Material de Lectura

 width= Mónica Lavín


Nota introductoria
de Bernardo Ruiz


Selección
de la autora


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Nota introductoria


Ignoro si alguna vez lo ha confesado en alguna charla, a la hora de dar clase, o cuando educaba a sus hijas; pero durante el tiempo en que trabajamos juntos, y tras años de frecuentarnos ya por amistad, o bien por proyectos comunes, aprendí a distinguir el perfeccionismo de Mónica Lavín, que evoluciona siempre por rumbos curiosos, como si fuera un arrecife de coral. De su pasado me ha gustado escuchar de ella su pasión por la danza, el cariño por su hermana, el que la historia se repita con sus dos hijas, su pasado de la Modern American School y su perenne buen gusto: al vestir, en el comportamiento, en sus preferencias gastronómicas y por un buen vino o un tequila. A la vez, su moderación en todo aspecto.

Como muchos de los escritores de la generación de los cincuenta, Lavín combina la escritura con el trabajo editorial y la enseñanza. Alguna vez afirmó que su profesión de bióloga le parecía un impedimento inicial en su formación de escritora. Y no la conformaba saber que Sábato o Musil, Lara Zavala o Leñero provinieran de diversas áreas científicas. Nunca le pregunté cuáles fueron sus promedios escolares, cuestión ociosa, ya que mi imagen de Lavín formula una amplia teoría de su personalidad: misma que parte de su búsqueda de precisión, su interés por conocer e informarse, e ir sumando opiniones, conforme avanzaba en sus lecturas respecto de cada libro que lleva en su bolsa.

Defino como su mayor rasgo distintivo su amor por el orden y su ajustado método. Contrasta su minucioso trabajo con la hiperactividad de conejo de Alicia que implica su agenda delirante. Alguna vez me asomé a su página electrónica y confirmé varias de mis tesis: aplicada, obsesiva, Lavín combina una agradable dialéctica entre sus aparentes o domadas timidez e inseguridad que sabe transformar en apuesta. Más claro: cuestión de leer, La más faulera. No hay duda: sabe de lo que habla, describe con plenitud e intensidad el vértigo y la adrenalina, la rivalidad y el objetivo. La necesaria rapidez que Italo Calvino proponía para la narrativa de este milenio, le viene de origen, es parte de su estructura genética. Asimismo es perceptible que Lavín compite preferentemente contra sí misma.

Mucho me gusta que en esta breve antología se incluya “Los jueves”, una de las historias de Ruby Tuesday no ha muerto, volumen donde su estilo queda definido: Lavín maneja con habilidad la descripción y el uso de los sentidos: observa y mira, huele y olfatea, toca y acaricia, oye y distingue. Con todo ello, imagina. En tal medida, su prosa es un tránsito de los sentidos a través de los acontecimientos que implica la anécdota. Mónica Lavín domina el arte del cuento, lo que le ha valido constantes reconocimientos.
Aprecio sobremanera el trabajo de la atmósfera de la prosa y la caracterización de los personajes en sus relatos, encuentro en éstos, y en los comportamientos que distingue la observación de la autora su mayor capacidad: lee con claridad las almas y diferencia con una hábil intuición la gama de sus claroscuros, sin calificativos, con objetividad y verosimilitud.

Lavín es una autora que sabe abstraerse de sí misma para dejar que el texto haga, cuente. Para ella, el mundo es detalle, fragmentos de una totalidad vasta que en sus diversas manifestaciones conforman un acontecer sorprendente, que quizá con frecuencia se manifiesta ante nuestros ojos, incapaces de percibirlos. Ella lo logra, como puede verse en “El día y la noche” o en “La corredora de Cuemanco y el aficionado a Schubert”.

Partir de esta amplia sensualidad, no confundamos, está lejos de proponer historias convencionales o felices. Mónica Lavín comprende y muestra que las relaciones humanas, como lo formuló en su momento William Golding son, por regla general, versiones numerosas de la adversidad —donde los sentimientos naturalmente carecen de lógica, son mero impulso, brillantes, atroces, siniestros y, en diversas ocasiones, frutos de la perversidad—. En estos universos —mínimos o más amplios en su tiempo o en su espacio— ocurren catástrofes estremecedoras. No es difícil para el lector comprender y recordar que el hombre es lobo del hombre.

Igualmente, puede verse en la prosa de Lavín una clara influencia de la obra de Joseph Conrad. De él aprende cómo una situación propicia tanto las buenas o malas semillas de que se nutren nuestros corazones. Un claro ejemplo de ello se encuentra en “Uno no sabe”. Aunque pudiéramos decir que se nos educa en la virtud, su conocimiento es inútil cuando la marea de circunstancias nos empuja hasta las costas más borrascosas de la pasión.

Afirman quienes distinguen los comportamientos de cada género que las mujeres tienen una capacidad sobresaliente para la observación de nimios detalles. Mónica Lavín sabe aprovechar para bien de cada una de sus narraciones tal circunstancia. Con ello se aprende que las grandes catástrofes de nuestras vidas se originan, verdaderamente, con el leve aleteo de una mariposa, como lo enseña también un venerable cuento chino. Tanto en “Iniciales”, el relato que abre esta compilación, como en el final —”El caso estándar”—, encontramos muestras precisas de estos acontecimientos.

El lector que recorra estas páginas difícilmente podrá olvidar las diversas impresiones que la prosa de Mónica Lavín le descubra en esta breve travesía, como una invitación para seguir con ella en su creciente obra.

 

Bernardo Ruiz
México, D. F., abril de 2013


Mónica Lavín (México, D.F., 1955), escribe novela, cuento y ensayo. Destacan entre sus libros, en cuento: Ruby Tuesday no ha muerto (1996), Uno no sabe (2003), La corredora de Cuemanco y el aficionado a Schubert (2008) y Pasarse de la raya (2011). En novela: Café cortado (2001), Hotel Limbo (2008), Yo, la peor (2009) y Las rebeldes (2011). En ensayo: Leo, luego escribo. Ideas para disfrutar la lectura (2001) y Apuntes y Errancias (2009). Ha sido maestra de la Escuela de Escritores de la Sogem de 2001 a 2008 y es profesora investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en la Academia de Creación Literaria. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores.


 

 

Iniciales



Sé pocas cosas, es verdad. Vienen dos personas que dicen que son mis hijos y veo su rostro apesadumbrado cuando no emito palabra alguna. Papá, soy Hilda, insiste una señora que pasa los cincuenta y que tiene el pelo color cobre. Y saca unas fotos de la cartera y me presenta a mis nietos: Rodrigo y Azucena. Y yo asiento, nada más por barrerle el pesar a esa mujer que se atribuye mi paternidad. No sé si creerle y en todo caso si lo hiciera, sería sólo eso. Buena voluntad y pasajera. Porque no tengo nada que contarle de su infancia, de su adolescencia que seguramente nos costó quebraderos de cabeza a su madre y a mí, y todavía más la de su hermano Hilario que viste traje y sólo tiene la hora de la comida para ponerse junto a mi cama y platicarme de cuando lo llevaba a jugar futbol. Qué ideas tienen algunas personas de nombrar a sus hijos Hilda e Hilario, con H los dos. Podría haberme llamado Hugo o Héctor, o su madre Helena. Muy romanos y con ganas de conservar la H. Pero si de algo puedo estar seguro es que mi nombre no comienza con H. Sé que soy muy meticuloso porque llevo puesta una camisa con un monograma, bordado en el bolsillo: CLM. Esas iniciales algo dicen de mí, no sólo reflejan mi nombre sino mi manía por tenerme bordado, por identificar mis prendas. Una camisa amarillo claro, de buena clase. Cuando me ayudan a desvestir en la noche les pido me lean la etiqueta y me entero que las hace un sastre, un tal Leopoldo Guerra.

Soy Carlos Lira Morales y tengo una camisa amarilla con mis iniciales, soy un maniático de la hechura y la identificación. Soy abogado. Los abogados hacen esa clase de cosas. Y mi mujer se fugó con mi socio, mucho más simpático que yo. El licenciado Ortuño aprovechó un asunto que había que resolver en Alemania y que me tocaba a mí para llamarla y mandarle flores, invitarla a cenar, desplegar sus encantos y pedirle que se mudara con él, para siempre. Para que yo regresara y la casa estuviera desatendida y nada de sus perfumes en el clóset ni en los cajones de la cómoda, ni en el baño. Y menos las joyas ni la ropa. Por eso debe ser que mis hijos no la mencionan. Le han retirado el habla, es la culpable de que yo esté aquí atendido por enfermeras. Y sin memoria.
 

*


A Hilda la acompaña un joven que me dice abuelo. ¿Cómo fue el momento en que me volví además de padre, abuelo? Me traen un espejo para que me mire en él y luego vea al nieto. Cómo nos parecemos, murmura Hilda emocionada. El joven displicente como yo, me da un abrazo a fuerzas y le digo mucho gusto, joven, pero la señora de pelo cobrizo dice que cómo es posible, si nos veíamos cada domingo. El supuesto nieto mira el reloj, está incómodo. Le digo que se vaya, que no le haga caso a esa señora que no conozco. El muchacho me dice adiós abuelo, por complacer a la señora visiblemente descompuesta, y se va. Papá, me mira seria, dicen los doctores que te han cambiado el medicamento y que tienes una rutina de ejercicios de concentración. Yo me paso las manos por el bordado del bolsillo. La camisa es azul cielo y tiene unas iniciales: CLM. ¿Acaso es usted Hilda Logroño?, le digo a la señora que está allí. Porque yo soy Celso Logroño Méndez. ¿Papá, por favor, de dónde sacas eso? Me quedo la historia para no desilusionarla y que tenga que ir a buscar otro padre en los pasillos de este lugar. Guardo para mí que heredé los hoteles de Tlalpan que mi padre echó a andar. Que los he administrado desde que cumplí los veinte años y que he visto cosas buenas y terribles pasar en sus habitaciones. Pero que he hecho dinero y que he podido viajar a Galicia una vez al año y con toda la familia, que por supuesto no la incluye a ella ni al joven que se acaba de marchar. Me entra nostalgia de ribeiro y de chorizo. Le pido que me lleve al comedor aunque todavía no tenga hambre. Allí no puede entrar ella y yo ya quiero que se vaya.
 

