Material de Lectura

 

De regalo

 

 

La noche anterior a la presentación de mi primer libro en Madrid la viví como si fuese la víspera de la confirmación de una alternativa en Las Ventas. Al menos así lo percibí en todos los poros posibles: volví a soñar con el mismo berrendo impresionante, de 600 kilogramos, que se me aparecía como fantasma en las madrugadas de mi juventud; pasé el día sacudiéndome las piernas, como si los tobillos me colgasen de las rodillas, no por el frío madrileño, sino como banderillero al filo de colocarse en el burladero de contra querencia y anduve, ese día en Madrid, con las palmas de las manos sudorosas en busca de un percal, y con el alma de forastero en pleno foro. Al mediodía entró la llamada a la habitación de mi hotel. Era la voz de un pasado entrañable, la voz de Pepe Balsa:

—Hola, Monstruo —me dijo como si no hubiesen pasado los años—. Ya me imaginaba que estarías en el cuarto… como los toreros, ¡joé! Sosegando la víspera, ¿no?… A lo que vamos: te llamo para pedirte que te acicales… paso por ti más tarde… A las ocho en punto —y aunque yo quería zafarme del compromiso, y le insistí mi deseo de quedarme en cama hasta que fuera inevitable vestirme al día siguiente, y encarar el paseíllo de la presentación, Balsa no se dio por enterado y cerró la conversación con una media tajante —de las que parecen más bien recortes para dejar a un toro en la suerte exacta de varas:

—Es de corbata —colgó.

El monótono timbrado del auricular, en cuanto alguien nos deja colgado en la línea, se vuelve un perfecto recurso para la hipnosis o, por lo menos, para la resurrección instantánea de toda una vida. Me quedé durante segundos escuchando el badajo electrónico y, de pronto, lo reviví todo

José Balsa Pérez visitó México en 1978. Iba como asesor de la Casa de la Moneda para el diseño y la confección de unos nuevos billetes que serían infalsificables, según se decía entonces. Era experto en fotografía y fotomecánica, huecograbado y offset, y no sé qué tantas suertes de imprenta. Me lo presentó mi padre la víspera de una novillada imposible en Ojuelos, Jalisco, que no recuerdo bien por qué me comprometí a torear. Como era mi costumbre, cuando andaba de novillero —y, por lo visto, también para presentar un libro—, sólo me serenaba encerrado en la habitación de los hoteles a la víspera y fue allí donde llegó Balsa con mi padre, ambos con el angélico afán de darme ánimos.

José Balsa Pérez sabía de toros y mucho. Había sido amigo de Ordóñez y de los Bienvenida. Llevaba en la cartera una fotografía en la que se le veía de joven, cargando en hombros al Litri, en plena calle de Alcalá… a dos calles de donde me hallaba ahora, víspera de mi presentación en Madrid. Colgué el auricular y, aunque quedaban muchas horas para cumplirle el compromiso a Balsa, me duché y afeité. Iba de salida de la habitación cuando recordé que había dicho que era de corbata, así que me regresé y, ya frente al espejo, como si siguiera yo la miedosa costumbre de antes, parecía que en vez de los ejemplares de mi primer libro, el tocador estaba poblado de estampitas religiosas y veladoras infalibles. Al anudarme la corbata —con la trenza delgada que delata a todo aquél que fue torero y que, en realidad, no sabe cómo amarrarse una corbata como los demás mortales— me le quedé mirando. Era el mismo de 1978… los mismos nervios y confundidos sueños. Era yo.

Salimos de Ojuelos con dos orejas en la espuerta, un puntazo en la pierna izquierda y veinticinco mil viejos pesos en la cartera de mi padre. En el coche venía Balsa y durante el trayecto de regreso a Guanajuato se la pasó compartiendo con nosotros las mejores historias taurinas de su repertorio, además de chistes que a la fecha no dejan de romperme en carcajadas. Ocho días después, obispo y oro, otras dos orejas en San Luis Potosí, y Balsa que seguía llenándonos de vida… Ya en la Ciudad de México —en los días necios en que yo seguía pidiéndole una oportunidad de torear en La México al férreo doctor Gaona, empresario de la Monumental—, José Balsa Pérez me acompañaba a entrenar en los Viveros de Coyoacán y una sola, memorable mañana a oscuras, nada menos que al ruedo de la Plaza México, como si toreando de salón pudiera convencer al doctor Gaona con más argumentos que los recortes de periódicos en sepia y arrugados que mostraban los triunfos de Ojuelos y San Luis… Tres días después, Iberia directo a Madrid, Balsa se volvió a España y yo me quedé esperando una oportunidad que no llegó… una vida en humo que dejé por completo para convertirme, según yo, en escritor y llegar hasta la víspera increíble de mi presentación en Madrid, como si se tratara de la confirmación de esa alternativa que tomó mi vida al elegir escribir en vez de jugarme la vida con toros bravos.

