del mundo. La forma en que abría el compás al alargar los muletazos, inclinando su cabeza como si quisiera recostarse sobre las hombreras del traje, producía un ensueño que alargaba los oles en un hipnotismo colectivo. De los cinco, Luis era el que más sabía de los toros como animales, pues los veía con ojos de caporal, como si toda su vida hubiese convivido con ellos en el campo. Apenas salían de la puerta de toriles, Luis ya tenía asimilados los tonos de sus embestidas, las querencias que había que desengañar, los terrenos más propicios para su lidia y el ritmo inexplicable de sus respiraciones.

Rafael Icaza podría haber sido pintor y hacer congruencia con su apodo porque todo lo que realizaba con capote y muleta parecía un óleo sobre tela, así fuera en la mañana fría de los Viveros de Coyoacán o en una tarde soleada en la plaza de Querétaro. Su recuerdo se dibuja en mi memoria como una sucesión de acuarelas con movimiento, aguafuertes en carne y hueso que vi con mis propios ojos. Quizá por eso, más que lances de cabo a rabo se me han quedado en la vista sus recortes, esos pellizcos donde soltaba una punta del capote con la forma caprichosa y señorial para dejar a los toros en la plaza, o a las vaquillas en los tentaderos, justos en suerte ante el picador. Del mismo sabor eran sus desdenes, pases de la fi rma y demás guiños con los que jugaban los vuelos de su muleta y que asentaban ante cualquiera que el toro había quedado atornillado sobre un palmo de terreno, luego de haberlo hecho pasar a milímetros de sus rodillas. La pura geometría del arte.

No está bien que lo escriba, y menos a esta altura envejecida de mi vida, pero lo mío era la grandeza. Creo haber ejercido una tauromaquia engreída y soberbia, exagerada en todas sus formas. En las diecisiete novilladas que toreé, con los treinta y dos animales que maté y en las incontables veces en que me enfrenté a vaquillas de tienta, sementales en la noche o en los quites que realicé a novillos de mis compañeros, reconozco haber obedecido al impulso de una dicotomía: la euforia desbordada o la desolación irremediable. Siempre me vestí de luces con el convencimiento de que salía por la puerta grande en hombros o sería llevado en hombros a la puerta de la enfermería.

Todo o nada, sin medias tintas, lo que explica por qué fui el único de los cinco que tuvo que sobrevivir al bochorno de que se me fueran tres toros vivos al corral. Fui el único que se enfrentó al doloroso relicario de cornadas que fueron mermando mis facultades y al ya confesado vicio de querer festejar cualquier oreja o fracaso con manantiales de aguardiente. Me sofoqué el alma con champaña lo mismo que con mezcal, y así como era capaz de glorificar un sólo muletazo bueno, así también me dejaba ensombrecer hasta la desolación con el sabor que me quedaba en la boca luego de no haber podido cuajar una faena decente. Quedará en mi abono que llegué a vivir tardes monumentales, arte grande, poesía en movimiento, grandeza incuestionable que aún justifican toda una vida y dan sentido al faro de mi más íntima satisfacción.

Eso es todo. Un farol en la noche. Como la vez en que un aficionado cuyo nombre ni recuerdo logró ilusionarnos con el loco proyecto de que los cinco mosqueteros hiciéramos empresa en Tampico, Tamaulipas. No habíamos cumplido aún los diecisiete años, ni contábamos con más matemáticas que las indispensables para ir pasándola en la escuela, y el imbécil aquel logró embelesarnos con la idea de que podíamos armar una novillada en Tampico nosotros mismos y, además, abrir una temporadita que ofreciera oportunidades para otros novilleros igualmente jodidos. El negocio precisó de una inversión inicial que, desde luego, fue cubierta por nuestras respectivas familias y una que otra artimaña: creo recordar que Mancera, Icaza y yo, terminamos poniendo el dinero íntegro de nuestras colegiaturas, incluidos los montos de reinscripción, y habiendo argumentado ante nuestros padres que “la escuela andaba en problemas financieros” y que el director había solicitado “el pago total de un año y el enganche del siguiente” para dizque “garantizar la continuidad de nuestra educación”. Macedo y Ramos vendieron casi todos los aparatos eléctricos que lograron sustraer de sus hogares, y no dudo que de alguna que otra casa ajena.