*


Hilda e Hilario han venido juntos esta mañana. Se presentan y dicen que es domingo. Y se ponen a contar cómo me quedaba la paella en el jardín de la casa de Cuernavaca, y cómo se había puesto su primera borrachera Hilario y había vomitado frente a los invitados, sobre la azalea y que su madre escandalizada lo mandó a la habitación. Pero que yo en lugar de reprender al chico y solidarizarme con mi mujer, me reí y me reí y le traje un café y la que se marchó ofendida fue la madre de los dos. ¿Cómo está?, me atrevo a preguntarles por seguirles la corriente. No quiero que la pasen mal pues me gusta que piensen que yo era ese que sabía del punto del arroz y que las butifarras había que comprarlas en el puesto segundo del mercado de San Juan, como me cuentan. Pero se quedan mudos, Hilario me da un apretón de manos. No me atrevo a preguntar más. Cuando se van respiro aliviado de poder ser César Luis Macías y no ocuparme de paellas ni de hijos y nietos sino de llevar las cuentas de la empresa. De tener mi empleo correcto y mi departamento en la colonia Cuauhtémoc, de haberme enamorado de la contadora adjunta y que me tenga mis camisas planchadas, limpias, que huela tan bien cuando duerme a mi lado y me alborote por las mañanas con su cuerpo de hembra, redondito, de pantorrillas carnosas. Me sorprende una erección que disimulo con la cobija que me envuelve las piernas. Estas pobres personas que me visitan creen que sufro la ausencia de la mujer que tuve. No conocen los verdaderos arrebatos de César Luis.
 

*


Hoy le he pedido a la señora cobriza que se vaya. Me dijo con voz de quien le habla a un pequeño que si me tomé las medicinas, que si he dormido bien, papá, voy a llamar al doctor, te veo muy alterado y yo le he dicho que no soy su papá, que me deje en paz, que no la conozco. Y muy serena, como si no le importara mi irritación, ha encendido un aparato de donde sale una melodía, y me ha mirado expectante. Tu favorita, papá. Nunca he oído esa canción y estoy cansado de tener que estar frente a una desconocida. Váyase, señora, le digo. Márchese. Lanzo al piso el aparato minúsculo y cuando ella sale a buscar a una enfermera según dice, descubro la causa de mi malestar al llevarme la mano al bolsillo y no tropezarme con el relieve del bordado. Hoy no llevo camisa de iniciales. Abro ansioso el clóset donde cuelga mi ropa y descubro que no están allí como siempre. Me tumbo en la cama. Me quedo mirando el techo. Seguramente me duermo.
 

*
 

Hoy vino un hombre, dice que se llama Hilario. Lo acompaña una mujer gorda y con rizos en el pelo. Es su esposa, dice. Mi nuera. Me toco el bolsillo. No respondo. Me dice que una tal Hilda se fue de vacaciones y no vendrá en unos días. No me importa lo que dice. No lo conozco.
 

*
 

Entra una mujer y acomoda la ropa en mi clóset. Tiene el pelo cobrizo y la tez tostada; se acerca y me da un beso. Me molesta ese trato, yo no beso a quien no conozco. Me limpio su saliva del cachete. Ella se ríe. Ay, papá. La miro severo. Me cuentan que estás muy desganado, ha de ser porque no te he venido a ver. Pero ya volví de Cancún. Ya no voy a faltar, papá. Te lo prometo y te voy a traer los álbumes de fotos. Me cansa esa voz, me cansa terriblemente. La mujer se pone de pie para cerrar la puerta del clóset. No, le digo. Acabo de ver el bolsillo de una camisa amarilla. Alcanzo a ver tres letras bordadas: CLM. Me alegro. Ella también.

Menos mal, exclamo. Soy Cecilia Landú Martínez. ¿Qué dices, papá? Le pido la camisa. Me la acerca extrañada. Paso mis dedos por aquellos signos. Cantaba tan bien, pero enamorarse hace que uno pierda la cabeza... y la voz. Él criaba caballos, cuartos de milla era lo suyo. Quería que lo acompañara. Yo era su amuleto. Cuando lo acompañaba al hipódromo, a su cuadrilla le iba bien. Me compraba regalos y cuanta caricia por las noches. Faltaba a mis rutinas, a mis ensayos. Las potrancas nuevas llevaban nombres de personajes de ópera: Mimi, Ifigenia, Tosca, porque él me pedía que las bautizara. Mientras él ganaba, yo perdía la voz. Ya no puedo cantar, le digo a la señora con lágrimas en los ojos. Se acabó Cecilia. La mujer me mira alarmada y sale de prisa.

Yo intento gorjeos, notas que rescaten a la soprano que fui. Es inútil. Resignada y triste, acaricio mis iniciales y escondo la camisa debajo de la almohada.

 


 

La corredora de Cuemanco y el aficionado a Schubert



Guillermo llegaba temprano para el concierto del domingo. La sala estaba cerrada y él perdía el tiempo en la fuente. Había comprado con antelación el abono de la temporada, así que ni siquiera tenía que formarse en la taquilla. Daba vueltas en la explanada y veía sin interés a los perros que bebían de la fuente y a sus dueños. Pensaba que a los dueños del perro y a él les producía una sana alegría estar en ese lugar. A ellos por el bienestar del perro, a él por el placer de la música. Hoy el programa incluía a Schubert, la Sinfonía inconclusa, también a Grieg y a Smetana. Pero él eligió estudiar a Schubert. Era el pretexto perfecto. A veces tenía que indagar sobre Paganini o Korsakoff, pero el programa de ese día le había dado la oportunidad de solazarse en uno de sus preferidos. A ratos se escabullía de la investigación sobre el modelo de movimiento de los líquidos para robar al ciberespacio alguna luz sobre el compositor o mejor aún sobre aquella pieza del programa. Le gustaba escudriñar el anecdotario que rodeaba a la pieza —cuándo fue tocada por primera vez, dónde, quiénes la han interpretado— además de datos biográficos del autor. Aunque sabía ya algo, su biblioteca e internet le ayudaban, siempre buscaba más. La información que más le atraía tenía que ver con la construcción de la pieza. En esa esfera de lo abstracto, en esa búsqueda de la forma a través de compases, silencios y ritmo, las matemáticas y la partitura se tocaban.

Sandra corría los sábados y domingos. Sabía que no era suficiente si quería hacer un buen papel en el maratón, pero el trabajo en el banco no le permitía más. Entraba temprano y su arreglo le tomaba tiempo, por más eficaz que fuera el corte de pelo para acomodarlo con unos minutos de secador y aunque tuviera la ropa escogida desde la noche anterior. Por eso la llegada del fin de semana la celebraba con bombo y platillo. No se levantaba temprano como otros corredores. El viernes acababa muerta y el sábado por la noche era día de salir con las amigas, o con Juan, cuando su vida marital se lo permitía, o con su hermana. Pero no perdonaba correr al mediodía del sábado y del domingo. Se ponía la ropa deportiva, bebía un jugo y tomaba una cucharada de miel y salía de casa deseosa de estar ya frente al canal. Hacía sus ejercicios de calentamiento y miraba el reloj. Comenzaba caminando briosa y luego echaba a correr. Después de haber probado suerte en los viveros de Coyoacán, el bosque de Chapultepec, el de Tlalpan, pues la colonia del Valle le permitía acceder a cualquiera, Cuemanco le había resultado el sitio más grato. La cercanía del agua la refrescaba y le parecía estar en un paisaje que no era la ciudad de México (aunque en otro tiempo esa fuera su condición). El deslizar de las canoas sobre el agua acompañaba su correr. La embelesaba el silencio de los remos que entraban en el agua por una hendidura y salían chorreantes virando su horizontalidad a ritmos constantes.

Guillermo entró a la sala de conciertos, como siempre, en cuanto las puertas estuvieron abiertas. Buscó un asiento a grata distancia del escenario. Reconoció a quienes, como él, llegaban temprano y buscaban acomodo en la sala. Los mismos de cada domingo. La mayoría eran hombres. Allí estaba el de la boina: sesenta años, bigote cano. Llevaba un periódico doblado que exhibía un crucigrama. Una fila más atrás se había sentado el hombre gordo y calvo que inexplicablemente permanecía estático mirando al frente, aunque aún faltaran quince minutos para el comienzo. El joven de lentes llegaba con el pelo revuelto, como si se hubiera deslizado de la cama sin baño ni desayuno. Había uno de suéter y saco de tweed que le recordaba a su hermano, o tal vez a él mismo. Era de su edad. O de la de su hermano. Y parecía no perturbarle llegar temprano y que los demás advirtieran su condición de solo. Siempre sacaba una novela. Guillermo intentaba leer el título. Dudaba que fuera un lector apasionado, le parecía más una careta para esconder la espera y las miradas. Pensó que era bien parecido, y eso lo ruborizó, ¿como él? También pensó que un hombre de cuarenta y tantos años, de buen aspecto, no debía estar solo. Pero él lo estaba. Los ocho o diez hombres que llegaban temprano lo hacían sin compañía. Tal vez alguien los esperaba en casa. Guillermo se engañaba, la antelación con la que aguardaban el concierto hacía pensar que nada los retenía en casa, que el silencio los expulsaba hacia el edén musical.

