Material de Lectura

 

Nota introductoria

 

En pocas obras de escritores mexicanos se advierte tanto como en la de Vicente Leñero la propensión totalizadora que anida en la mejor ficción, esa voracidad con que pretende tragarse el mundo, la historia presente y pasada, las más grotescas experiencias del circo humano, las voces más contradictorias, y transmutarlos en literatura. Ese apetito descomunal de contarlo y oírlo todo, de abrazar la vida entera en una fina narración o en un valiente testimonio periodístico, tan infrecuentes en un medio donde más bien imperan el susurro y la timidez.

Leñero ha incursionado con éxito en prácticamente todos los géneros, quizá con excepción de la poesía, y en todos ha sido laureado: cuento, novela, teatro, guión de cine y televisión, entrevista, crónica periodística… Es uno de los dramaturgos más innovadores y provocativos de su generación y es el guionista de cine más cotizado de la actualidad.

Maestro de varias generaciones de escritores de teatro y cine, por sus talleres han desfilado gran parte de los autores cuyas obras llenan hoy las salas de teatro y cine de nuestro país, y obtienen galardones y reconocimientos internacionales. Desde las trincheras de Excélsior y Proceso, al lado de Julio Scherer, ha librado batallas definitivas en pos de un periodismo libre y comprometido con la verdad y las mejores causas de la sociedad.

Vicente Leñero estudió con religiosos lasallistas, luego siguió la carrera de Ingeniería Civil en la UNAM y la de Periodismo en la Escuela Carlos Septién García, circunstancias todas éstas que habrían de marcar su vocación literaria tanto en la forma como en el fondo, tanto en los temas elegidos como en las estructuras con las que ha realizado sus trabajos. Leñero ha permanecido fiel al estudiante que fue, pero sólo desde y a partir de la vocación que lo ha marcado. Porque la literatura es una pasión y la pasión es excluyente.

Extraña, paradójica condición la del escritor. Su privilegio es la libertad, el derecho a verlo, oírlo, averiguarlo todo. ¿Para qué? Para alimentar al demonio interior que lo posee, que se nutre de sus actos, de sus experiencias y de sus sueños. Cuando Leñero estudiaba con los lasallistas o en las aulas de la Facultad de Ingeniería, no suponía quizá que absorbía hechos, ideas e impresiones que habría de transformar luego en su singular concepto de la literatura. Porque para él, como para cualquier otro escritor que de veras lo sea, más importante que vivir es escribir.

Años después le sucedería algo parecido con su estancia en el periódico Excélsior, que daría lugar a uno de sus mejores libros: Los periodistas, de 1978, a raíz de la salida de Julio Scherer. "Las cosas no son como las vivimos, sino como las recordamos", decía Valle Inclán. Habría que agregar: "las cosas no son como las vivimos, sino como las leemos". La historia del inconcebible golpe al periódico más infl uyente de la época no es aquella que en apariencia ganó Luis Echeverría, sino la que perdió —y en qué forma— en el libro escrito por Leñero.

Sin embargo, a veces se olvida que Leñero empezó en un género al que después frecuentaría poco: el cuento. En 1959 publicó "La polvareda", de marcada infl uencia rulfiana. Dos años más tarde apareció su primera novela: La voz adolorida, que tiempo después reescribió con el título de A fuerza de palabras, y en la que abordó uno de los temas más frecuentes en su literatura: la confesión, lo que es decir la posibilidad de redención a partir de la palabra (dicha o escrita, en un libro o en un escenario teatral).

Fue con la publicación de Los albañiles (Premio Seix-Barral, 1963) que empezó en realidad su carrera literaria y abrió una nueva brecha en las letras mexicanas. Para que una gran obra de ficción lo sea, debe añadir al mundo, a la vida, algo que antes no existía, que sólo a partir de ella y gracias a ella formará parte de eso que llamamos realidad, tanto diurna como onírica. En Los albañiles, su autor da carta de ciudadanía pública a personajes que carecían de voz en el mundo de la ficción, pero que además —y esto es lo más importante— se inscribieron en una temática casi inédita en nuestras letras: la novela católica, que se ha dado en llamar.

Hasta antes de Leñero, el género tenía entre nosotros y en ese tiempo autores de poco brillo —Alfonso Junco o Emma Godoy—, incapaces de inscribirlo en una literatura de alta calidad que le diera validez. El logro primero de Leñero, nos parece, fue ahondar en el tema del mal, con todo el desgarramiento y crudeza que conlleva, más que en las pinturas apologéticas de la novelística piadosa, a las que son tan propensos los creyentes.

En Los albañiles, los lectores mexicanos encontraban aquello a lo que un Graham Greene en Inglaterra o un Georges Bernanos en Francia podían apuntar en sus libros: la presencia del mal entre los hombres, un tema que sistemáticamente se ha intentado esquivar a lo largo de este siglo, enmascarándolo con los argumentos de la ciencia, de la política, de la psicología, e incluso de la metafísica.

Pero el mal puede ser también una presencia real, física, biológica —que duele, que se palpa— y solamente algunos novelistas lo han logrado corporeizar en sus libros.

El lector atento de Los albañiles vislumbra que más allá del drama aparente, se desarrolla otro. Una especie de contrapunto oculto da extraña resonancia a los gestos más insignificantes, a las menores palabras, a los constantes interrogatorios. Se percibe enseguida que la atmósfera está habitada por otra presencia (otra Presencia). De un intrincado planteamiento policíaco, la novela salta a convertirse en un problema teológico sobre la culpa y la búsqueda de la verdad. ¿Quién mató a Don Jesús, el viejo velador borracho y epiléptico? Todos tenían razones para hacerlo. Al final del libro, el lector involucrado siente correr culebritas por la espalda: faltaba él como protagonista del libro, no necesita sino interrogarse con sinceridad a sí mismo.

Leñero regresaría al cuento con Gente así, publicado en 2008, de donde provienen estas dos historias protagonizadas por el personaje de Mónica Lezama, joven escritora, cuyas aventuras aprovecha Leñero para descubrirnos los vericuetos del mundo editorial. En ambos relatos —como en todo el mencionado volumen—, Leñero fusiona realidad y ficción, menciona situaciones y personajes reales y los hace convivir con los plenamente inventados para cumplir el objetivo de revelarnos una verdad, un misterio del alma humana a partir de situaciones donde el conflicto surge del engaño. En uno, un incipiente escritor que busca ser publicado en la prestigiada editorial Joaquín Mortiz al que Mónica rechaza con un dictamen demoledor. En otro, la sorprendente aparición de la mítica segunda novela de Juan Rulfo. Curiosamente, como otros personajes de Leñero, Mónica Lezama nunca está muy segura de sus creencias, duda de sí misma, y la culpa es una pesada carga de la que quiere desprenderse buscando un alivio espiritual, sosegador, en hacer "lo correcto".

Estos dos relatos son apenas una pequeña muestra de su habilidad como narrador, de su laboriosa ingeniería en cuanto a las formas y de su profundidad reflexiva, todo lo cual coloca a Vicente Leñero como una de las figuras destacadas de la literatura mexicana del siglo XX y lo que lleva el XXI.

 

Ignacio Solares