Inocentes y pendejos, le entregamos al empresario el monto total de lo que recaudamos como inversión inicial y él dijo que se comprometía a comprar los animales, encargar las banderillas, apalabrar a las cuadrillas y negociar los permisos ante el H. Ayuntamiento de Tampico. Para sacarnos un poco más de dinero, recuerdo que se presentó en los Viveros de Coyoacán con los carteles ya impresos. La desmañanada ilusión de ver en tinta nuestros nombres, la fecha distante apenas por dos semanas y el renglón que rezaba “novillos-toros de ganadería por designar” nos nubló la vista. No nos importó comprometernos formalmente a reunir el parné que faltaba, ni tampoco que apareciera anunciado el Pinacate, un perfecto desconocido del que jamás habíamos oído ni chismes. Si acaso, Mancera quiso aclarar el porqué saldríamos seis novilleros en vez de los cinco que habíamos aceptado el negocio, a lo que el gángster respondió con el recurso de que “es que ya conseguí seis toros y ni modo que el sexto lo toreen entre los cinco”.

Cada quien alquiló el mejor terno posible, según las posibilidades con las que cada uno había logrado obtener más dinero del que ya habíamos entregado a ciegas. Yo debo la elegancia de un vestido obispo y oro, casi nuevo y bien lavado, a la generosa consideración que me hizo don Pepe Bañuelos, arcángel que se dedicaba al alquiler de ropa y avíos para torear en la cochera de su casa, allá por las calles de Chimalpopoca, en el Centro de la Ciudad de México. Ahí también alquilaron sus ternos Macedo, Mancera y Ramos, pero me consta que a mí me cobró menos, pues era sabido que don Pepe me tenía predilección. Además, Macedo escogió un canario con pasamanería en azabache, Mancera un anciano traje que en alguna época pudo haber sido verde y Ramos, un azul pavo y oro con algunos cabos negros, que podrían haberlos resignado a salir de subalternos en mi cuadrilla. Que cómo le hizo Icaza para estrenar en Tampico un hermoso traje grana y oro, recién salido del taller de una sastre madrileña, permanece como un misterio a la fecha. Haciendo cuentas, calculamos que sólo con lo que valía ese terno podíamos haber pagado todo el numerito, incluido el transporte y el hospedaje.

Dos días antes de la fecha anunciada y sin haber entrenado en los Viveros —porque así le hacen los toreros que son figuras—, nos citamos en la estación de autobuses y nos embarcamos en lo que sería una de las aventuras más entrañables de aquella época de glorias sin precio. En medio de los demás pasajeros mundanos, íbamos cinco toreros dueños del universo, indignos de ser confundidos por simples mortales, engreídos, presumidos, mentirosos y plenamente mamones. Apenas arrancó el autobús nos enfrascamos en narrar en voz alta, para que lo oyeran los vecinos de asiento, anécdotas infladas por la vanidad, hazañas exageradas y sangrones acentos andaluces. No tardamos en sentir que por encima de los asientos, asomado sobre los respaldos, nos miraba absorto un insecto que sería insignificante si no fuera por los lentes de fondo de botella que le cubrían la mitad de la cara. Era un muchacho cuya cabeza parecía tener las dimensiones normales de cualquier ser humano, pero decorada por dos inmensos ojos, magnificados por las quién sabe cuántas dioptrías que tenían los cristales de sus gafas.

Creo que nos reímos todos, y acepto que fui el que más, al interrumpir nuestra tertulia taurina y encarar al intruso. El colmo de la escena fue cuando el mosquito decidió abrir la boca, mostrar una hilera de dientes desalineados y atreverse a soltar algún comentario sobre la lidia de reses bravas. Todavía me avergüenza recordar cómo intentamos callarle la boca, argumentarle que nosotros éramos fi guras y que su comentario no venía al caso, cuando tuvo a bien decirnos en voz baja:

—Yo soy el Pinacate.

El trayecto de nuestro autobús cambió de rumbo en ese instante: en vez de ser un largo recorrido de más de ocho horas de ensoberbecidas ilusiones, los cinco asumimos el camino hacia una novillada que dejaba de ser de lujo para convertirse en la penosa ocasión de compartir cartel con un insecto inclasifi cado. El bombardeo de preguntas con las que pretendíamos desacreditar al advenedizo se inició con “¿a poco toreas con los lentes puestos?” y terminó con el obvio cuestionamiento de “¿y qué chingaos es un pinacate?”.