Cuando Sandra llegaba a la parte de los caminos estrechos, al otro lado de las gradas sentía que su correr entre el paisaje era más íntimo, como si aquellos eucaliptos y la tranquilidad del agua quebrada por el graznido de las aves fueran un espectáculo sólo para ella. Aquella reunión de elementos: agua, aves, árboles y el ritmo de sus pasos le daban un gozo difícil de explicar. No lo podía compartir. Trataba de explicarlo a Juan cuando hacían el amor, pero no podía. Parecía cursi, parecía frágil. Y sus piernas fuertes desmentían toda fragilidad. Tenía muslos de acero. Se lo había dicho su primo Carlos cuando se encamaron en casa de su tía muchos años atrás. Sandra se había empeñado en que no se le reblandecieran, en mantener su gallardía. Juan los recorría con sus manos grandes. El muchachito que apenas había entrado a trabajar en el banco los miraba cuando Sandra se preparaba un café. Ella le sonreía. Le gustaba la juventud de Mikel. Imaginaba sus piernas de roble. Y le daba por pensar en maneras de seducirlo: conducir la mano de él por sus piernas, allí en el estrecho espacio que olía a café y que no tenía ventanas, en aquel clóset pequeño. Pero Mikel era sobrino del director y el director era cuñado de Juan y sus deseos no podían suscribirse a ese espacio cerrado. En Cuemanco la vía se abría, de ida y vuelta, a la anchura del canal.

Guillermo releía el programa antes de que comenzara el concierto. Alguna vez intentó traer un libro, como el del saco de tweed, pero no pudo concentrarse. Le gustaba mirar, disfrutar la anticipación del banquete musical. Como cuando era niño y su hermano le dijo que lo llevaría en el viejo MG. Como cuando lo admitieron en el grupo de rock después de escucharlo dar un palomazo en el que demostró que si podía con el requinto. Como cuando esperó a Marta afuera de su casa horas enteras porque no le contestaba el teléfono y entonces le pudo decir que era bonita. Y Marta se conmovió. De algo servía esperar, Guillermo lo tenía claro, aunque Azucena no hubiera vuelto al departamento que compartían y hubiera llamado tres días después diciendo que iba por sus cosas. Ella escogió la hora en que sabía que daba clases. Pero Guillermo allí estaba, esperándola. La veía empacar, descolgar algún cuadro, hurgar entre los libros, nerviosa ante la mirada silenciosa de Guillermo, sentado en el sofá, impertinente. Ella sin atreverse a decir qué me ves, como músico en escenario. Todas las luces sobre ella. El primer violín se puso de pie, entró el director. El concierto comenzaría. La orquesta se acomodaba. Guillermo sintió una punzada de excitación.

Sandra aprendió que hay que sostener el ritmo, saber respirar y que pasado el tiempo se llega al estado de flotación del corredor. Se desentiende uno del pulso y de los músculos, se olvida uno de la pisada y sólo se escucha la propia respiración. Correr es asunto de oído. Quién lo hubiera dicho. Aquel entrenador que reclutó en el banco a aquellos que quisieran participar en el maratón corporativo, le explicó a Sandra que llegaría el momento que correría de oído. Aprendería a respirar. Si se respira bien los pies responden. Si se va más rápido la respiración se acomoda. Hay que encontrar el paso de cada cual. Toma tiempo. Es cosa de estar atento. Robles tenía una nariz gruesa y desagradable. Desnalgado y piernicorto, sabía convencer. Y Sandra se dejó preparar para un primer maratón de cinco kilómetros. Y le gustó. Y Robles quiso que entrenara todas las mañanas. Le vio madera de campeona. No puedo. Robles le vio los muslos y trató de contenerse, pero celebraban su cumpleaños con el grupo de corredores del banco y no pudo evitar rozar los muslos de Sandra sobre la falda. Sandra lo hubiera perdonado, pero Robles no volvió al banco.

Guillermo pensó que si hubiera tenido un hijo lo habría traído a los conciertos. Hubiera llegado más tarde, cuando las puertas estuvieran abiertas y la gente en fila. Porque el muchacho o la muchacha se haría el remolón para levantarse y porque habría que darle el desayuno. O pasar por él a casa de su madre, porque no se imaginaba una vida continua al lado de Martha ni de Azucena, ni de nadie. Ni de su hijo. Pero lo traería a los conciertos y le explicaría la colocación de los instrumentos y le adelantaría algo de lo que escucharían para que lo gozara más. Y el hijo haría cara de fastidio y él guardaría silencio intentando no estropear el placer de escuchar. A Guillermo le gustaba escuchar la música solo, como en su casa, con la luz apagada. No había manera de que Azucena se sentara a su lado y dejara tranquilas las manos y no quisiera leer tratados de psicología, que sólo escuchara. Ella no quería perder el tiempo. Azucena y su sexo rubio. La imagen fue repentina, lo distrajeron el director que había salido al escenario y los músicos que se habían puesto de pie y la música que estaba a punto de comenzar.

Es lógico que estas soledades geométricas, náufragas de la ciudad de México, se encuentren, si no para qué iba el narrador de esta historia a presentar a uno y a otro, a intercalar sus quehaceres y develar la manera en que sobreviven el domingo. Anticipamos una historia de amor, como en aquellas películas donde vemos a A y luego vemos a B salir de casa y los vemos en un mismo vagón de metro o en el autobús y observamos que se dirigen una mirada y sospechamos que al día siguiente, pues A y B tienen una vida rutinaria como ha quedado demostrado en las primeras escenas de cada uno, se encontrarán y tal vez sonrían el uno al otro, o se rocen las manos en el tubo del cual se detienen, o se estorben en la puerta de salida. Y acaban tomando un café y acaban riendo en un bar, y acaban en la cama de un hotel antes de desandar sus pasos y volver a casa en el mismo vagón. Pero no es fácil juntar a Guillermo y a Sandra que no viajan en autobús o en metro, que trabajan en distintos puntos de la ciudad, que dedican sus domingos a espacios distintos. Olvidó el narrador contar que Sandra a veces corre con los audífonos puestos. No siempre pues le gusta el graznido de las aves y el golpe suave de los remos en el agua límpida del canal. Le sorprenden esos sonidos tan lejanos al Periférico que está a unos metros. Quiere asombrarse pero a veces no basta y necesita la música para llegar al estado de flotación para no andar molesta con Juan y con ella por haberse metido con un casado, por desear a un jovencito y quererlo añadir a la lista de imposibles, por quejarse de no tener hijos a sus treinta y cinco años, por abominar a su madre que le reclama no haberse casado a tiempo. La música la calma, y no sabe mucho pero a veces escucha Opus 94 y se fija en los nombres de las piezas. Oyó a un radioescucha decir que en Margolín venden una buena selección de piezas. Por eso va un sábado por la tarde, preparando la rutina del domingo. La discusión con Juan el viernes la tiene contrariada. Que la adora y la desea pero que no va a cambiar su vida. ¿Qué hay de nuevo?, una historia por ella harto conocida y predecible. Pero le gusta Juan, le gusta mucho encima de ella, le gustan mucho sus manos en el cuerpo y cuando pasa una semana y no lo tiene (aunque no espere tenerlo todos los días en la cama y el desayuno) siente que se abre un abismo. Y se siente inútil. Quiero algo de Schubert dice al dependiente. ¿Qué está buscando? Guillermo alcanza a escuchar la petición de la chica y la pregunta del dependiente. Alcanza a percibir el titubeo de la mujer que levanta los hombros. Entonces él se atreve: “La inconclusa”. El dependiente le extiende varios discos a Sandra. El segundo movimiento es espléndido. Sandra lo mira asombrada. Repara en el hombre del suéter azul pálido que no para de hablar. Guillermo piensa que sería ideal invitarla al concierto. Tiene una belleza discreta. La tocarán mañana en el programa de la sala Nezahualcóyotl; a las doce, le dice. Qué lástima, dice ella. Yo corro a esa hora. ¿Corres? ¿A dónde?, pregunta Guillermo. Ella se ríe. Doy vueltas en Cuemanco, no voy a ningún lado. Oiré el concierto en mi discman. No es lo mismo, dice Guillermo. Si cambias de idea, allí nos vemos. Esas no son maneras de seducir a nadie, de que una mujer se sienta halagada. Guillermo se siente preparatoriano. ¿Tú no corres?, pregunta ella. Me muero, dice él.

