Material de Lectura

 

 

La amortajada
(fragmento)

 

Desde el principio de la noche, sin descanso, una mujer ha estado velando, atendiendo a la muerta.

Por primera vez, sin embargo, la amortajada repara en ella; tan acostumbrada está a verla así, grave y solícita, junto a lechos de enfermos.

—Alicia, mi pobre hermana, ¡eres tú! ¡Rezas!

¿Dónde creerás que estoy? ¿Rindiendo cuentas al Dios terrible a quien ofreces día a día la brutalidad de tu marido, el incendio de tus aserraderos, y hasta la pérdida de tu único hijo, aquel niño desobediente y risueño que un árbol arrolló al caer y cuyo cuerpo se dislocó entero cuando lo levantaron de entre el fango y la hojarasca?

Alicia, no. Estoy aquí, disgregándome bien apegada a la tierra. Y me pregunto si veré algún día la cara de tu Dios.

Ya en el convento en que nos educamos, cuando Sor Marta apagaba las luces del largo dormitorio y mientras, infatigable, tú completabas las dos últimas decenas del rosario con la frente hundida en la almohada, yo me escurría de puntillas hacia la ventana del cuarto de baño. Prefería acechar a los recién casados de la quinta vecina.

En la planta baja, un balcón iluminado y dos mozos que tienden el mantel y encienden los candelabros de plata sobre la mesa.

En el primer piso otro balcón iluminado. Tras la cortina movediza de un sauce, ese era el balcón que atraía mis miradas más ávidas.

El marido tendido en el diván. Ella sentada frente al espejo, absorta en la contemplación de su propia imagen y llevándose cuidadosamente a ratos la mano a la mejilla, como para alisar una arruga imaginaria. Ella cepillando su espesa cabellera castaña, sacudiéndola como un bandera, perfumándola.

Me costaba ir a extenderme en mi estrecha cama, bajo la lámpara de aceite cuya mariposa titubeante deformaba y paseaba por las paredes la sombra del crucifijo.

Alicia, nunca me gustó mirar un crucifijo, tú lo sabes. Si en la sacristía empleaba todo mi dinero en comprar estampas era porque me regocijaban las alas blancas y espumosas de los ángeles y porque, a menudo, los ángeles se parecían a nuestras primas mayores, las que tenían novios, iban a bailes y se ponían brillantes en el pelo.

A todos afligió la indiferencia con que hice mi primera comunión.

Jamás me conturbó un retiro, ni una prédica. ¡Dios me parecía tan lejano, y tan severo!

Hablo del Dios que me imponía la religión, porque bien pueda que exista otro: un Dios más secreto y más comprensivo, el Dios que a menudo me hiciera presentir Zoila.

Porque ella, mi mamá, déspota, enferma y censora, nunca logró comunicarme su sentido práctico, pero sí todas las supersticiones de su espíritu tan fuerte como sencillo.

—Chiquilla, ¡la luna nueva! Salúdala tres veces y pide tres cosas que Dios te las dará en seguida... ¡Una araña corriendo por el techo a estas horas! Novedad tendremos... ¡Jesús, quebraste ese espejo! Torcida va a andar tu suerte mientras no rompas vidrio blanco...

Y, Alicia, figúrate, a medida que iba viviendo, aquellos signos pueriles que sin yo saberlo consideraba ya «¡Advertencia de Dios!» iban cambiando y siendo reemplazados por otros signos más sutiles.

No sé cómo explicarte. Ciertas coincidencias extrañas, ciertas ansiedades sin objeto, ciertas palabras o gestos míos que mi inteligencia no hubiera podido encontrar por sí sola; y tantas otras pequeñas cosas, difíciles de captar y aún más de contar, empezaron a antojárseme signos de algo, alguien, observándome escondido y entretejiendo a ratos parte de su voluntad dentro de la aventura de mi vida.

Claro está, las manifestaciones de ese «alguien» eran oscuras, a menudo contradictorias. Sin embargo, ¿qué de veces me obligaron a preguntarme miedosamente si un Dios muy orgulloso pero también anhelante de que se lo presintiera, se lo buscara, se lo deseara... no alentaba quizás, invisible y cerca?

Pero, Alicia, tú bien sabes que este «valle de lágrimas» como sueles decir, impertérrita a la sonrisa burlona de tu marido; este valle, sus lágrimas y gente, sus pequeñeces y goces acapararon siempre lo mejor de mis días y sentir.

