Material de Lectura

 

 

Iniciales



Sé pocas cosas, es verdad. Vienen dos personas que dicen que son mis hijos y veo su rostro apesadumbrado cuando no emito palabra alguna. Papá, soy Hilda, insiste una señora que pasa los cincuenta y que tiene el pelo color cobre. Y saca unas fotos de la cartera y me presenta a mis nietos: Rodrigo y Azucena. Y yo asiento, nada más por barrerle el pesar a esa mujer que se atribuye mi paternidad. No sé si creerle y en todo caso si lo hiciera, sería sólo eso. Buena voluntad y pasajera. Porque no tengo nada que contarle de su infancia, de su adolescencia que seguramente nos costó quebraderos de cabeza a su madre y a mí, y todavía más la de su hermano Hilario que viste traje y sólo tiene la hora de la comida para ponerse junto a mi cama y platicarme de cuando lo llevaba a jugar futbol. Qué ideas tienen algunas personas de nombrar a sus hijos Hilda e Hilario, con H los dos. Podría haberme llamado Hugo o Héctor, o su madre Helena. Muy romanos y con ganas de conservar la H. Pero si de algo puedo estar seguro es que mi nombre no comienza con H. Sé que soy muy meticuloso porque llevo puesta una camisa con un monograma, bordado en el bolsillo: CLM. Esas iniciales algo dicen de mí, no sólo reflejan mi nombre sino mi manía por tenerme bordado, por identificar mis prendas. Una camisa amarillo claro, de buena clase. Cuando me ayudan a desvestir en la noche les pido me lean la etiqueta y me entero que las hace un sastre, un tal Leopoldo Guerra.

Soy Carlos Lira Morales y tengo una camisa amarilla con mis iniciales, soy un maniático de la hechura y la identificación. Soy abogado. Los abogados hacen esa clase de cosas. Y mi mujer se fugó con mi socio, mucho más simpático que yo. El licenciado Ortuño aprovechó un asunto que había que resolver en Alemania y que me tocaba a mí para llamarla y mandarle flores, invitarla a cenar, desplegar sus encantos y pedirle que se mudara con él, para siempre. Para que yo regresara y la casa estuviera desatendida y nada de sus perfumes en el clóset ni en los cajones de la cómoda, ni en el baño. Y menos las joyas ni la ropa. Por eso debe ser que mis hijos no la mencionan. Le han retirado el habla, es la culpable de que yo esté aquí atendido por enfermeras. Y sin memoria.
 

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A Hilda la acompaña un joven que me dice abuelo. ¿Cómo fue el momento en que me volví además de padre, abuelo? Me traen un espejo para que me mire en él y luego vea al nieto. Cómo nos parecemos, murmura Hilda emocionada. El joven displicente como yo, me da un abrazo a fuerzas y le digo mucho gusto, joven, pero la señora de pelo cobrizo dice que cómo es posible, si nos veíamos cada domingo. El supuesto nieto mira el reloj, está incómodo. Le digo que se vaya, que no le haga caso a esa señora que no conozco. El muchacho me dice adiós abuelo, por complacer a la señora visiblemente descompuesta, y se va. Papá, me mira seria, dicen los doctores que te han cambiado el medicamento y que tienes una rutina de ejercicios de concentración. Yo me paso las manos por el bordado del bolsillo. La camisa es azul cielo y tiene unas iniciales: CLM. ¿Acaso es usted Hilda Logroño?, le digo a la señora que está allí. Porque yo soy Celso Logroño Méndez. ¿Papá, por favor, de dónde sacas eso? Me quedo la historia para no desilusionarla y que tenga que ir a buscar otro padre en los pasillos de este lugar. Guardo para mí que heredé los hoteles de Tlalpan que mi padre echó a andar. Que los he administrado desde que cumplí los veinte años y que he visto cosas buenas y terribles pasar en sus habitaciones. Pero que he hecho dinero y que he podido viajar a Galicia una vez al año y con toda la familia, que por supuesto no la incluye a ella ni al joven que se acaba de marchar. Me entra nostalgia de ribeiro y de chorizo. Le pido que me lleve al comedor aunque todavía no tenga hambre. Allí no puede entrar ella y yo ya quiero que se vaya.
 