El narrador es un tramposo, porque aparte de fabricar este encuentro demasiado casual, aunque es verdad que hay cosas que así suceden, cada quien tiene una en su haber por más inexplicable que resulte la coincidencia en un mismo espacio en el mismo instante, ahora hay dos posibilidades. O Guillermo se va a Cuemanco a buscarla o ella aparece en el concierto del domingo a las doce. O peor aún. Esa mañana Guillermo llega al concierto con la antelación de siempre y las notas sobre Schubert en la bolsa del saco. Fuma un cigarro en la fuente y medita sobre el encuentro con la corredora de Cuemanco. ¿Y si aparece?, se pregunta. Pero sabe cuán remoto es que aquello suceda. Es un hombre de férrea rutina dominical y no la cambiaría más que por una emergencia. No preguntó por qué corre a las doce. Tal vez corra con alguien. Sería inútil irla a buscar. Cuando ella lo reconociera de lejos, si es que lo reconocía, aunque traía —un tanto a propósito— el mismo suéter azul cielo, sabría que la ha ido a buscar, que ha dejado el concierto por verla y no le quedaría más remedio que insistirle que, aunque tarde, aún podrían llegar al concierto o correr al lado de ella con sus mocasines negros y con los audífonos que ella le prestaría. Sonríe. Los hombres que llegaron temprano se dirigen hacia las puertas que acaban de abrir.

Sandra dobla el cuerpo y extiende las manos hacia las puntas de los pies. Flexiona las rodillas, gira la cintura como si tomara algo que le queda lejos y sus pies estuvieran anclados a la tierra. Se pone los audífonos, va a empezar a correr. Se ajusta el discman a la pretina de los pants. Schubert. Camina briosa por la cinta asfaltada del canal. Se acomoda la visera, aunque sólo hay resolana ese día. Al levantarse admitió la posibilidad: y si voy al concierto. Pero el fantasma de Robles o mejor dicho el espíritu de flotación, la adicción a la carrera, no le permitieron dudar. Los primeros acordes la llevan a la sala de conciertos. Imagina al hombre del suéter azul sentado atento. Le pareció simpático y le gustó que supiera tanto de música. Se le antoja sentarse a su lado. Pero qué la hacía pensar que estaría solo. Un hombre agradable como él estaría acompañado, si no tal vez la hubiera invitado. Comienza el trote y va alargando la zancada hasta alcanzar otra velocidad. No escucha los graznidos. Mira las canoas dando puntadas al agua como agujas silenciosas; los hombres moviendo los remos al unísono, en una danza perfecta y sincrónica. Como el arco de los violines, subiendo y bajando, largo, corto. Deteniéndose. Guillermo atiende el lamento del violín, el brío de la mano raspando las cuerdas, siente el chirrido meterse hondo en su cuerpo como un graznido de aves. Se dirige a la puerta. Se sube al coche sin quitarse los audífonos y llega al Periférico. Mira el reloj. Toma la desviación al embarcadero. Busca dónde estacionarse. Titubea buscando el acceso. Los violines rasgan el aire. El graznido quiebra el silencio.

El narrador piensa seguir, como si no se adivinara ya en esta acción un final contundente. Pero la vida no lo es, no de la misma manera, porque Guillermo se sentará en el pasto entre canales y esperará media hora. Supone que es mucho más del tiempo necesario para que ella de vuelta a la pista de canotaje, para que vaya al baño, tome un jugo, regrese al redil. El reflejo incisivo del sol en el agua le dará en la cara, lo obligará a entrecerrar los ojos, a dejar de mirar a lo lejos. Se topará con el legajo de hojas en el bolsillo, los archivos sobre Schubert impresos para el concierto, para la espera mientras se llena la sala. Los saca y los extiende, rasga una tira que corta el rostro de Schubert por la mitad e intenta leer: el gran mus, tantes. Se presen... lausos. Volvió al... lleza de su composición. Observa a los lados que nadie lo mira y coloca ese trozo de hoja sobre el agua como una canoa de palabras. Schubert se humedece. Schubert la humedece. Sandra se conmueve y no sabe muy bien por qué. Es la música y su mirada que frenética lo busca entre el público, pero la música la somete y la hace olvidarse de su propósito. En el intermedio sale esperanzada. Mira a diestra y siniestra, pero el muchacho de suéter azul no está. Lo hubiera reconocido con toda facilidad. ¿Habrá venido? El papel navega. Guillermo desiste. Schubert naufraga. Sandra entra a la sala de nuevo y siente el peso del discman en su cintura. Sandra se pone los audífonos.

El narrador insiste en que no se encuentren los futuros amantes. Parece empeñado en el destiempo, en que la felicidad no existe. Teme sumarse con su voz a los que vivieron felices para siempre, no les concede un beso, una caricia, mucho menos la cama, conoce los peligros de esas embarcaciones. Sudores rítmicos, adagios y allegros, desconcierto. Preguntarse ¿y ahora qué? ¿Corremos el domingo en Cuemanco o venimos al concierto?

Pero Guillermo, que se ha quedado extasiado con el movimiento de los líquidos a los que aplica fórmulas en su cubículo, en un arranque de arrogancia se pregunta: ¿Y si, fue al concierto? Toma el auto y deja a los graznidos perderse en el escenario acuático. Sandra no aplaude cuando termina el concierto porque se ha quedado adherida a la música de Schubert que sale de su cintura. Se une a los aplausos cuando reconoce el gesto colectivo. La gente pide el encore. Sandra ha dejado de buscar entre las butacas, le parece un gesto impulsivo y ridículo haber dejado el canal y la carrera para acabar, encima, oyendo un disco. Se quita los audífonos. Reconoce la melodía del encore. La tiene en el disco, es Schubert de nuevo: ella es el cello y la música la toma, jala sus cuerdas, sus piernas, la exprime. Se sienta arrobada. Guillermo la descubre cuando entra agitado a la sala. La visera que nunca se quitó la delata. Schubert acompaña su carrera hasta llegar al lado de ella. Se miran y sonríen, a pesar del narrador. Él le toma la mano.

 


 

Los jueves

 

No debí hacerlo. No pude evitarlo, me bastaba verlos entrar con ese paso excitado y cauteloso: ella con el cuerpo garboso y las piernas largas y bien formadas, él, esbelto, con la mirada protegida por los lentes oscuros y el brazo asido a la cintura de la mujer. Yo los espiaba por el pasillo oscuro, tras la puerta entornada de otra habitación, y sentía alivio cuando después de los pasos sigilosos verificaba que eran los mismos. Los del jueves a las cinco de la tarde, los de la habitación 39. Esa repetición semanal me reconfortaba. En el torbellino de los encuentros pasajeros que atestiguaba todas las tardes, éste hilvanar jueves tras jueves con puntadas de amor y deseo exhalaba continuidad. Quién pudiera como ellos robarle unas horas a la tarde, una tan solo, y encontrar cierta dulzura entre unos brazos. Quién pudiera olvidarse del Chino, de Nachito y la Lola, de los frijoles hirvientes y, con las piernas enfundadas en medias suaves, dejarse recorrer las pantorrillas y los muslos con el interés de quien mide y palpa las formas; quién pudiera ser objeto de deseo respondido y consumado.

Antes ni pensaba esto, ni siquiera me veía las piernas, sólo servían para llevar mi andar por todos sitios. Ni con las inacabables parejitas que deambulaban por estos pasillos, sofocando sus gemidos tras las puertas cerradas, había hecho yo conciencia de mi abandono. Ahora sabía que tener marido no era ningún consuelo. Y si no, ¿por qué iban a volver los del 39 con ese gesto de inevitable engarzamiento?, ¿por qué iban a venir aquí una vez a la semana si tuvieran otra posibilidad, por qué los lentes, por qué la hora, por qué la prisa?

A las siete se abría la puerta del 39, él atisbaba el pasillo e indicaba a la mujer que no había peligro. Volvía de nuevo a mirarlos. Ahora por las espaldas, con las manos apretadas deteniendo la despedida, prolongando el encuentro. Yo también lo prolongaba, me atrevía a acercarme a la escalera para ver sus cabezas desaparecer por el pasillo que daba a la calle. De prisa entraba a su habitación, no quería que me la ganara Teresa que a esa hora rondaba el mismo piso. Cerraba la puerta y miraba el desarreglo, el mismo que en otros cuartos me producía hastío y a veces repulsión. Entonces me tiraba boca abajo sobre la cama y aspiraba los aromas atrapados entre las sábanas gastadas, extraía el perfume de olor a hierba de ella y la loción leñosa de él, olfateaba los sudores que humedecían esos paños relavados y rastreaba las gotas de semen escapadas de la vagina repleta y saciada de la mujer. Con la sábana descompuesta, mi corazón se violentaba y una ola de sangre me ponía en éxtasis. Entre las evidencias, asistía al ritual del amor.

Después de un rato salía de nuevo a la penumbra del pasillo y depositaba en el cesto rebosante de blancos el atado de sábanas con más delicadeza que la usual. Agradecía profundamente esas visitas semanales, me resistía a cualquier cambio de horario, de piso. Esos meses se habían convertido en una sucesión gozosa de jueves. Así que me atreví. Se nos insistió al entrar a ese trabajo que debíamos ser discretas y nunca tener contacto con los clientes, evitar ser vistas, no hablar con ellos. Pero yo quería manifestar mi contento por su presencia, como en una boda cuando se abraza de corazón a los desposados. Entonces se me ocurrió lo de la flor. Las muchachas choteaban que si me la había dado un galán o que si a poco el Nacho era tan romántico.