Salí entonces de la habitación, corbata grana sin oro anudaba como mandan los cánones, abrigo doblado al brazo como si fuese capote de paseíllo de festival y asumí no sé cuántas vueltas por el barrio del hotel con el impasible propósito de hacer tiempo. A las ocho de la noche, menos dos grados de frío en Madrid, llegó puntual Pepe Balsa: estaba idéntico a pesar de la nevada de canas y algunos kilos encima de los años transcurridos. Me podría haber dicho lo mismo, salvo que en mi caso, haber dejado de torear me permitió granearme hasta alcanzar un peso digno de ser lidiado en novillada con picadores.

En cuanto subimos a su auto, Pepe Balsa —misma sonrisa de Ojuelos, mismo ser tocado por la gracia— me miró fijamente y dictó la orden de la noche:

—Te voy a pedir de favor que no me interrumpas… Vamos a emprender un trayecto que te debo y que hoy quiero intentar saldarte… Lo tengo tó preparado, así que por favor… —y no me dejó decirle que yo estaba dispuesto a llevarlo a cenar, que quería volver temprano al hotel para seguir con mi ritual de la víspera y no sé qué tonterías aledañas—. Que te calles, ¡por favor! Y no te ofendas, ¡joder!, que lo tengo tó coreografiao…

Al doblar la primera esquina, Balsa me habló de Hemingway y Ordóñez. Narró el pleito del gran Nobel gringo con Dos Passos y remató su hermosa historia de amistad y traición, ahí mismo, en donde estuvo el Hotel Florida y nada menos el escenario donde se mentaron la madre dos de los más grandes escritores gringos del siglo XX.

Recorrimos la Gran Vía con párrafos enteros del Quijote, que Balsa recitaba de memoria, para rematar —cronométricamente— en el semáforo de la calle Princesa, doblar a la izquierda y pedirme que me bajara de su auto para rendirle mis respetos al monumento a Cervantes. De pasada, le acaricié una pata de bronce al inmenso Rocinante, como si fuera el jamelgo de mi picador de confianza. De nuevo en el coche, Balsa recitó pasajes enteros —más o menos de memoria— de Benito Pérez Galdós y remató —de nuevo cronométricamente— en el portal del edificio donde vivió y murió Galdós; sin explicación de por medio, me recitó entonces por lo menos tres de los Veinte poemas de amor (sin canción desesperada) de Neruda y, dejando el auto en doble fila, me hizo caminar con él hasta la esquina de Rodríguez San Pedro, la llamada esquina de las fl ores, donde vivió el poeta chileno.

El caso es que no alcanzan aquí los párrafos para reproducir fielmente el recorrido que me regalaba Balsa aquella noche de víspera, aunque puedo jurar ante un tocador retacado de estampitas religiosas que no he olvidado una sola de las calles, ni uno solo de los autores que, Balsa con su magia, resucitaba para mí como en una convocatoria de espectros para sosiego de un escritor en ciernes.

De vuelta por las calles cercanas a la Gran Vía, Balsa optó por un Parking y, aún sin dejarme hablar (“que no es conversación, tío”) me llevó del brazo por Preciados, bajamos a la Puerta del Sol y al llegar a la Plaza de Santa Ana, empezó a mezclar con sus referencias literarias las más alentadoras anécdotas taurinas: ante el Hotel Victoria me señaló desde la plaza la habitación donde se vestía Manolete y la que usó Arruza el día de su confirmación en Madrid… en la cervecería alemana me señaló el sitio exacto donde había escuchado hablar a Belmonte sobre los toros de Murube… en la calle de Huertas me llevó al portal donde una tarde remota había visto llorando nada menos que a Luis Miguel Dominguín.

—Quizá venía de acostarse con Ava Gardner en el Palace… y eso, ¡joé!, sólo se pué digerir con lágrimas…

Bajando hacia la Plaza de Neptuno me relató la increíble anécdota de una noche en que una banda de soñadores, evidentemente de juerga, habían convencido a Paco Camino de que se aventara una faena de salón en el Museo del Prado.

—¡Jó, qué gracia! ¿Te imaginas? Llevar al Maestro a que bordara filigranas delante mismo de los óleos…

Entre escritores y toreros, viejos edificios y calles, Balsa me estaba preparando un regalo invaluable, nada menos que la víspera de mi presentación en Madrid, y a mí se me nublaba la vista… hubo ratos largos en que todo parecía de blanco y negro… no nos importaba el frío, ni que los turistas nos vieran andando del brazo, como dos enamorados…. enamorados ambos de Madrid y de todos los benditos fantasmas que Balsa convocaba con su voz de tabaco negro y sus canas de sabio… Menos importaba la hora, el paso de las horas y, mapa callejero en mano, el increíble largo recorrido que debería habernos si no cansado, por lo menos acalambrado las piernas con el frío de Madrid y tanto trayecto verbal.