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Hilda e Hilario han venido juntos esta mañana. Se presentan y dicen que es domingo. Y se ponen a contar cómo me quedaba la paella en el jardín de la casa de Cuernavaca, y cómo se había puesto su primera borrachera Hilario y había vomitado frente a los invitados, sobre la azalea y que su madre escandalizada lo mandó a la habitación. Pero que yo en lugar de reprender al chico y solidarizarme con mi mujer, me reí y me reí y le traje un café y la que se marchó ofendida fue la madre de los dos. ¿Cómo está?, me atrevo a preguntarles por seguirles la corriente. No quiero que la pasen mal pues me gusta que piensen que yo era ese que sabía del punto del arroz y que las butifarras había que comprarlas en el puesto segundo del mercado de San Juan, como me cuentan. Pero se quedan mudos, Hilario me da un apretón de manos. No me atrevo a preguntar más. Cuando se van respiro aliviado de poder ser César Luis Macías y no ocuparme de paellas ni de hijos y nietos sino de llevar las cuentas de la empresa. De tener mi empleo correcto y mi departamento en la colonia Cuauhtémoc, de haberme enamorado de la contadora adjunta y que me tenga mis camisas planchadas, limpias, que huela tan bien cuando duerme a mi lado y me alborote por las mañanas con su cuerpo de hembra, redondito, de pantorrillas carnosas. Me sorprende una erección que disimulo con la cobija que me envuelve las piernas. Estas pobres personas que me visitan creen que sufro la ausencia de la mujer que tuve. No conocen los verdaderos arrebatos de César Luis.
 

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Hoy le he pedido a la señora cobriza que se vaya. Me dijo con voz de quien le habla a un pequeño que si me tomé las medicinas, que si he dormido bien, papá, voy a llamar al doctor, te veo muy alterado y yo le he dicho que no soy su papá, que me deje en paz, que no la conozco. Y muy serena, como si no le importara mi irritación, ha encendido un aparato de donde sale una melodía, y me ha mirado expectante. Tu favorita, papá. Nunca he oído esa canción y estoy cansado de tener que estar frente a una desconocida. Váyase, señora, le digo. Márchese. Lanzo al piso el aparato minúsculo y cuando ella sale a buscar a una enfermera según dice, descubro la causa de mi malestar al llevarme la mano al bolsillo y no tropezarme con el relieve del bordado. Hoy no llevo camisa de iniciales. Abro ansioso el clóset donde cuelga mi ropa y descubro que no están allí como siempre. Me tumbo en la cama. Me quedo mirando el techo. Seguramente me duermo.
 

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Hoy vino un hombre, dice que se llama Hilario. Lo acompaña una mujer gorda y con rizos en el pelo. Es su esposa, dice. Mi nuera. Me toco el bolsillo. No respondo. Me dice que una tal Hilda se fue de vacaciones y no vendrá en unos días. No me importa lo que dice. No lo conozco.
 

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Entra una mujer y acomoda la ropa en mi clóset. Tiene el pelo cobrizo y la tez tostada; se acerca y me da un beso. Me molesta ese trato, yo no beso a quien no conozco. Me limpio su saliva del cachete. Ella se ríe. Ay, papá. La miro severo. Me cuentan que estás muy desganado, ha de ser porque no te he venido a ver. Pero ya volví de Cancún. Ya no voy a faltar, papá. Te lo prometo y te voy a traer los álbumes de fotos. Me cansa esa voz, me cansa terriblemente. La mujer se pone de pie para cerrar la puerta del clóset. No, le digo. Acabo de ver el bolsillo de una camisa amarilla. Alcanzo a ver tres letras bordadas: CLM. Me alegro. Ella también.

Menos mal, exclamo. Soy Cecilia Landú Martínez. ¿Qué dices, papá? Le pido la camisa. Me la acerca extrañada. Paso mis dedos por aquellos signos. Cantaba tan bien, pero enamorarse hace que uno pierda la cabeza... y la voz. Él criaba caballos, cuartos de milla era lo suyo. Quería que lo acompañara. Yo era su amuleto. Cuando lo acompañaba al hipódromo, a su cuadrilla le iba bien. Me compraba regalos y cuanta caricia por las noches. Faltaba a mis rutinas, a mis ensayos. Las potrancas nuevas llevaban nombres de personajes de ópera: Mimi, Ifigenia, Tosca, porque él me pedía que las bautizara. Mientras él ganaba, yo perdía la voz. Ya no puedo cantar, le digo a la señora con lágrimas en los ojos. Se acabó Cecilia. La mujer me mira alarmada y sale de prisa.

Yo intento gorjeos, notas que rescaten a la soprano que fui. Es inútil. Resignada y triste, acaricio mis iniciales y escondo la camisa debajo de la almohada.