Supongo que ya habíamos pasado por Pachuca cuando el sexto espada tuvo a bien confiarnos que él toreaba sin lentes, “jugándome de veras la vida”, con lo cual, por lo menos yo, sentí que me picaba el orgullo y me forzaba a demostrarle en el ruedo quién de los dos era la verdadera figura en ciernes. Debo subrayar que en esa época, las lentillas de contacto no sólo eran los artículos de lujo de cualquier óptica, sino un recurso reservado para artistas de cine. Tenía cojones el personaje aquel al soltar así, sin más, que él toreaba “con el olfato y ni mi’mporta si veo borroso”. Sin embargo, su desplante se quebró en cuanto confesó que un pinacate es “un escarabajo que huele bien feo”, pero que a él le decían así “porque de chiquito me la pasaba jugando en los charcos”.

Las horas en el autobús que parecían interminables se aligeraron con las risas incontrolables que provocó la etimología del pinacate. Incluso las pocas cabeceadas y mínimos sueños que quisimos conciliar a lo largo del viaje se interrumpían con alguna carcajada, soltada por cualquiera de los cinco, provocando la resurrección de la risa contagiosa entre los demás. Una serpentina de risas, de las que se vuelven vértigo y hasta el mareo de Macedo que amenazó con vomitar, lo que motivó una seria amenaza del chofer del autobús y no pocos insultos de los demás pasajeros que nos quisieron bajar del camión en medio de la noche.

Llegamos a Tampico la víspera de la corrida, sin poder reír más y cargados con la ilusión de que cada quién podría ser triunfador por encima de los demás, pero convencidos de que nadie se quedaría por debajo de la cucaracha insignificante que fardaba el taurinísimo adorno de los telescopios sobre sus ojos. Desde luego que no nos alcanzaba el dinero para alquilar en el mejor hotel y resolvimos compartir una habitación para los cinco en uno de medio pelo. Recuerdo que cada uno de nosotros quisimos borrar la sorna con la que nos habíamos burlado de él, cuando el Pinacate confesó no traer más dinero que el que costearía su regreso en autobús. Todos a una, le ofrecimos que compartiera el cuarto con nosotros y, de hecho, entre todos le pagamos la cena en una céntrica fonda, aledaña al hostal, donde se apareció el supuesto empresario para ponernos al tanto del corridón con el que supuestamente haríamos mucho ruido en el ambiente taurino.

El gángster nos informó que los toros ya dormían en los corrales de plaza, que el Presidente Municipal fungiría como Juez de Plaza, que la banda juvenil de la Secundaria Técnica amenizaría el festejo y que ya tenía en su hotel las banderillas para cada uno de los seis toros. También nos informó que la Asociación Mexicana de Picadores y Banderilleros había aceptado brindar las cuadrillas para la corrida sin cobrar un sólo peso y que, “para demostrar que esto va en serio, los toros llegaron con 490 kilogramos de promedio y saldrán en puntas. Ni afeitados ni despuntes, nomás pa’ que veamos de qué cueros salen más correas.”

Antes de que nos fuéramos a dormir, el dizque empresario nos ofreció ir a la plaza para que viéramos a los toros en los corrales y, si queríamos, ponernos de acuerdo para no sortearlos. Ahora me acuerdo ahora y siento el mismo orgullo atrevido con el que los cinco, además del Pinacate, le contestamos que “no necesitábamos verlos ni ponernos de acuerdo… que salgan tal como puedan entorilarlos… y que Dios reparta suerte.”

Creo que fui el único que durmió esa noche y no sé bien por qué. Lo que sí recuerdo es que nos levantamos sin despertador y que nadie tuvo deseos de desayunar ni una taza de café. También recuerdo que el cuarto se había apestado con un olor insoportable que nos obligó a abrir las ventanas desde las siete de la mañana. Habiendo dormido tantas aventuras juntos, los cinco sabíamos que el tufo provenía del Pinacate, pero nadie se atrevió a decirle nada. A media mañana llegaron al cuarto tres aficionados tampiqueños en perfecto estado de ebriedad y un reportero de un periodiquito local, sin cámara ni grabadora a cumplir el simulacro de que nos entrevistaba.