Puedo jurar que al llegar andando a la Plaza Mayor ya no tenía la más mínima necesidad de estirar las pantorrillas y fue entonces cuando me dijo:

—Mira Monstruo: hace años compartí la ilusión contigo de que algún día serías figura del toreo… Es más, compartí con tus padres el miedo indecible que llevaban en las venas cada vez que te vestiste de luces… A lo que voy: siempre he creído… Creo… que no hay mejor universidad que los libros y no te cofundas: uno se juega la vida tanto o más con escribir que con andar toreando…Lo dicho: escribir es torear y mañana confirmas esa alternativa en Madrid.

Me habías prometido —¿lo recuerdas?— que te vestirías en casa y que yo mismo te iba a llevar a Las Ventas en mi auto, llegado el milagro que hoy sabemos decidiste cambiar por otro… A lo que voy: la admiración que le guardo a cualquier valiente que se pone delante de un toro sólo ha sido superada siempre por la que le tengo a los escritores de verdad, los que no adelantan la suerte y se embraguetan con cada párrafo, los que saben cruzarse con las embestidas y no torean para el público, los que escriben sin importarles que en cada lance les va la vida y sin fijarse en lo que opinen los críticos desde el tendido…

>>No tengo otra cosa que darte… Te regalo Madrid —y en cuanto me lo dijo, se me llenaron los ojos de lágrimas—. Te regalo Madrid, que es tuyo… ¿A qué te sigue gustando la Plaza Mayor? ¡Pues es tuya, joé! —y empezó a gritar a voz en cuello:

>>—La plaza es de él… la plaza es de éste —señalando a unos turistas o paseantes trasnochados que caminaban por esa plaza soñada donde hace siglos se corrieron toros que se lanceaban a caballo…>>

De atrás del caballito que es estatua —nombre y figura de un rey que no recuerdo exactamente su nombre o número— se nos dejó venir, como berrendo que embiste de largo, un guardia municipal que se había avisado con los gritos. Balsa, como Tancredo, esperó el momento de la reunión y, como quien pega un quiebro, le dijo:

—Perdóneme… pero aquí mi amigo mejicano…. Escritor que presenta mañana mismo su primer libro en Madrid… y que Usía seguramente reconoce por lo de los periódicos… pues resulta que es ahora el dueño de esta plaza y de Madrid entero…

El gendarme, que nos vio cara de dementes inofensivos, nos siguió el juego y se cuadró ante mí, con una sugerencia.

—Todo eso está muy bien… pero no es necesario ir dando voces… Mantengan la fiesta en paz y enhorabuena por su ciudad.

Nos reíamos, aunque yo seguía llorando, cuando enfi lamos hacia la Puerta del Sol y Balsa seguía obsequiándome cada esquina y cada edificio, esa otra plaza, incluyendo el Ayuntamiento, la carrera de San Jerónimo, la esquina donde vivió Borges, la calle del Carmen, el Corte Inglés… y volvimos al Parking y de nuevo en el coche, Balsa siguió regalándome Madrid: me regaló la Gran Vía de principio a final, la calle de Princesa completita, el arco de la Moncloa, el campus de la Universidad Complutense —donde me obligó a bajarme en la entrada de la Facultad de Geografía e Historia y tirarme una de las meadas más memorables en la historia de la insolencia académica… Volvimos al centro de Madrid y me recitó a Quevedo en la calle de León, que me regaló junto con todo el barrio de Lavapíes —árabes incluidos— y luego me obsequió el viejo edificio en Atocha donde se imprimió el Quijote

Aceleró hacia el estadio Bernabeu y me lo regaló, junto con la plantilla de jugadores que vestían la camiseta en ese entonces… me regaló el Paseo de la Castellana y los Nuevos Ministerios —sin la estatua ecuestre de Franco—, pero sí la de Castelar y luego la de Juan Valera, con todo y su Pepita Jiménez en mármol blanco. Me obligó a bajarme del coche, frente al Café del Espejo, atravesarme a la Biblioteca Nacional y tomar posesión de ella.

—Que además viene con todos los libros que tiene dentro.