Era una rosa color coral a punto de abrir. A las cuatro y media el cuarto se desocupó, entré presurosa a hacer el aseo y pensé en no salirme hasta unos minutos antes de la hora. No quería arriesgar la posibilidad de una ocupación ajena a la pareja, a pesar de que Tomás ya tenía la consigna en recepción de tenerla libre los jueves a las cinco. Llené un vaso con agua y con la rosa, lo coloqué sobre la cómoda despostillada. La rosa se reflejó en el espejo, las paredes desnudas y la colcha con huellas de cigarro se iluminaron con el rubor de la flor. El 39 parecía un cuarto de otro lugar. Aspiré el aroma de la flor que esta vez celebraría la fiesta con los humores y secreciones de los cuerpos de los amantes. Salí al minuto para las cinco, excitada, nerviosa por aquella irrupción que tambaleaba el anonimato de la pareja. Me encomendé a dios, quien, después de todo, los había puesto en mi camino. Durante las dos horas de amorío mi corazón no estuvo sosegado. Tendí camas, puse papeles de baño, toallas limpias, barrí, caminé. Y todo el tiempo la imagen de la rosa fresca y colorida presenciando sus cuerpos desnudos y la entrega desbordante me persiguió como si yo misma tuviera los pies metidos en aquel vaso de agua.

Escuché el ruido de la puerta y me asomé desde otra habitación. Noté que la mirada de él escrutaba el pasillo con mayor insistencia. Respiré y contuve la tentación de correr a presentarme y confesar que yo era la de la rosa y esperaba no haberlos molestado. Apreté los puños y no me atreví a observar cómo se perdían al final de la escalera. Entré en la habitación. El mismo desarreglo tributario. Bajo el vaso de agua, sin flor, estaba un billete. Era una forma de respuesta. Lo tomé después de soslayarme entre los aromas familiares y el rito al que añadí mi rosa. Salí gustosa con el itacate fuertemente pegado al pecho para abandonarlo con dolor en el montón de sábanas manchadas.

El jueves siguiente dieron las cinco treinta y los del 39 no aparecieron. Esperanzada supuse algún contratiempo pasajero, pero el siguiente jueves me confirmó la ruptura del hábito. Aún así me aferré a la posibilidad de un cambio de horario, después de locación, tal vez ella tuviera un marido que la hubiese descubierto, o él una mujer que se interpusiera. Tal vez se enfermó alguno, tal vez se murieron, tal vez.

Desde entonces las sábanas gastadas me parecen una tortura y penitencia y el olor a rosas me enferma.
 

 


 

El día y la noche

 

Cuando los primos pasaban las vacaciones en la casa de Acapantzingo, los días poseían la claridad de la alberca y la ferocidad del sol; la noche, lo impenetrable de la obsidiana. A la vera de la iglesia, entre los zapotes que despanzurraban sus frutos negros en el jardín, las mañanas e ran doradas como la cerveza que los padres bebían al lado de la alberca. Ellas jugaban a la escuelita con las niñas del pueblo, que en la casa de enfrente habían dispuesto un chiquero vacío para hacer las veces de aula. Las niñas de la casa y las de la cuadra lo limpiaron e instalaron unas tablas para que las más pequeñas asistieran de alum- nas, mientras las grandes daban explicaciones en el pizarrón traído de la ciudad de México. Relacionarse con las niñas que vivían en Acapantzingo, les provocaba un entusiasmo que sostenía los fines de semana y esas largas vacaciones escolares. Regresaban a la casa antes de comer para darse un chapuzón. Ellos las salpicaban y se burlaban: ¿qué les pasaba? Tenían una alberca para jugar. ¿No era suficiente con ir a la escuela todos los días? ¿Qué tenían que ver ellas con las niñas del pueblo? A ellas les parecían bobos, insensibles. Los padres advertían que no los mojaran, mientras sostenían los tarros empañados y ensartaban dados de abulón con el palillo.

Ellos habían amarrado una liana al encino cuya rama se desplegaba por encima de la alberca con forma de riñón. Se subían al tronco, se colgaban de la reata y se mecían hasta tirarse justo en el centro. El más intrépido lo hacía con una voltereta en el aire. Tentaban a las niñas: les toca. Ellas se lanzaban con torpeza. Luego se aventaban agua en la cara o jugaban a las guerritas. Las más grandes llevaban a las más chicas en hombros, lo mismo hacían ellos y forcejeaban hasta que uno de los gladiadores caía vencido sobre la superficie. Se sofocaban y bebían agua de jamaica. Las mamás servían y ellas y ellos comían en la terraza aún con los trajes de baño mojados. Ellas aprovechaban para contar las cosas que ellos no podían ver por estar en la alberca azul cielo: en la casa de Marcela tienen una burra; hay un pozo para sacar el agua; la mamá hace tortillas a mano y nos convida; guardan alacranes en un frasco; hay un moño negro en la puerta que da a la casa porque se murió un hermanito cuando nació. Ellos fingían no interesarse. Después de comer buscaban el arco y la flecha para tirarle al plátano al fondo del jardín y disfrutar cómo se hundía la punta metálica en el fuste lechoso. Ellas querían tirar también porque el arco se tensaba muy bonito y chasqueaba en el aire cuando lo soltaban. Las campanas de la iglesia llamaban a llevar flores para la virgen. Ya se van las monjitas, decían ellos, porque ellas se apresuraban a vestirse, todavía con el cloro de la alberca en las pestañas y en la piel estirada por el sol y el agua. Marcela ya tocaba a la puerta: irían a la barranca a cortar flores frescas. Salían jubilosas con sus sandalias blancas o color miel, el pelo mojado recogido con una liga. Ellos esperarían un rato, aburridos en la terraza, hasta que les dieran permiso de volverse a tirar al agua; sentirían muy ancha la terraza ahora que las niñas andaban en misa. Qué ridículas, si sus padres nunca iban.

Ellas se sentían parte de aquel enjambre de mujeres de todas edades entrando en la iglesia oscura. Se figuraban que el ramillete que sostenían en sus manos las hacía buenas. Esperaban con avidez el momento de los cantos que ellas aún no habían aprendido para acercarse al pie de la virgen y añadir sus flores a la montaña fragante. Cada una buscaba los ojos de la virgen y guardaba un sigilo reverencial. Entre ellas ni se miraban, como si se desconocieran, como si pertenecieran al rito, a la iglesia de su casa de fin de semana desde siempre.

Por la tarde regresaban cuidando de no despertar a los mayores de la siesta y con los niños —que no demostraban el gusto por verlas regresar— remataban lo que quedaba de la tarde con juegos de mesa o con la mímica para adivinar películas. Así llegaba la noche con sus meriendas de platillos voladores. Entonces ellos proponían cruzar el atrio de la iglesia. Ellas querían ir para comprar algo en la tiendita que estaba justo al otro lado del atrio.

—Se puede rodear la iglesia por afuera —proponía una.

—Eso no tiene chiste. ¿A poco les da miedo? —se burlaban ellos.

—Para nada —decían ellas y dejaban atrás el bossa nova que oían los padres después de haberles dado monedas para comprar galletas de malvavisco rosa.

Era preciso subir los escalones que daban acceso al atrio: un lote de tierra vacío donde habían visto a moros y cristianos simular una lucha y al enano Margarito —todo él pequeño como un muñeco y no con la cabeza y los brazos grandes como los de los circos— que con voz tipluda decía que vencerían al mal. Parecía un cementerio flanqueado por la iglesia ocre iluminada de luna. Al final del atrio se distinguía el sauce, único árbol de aquel desierto. Junto a él, aunque no se veían desde el extremo opuesto, estaban las escaleras que llevaban a la miscelánea. Ya habían cruzado el atrio de noche, pero no se acostumbraban, sus corazones bombeaban con velocidad, la boca se les secaba porque en nada se parecía esa negrura que podía ser territorio de la Llorona al momento del rosario o de la liana sólo unas horas atrás. Nadie quería ser el primero ni el último. Suponía estar solo en uno de los dos extremos por insoportables minutos, por eso los más pequeños quedaban fuera del volado con el que se sorteaba el orden.

Después de un tiempo eterno de zancadillas sobre la tierra seca e indescifrable, una vez al otro lado, devenía un orgullo que se soltaba en risa nerviosa. Cada uno pensaba que era la última vez que lo haría. El regreso sería en corro y por afuera de la barda. Alguien propuso juntar el dinero y comprar una cajetilla de cigarros. Y unos chicles, agregaron, para disfrazar el olor. Cerillos, insistió el de la tien- dita, que no tenía ningún empacho en venderles a los escuincles. No querían observadores, así es que dieron la vuelta a la esquina de la barda para quedar fuera de la mira del tendero y el mayor encendió el primer cigarro. Dio varias chupadas hasta que en la oscuridad resplandeció la chispa roja de la punta y lo pasó a la prima mayor. Tosió un poco. Ella dio una chupada y soltó el humo esponjoso. Pasó el cigarro que provocó tos y risa entre todos y deseos de que diera la vuelta completa para arremeter con otra chupada. Encendieron otro cigarro pegándolo al extremo abrasivo del que se consumía, como habían visto hacerlo a sus padres. Y cuando se lo acabaron no sabían qué hacer con el resto de la cajetilla porque les pareció que había sido suficiente. Ya alguno estaba mareado y la boca sabía desagradable. Se repartieron los chicles de canela y caminaron despacio y callados hasta llegar a casa y terminar la jornada con algún programa de televisión, todos tumbados sobre la cama del cuarto principal, entre quejas y carcajadas, hasta que el sueño los venciera.