Y es posible, más que posible, Alicia, que yo no tenga alma.

Deben tener alma los que la sienten dentro de sí bullir y reclamar. Tal vez sean los hombres como las plantas; no todas están llamadas a retoñar y las hay en las arenas que viven sin sed de agua porque carecen de hambrientas raíces.

Y puede, puede así, que las muertes no sean todas iguales. Puede que hasta después de la muerte todos sigamos distintos caminos.

Pero reza, Alicia, reza. Me gusta ver rezar, tú lo sabes.

¡Qué no daría, sin embargo, mi pobre Alicia, porque te fuera concedida en tierra una partícula de felicidad que te está reservada en tu cielo! Me duele tu palidez, tu tristeza. Hasta tus cabellos parecen habértelos desteñido las penas.

¿Recuerdas tus dorados cabellos de niña? ¿Y recuerdas la envidia mía y la de las primas? Porque eras rubia te admirábamos, te creíamos la más bonita. ¿Recuerdas?

Ahora sólo queda, cerca de ella, el marido de María Griselda.

¡Cómo es posible que ella también llame a su hijo: el marido de María Griselda!

¿Por qué? ¡Porque cela a su hermosa mujer! ¡Porque la mantiene aislada en un lejano fundo del sur!

La noche entera ella ha estado extrañando la presencia de su nuera y la ha molestado la actitud de Alberto; de este hijo que no ha hecho sino moverse, pasear miradas inquietas alrededor del cuarto.

Ahora que, echado sobre una silla, descansa, duerme tal vez, ¿qué nota en él de nuevo, de extraño... de terrible?

Sus párpados. Son los párpados los que lo cambian, los que la espantan; unos párpados rugosos y secos, como si, cerrados noche a noche sobre una pasión taciturna, se hubieran marchitado, quemado desde adentro. Es curioso que lo note por primera vez. ¿O simplemente es natural que se afine en los muertos la percepción de cuanto es signo de muerte?

De pronto aquellos párpados bajos comienzan a mirarla fijamente, con la insondable fijeza con que miran los ojos de un demente.

¡Oh, abre los ojos, Alberto!

Como si respondiera a la súplica, los abre, en efecto... para echar una nueva mirada recelosa a su alrededor. Ahora se acerca a ella, su madre amortajada, y la toca en la frente como para cerciorarse de que está bien muerta.

Tranquilizado, se encamina resuelto hacia el fondo del cuarto.

Ella lo oye moverse en la penumbra, tantear los muebles, como si buscara algo.

Ahora vuelve sobre sus pasos con un retrato entre las manos.

Ahora pega a la llama de uno de los cirios la imagen de María Griselda y se dedica a quemarla concienzudamente, y sus rasgos se distienden apaciguados y a medida que la bella imagen se esfuma, se parte en cenizas.

Salvo una muerta, nadie sabe ni sabrá jamás cuánto lo han hecho sufrir esas numerosas efigies de su mujer, rayos por donde ella se evade, a pesar de su vigilancia.

¿No entrega acaso un poco de su belleza en cada retrato? ¿No existe acaso en cada uno de ellos una posibilidad de comunicación?

Sí, pero ya el fuego deshojó el último. Ya no queda más que una sola María Griselda; la que mantiene secuestrada allá en un lejano fundo del sur. ¡Oh, Alberto, mi pobre hijo!

Alguien, algo, la toma de la mano.

—Vamos, vamos...

—¿Adonde?

—Vamos.

Y va. Alguien, algo la arrastra, la guía a través de una ciudad abandonada y recubierta por una capa de polvo de ceniza, tal como si sobre ella hubiera delicadamente sopla do una brisa macabra.

—Anda. Anochece. Anda.

Un prado. En el corazón mismo de aquella ciudad maldita, un prado recién regado y fosforescente de insectos.

Da un paso. Y atraviesa el doble anillo de niebla que lo circunda. Y entra en las luciérnagas, hasta los hombros, como en un flotante polvo de oro.

Ay. ¿Qué fuerza es ésta que la envuelve y la arrebata?

Hela aquí, nuevamente inmóvil, tendida boca arriba en el amplio lecho.