Como era costumbre, Macedo y Mancera me vistieron primero, y luego enfundaron a Icaza en el impecable grana y oro que no me canso de recordar con envidia. Ramos se sabía vestir solo y empezó a ayudar a el Pinacate cuando de nuevo nos vimos envueltos en el frenesí nervioso, incontenible, de las mismas carcajadas del día anterior, pues sucedió que el pobre cucarachón sólo había podido alquilar un traje rosado, color pantaleta de viejecita, con más cornadas que las que le dio el toro Michín a Carmelo Pérez, pero para colmo remendadas con hilo negro. En realidad, nuestras carcajadas parecían disfrazar el evidente miedo que llevábamos bajo la piel y se convirtieron en risas de lágrima loca en cuanto el tal pinacate tuvo a bien calzarse por encima de sus arrugadas y gastadas medias un par de tenis negros, “porque ni modo, no me alcanzó pa’lquilar las pinches zapatillas”.

Del hostal salimos cinco toreros que aparentábamos elegancia, pero acompañados de un Cantinflas con ocho dioptrías en cada ojo. Nos fuimos andando a la plaza, creyendo que hacíamos honor a los toreros de antaño y en el patio de cuadrillas, en esos momentos en que el miedo se arremolina en el centro del alma, nos enteramos que el Pinacate nunca había toreado en su vida. Con una temblorina que le movía cada uno de sus huesos, los colchoncillos que llevaba como mejillas, y el negro armazón de sus pesadas gafas, nos confesó:

—La pura verdá es que logré juntar la lana que me pidió el señor empresario… y ganas no me faltan, porque me gustan un resto los toros… pero nunca he toriado, ni en ganaderías…

De pronto, cualquier posible miedo personal quedaba opacado por lo que teníamos entre manos como una papa caliente o, más bien, un frijol saltarín. Estábamos a punto de partir plaza con un pobre incauto que, de veras y más que cualquiera de nosotros, se jugaría la vida en serio. Creo que no fui el único en sentir que estábamos a punto de convertirnos en cómplices de un homicidio anunciado y más cuando el Pinacatazo se quitó los lentes y los guardó entre los pliegues de su chaquetilla. Como suele suce der con estos momentos en las películas de blanco y negro, el portón se abrió sin más aviso que el agudo llamado de un clarín medio desafi nado que se oía a lo lejos y los cinco nos vimos acelerados a liarnos los capotes de paseo, medio arreglar la mantilla que había logrado improvisarse el Pinacate con el mismo fin, y salir uno por uno, cinco con la frente en alto, a encarar el luminoso relumbre de un ruedo recién regado.

Poco importó que en los tendidos vacíos apenas se pudieran sumar sesenta o setenta aficionados y que el alguacilillo —eso sí vestido como un Felipe IV de luto— no pudiera controlar las nerviosas zancadas de su famélico caballo. Lo único que nos faltaba llegó cuando el caballito se fue cagando sobre el largo trecho por donde teníamos que desfilar. Tampoco nos importó que, al momento de iniciar el paseíllo, el Pinacate se agarrara del brazo del único de los cinco que le quedó a mano para no perderse en el trayecto hacia la barrera. Allí íbamos, cinco figuras en potencia, con un ciego en medio, sobre una arena salpicada de mierda.

Desde el ruedo, al llegar a desmonterarnos con el saludo de rigor, los cinco matadores, los banderilleros, los tres picadores y los siete o nueve mendigos que disfrazaron ese día con el uniforme de monosabios, pudimos observar que el improvisado Juez de Plaza, H. Presidente Municipal, estaba borracho por la ondulación oscilante con la que apenas se mantenía en pie. También hizo evidente que no tenía idea de lo que es una corrida de toros al recibir el saludo ritual de las cuadrillas con el pulgarizado, como si fuera un César romano en pleno circo tropical. También alcanzo a recordar que la banda juvenil de la Secundaria Técnica no supo cómo terminaba el pasodoble con el que partimos plaza, pues optaron por un corte terminante à lo mariachi que fue rápidamente borrado por el toque del clarín que de nuevo desafinaba, pero para anunciar la salida del primer toro.