El sábado que llegó la prima Elena con su madre a pasar el día en esas vacaciones de abril, ellos y ellas intentaron aferrarse a sus rutinas y a sus horarios. Elena ya tenía trece años y se negó a jugar a la es- cuelita con las vecinas. Tampoco quiso tirarse de la liana a la alberca helada. Se quedó con su larga trenza rubia que le dividía la espalda en dos y su bikini azul marino, tumbada sobre uno de los camastros. Ellas volvieron más pronto de las clases en la porqueriza y ellos dejaron de jugar a Tarzán para no salpicar el cuerpo acinturado de la prima. Comieron botana alrededor de Elena, que se incorporó para estirar la mano hacia una jícama. Así tan cerca las piernas y los torsos, ellas y ellos observaron sus pantorrillas lisas. Elena se rasuraba. Las niñas quisieron quitarse la pelusa de las suyas de inmediato; los niños, recostarse en aquellos muslos que comenzaban a broncearse.

Comieron con menos escándalo y sin enseñarse la comida. Elena hablaba poco. Con un poco de fastidio preguntó si pasarían allí todas las vacaciones.

Ellas y ellos volvieron al plato de lentejas sintiendo los días por venir como una carga farragosa. Las campanas a lo lejos avivaron a las niñas. Invitaron a Elena. Ella dijo que sólo iba a misa los domingos y los chicos se quedaron contentos suponiendo que jugaría con ellos al arco y la flecha o con el rifle de diábolos, pero Elena se tumbó con una revista en la sala fresca. Desde la terraza ellos la miraban de cuando en cuando sin acertar a alejarse de allí.

Ellas arrojaron las flores en el momento preciso, sintiendo cierta prisa por volver y menos devoción a los ojos santos de la figura de porcelana. Se preguntaron si Elena querría ir al atrio cuando oscureciera. Ellos ya se lo habían propuesto. Le gustó la idea de salir de casa y mientras caminaban, ahora que el sol se había metido, parecía más simpática. A ellos y a ellas les emocionó que estuviera dispuesta a aventurarse a cruzar el atrio y que no pensara que eran bobadas.

—¿No salen hombres? —les preguntó cuando se distribuían el orden en la penumbra.

Habían pensado en la Llorona y en otras alimañas. Los hombres no cruzaban el atrio en las noches.

—¿Ni los borrachos? —preguntó.

Lanzaron la moneda. A Elena le tocó ser la primera. El primo mayor le cambió el lugar. Ella sería la segunda. Los demás lo miraron perplejos, nunca había tenido un detalle así. Cuando todos libraron la inhóspita dimensión del atrio, ya Elena tenía la cajetilla en sus manos y repartía un cigarro a cada uno. Ni siquiera se molestaron esta vez en quedar fuera de la mira del tendero. Fumaron allí bajo el sauce, retando con volutas de humo el negro vacío del atrio que habían dominado. Elena explicó que había que dar el golpe para fumar bien e hizo una demostración. Dio una chupada al cigarro y abrió la boca vacía para que imaginaran el humo dando vueltas en sus pulmones. Luego dibujó dos redondeles de humo que contemplaron asombrados. Los intentos los marearon, nadie pensó en los socorridos chicles de canela.

Regresaron a casa ligeros, con Elena al centro porque ella sí sabía fumar y no había tosido y caminaba derecha como si el humo que había hecho arabescos en sus pulmones le diera cierta altivez. Olvidaron la televisión y se fueron al cuarto de los niños —el de las literas que daba a la terraza— a jugar a la botella en el estrecho espacio entre las camas donde se habían sentado. Que si los besos y las cachetadas y luego pasarse el cerillo encendido para disparar preguntas indiscretas. Y luego ya no se les ocurrió nada hasta que alguien apagó la luz, y el mayor encendió la linterna y pidió a las mujeres que hicieran un show para los niños. Ellos se subieron en tropel, casi cayéndose, a esa cama alta. Y las niñas pensaron en un baile. El mayor iluminaba como en el teatro a cada una y Elena subía la pierna como si fuera el can cán. Y luego cambiaron y ellos hicieron una pirámide, uno sobre otro, que se vino abajo cuando ellas les apuntaron con la linterna a los ojos. Entonces ellos pidieron que Elena hiciera un show sola y ellas también dijeron que sí y se subieron a la otra cama sin la linterna que se habían apropiado los niños. Elena se fue al rincón de la puerta para que ellos y ellas la miraran y empezó a moverse como una mujer; las caderas para un lado y para el otro, la cintura dando vueltas. Y hacía como si se quitara los zapatos y las medias que no traía, y se volteaba de espaldas entre los silbidos de ellos y ellas que jugaban a ser los clientes de un cabaret. Y ella hizo como si se quitara un vestido y se desabotonara un brassier y lo aventó, pero siguió allí con su playera de rayas rojas y sus shorts color caqui. Hasta que el más grande se atrevió y dijo: súbete la blusa. Y todos asintieron con su silencio. Y él le alumbró el talle mientras Elena tomaba el extremo de la playera y lo subía lentamente mostrando el vientre y luego los pechos abultados como un paisaje sorpresivo. No silbaron, ni aplaudieron. El primo apagó la linterna y fue bueno que tocara a la puerta la madre de Elena para avisar que se iban.

A la mañana siguiente se asolearon en los camastros y se metieron a la alberca. Ellas no atendieron los toquidos en la puerta cuando Marcela llamó a clases, ni ellos a la liana que colgaba inútil. Dejaron pasar de largo las campanadas de la iglesia y los pasos de las mujeres hacia el barranco por la cosecha de flores. El arco y la flecha no cimbraron el aire ni hirieron la planta. Se rieron menos y jugaron poco. Sólo esperaban que llegara la noche que ya se había confundido con el día.

 


 

Uno no sabe



Uno no sabe que un día se irá a la cama y cuando despierte papá pondrá los cereales en la mesa nervioso y sin haberse rasurado, las hermanas hablarán en voz baja y nadie dirá que mamá no está. Uno se irá a la escuela pensando que la verá al volver, pero será Trini quien abra la puerta del departamento, sirva la sopa de fideo y rezongue porque de ese día en adelante le toca disponer como si fuera la señora de la casa. Uno piensa que alguien lanzará algo, un quejido, una pregunta, un plato porque una madre no puede irse así. En vez, las hermanas acarician la cabeza de uno, y papá llega por la noche a preguntar sobre la escuela y el futbol con impostado interés. Sentado al borde de la cama no se fija que uno no se lavó los dientes y parece que va a comenzar a explicar algo, pero los ojos se extravían entre las repisas con coches de juguete y suelta un buenas noches apresurado. Uno no sabe que el silencio será la explicación, que todos andarán como si la voz de la madre ausente fuera humo, como si los domingos siempre hubieran sido cuatro a la mesa, como si vendieran los calcetines con hoyos y fuese normal que Trini lo llevara al doctor en un taxi. Y uno irá a la escuela con los ojos como plato, con el asombro pegando las pestañas a los párpados porque nadie se ha atrevido a llorar, a patear las puertas, porque el único cambio visible son las fotos removidas. Sólo en el buró del padre está una en blanco y negro donde se miran los dos alegres, sentados en una banca. Vestigios de su madre en el cuarto que poco frecuenta uno, porque más vale no naufragar en el tamaño de la cama, en la doble almohada ni tras las puertas del clóset. Uno ni siquiera sabe si allí todavía cuelgan sus vestidos porque las hermanas se han encargado de echar llave, y son ellas las que van a los festivales de la escuela, firman las calificaciones, hablan con las maestras. El padre callado pasea por la casa como telón de fondo; uno supone que es la única forma posible de aceptar que no hubiera un beso de despedida.

Uno crece y se acostumbra a Trini malhumorada, a las hermanas a oscuras con los novios en la sala, a las reuniones con los abuelos, a las leves alusiones a ciertos rasgos de la madre repetidos en los hijos, como el paso de una franela que recoge el polvo de los muebles. Uno aprende a no visitar a la abuela Nona porque sólo habla de papá y su cerrazón, y porque las hermanas disgustadas no resisten que busque razones para la orfandad de sus nietos. Uno no quiere estar en casas ajenas que le recuerden a una madre de rasgos borrados. Pasan los años y uno empieza a mirar las piernas de las mujeres, a imaginarse besándolas y acariciándolas y uno da todo por rodear una cintura apretada y aspirar un aliento dulce, y uno las besa y las abraza en la penumbra del cine y se masturba pensando en ellas y cuando comienza a desear más allá de su cuerpo, su presencia y su ternura, uno se va sin despedida.

Por eso uno se puede ir un día sin dar explicaciones. Ha pescado una conversación furtiva entre el padre y la cuñada, alguien la vio en Nueva York, es mesera en una cafetería de la Segunda Avenida. Uno piensa que un destino así está lleno de grasa de frituras. Y el coraje se atiza. Uno tiene veintiún años y trabaja en el despacho de un tío abogado mientras estudia, ha juntado el dinero para pasar un mes en esa ciudad. Así que le dice a su padre que hará un viaje y no le indica cuándo ni a dónde. Un día toma el avión y se sube ligero. Cafeterías en esa avenida tan larga hay muchas; descarta los restaurantes chinos, las pizzerías, los bares, pero aún queda un gran número de posibilidades. Alquila un cuarto de hotel de medio pelo en la Treinta y Dos y la Octava. Planea recorrer las dos aceras de la Segunda desde el Lower East Side hasta el Spanish Harlem. Está seguro de que acertará. Tiene el día entero para hacerlo, el dinero para consumir tés, refrescos y donas, porque no basta mirar desde la calle, hay que sentarse adentro. Debe reconocerla trece años después del recuerdo que tiene de su cara, que ya no será la de la foto del buró de su padre.