Liviana. Se siente liviana. Intenta moverse y no puede. Es como si la capa más secreta, más profunda de su cuerpo se revolviera aprisionada dentro de otras capas más pesadas que no pudiera alzar y que la retienen clavada, ahí, entre el chisporroteo aceitoso de dos cirios.

El día quema horas, minutos, segundos.

—Vamos.

—No.

Fatigada, anhela, sin embargo, desprenderse de aquella partícula de conciencia que la mantiene atada a la vida, y dejarse llevar hacia atrás, hasta el profundo y muelle abismo que siente allá abajo.

Pero una inquietud la mueve a no desasirse del último nudo.

Mientras el día quema horas, minutos, segundos.

Este hombre moreno y enjuto al que la fiebre hace temblar los labios como si le estuviera hablando. ¡Que se vaya! No quiere oírlo.

—¡Ana María, levántate!

—Levántate para vedarme una vez más la entrada de tu cuarto. Levántate para esquivarme o para herirme, para quitarme día a día la vida y la alegría. Pero ¡levántate, levántate!

¡Tú, muerta!

Tú incorporada, en un breve segundo, a esa raza implacable que nos mira agitarnos, desdeñosa e inmóvil.

Tú, minuto por minuto, cayendo un poco más en el pasado. Y las subtancias vivas de que estabas hecha, separándose, escurriéndose por cauces distintos, como ríos que no lograrán jamás volver sobre su curso.

¡Jamás!

—Ana María, ¡si supieras cuánto, cuánto te he querido!

¡Este hombre! ¡Por qué aún amortajada le impone su amor!

Es raro que un amor humilde, no consiga sino humillar.

El amor de Fernando la humilló siempre. La hacía sentirse más pobre. No era la enfermedad que le manchaba la piel y le agriaba el carácter lo que le molestaba en él, ni como a todos, su desagradable inteligencia, altanera y positiva.

Lo despreciaba porque no era feliz, porque no tenía suerte.

¿De qué manera se impuso sin embargo en su vida hasta volvérsele un mal necesario? Él bien lo sabe: haciéndose su confidente.

¡Ah, sus confidencias! ¡Qué arrepentimiento la embargaba siempre, después!

Oscuramente presentía que Fernando se alimentaba de su rabia o de su tristeza; que mientras ella hablaba, él analizaba, calculaba, gozaba sus desengaños, creyendo tal vez que la cercarían hasta arrojarla inevitablemente en sus brazos. Presentía que con sus cargos y sus quejas suministraba material a la secreta envidia que él abrigaba contra su marido. Porque fingía menospreciarlo y lo envidiaba: le envidiaba precisamente los defectos que le merecían su reprobación.

¡Fernando! Durante largos años, qué de noches, ante el terror de una velada solitaria, ella lo llamó a su lado, frente al fuego que empezaba a arder en los gruesos troncos de la chimenea. En vano se proponía hablarle de cosas indiferentes. Junto con la hora y la llama, el veneno crecía, le trepaba por la garganta hasta los labios, y comenzaba a hablar.

Hablaba y él escuchaba. Jamás tuvo una palabra de consuelo, ni propuso una solución ni atemperó una duda, jamás. Pero escuchaba, escuchaba atentamente lo que sus hi jos solían calificar de celos, de manías.

Después de la primera confidencia, la segunda y la tercera afluyeron naturalmente y las siguientes también, pero ya casi contra su voluntad.

En seguida, le fue imposible poner un dique a su incontinencia. Lo había admitido en su intimidad y no era bastante fuerte para echarlo.

Pero no supo que podía odiarlo hasta esa noche en que él se confió a su vez.

¡La frialdad con que le contó aquel despertar junto al cuerpo ya inerte de su mujer, la frialdad con que le habló del famoso tubo de veronal encontrado vacío sobre el velador!

Durante varias horas había dormido junto a una muerta y su contacto no había marcado su carne con el más leve temblor.

—«Pobre Inés! —decía—. Aún no logro explicarme el porqué de su resolución. No parecía triste ni deprimida. Ninguna rareza aparente tampoco. De vez en cuando, sin embargo, recuerdo haberla sorprendido mirándome fijamente como si me estuviera viendo por primera vez. Me dejó. ¡Qué me importa que no fuera para seguir a un amante! Me dejó. El amor se me ha escurrido, se me escurrirá siempre, como se escurre el agua de entre dos manos cerradas.