Me regaló el Café Gijón —a punto de cerrar sus puertas—, el paseo de Recoletos entero y la Cibeles que ya había roto aguas. Me regaló al Neptuno (“aunque aquí festejen, muy de vez en vez, los del Aléti…”) y la estación de trenes de Atocha —con locomotoras y vagones dormidos—. Volvió por el lado contrario y me obsequió el Jardín Botánico, como si fuera un ramo; el Museo del Prado —donde de milagro no pidió que me bajara del coche para aventarme una faenita a los pies del Velázquez de bronce, ya también de mi propiedad— y, girando en Nuestra Señora de Correos, subimos por Alcalá para que me regalara la Puerta cacarizada a balazos, el Parque del Retiro… y a pesar de que yo no podía dejar de llorar, me hacía reír Balsa con los chistes que intercalaba en su coreografía, y me regaló al Espartero con todo y los huevos de su caballo y el barrio de Salamanca, de calles vacías, recién llovidas por el frío de esa víspera inolvidable y me mareó dando vueltas, enredándome la cabeza con más y más fantasmas de escritores, la casa de los Bienvenida, la calle donde vivió Alfonso Reyes, el bar donde paraba Pío Baroja… un mareo que de pronto se interrumpió en una calle que creo recordar que se llamaba Bocángel…

Entonces me hizo bajar de nuevo del coche y, al preguntarle que ahora a dónde íbamos, y dejarme hablando solo, se regresó al coche y sacó del maletero su vieja cámara fotográfica y el aparatoso flash con los que se había ganado su larga y provechosa vida en la Casa de la Moneda (“Real Fábrica de Moneda y Timbre” que me permitió viajar a Méjico… y fincarme el regalo que hoy te doy, Monstruo… ¡Qué eres un Monstruo!) y sin que lo pudiese haber imaginado, doblamos la esquina con Alcalá… y vi de lejos, como catedral en penumbra, ese sueño alucinante, anhelo de todo torero, que se conoce como Monumental Plaza de Toros Las Ventas…

Conforme nos acercamos, mientras pensaba que Balsa me la quería regalar tomándome una foto en la Puerta Grande, como si saliera en hombros… la foto que yo mismo había abandonado en mis sueños al olvidarme de una vocación… Balsa me obsequió el monumento a Fleming, el vuelo en bronce del Yiyo y al entrañable Antonio Bienvenida, cargado en estatua a hombros de su propia cuadrilla… y me acerqué con pasos lentos a la Puerta Grande… y me volví a apretar el nudo torero de mi corbata, y girando para posarle de frente a José Balsa Pérez, fotógrafo entrañable, taurino de cepa y enciclopedia de todas las literaturas de Madrid, me sorprendió ver que no llevaba izada la cámara, ni sacado el flash de la espuerta… En eso escuché que se abría la reja a mis espaldas y una voz de zarzuela me preguntaba desde la penumbra:

—¿Señor Hernández?

Me quedé helado… y más en cuanto la luna dejó ver al diminuto guardaplaza, con su abriguito de duende, su bufanda de nostalgias y su voz de zarzuela que me repetía:

—¿Señor Hernández?…

Y yo que le digo a Pepe Balsa:

—¿Qué has hecho? ¿De qué se trata esto?

Y que me indican el paso… y que entramos a la oscuridad total del breve túnel y, cruzando la hoja abierta de ese portón de madera legendaria, se encienden todas las luces del universo…

—Venga Monstruo, da la vuelta al ruedo.

Y yo que veía los tendidos llenos de afi cionados y en el palco real a la Condesa de Barcelona con las Infantas, y escuchaba en medio del silencio gritos de to-re-ro y a mis espaldas, como si fueran mis banderilleros, Pepe Balsa y el guardaplaza, callados, al paso, como si levantaran del albero sombreros invisibles y claveles inexistentes, y se me llenaban los ojos de sal y de todas las luces… La Luna era el Sol… y me sentí el hombre más feliz del mundo y en pleno centro del ruedo de la Monumental de Las Ventas tuve el descaro de alzar los brazos como si llevara las orejas inmensas de un berrendo de 600 kilogramos, ya en el destazadero de mis recuerdos… y entonces sí, cámara en ristre, Pepe Balsa me tomó la fotografía que ambos habíamos quizá soñado una remota víspera en Ojuelos, Jalisco…

—Y déjate de mariconadas…

Al darle el abrazo… con esa sonrisa de niño canoso que me sigue por todas partes, por las calles del Madrid que son de mi propiedad cada vez que lo sueño… con esa voz de tabaco negro que sigo escuchando en las madrugadas, buscando el constante sosiego desde que todos los días se convirtieron en vísperas… todos los días una confirmación de alternativa… me abraza Pepe Balsa y con una palmada sobre la hombrera de alamares invisibles, me remató el regalo con un adorable:

—Venga, que te llevo al hotel… que mañana presentas un libro.