Uno anda en tenis y chaqueta gruesa porque a fines de abril puede sorprender la lluvia menuda o la nieve; uno no habla con nadie y no cuesta trabajo. Pasan dos semanas y ha mirado tras el vaho de los ventanales grasosos de las cafeterías donde las meseras lo llaman dear y también entre la vajilla blanca y delicada de las cafeterías de los hoteles. Uno ha entrado por la mañana y por la tarde al mismo lugar porque quién sabe qué turno le toque a una mesera en una ciudad que nunca para. Antes de salir del hotel, marca el croquis y como quien va al hipódromo, lanza sus apuestas: volver al Ruby's, recorrer de la Cuarenta a la Sesenta. Navega entre el cálculo y la corazonada. Por eso a las tres semanas, sin que su esperanza haya flaqueado, sin amasar resentimiento por las noches, cuando entra a la cafetería de la esquina de Madison y la Noventa y ocho —mientras dobla el croquis y lo guarda en el bolsillo— sabe que la ha encontrado. Uno la ha visto colocar los platos en la mesa de junto, inclinar el cuerpo en uniforme beige y es la manera de recoger los platos lo que la delató. La súbita remisión a la mesa del comedor. Pensó que sería la mirada, o el cuello largo, o tal vez la nariz afilada lo que le permitiría reconocerla no aquella postura alguna vez doméstica, hoy gaje del oficio. La quiere observar así, a distancia, pero ella advierte que un cliente aguarda. Uno se parapeta mirando la carta. Sabe que pronto escuchará su voz. Espía sus piernas y sus zapatos bajos de suela de hule.

Good morning, are you ready to order? —le pregunta en un inglés extranjero.

Uno la mira porque está desconcertado, porque la quiere contemplar como una foto: el pelo pintado de rubio cenizo, la nariz afilada, una sonrisa a la fuerza. Insiste con otra pregunta: What are we up to this morning? Uno no sabe qué hacer cuando su madre le habla en inglés al mismo tiempo que vierte un café recalentado en la taza mustia. Antes de que se aleje dispuesta a atender otra mesa, porque el cliente no ha resuelto, ordena por retenerla unos hot cakes. Uno advierte que todos la llaman, que ella sirve y que le dejan monedas sobre la mesa. Uno no sabe qué hacer ante una madre que no despliega ninguna deferencia con ese cliente pedazo suyo, al que no mira con más ahínco que al obrero de junto, que a las señoras de la mesa más atrás.

Cuando le trae los hot cakes humeantes, el thank you de él delata su extranjería.

—¿Visitando? —pregunta ella.

—Buscando trabajo —dice uno cortante mientras unta con lajas de mantequilla los hot cakes. Observa cómo el calor las vuelve líquido. Se esmera en cercenar los redondeles hasta conseguir rebanadas homogéneas. Uno no sabe qué sigue. Las mastica y las traga con dificultad, ansioso por salir cuanto antes de aquella cafetería. Hace señas a su madre:

—La cuenta.

La mesera acostumbrada a las prisas deja la cuenta junto al plato enmielado.

Uno sale a caminar desorientado. Va a la esquina y retrocede, cruza la acera, echa a andar por cualquier calle. Se topa con el croquis de la ciudad en el bolsillo, lo arruga allí dentro y en el primer basurero lo tira. Uno vuelve por la mañana. ¿Cómo desperdiciar el precioso hallazgo? La noche le ha dado claridad. Pero uno no cuenta con que ese día ella descansa porque no la ve en el restaurante. Se acerca una mesera negra. Uno pregunta por Olivia. Es su nombre si no se lo ha cambiado. Le responde que mañana estará allí de nuevo. Un día parece un racimo de años, la suma de todos desde que Trini sirvió los fideos y comieron los tres hermanos solos. La rabia crece mientras el bolsillo mengua. No hay tiempo que perder.

Al día siguiente regresa y la descubre desde los ventanales que dan a la calle. Se detiene un rato para mirar el pelo recogido y la nariz afilada. Se sienta en la misma mesa y Olivia —su nombre está escrito en el gafete plastificado— le pregunta con una sonrisa que si quiere otra vez hot cakes.

—Te busqué ayer, Olivia.

Para qué andarse con rodeos.

—Descansé. ¿Encontraste trabajo?

—De eso quiero hablar, podrías tomarte una copa conmigo en la noche.

Olivia titubea mientras acomoda el mantel de papel, vierte el café en la taza.

—No me gusta el café —dice uno.

Ella sigue llenando la taza.

—A las cinco, en el Mayfair, dos calles abajo —contesta Olivia.

—¿Cuánto es? —se levanta uno.

—Pero si no has ordenado.

—No importa.

Deja un dólar en la mesa y se va.

Desde la caída de la tarde uno bebe en la barra del Mayfair. Olivia se acerca erguida, con los zapatos de tacón luce más alta. Lleva un saco largo azul marino, el pelo suelto, le cae el fleco en la frente.

—Nunca he tomado una copa con alguien tan joven.

—Ni yo con una mesera en Nueva York —responde uno—. ¿Eres mexicana?

—¿Se nota? ¿Y tú?

—De El Salvador, pero estudié en México —miente.

Les sirven vodka tónics y uno quiere hablar lo menos posible. Evita saber de su vida, pero Olivia le cuenta que se enamoró de un hombre y por él dejó todo en México. Uno no pregunta qué pasó después, aunque percibe que ella desearía contar el desenlace. Pero ella sigue diciendo que dejó todo por nada y él por ahogarle la voz le acaricia las piernas. Ella guarda silencio. Uno deja las manos sobre los muslos resguardados por la falda de lana para cerciorarse que es capaz de estar cerca de la piel de esa mujer. Ella no habla y lo mira. Uno no resiste los ojos familiares. Aprieta el vaso por no estrellarlo contra el suelo. Pide otra copa para los dos e intuye que ella hace una concesión al aceptar. Salen sin que medie conversación alguna, la lleva de prisa y de la mano por la calle, la siente ligera como una cosa pequeña. Recuerda otros cuerpos cercanos y atolondra el sentimiento. Apenas entran en la habitación, uno le quita el saco azul y la tumba boca arriba, el pelo se desparrama sobre el blanco percudido de la sábana. Uno se desabotona el pantalón de prisa, Olivia se baja las medias y la pantaleta, ansiosa. Uno entra en ella sin dificultad. Observa su cara congestionada, los ojos cerrados que uno agradece. Entonces piensa que ha entrado por el mismo conducto que se distendió para que él naciera. Uno siente una lujuriosa repulsión y olvida las palabras a verter. Se tira exhausto sobre su pecho, Olivia se desliza hacia arriba buscando los cigarros que están en su bolsa sobre el buró. La cabeza de uno ha quedado sobre esos muslos desnudos muy cerca del pubis. Uno no quiere mirarla, uno no quiere dejar el regazo caliente.

Olivia le acaricia la cabeza con una mano mientras se lleva el cigarro a la boca con la otra.

—Espero que sea habitación de fumar —se ríe.

Uno sigue allí con los párpados apretados, con el silencio de la verdad aterido en su garganta, en su sexo vencido.

—Tú también tienes la nariz afilada —dice Olivia con ternura—. ¿Estás bien?

Uno no atina a clavar la puntilla. No dice: Olivia Sansores, soy tu hijo. Esconde la nariz afilada, la aplasta inútilmente contra la pierna de mujer. Uno se queda dormido, abrazándose a sí mismo y amanece solo. Entonces persigue el olor de su madre sobre la almohada y encuentra la colilla en el cenicero. Uno se baña para volver por hot cakes. Localiza una mesa vacía que Olivia atienda. Cuando ella lo descubre, se acerca a servirle café.

—Te dije que no me gusta el café —obstruye la taza con la mano—. ¿Por qué te fuiste?

—No iba a esperar a que en la mañana confirmaras mis 49 años.

Uno come hot cakes atropelladamente y deja todo el dinero que le queda sobre la mesa. Esa noche toma el avión de regreso. Desde la ventanilla observa la retícula iluminada de la ciudad que queda atrás, después el perfil de su nariz reflejado en el vidrio. Uno sólo sabe que es mejor partir sin despedirse.

 


 

El caso estándar

A Emilia


¿Ha marcado usted un número equivocado? Me refiero a cuando está nerviosa porque no va a llegar a una cita de trabajo a tiempo y entonces en el coche, en un semáforo en rojo, sin que la vean los policías, marca a toda prisa al número de la persona con la que quedó y como no contesta, deja un recado en su buzón del celular: Llego en quince minutos, espérame. Entonces maneja aliviada al sitio del encuentro y allí está él, con los papeles que tienen que revisar para que su ponencia sea aceptada en el congreso, el primero en su carrera de antropóloga: “Madres solteras en barrios medios de la ciudad”. ¿Le ha pasado que ni siquiera se percate de que dejó un recado en un número incorrecto porque el de la cita no menciona la llamada, simplemente ha esperado los quince minutos que la lógica de la ciudad impone? Llega y pide disculpas antes de sentarse, pero él no reclama nada porque quien espera en un café está en paz pero quien conduce y esquiva obstáculos se revoluciona como el motor. Empiezan de inmediato a revisar los objetivos que ella ha planteado para el trabajo, él es parte del comité que selecciona los ponentes y además fue su maestro. Sabe que es una chica brillante. Durante la charla, el celular de ella ha vibrado dentro de la bolsa de su saco, se da cuenta porque ni tiempo tuvo de desprenderse de la prenda. Y de todos modos no hubiera contestado porque no le gusta que la interrumpan. Digamos que sabe cuándo debe tomarlo y cuando no. Éste no es el momento. Luego, el calor que le da el segundo café la hace despojarse del saco y no se entera más del repiqueteo insistente —como de aparato de dentista— que la conmina a contestar.