¡Oh, Ana María, ninguno de los dos hemos nacido bajo estrella que lo preserve...!» Dijo, y ella enrojeció como si le hubiera descargado a traición una bofetada en pleno rostro.

¿Con qué derecho la consideraba su igual? En un brusco desdoblamiento lo había visto y se había visto, él y ella, los dos juntos en la chimenea. Dos seres al margen del amor, al margen de la vida, teniéndose las manos y suspirando, recordando, envidiando. Dos pobres. Y como los pobres se consuelan entre ellos, tal vez algún día, ellos dos... ¡Ah, no! ¡Eso jamás, jamás!

Desde aquella noche solía detestarlo. Pero nunca pudo huirlo.

Ensayó, sí, muchas veces. Pero Fernando sonreía indulgente a sus acogidas de pronto glaciales; soportaba, imperturbable, las vejaciones, adivinando quizás que luchaba en vano contra el extraño sentimiento que la empujaba hacia él, adivinando que recaería sobre su pecho, ebria de nuevas confidencias.

¡Sus confidencias! ¡Cuántas veces quiso rehuirlas él también! Antonio, los hijos; los hijos y Antonio. Sólo ellos ocupaban el pensamiento de esa mujer, tenían derecho a su ternura, a su dolor.

Mucho, mucho debió quererla para escuchar tantos años sus insidiosas palabras, para permitirle que le desgarrase así, suave y laboriosamente, el corazón.

Y sin embargo, no supo ser débil y humilde hasta lo último.

«Ana María, tus mentiras, debí haber fingido también creerlas. ¡Tu marido celoso de ti, de nuestra amistad!

«¿Por qué no haber aceptado esta inocente invención tuya si halagaba tu amor propio? No. Preferías perder terreno en tu afecto antes que parecerte cándido.

«Más que mi mala suerte fue, Ana María, mi torpeza la que impidió que me quisieras.

«Te veo inclinada al borde de la chimenea, echar cenizas sobre las brasas mortecinas; te veo arrollar el tejido, cerrar el piano, doblar los periódicos tirados sobre los muebles.

«Te veo acercarte a mí, despeinada y doliente: —Buenas noches, Fernando. Siento haberle hablado aún de todo esto. La verdad es que Antonio no me quiso nunca. En tonces, ¿a qué protestar, a qué luchar? Buenas noches—. Y tu mano se aferraba a la mía en una despedida intermina ble, y a pesar tuyo tus ojos me interrogaban, imploraban un desmentido a tus últimas palabras.

«Y yo, yo, envidioso, mezquino, egoísta, me iba sin despegar los labios más que para murmurar: “Buenas noches”.

«Sin embargo, mucho me ha de ser perdonado, porque mi amor te perdonó mucho.

«Hasta que te encontré, cuando se me hería en mi orgullo dejaba automáticamente de amar, y no perdonaba jamás. Mi mujer habría podido decírtelo, ella que no obtuvo de mí ni un reproche, ni un recuerdo, ni una flor en su tumba.

«Por ti, sólo por ti Ana María, he conocido el amor que se humilla, resiste a la ofensa y perdona la ofensa.

«¡Por ti, sólo por ti!

«Tal vez había sonado para mí la hora de la piedad, hora en que nos hacemos solidarios hasta del enemigo llamado a sufrir nuestro propio mísero destino.

«Tal vez amaba en ti ese patético comienzo de destrucción. Nunca hermosura alguna me conmovió tanto como esa tuya en decadencia.

«Amé tu tez marchita que hacía resaltar la frescura de tus labios y la esplendidez de tus anchas cejas pasadas de moda, de tus cejas lisas y brillantes como una franja de terciopelo nuevo. Amé tu cuerpo maduro en el cual la gracilidad del cuello y de los tobillos ganaban, por contraste, una doble y enternecedora seducción. Pero no quiero quitarte méritos. Me seducía también tu inteligencia porque era la voz de tu sensibilidad y de tu instinto.

«Qué de veces te obligué a precisar una exclamación, un comentario.

«Tú enmudecías, colérica, presumiendo que me burlaba.

«Y no, Ana María, siempre me creíste más fuerte de lo que era. Te admiraba. Admiraba esa tranquila inteligencia tuya cuyas raíces estaban hundidas en lo oscuro de tu ser.