Intento recordar más detalles pero mi nublada memoria sólo logra hilar algunas circunstancias aisladas. Mancera cortó la oreja del primer toro, que de novillo tenía el recuerdo, pues era un toro hecho y derecho que infundió el suficiente respeto como para que no se nos ocurriera hacerle el tercio de quites. Macedo desorejó al segundo, un marrajo de más de 520 kilogramos que llevaba una cornamenta digna de convertirse en perchero de cantina, y Ramos bordó el toreo del más puro arte mexicano con una faena vernácula, ranchera hasta en el acompañamiento que instrumentó la banda de música. Fue premiado con las orejas y rabo, que paseó en apoteosis y con parsimonia a pesar de que sus vueltas al ruedo implicaban mostrar los trofeos a grandes secciones de tendidos completamente vacíos. Tuvo la deferencia de invitarnos a dar la tercera vuelta con él, cosa que inexplicablemente aceptamos y que queda para la historia como la única vuelta al ruedo que haya dado en su vida el Pinacate, del brazo de quien esto escribe. Vaya en su abono que fue el único de los seis que creyó ver la plaza repleta, emoción que lo llevó a darle un apretado abrazo a Luis Ramos al terminar nuestro recorrido colectivo, con lo cual aplastó sus lentes que escondía bajo la chaquetilla rosa pantaleta y oro.

A mí me tocó el cuarto toro y recuerdo cada ápice de su lidia como uno de los momentos más prístinos de la felicidad. Lo recibí con cuatro verónicas y una media que provocaron oles que nunca más pude olvidar, pues venían del callejón, gritados por mis compañeros y por las cuadrillas, más que de los pocos despistados que cayeron por la plaza como asistentes. De hecho, ya había más público al lidiarse mi toro, por la hora en que salían los burócratas, secretarias y petroleros de Tampico, de sus trabajos; además de que el seudo empresario había ya decretado la entrada libre.

Era un toro que reunía los tres pelajes sobre sus lomos, sardo, listón y salpicado. Según el caporal enviado por el ganadero, ese toro pesaba más de 560 kilogramos en la ganadería, por lo que parece que lo lidié con 540. Recibió tres puyazos y le instrumentamos cuatro quites que allí quedan para la eternidad: lo saqué del caballo, del primer puyazo, repitiendo la guadalupana en seis ocasiones, caminándole y hablándole como si lo consintiera. Rafael Icaza se echó el capote a la espalda y le pegó las tres gaoneras más ceñidas que he visto en mi vida. Remató con una rebolera y, antes de que lo acercara un banderillero para el segundo puyazo, Mancera le instrumentó un pequeño concierto de tres chicuelinas que podrían haber opacado mi actuación si no fuera porque me inspiré y lo saqué del caballo a una mano, como si lo corriera, y ya engolosinado le receté el equivalente a tres naturales con el capote, con la mano derecha pegada a mi espalda, y rematé con dos brionesas ligadas como forzados de pecho. Allí mismo le asestó el picador Carmona el cuarto puyazo a pesar de mis protestas, lanzadas como si fuera una fi gura del toreo a punto de realizar la faena de su vida.

Tuve el descaro de brindar su muerte a todo el público y sólo recuerdo que fueron más de tres tandas, quizá cuatro, todas con la izquierda, que me pararon los pelos de punta. Lo maté con dos pinchazos y una media lagartijera en el centro del hoyo de las agujas y reconozco que fue la borrachera, más no la razón del Juez, lo que me permitió pasear las dos orejas en una sola vuelta al ruedo que emprendí a solas, sin invitar a nadie más.

Para la hora en que Icaza se enfrentó al quinto de la tarde la ciudad de Tampico había iniciado el ritual del anochecer. Apenas concluyó el primer tercio de las auténticas pinceladas con las que toreó aquella tarde Icaza, nos vimos de pronto en medio de una plaza poblada por sombras. Era de noche y en la penumbra creo recordar que la faena de muleta fue artística, escueta, pero plagada de filigranas y que Rafa mató en la suerte de recibir, lo que justificó con creces el rabo con el que fue premiado. Aunque parece un sueño, más que un recuerdo lo veo aún con los trofeos en la mano, pero en medio de una oscuridad casi total. Subrayo esto por la adrenalina que nos invadió en ese momento, y más cuando el gansterpresario nos confió:

—Los dineros no alcanzaron ni para enfermería ni para el alumbrado… pos qué querían que hiciera con tan poca lana.

