Material de Lectura

 

Nota introductoria


Cuentos de sonrisa e inquietud

 

Para que el acontecimiento más trivial
se vuelva una aventura basta ponerse
a narrarlo. Un hombre es un narrador
de historias; vive rodeado de sus
historias y de las de otros; y tiende a
vivir la vida como si la narrase.
Jean-Paul Sartre, Las palabras

 

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Si hubiera que elegir una Musa de los Narradores yo propondría a Sherezada. No hay un cuentista menos gratuito que la astuta muchacha que, para evitar la muerte que le dará el sultán y uxoricida serial al día siguiente a la boda, inventa el método del suspense contando de noche en noche y en encabalgados episodios una larga historia muy ramificada en historias, y así logra perdurar hasta quedar viva y sultana más allá de la noche mil y una.


Aun si carecemos del talento de Sherezada, todos —según nos dice Jean-Paul Sartre allá arriba, en el epígrafe— somos narradores y nos pasamos la vida contándonos los unos a los otros historias de veras o de mentiras. Un ejemplo de la más rasa cotidianidad: el humilde oficinista Pedro Pérez, disculpándose ante su esposa por llegar tarde a casa, cuenta que en la oficina se demoró en un encargo extra del jefe, que luego tardó en abordar el metro pues todos los convoyes venían a reventar y que cuando, ya en la calle, tomó el camino a casa, comenzó a diluviar y hubo de guarecerse largo rato bajo la cornisa de la farmacia de la esquina. Aquí tenemos la narración de una pequeña, trivial aventura en modo realista. Pero también, a decir verdad, pudo ser que Pedro Pérez se hubiera demorado en la tertulia del bar bebiendo una o dos cervezas y narrando a los compañeros de trabajo una muy detallada historia de la quimérica noche erótica, rica en posturas y detalles, que habría pasado en un lecho utópico con Marilú, la secretaria más seductora e inconquistable de la oficina. Y ese otro posible relato sería la crónica de un suceso meramente deseado, una especie de reportaje de lo que no fue o un cuento fantástico que se negaría a declarar su género.

Es decir que los seres humanos somos los cronistas y/o los fabuladores de nuestra vida, de las de los otros y de los sueños de unos y otros, y lo somos más definida y definitivamente cuando mediante la escritura contamos nuestras historias y las que los demás depositan o inspiran en nosotros.


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Ana García Bergua es, entre los talentosos autores nacidos en México en los años sesenta, uno de los que, por su modo de ejercerse en lo que me gusta llamar el arte de Sherezada, me han seducido como lector. Hasta puedo decir a partir de qué momento, de cuál página, de cuál línea, ocurrió por primera vez esa seducción. Fue al final de un cuento no incluido en este cuadernillo en el que García Bergua ha preferido reunir textos narrativos acerca del tema del comer, tan frecuente en sus obras.

Advertí esa seducción a partir de una línea aparentemente no extraordinaria pero que es una ruedecilla maestra en el "mecanismo" del relato:


Pero ya en mi casa, estando dormido, sonó el teléfono y eran sus ojos […].
La frase recortada es del párrafo final de un cuento enumerativa y desviadoramente titulado "Las piedras, los alfileres, los hielos, el vacío, el precipicio", a cuyo protagonista, que a la vez es el narrador interior, lo inquietan, atemorizan, angustian los ojos de color azul (porque "en realidad no sé quién me mira detrás de los ojos azules"). La autora pudo usar el modo explicativo de un narrador convencional: "sonó el teléfono, tomé el auricular y al oír su voz imaginé sus ojos", pero, como debe haber pensado que eso dejaría muy plano el relato, introdujo esa hábil elipse, como la llave para una puerta, y con ello abrió el momento terminal a un instantáneo vértigo, e insinuó una prolongación del relato en la historia fantástica de una mirada enviada por teléfono.

Ésa es una de las muchas sutilezas que suelen darse en los cuentos y novelas de inquietud y sonrisa de García Bergua gracias a una intuición poética subyacente a la mera narración.

En cuanto a la intuición humorística de Ana, no citaré sino un párrafo de viva y turbia sensualidad de su muy entretenida novela La bomba de San José. Es un momento en el que la principal protagonista, una esposa simpática y correcta pero inconforme con la mera condición de ama de casa, es besada por su marido, un hombre juerguero, un cinéfilo, un iluso Don Juan, y ella siente otra especie de vértigo, esta vez de orden muy sensorial y referencialmente cinefílico:

Después me besó apasionadamente: sabía a tabaco y a vermouth. Cuando me besaba así yo me perdía, me ganaba la voluntad completamente, como a esos zombis de las películas.


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La obra narrativa de Ana García Bergua puede ser adjetivada de realista y humorística y fantástica, un triple mestizaje que en pocos escritores suele ser afortunado y que en ella sí lo es, tanto en los cuentos como en las novelas y las juguetonas prosas periodísticas en las que ensaya y gregueriza con una ironía alegre. Este cuadernillo recoge un puñado de cuentos y de fragmentos de una novela (Rosas negras) escritos a partir de la cocina, la comida y la comensalidad, asuntos que generalmente propician un demasiado obvio humor negro y/o farsesco. No creo que sea ése el acento más distinguible en los cuentos de Ana, a los que también, a mi juicio sin atinada lectura, se les ha adjetivado de ibargüengoitianos. Para mí, insisto, son cuentos inquietantemente sonrientes, o, as you like it, sonrientemente inquietantes.

 

José de la Colina