«—“¿Sabe lo que hace agradable e íntimo este cuarto? El reflejo y la sombra del árbol arrimado a la ventana. Las casas no debieran ser nunca más altas que los árboles”, decías.

«O aún: “No se mueva. ¡Ay, qué silencio! El aire parece de cristal. En tardes como ésta me da miedo hasta pes tañear. ¿Sabe uno acaso dónde terminan los gestos? ¡Tal vez si levanto la mano, provoque en otros mundos la trizadura de una estrella!”.

«Sí, te admiraba y te comprendía.

«Oh, Ana María, si hubieras querido, de tu desgracia y mi desdicha hubiéramos podido construir un afecto, una vida; y muchos habrían rondado envidiosos alrededor de nuestra unión como se ronda alrededor de un verdadero amor, de la felicidad.

«¡Si hubieras querido! Pero ni siquiera tomaste en cuenta mi paciencia. Nunca me agradeciste una gentileza. Nunca.

«Me guardabas rencor porque te apreciaba y conocía más que nadie, yo, al hombre que tú no amabas».

Pobre Fernando, ¡cómo tiembla! Casi no puede tenerse en pie. ¡Va a desmayarse!

Un muchacho comparte el temor de la amortajada. Fred, que se acerca, pone la mano sobre el hombro del enfermo y le habla en voz baja. Pero Fernando sacude la cabeza, y se niega, tal vez, a salir del cuarto.

Entonces ella observa cómo Fred lo empuja hacia un sillón y se inclina solícito. Y el pasado tierno que la presencia del muchacho volcó en su corazón desborda por sobre esta imagen de Fernando entre los brazos de Fred, el hijo preferido.

Recuerdo que, de niño, Fred teníale miedo a los espejos y solía hablar en sueños un idioma desconocido.

Recuerda el verano de la gran sequía y aquella tarde en que a eso de las tres, Fernando le había dicho: «¿Si fuéramos hasta los terrenos que compré ayer?»

Los niños treparon al break sin titubear:

Antonio alegó lo de siempre: que era desagradable salir a esa hora.

Pero ella, para no decepcionar a Fernando y cuidar que los niños no expusieran sus cabezas al sol, había aceptado la poco dichosa invitación.

«Estaremos de vuelta mucho antes de la comida», gritó a su marido en tanto el coche se alejaba. Pero Antonio que fumaba, recostado en la mecedora, ni se dignó agitar la mano. Y así hubo de sobrellevar muda y ofendida los primeros diez minutos de llanura polvorienta.

Los perros de Fred, esa jauría hecha de todos los perros vagos del fundo, siguieron un instante el carruaje. Luego se quedaron bebiendo en el barro de una acequia. Los niños se movían incesantemente, gritaban, cantaban, hacían preguntas. Ella, agobiada por el calor, sonreía sin contestarles. Y el coche avanzaba así, entre una doble fila de lechuzas que, gravemente erguidas sobre los postes del alumbrado, los miraban pasar.

«Tío Fernando, quiero una lechuza. Toma, aquí tienes tu escopeta, mata una lechuza para mí. ¿Por qué no? ¿Por qué, tío Fernando? Yo quiero una lechuza. Ésa. No, ésa no. Esta otra...» Y Fernando accedió como accedía siempre cuando Anita se le colgaba de una manga y lo miraba en los ojos. Por temor de caer en desgracia ante la niña, halagaba siempre sus malas pasiones. La llamaba: Princesa, y apedreaba junto con ella las pequeñas lagartijas que se escurrían horizontales por las tapias del jardín.

Fernando detuvo los caballos, apoyó la escopeta contra el hombro y apuntó a la lechuza que desde un poste los observaba, confiada, sin moverse. Una breve detonación paró de golpe el inmenso palpitar de las cigarras, y el pájaro cayó fulminado al pie del poste. Anita corrió a recogerlo. El canto de las cigarras se elevó de nuevo como un grito. Y ellos reanudaron la marcha.

Sobre las rodillas de la niña, la lechuza mantenía abiertos los ojos, unos ojos redondos, amarillos y mojados, fijos como una amenaza. Pero, sin inmutarse, la niña sostenía la mirada. «No está bien muerta. Me ve. Ahora cierra los ojos poquito a poco... ¡Mamá, mamá, los párpados le salen de abajo!» Pero ella no la escuchaba sino a medias, atenta a la masa violenta y sombría que, desde el fondo del horizonte, avanzaba al encuentro del carruaje.

