Material de Lectura

 

Un arte de la sombra

 

 

Encontrar la imagen de mi corazón
en las sombras o aquí.

Hӧlderlin

  


En todo corazón hay una llaga
hay una flor, hay una zona
de denso follaje y sombra…

Adriana Díaz Enciso

  


Es infinitamente preferible, en un lugar como ése,
velar todo con una difusa penumbra y dejar que apenas
se vislumbre el límite entre lo que está limpio
y lo que lo está algo menos.

Tanizaki

  





Apuntes para una poética de las sombras


Cuando Soledad salió del jarrón y descubrió que nadie podía verla, se le ocurrieron ideas disparatadas: tan pronto se metió a la Librería Francesa para llevarse un libro de fotografías que desde hacía años quería tener, como se paró frente a un policía gordo que dirigía el tráfico en Reforma y se puso a insultarlo. El policía buscó a su alrededor; miró con suspicacia los semáforos, los automovilistas, las nubes pero al no encontrar al responsable de las voces, terminó por pedir ayuda a un compañero. “Ya me cargó el diablo —le dijo—, llévame a un hospital.”

Mientras los uniformados se alejaban en la patrulla, Soledad se miró a sí misma plantada sobre el camellón de Reforma. Ni una pizca de sombra se escapaba de sus talones. Entonces pensó en Lucía y en las palabras que le dijo cuando la invitó a seguirla adentro del jarrón: “Se trata de tu deseo más secreto. Anda, vamos juntas”. Y como Soledad tenía una larga historia con los deseos le brillaron las ansias pero dudó: los deseos eran monedas extrañas que, una vez lanzadas al aire, se cumplían conforme a designios secretos y desconocidos hasta para quien los formulaba. Por eso sintió curiosidad y quiso saber a qué se refería Lucía con aquello de su deseo más secreto. Sólo había que decidirse a saltar: después de todo ¿qué tanto podía perder si se sentía perdida? Todo podía ser ahora tan sencillo: dar un brinco al interior del jarrón chino, como cuando Lucía y ella eran niñas, cruzar el laberinto de paredes rojizas y alcanzarla antes de que se adentrara en el sueño del dragón que dormía en su centro.

Por eso cuando salió del jarrón y descubrió que nadie podía verla, sin una pizca de sombra que se escapara de sus talones, creyó que habitaba una de las historias que desde niña le gustaba contarse... O quizá todo se debiera al sol, que se hallara en su punto más alto y ningún cuerpo tuviera sombra. Pero no, un sol oblicuo caía sobre la ciudad de México, en una de esas tardes de transparencia luminosa que cada vez se volvían menos frecuentes. Soledad miró a su alrededor: aletargada, la avenida Reforma bostezaba durante el intervalo de un semáforo. A su izquierda la columna dorada del Ángel, como una espiga que tocara el cielo; a su derecha, en lo alto de un cerro, el Castillo de Chapultepec. Frente a ella, los hoteles de lujo y los edificios más modernos de la zona. Pero por más inaccesibles que fueran unos y otros, mientras durara aquel sueño, sólo bastaría con franquear los sitios prohibidos, hacer a un lado los cordones, las vallas, las puertas clausuradas o simplemente estirar la mano y tomar lo que deseara. La invadió una sensación de plenitud. Recordó que aún traía el libro de fotografías consigo. Un libro para mirar las nubes... Se disponía a hojearlo cuando terminó el bostezo y el tráfi co y el deambular de la gente se reanudaron. Un muchacho de lentes tropezó con ella y Soledad soltó el libro de fotografías que fue a caer en el arroyo de autos. Uno tras otro, los automóviles que circulaban por Reforma aplastaron el primer hurto de Soledad.

***

Soledad no podía entender por qué a ella y no a los otros u otras. Vidas cruentas, tortuosas, difíciles abundan que siempre hay uno más roto que la descosida, de donde se colige que esto de la vida es una la bor del deshilván. Aunque también es cierto que es uno mismo, con sus tejidos ralos y compactos, dicen, quien dibuja el perfil de su propia sombra. Pero el pasado de Soledad, la suma y la resta, multiplicación y división de factores, no los inventó ella, o no del todo. Por eso es que para saber qué camino seguirían sus huellas sin pasos, recurre al pasado y husmea entre sus recuerdos —verdaderas instantáneas fotográficas— antes de que, como ella misma, terminen por velarse. Lo prodigioso de estas instantáneas es que a pesar del polvo y lo amarillentas basta con que se acomoden en ese ojo especial de la memoria para que las imágenes fijas se sucedan una tras otra. Fotograma tras fotograma una escena se ambienta ahora. Hay un edificio de ladrillos donde vivía la amiga de Soledad, Rosa Bianco, a media cuadra de su casa; en él, largos pasillos comunican unos departamentos con otros, y entre piso y piso, muchas escaleras. Soledad rectifica el encuadre: una escalera, la que conducía al departamento de Rosa. Pero esta escena, donde aparecerán una niña que es Soledad misma y un hombre que siempre será Desconocido, se originó en exteriores, una miscelánea, la calle, la mirada cruzada entre dos que se reconocieron, una veloz historia de seducción y escarceo que condujo al hombre y a la niña al cubo penumbroso de la escalera que a su vez conducía al departamento de Rosa con quien esa niña solía jugar un lenguaje de labios y manos que casi siempre la conducían al rincón oscuro de un clóset donde era más fácil refugiar la culpa.

Pero el punto de partida era la escalera. Con la escasa luz, Sol enfoca las siluetas dispares de esta niña y este hombre que se inclina para susurrarle algo al oído y al mismo tiempo besarle la mejilla, que levanta el faldón de su vestido de por sí muy corto, e introduce una mano húmeda (en realidad, menos húmeda que el mullido colchoncito que guardan los calzones de la niña).

Antes de continuar (se agolpan el semblante excitado del hombre, los ojos brillantes de la niña, las monedas plateadas que el hombre le ofrece), Soledad se resiste a creer del todo que esta escena sea determinante. A ver, se pregunta a solas con su sombra, ¿cuántos no han tenido que boquear desesperados en las grutas del sexo? ¿A quién le resulta fácil esa angustia por lo propio desconocido? ¿Quién no es juguete del deseo de los otros? Y, sobre todo, ¿quién no goza siéndolo? ¿O acaso no fue esto lo que les pasó a Soledad y al Desconocido cuando, más allá de un juicio basado en la diferencia de edades que lo incriminaría a él, fue ella la que le señaló el camino para que la siguiera, para que después, frente a sus piernas, y luego, él frente a las suyas, la iniciara en el goce de su cuerpo, presagiado desde aquella mirada en la miscelánea?

 
De Los deseos y su sombra (2000)