Es en la casa cuando cae en cuenta de que tiene más de cinco llamadas de un mismo número. No es un número que tenga registrado bajo algún nombre: ya hubiera aparecido. Hay un recado. ¿Qué quieres? Deja de estar molestando. Entonces por pura nemo- tecnia le parece que el número es similar al del profesor, al que marcó cuando iba tarde. Verifica las llamadas salientes y así es. Pero no es la voz de su profesor, es otra la persona que ha respondido a su llamado mientras ella estaba en la cafetería. La voz del recado no es amable: lo vuelve a escuchar. El qué quieres está cargado de irritación. Mientras busca el teléfono del profesor para ver cuál fue el error, alguien ha dejado otro recado. Lo escucha: Te dije que no me hablaras. Es la misma voz del hombre molesto. Le enoja la insistencia y piensa que es absurdo que una disculpa desate esta serie de llamadas. Cuando ella recibe una llamada de un extraño no se molesta en responder. A lo mejor hay que estar muy solo para ello. A lo mejor es una botella al mar como sucede en el cuento que leyó de un tal Bernardo Ruiz, donde una chica marca desde la cárcel números al azar para ver si alguien responde alguna vez del otro lado. Y alguien responde.

Se prepara la cena: una sincronizada con mucha salsa y frijoles. Está contenta por los comentarios del profesor: es probable que sea elegida para el congreso. Se siente bien, como cuando hacía barcos de papel con su padre y les soplaba para que navegaran en la fuente del parque y el barco no se iba de lado, seguía derechito. Al sentarse a cenar el celular suena. Lo puso en “vibrar” pero, sobre la mesa, el sonido que resulta es de chicharra compulsiva. Así dice su madre: Ya contesta tu chicharra compulsiva. Ella nunca ha visto una chicharra, su madre explicó que son grandes insectos nocturnos, asquerosos. Que su aspecto coincide con lo desagradable del sonido que hacen. Contesta sin pensar, y la voz del otro lado la increpa: te dije que nunca me dejaras recados. Piensa en el aspecto de la chicharra; sospecha que ese hombre tiene una verruga en la nariz ancha. Mire señor, yo no sé quién es usted. Me equivoqué de teléfono, dice liberada y mirando la sincronizada en el plato. Me equivoqué, murmura en un tono exasperado después de un silencio. La chicharra parece haber notado que la voz de ella no es de alguien que conozca. Otro silencio, ella está a punto de colgar pero él remata Pues no se ande equivocando y cuelga. Vuelve a su sincronizada tibia. Nada más falta que ahora se tenga que sentir culpable no sólo porque llegó tarde a la cita, sino porque avisó a un número equivocado. Tiene ganas de marcarle a ese imbécil y decirle que si él nunca se equivoca. Que si no confunde un dos por un siete, que es lo que a ella le pasó.

¿No le ha ocurrido que la equivocación se prolongue? ¿Que una vez que ha respirado el alivio de la confusión aclarada y comience a olvidar la voz de la chicharra molesta y desconcertada, y esté en la cama leyendo la novela que lo adormece suene de nuevo el teléfono y descubra que a esas horas (donde normalmente sólo sus más cercanos se atreven a llamar, o sus amigos enfiestados) el del equívoco esté llamando? No le piensa contestar. Si no le ha quedado claro y no puede soportar recibir un recado erróneo que vaya al psicólogo, que se dé un tiro, pero que deje de molestar. Silencia el teléfono y duerme. A la mañana siguiente se da cuenta por el parpadeo del foco rojo del celular que hay recado. Suspira, sin ganas de escuchar al intruso. Piensa la palabra y le parece curioso calificar así a quien llama, porque realmente ella fue quien se introdujo en vida ajena, por pura cortesía mal colocada.

Mientras toma el café en la orilla de la cama escucha el recado: Vieja arrastrada, deja en paz a mi esposo. Puta maldita. La voz es otra y la agresión es mucha. Está asombrada de que su disculpa llegue a tanto. Supone que es eso de que cuando el río suena..., parece que cayó como anillo al dedo en lugar indebido, alguien tiene cola que le pisen, nerviosa se da explicaciones en refrán como lo hace su abuela. Tiene ganas de marcarle a esa tipa y gritarle que ella no tiene nada que ver, que la dejen en paz, que sus broncas son sus pedos y que si su marido es un ojete lo resuelvan ellos. Se descarga de la ofensa con esas palabras con que le gustaría agujerearle la oreja a la imbécil. Entonces se pone a pensar en lo absurdo de la situación y le parece risible. ¿Y si llama y le dice al hombre: Mire ya le dije que me equivoqué, arregle sus asuntos con su mujer pero a mí no me metan? Imagina a él explicando: Mi vida, de veras que se equivocó la chica. Ella misma te lo puede decir. Te la paso. Ella diciendo: Soy Elsa, estudiante de antropología, me equivoqué señora y no soy ninguna puta ni me meto con chicharras repulsivas y menos casadas. Si a usted no le da asco su marido a mí sí. Y la otra contestando: ¿Ah, lo conoce? Ni piense que le voy a creer, mosquita muerta. A mí qué me importa que estudie focas o pitos, ¿no cogen las estudiantes? ¿o los libros les taponan el sexo? No se va a poner de pechito para que la otra se desahogue. No le gusta empezar así el día, de narices, más bien de culo, en medio de la cama de los señores X.

¿Usted no haría lo mismo por puro hartazgo? Al décimo recado de la señora trastornada por la infidelidad de su marido, por sus celos fundados o no, después de recibir insulto tras insulto cada vez más soez, más grotesco, no optaría por poner un alto a la situación. Claro, podría haberse deshecho del aparato, pedir cambio de número, pero la chica piensa que no tiene por qué caer en el juego y sufrir las consecuencias prácticas del asunto: avisar a todos que su número cambió, sobre todo al profesor que está por llamarle en las próximas horas. Y ni modo que se tope con aquello de “el número que marcó no existe”. Los recados la han alterado de tal manera que piensa que sólo enfrentando a esa mujer grosera y obscena la cosa se arregla. Por eso contesta la llamada número diez de la tarde y le dice que se vean en el Vips de Revolución. Suficientemente lejos de su casa. Le aclarará quién es ella y por qué tiene que dejarla en paz. Tal vez las dos se quiten un peso de encima.

Se sienta a la mesa más cercana a la entrada como quedaron y pide un café. No le gusta el café del lugar pero sólo quiere entretener al tiempo y acallar el nerviosismo. No sabe cómo reaccionará cuando vea al enemigo, ¿cómo es esa mujer de voz tipluda y fuera de sí? ¿Chaparra?, ¿de pelo rizado?, ¿tiene la nariz grande?, ¿no se depila el bigote?, ¿viste de colores chillantes? Por los celos, supone que no es ni muy joven ni muy mayor. Cuarenta y algo, piensa. Típico caso de señor que le pone el cuerno con jo- vencitas porque su belleza otoñal y sus preocupaciones domésticas han matado su apetencia. Caso estándar. Ella, joven, de buen aspecto, alta, un tanto llenita pero aceptable, metida en medio de un caso estándar (así dice el profesor). Si la viera la mujer celosa no dudaría en que su marido ha tenido que ver con ella. El pensamiento la aterra. Mira el reloj: los quince minutos de sensata espera han transcurrido. La mujer debe estar allí ya. Observa el lugar: mesas con parejas, grupos de mujeres, dos señores, una familia, varios jóvenes. Se da cuenta de que es la única mujer sola en el lugar. El celular suena. Reconoce el número y contesta cautelosa. Nadie habla del otro lado. Mira alrededor pensando en que el celular en la oreja permitirá descubrir a la increpante. Siente temor. Es mejor irse. ¿Usted no hubiera hecho lo mismo? Ya no quiere encarar a la persona que no se ha presentado. Ha sido ingenua. El caso estándar no se resuelve así. Huir. Sale de prisa después de pagar y sellar el boleto de estacionamiento, mirando a todos lados como si fuera culpable de algo. Deseosa de no encontrar a la mujer que tal vez hablaba para decir que iba tarde. ¿Se repetirá la misma situación que desencadenó esta cita indeseable? Pero la voz no habló. Se sube al coche y sale a Revolución, toma Río Mixcoac hacia su casa; llegará y tirará el celular a la basura. Le escribirá un mail a su profesor, procurando que no piense que es un modo de presión para saber los resultados: pero su celular no sirve, que cualquier cosa la llamara a casa o le escribiera. Si es que había cualquier cosa, desde luego; que ya le contaría lo ocurrido a raíz de su cita, el caso estándar... Las dos últimas cuadras le parecen interminables, da la vuelta, se estaciona en la acera y cuando va a bajar del auto lo piensa por primera vez. La necesidad de refugio la asalta al notar que un auto se estaciona detrás de ella. En lugar de caminar hacia otro lado, corre al portón de la casa. Entra y sin encender las luces se encierra en su cuarto. Nadie está en casa para contarle lo sucedido. Entonces suena el celular de nuevo; sabe que si se asoma a la ventana estará una mujer de pie en la acera de enfrente con el auricular en la oreja. Mueve la cortina y lo comprueba. Es alta y pelirroja. Y decidida. El celular sigue sonando: ya no tiene caso deshacerse de él.