«¡Niños, a subir el toldo! Una tormenta se nos viene en cima». Fue cosa de un instante. Fue sólo un viento oscuro que barrió contra ellos, ramas secas, pedregullo e insectos muertos.

Cuando lograron transponerlo, la vieja armazón del break temblaba entera, el cielo se extendía gris y el silencio era tan absoluto que daban deseos de removerlo como a un agua demasiado espesa. Bruscamente, habían descendido a otro clima, a otro tiempo, a otra región.

Los caballos corrían despavoridos por una llanura que ninguno recordaba haber visto jamás. Y así arrastraron el coche hasta una granja en ruinas. De pie, en el umbral sin puerta, un hombre parecía es perarlos.

—«¿El camino a San Roberto, por favor?» El peón —¿era un peón?—. Calzaba botas y tenía una fusta en la mano, los miró extrañadamente, tardó un segundo y contestó:

—«Sigan derecho. Encontrarán un puente. Doblen luego a la izquierda». —«Gracias».

Los caballos emprendieron de nuevo su inquietante carrera. Y entonces, Fred con cautela se arrimó a ella y la llamó en voz muy baja: —«Mamá, ¿te fijaste en los ojos del hombre? Eran iguales a los de la...»

Aterrada ella se había vuelto hacia su hija para gritarle: —«Tira esa lechuza; tírala he dicho, que te mancha el vestido».

¿El puente? Cuántas horas erraron en su busca. No sabe. Sólo recuerda que en un determinado momento ella había ordenado: «Volvamos».

Fernando obedeció en silencio y emprendió aquel interminable regreso durante el cual la noche se les echó encima. La llanura, un monte, otra vez la llanura y otra vez un monte.

Y la llanura aún. «Tengo hambre», murmuraba tímidamente Alberto.

Anita dormía, recostada contra Fernando, y la felicidad de Fernando era tan evidente que ella procuraba no mirarlo, presa de un singular pudor. Bruscamente uno de los caballos resbaló y se desplomó largo a largo.

Dentro del coche se hizo un breve silencio. Luego, como si revivieran de golpe, los niños se precipitaron coche abajo, prorrumpiendo en gritos y suspiros. Fernando habló por fin. «Ana María, estoy perdido desde hace horas», dijo.

Los niños corrían en la oscuridad del campo. «Aquí debe haber llovido», chillaba Alberto hundido hasta la rodilla en un lodazal. Apremiado por Fernando el caballo se erguía tambaleante, caía y se volvía a alzar relinchando sordamente.

—«Ana María, más vale no seguir el viaje. Los caballos están extenuados. El coche no tiene faroles. Esperemos que amanezca». «¡Antonio!», había gemido ella, sintiéndose de pronto muy débil.

Instantáneamente Fernando golpeó las manos para reunir a los niños dispersos. —«¡Nos vamos! ¡Nos vamos! ¿Y Fred? ¿Dónde está Fred? ¡Fred!, ¡Fred!»

«¡Hu, hu!» —gritó una voz, mientras, a lo lejos, un punto de luz se encendía y apagaba. —«Se ha llevado la linterna sorda y está jugando a la luciérnaga» —explicaron los hermanos.

Recuerda cómo echó pie a tierra y se internó rabiosa entre las zarzas, mal segura sobre sus altos tacones. —«Fred, nos vamos. ¿Qué haces ahí?».

Inmóvil ante un arbusto cuyas ramas mantenía alzadas, Fred, por toda respuesta le hizo una seña misteriosa. Y como si le comunicara un secreto, fijó contra el fango el redondel de luz. Entonces ella vio, pegada a la tierra, una enorme cineraria. Una cineraria de un azul oscuro, violento y mojado, y que temblaba levemente.

Durante el espacio de un segundo el niño y ella permanecieron con la vista fija en la flor, que parecía respirar. ¿Por qué persistió en ella la imagen azul y fría? ¿Por qué sus carnes se apretaban temblorosas mientras volvía hacia el coche apoyada en el hombro de Fred? ¿Por qué había dicho suavemente a Fernando: «Tiene razón. Es peligroso seguir viaje. Esperemos que amanezca»?

Como si hubieran oído una orden, los niños estiraron las mantas. Distingue aún como en sueños a su hijo Alberto que se acerca para taparla, que le pega un coscorrón a Fred, para dormir, solo, contra ella y bajo el mismo abrigo.