Estábamos, ahora sí, ante el inminente asesinato de el “Pinacate”, que tenía que salir a jugarse auténticamente la vida, y la vista, en plena noche y sin contar con el supuesto alivio de que hubiera servicios médicos para atenderlo.

Al tiempo que el pobre insecto se instaló en el burladero de matadores, sin siquiera el alivio de que pudiera calzarse los lentes para por lo menos intentar ver salir a su toro, los cinco hermanos de este Apocalipsis decidimos a sus espaldas hacernos del toro, torearlo entre los cinco con el humanitario afán de alejar al bicho de cualquier posible cercanía con el Pinacate y jugarnos nosotros mismos el albur de esa muerte. Al final, resultaba irónico que aquello que se había propuesto evitar el empresario fue precisamente lo que sucedía en el ruedo.

Me consta la forma envalentonada con la que el Pinacate salió del burladero y se plantó en el tercio, mirando al oscuro vacío que le quedaba a mano derecha, citando a voces y con bruscas sacudidas de su capote hacia donde él, y solamente él, había imaginado que se encontraba el toro. Sobra decir que el ani mal andaba en el otro extremo del ruedo entretenido con los capotazos con los que intentaban cerrar lo en tablas Mancera, Macedo y un banderillero.

No vale la pena forzar más mi memoria. Sólo quiero dejar por escrito lo que ha quedado como un momento insólito en la historia del toreo. Sucede que, engallado por no haber podido lancear a su enemigo, y picado en los más íntimo de su orgullo, el Pinacate de pronto sintió un momento de inspiración incontenible y con un atrevimiento pocas veces visto en una plaza de toros, sintió venir el bulto en la forma de una sombra indefinida y se dejó caer hincado para instrumentar un farol de rodillas que podría haber recibido el ole por parte del público o de cualquiera de los que lo vimos, si no fuera porque se lo pegó al caballo del picador, al filo del tercio y a unos metros del burladero.

Que yo sepa, es la única vez en la historia universal de las corridas de toros en que un torero realiza un lance de capa al paso de un picador y su montura. Torear un caballo en medio de la oscuridad fue lo suficientemente ridículo como para justificar las carcajadas irrefrenables de todos los que andábamos en el ruedo y las de los pocos espectadores repartidos en la oscuridad que alcanzaron a ver el hecho sin comprenderlo en lo más mínimo. El bochorno hizo que el Pinacate se soltara a llorar ahí mismo, inmóvil sobre la arena de la noche y que, una vez que alcanzó a llegar corriendo al callejón, se resignara a no volver a salir al ruedo, sabedor de que su toro sería lidiado y estoqueado por los otros cinco.

Aunque volvimos a la Ciudad de México en el mismo autobús, consta en lo poco que me queda de memoria que el Pinacate casi no habló en el trayecto, aunque terminó riéndose él mismo del trance. Nos reíamos todos, sin saber el poco tiempo que le quedaban a nuestras ilusiones taurinas, porque también el chiste ponía al descubierto la ridiculez utópica de nuestras andanzas. Nos reíamos, sin intuir que terminaríamos envejeciendo.

No hace mucho tiempo, mis nietos me obligaron a asistir a la Plaza México con el afán de distraerme, aunque esgrimieron el pretexto de que toreaba un nuevo fenómeno de la torería mundial. El cansado episodio sirvió para que al escribir estas líneas no me acuerde de cómo se llama el fenómeno en turno, ni qué cosas pudo haber hecho en la plaza, pero lo que sí atesoro como una luz en medio de un callejón desierto es el hecho de haber visto a las afueras de la plaza, de lejos pero inconfundible, a el “Pinacate”. Ahí estaba parado, igual o poco más viejo que yo, con otro par de microscopios sobre los ojos —quizá las mismas gafas que rompiera en Tampico—, vendiendo billetes de lotería sin mucho entusiasmo, resignado quizás a que en sus manos no llevaba ningún premio mayor, pero con la serena elegancia de quien sabe que en algún lejano rincón de su memoria hubo un momento anónimo cuya fecha se ha perdido para siempre en que ese hombre vivió el milagro de convertirse él mismo en un farol en la noche.