Nunca, no, nunca olvidó el terror que los sobrecogió al despertar. Un paso más y aquella noche habrían desaparecido todos. El coche estaba detenido al borde de la escarpa. Y allá, en lo hondo, debajo de una espesa neblina, y encajonado entre las dos pendientes, adivinaron, corriendo a negros borbotones, el río.

Desde aquel día memorable ella había vigilado a Fred, inquieta, sin saber por qué. Pero el niño no parecía tener conciencia de ese sexto sentido, que lo vinculaba a la tierra y a lo secreto. Y aún cuando fue un muchacho insolente y robusto lo siguió cuidando como a un ser delicado. Sólo porque de repente, y en el momento más inesperado, solía mirarla con los ojos pueriles y graves del niño misterioso de ayer.

«No lo niegues, solía decirle Antonio, es tu preferido, le perdonas todo». Ella sonreía. Era cierto que le perdonaba todo, hasta la rudeza con que se desprendía de ella cuando se inclinaba para besarlo. ¿Y cómo olvidar aquella pequeña mano que durante tres días y tres noches, en el cuarto de una clínica, se aferró a la suya sin soltarla? Durante tres días ella no había comido y durante tres noches había dormitado sentada al borde del lecho, torturada por esa mano ávida de Fred, que le transmitía el sufrimiento y la obligaba a hundirse, junto con él, en la pesadilla y el ahogo.

Poco a poco, sin advertirlo, ella se había acostumbrado a su fastidiosa presencia. Abominaba el deseo que brillaba en los ojos de Fernando, y sin embargo, la halagaba ese irreflexivo homenaje cotidiano.

Ahora recuerda, como en una última confidencia, a Beatriz, la íntima amiga de su hija. Recuerda su patética voz de contralto. Apenas sabía cantar, pero cuando ella la acompañaba al piano, lograba sobreponer su torpeza. Tenía en la garganta cierta nota de terciopelo, grave y tierna a la vez, que su voluntad prolongaba, amplificaba, sofocaba dulcemente. Recuerda el otoño pasado y sus noches sin luna, estridentes y claras. Apenas levantados de la mesa, tú, Fernando, te apresurabas a salir con el cigarrillo en los labios, esperando que te siguiera para apoyarme a tu lado contra la balaustrada de la terraza. Pero yo corría a instalarme frente al piano. Y Beatriz empezaba a cantar.

Uno, dos, tres lieder me esperabas de pie, luego te sentabas en el escaño de hierro, la espalda apoyada contra las enredaderas del muro. Hasta el salón culebreaba el humo de los cigarrillos, que encendías uno en la colilla del otro, sin compasión por tu salud.

Nada me importaba tu enervamiento, la humedad que las madreselvas alentaban sobre tus hombros. Mañana estarías enfermo, por cierto, pero ¿era, acaso, yo culpable de que te empeñases, taciturno, en esperarme al frío, culpable de que la música me apasionara cien veces más que tu compañía? Muchas veces, inmediatamente después del acorde final subí furtivamente a mi cuarto sin esperar tu vuelta, negándote la limosna de las buenas noches.

Nunca se me ocurrió pensar que fuera una crueldad inútil; creía que tu presencia o tu ausencia me dejaban indiferente. Una noche, sin embargo, entre una romanza y otra me asomé a la terraza.

No encontré a nadie sobre el escaño de hierro. ¿Por qué te habías marchado sin avisar? ¿Y en qué momento? Ni a lo lejos resonaba el galope de tus caballos.

Recuerdo mi desconcierto. Di unos pasos, respiré fuerte, levanté los ojos. Había en el cielo un hormigueo tal de estrellas, que debí bajarlos casi en seguida, presa de vértigo. Vi entonces el jardín, los potreros crudamente golpeados por una luz directa, uniforme, y tuve frío.

Frente al piano, otra vez, me acometió un gran desaliento. Ya no me interesaba la música ni el canto de Beatriz. No encontraba ya razón de ser a mis gestos.

Oh, Fernando, me habías envuelto en tus redes. Para sentirme vivir, necesité desde entonces a mi lado ese constante sufrimiento tuyo. Qué de veces durante mi enfermedad me incorporé en el lecho para escucharte con delicia rondar la puerta que te había vedado.