Material de Lectura

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María Luisa Bombal



Selección
y presentación de
Lilia Osorio



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El espejismo amoroso

 

Nos enfrentamos a María Luisa Bombal (Viña del Mar, Chile, 1910. Santiago de Chile, 1980) con intenciones críticas, pero hay que aclarar que la aproximación a su obra tiene un antecedente, tomado de George Steiner:  “Literary criticism should arise from a debt of love”. Sin embargo, el amor tiene siempre fisuras y profundidades peligrosas para el amante, quien busca saber, comprender lo que expresa el lenguaje del amado, empresa todavía más difícil cuando, sustituyendo los factores, es un lector el que busca en la escritura ese elusivo componente que podríamos denominar talento, capacidad e incluso genio, o que quiere efectuar una de las múltiples lecturas posibles del discurso. El asedio debe comenzar antes de que el objeto, la obra literaria de María Luisa Bombal, se desvanezca únicamente en el asombro y deje sólo el deslumbramiento, sin permitir un intento de aproximación con estrategias válidas, entre ellas la de una lectura apasionada.

María Luisa Bombal no escribió mucho, dos novelas cortas y algunos cuentos constituyen lo más conocido de su obra: La última niebla (1934), que alcanza varias ediciones y traducciones al inglés, checo, portugués, francés, sueco, japonés y alemán; la novela La amortajada; los cuentos El árbol, Las islas nuevas, Lo secreto y María Griselda, sorprendentes descubrimientos para el lector, cansado ya del realismo que ha sido una regla no escrita de la literatura hispanoamericana, porque constituyen una categoría diferente. La aparición de esta escritura, en un momento en que la revalorización del mundo americano “mágico y exótico”  impidió apreciar otras formas de escritura, se convierte en un hecho excepcional por la calidad literaria que posee y por apartarse de las corrientes imperantes durante esos años en Latinoamérica.

María Luisa Bombal se inició con un logro singular: la novela corta caracterizada por una prosa cuya intensidad se condensa en imágenes bellísimas y a veces alucinantes, que nos acercan a una calidad poética o le dan una textura poética al relato. Jorge Edwards señala: “En María Luisa Bombal hay una especie de apropiación del lenguaje de Residencia en la tierra de Neruda, llevado a la prosa”. Este lenguaje organiza un mundo en donde la presencia de la mujer es dominante y aporta todo el misterio, la ambigüedad y la fuerza de la naturaleza, con la cual se identifica. En los relatos hay siempre una protagonista, una mujer que sueña y fundamentalmente ama, cuya vida transcurre dentro de mundos distintos, evanescentes, que sólo tienen en común con lo cotidiano los árboles, los pájaros, los frutos y en donde ella se mantiene a distancia, en cierta manera aislada y con una oculta actitud crítica hacia los otros, los que viven fuera de esa especie de acuario en el que se desliza el alma desfallecida, entregada al amor, único asidero del mundo que se ha diluido en la enajenación.

El cuento El árbol nos sumerge desde sus primeras líneas en un ambiente definido que, por medio de ciertos elementos auditivos y visuales, se irá acercando a la irrealidad: las luces mortecinas y la atmósfera cerrada de una sala de conciertos conducen la mirada del lector para introducirlo, por un instante mágico, en la vida de una mujer que escucha la música y al mismo tiempo le permite observar el desarrollo de los acontecimientos fundamentales de esa vida, correspondiente a tres etapas, con una sinestesía efectiva: primavera, verano y otoño, tiempos recorridos en el recuerdo, huellas de la experiencia. El cuento ha sido incluido dentro de la corriente surrealista, en cuanto la realidad tiene aquí un carácter dual, interno y externo y la escritura trata de captar ambos a la vez por las correspondencias efectuadas en el momento en que el personaje entra en un estado semihipnótico debido a la música que va sugiriendo mediante distintos acordes y tres diferentes compositores, el paisaje onírico de la remembranza; el paisaje real se transforma en paisaje interno.

Durante la primera parte Mozart proporciona una música suave, que provoca la evocación de un río de agua cristalina, encauzado en un lecho de arena rosada y las imágenes sucesivas —la escalera de mármol azul bordeada por doble fila de lirios de hielo, la verja de barrotes con puntas doradas, los colores tenues— resumen el sueño infantil en el cual la protagonista se viste de hada para invertir mágicamente los pensamientos en el tiempo y recobrar el rostro ingenuo, sutil y frivolo de la niñez.

En la segunda parte es Beethoven quien permite la aparición de otros elementos que se incorporan a la imaginación de la mujer que escucha y a la nuestra. Será entonces el mar, relacionado con el matrimonio, el que contenga las fantasías y las dote de una intensidad específica, a la par con el árbol —un gomero— cuyos tonos dorados se transformarán paulatinamente en oro sólido, contrapuesto al plateado cabello del marido. La presencia de éste se asimilará a la imagen paterna, así como la música se ha asimilado al sonido de las hojas que golpeaban la ventana del cuarto de vestir, para acercarnos y sumergirnos en una vida tranquila, regular, monótona. Esa apariencia de reposo la desmiente el árbol mismo con sus ruidos y el eco de pisadas misteriosas, mensajes sutiles del mundo que habita en él y que comparte con la mujer su calidad de naturaleza vital, aprisionada en un medio hostil, al cual ambos logran negar y embellecer.

Los colores del gomero terminan por fundirse con la lluvia, a través de la música de Chopin, y en este tercer momento se rompen abruptamente los recuerdos por tres circunstancias coincidentes: la muerte del árbol, la toma de conciencia de la mujer y el fin del concierto. La luz brutal que tamizaba el árbol invade la suave percepción del mundo; el conocimiento, la aparición de lo real, invalidan los espejos: el árbol, la mujer, son inactuales, ineficaces, absurdos en el concreto de la calle y en la concreción de la vida; la única conciencia que resta es la búsqueda del amor.

La última niebla
es una novela breve, en la cual el deseo y la imaginación, en relación inextricable, se integran y se fortalecen en una doble actividad: el deseo crea a la imagen y la imagen alienta al deseo; de esta relación surge una novela perfecta, cuya sintaxis narrativa permite que el tiempo, transformado en un continuo, sea el tiempo del amor, de la nostalgia, degradado de golpe, abruptamente, por una realidad formularia, destruido por los actos mínimos de una vida que debe comprometerse con la “realidad” y que habría podido ser, en el absoluto del amor, maravilloso e imposible.

De nuevo es una mujer la que vive esta experiencia extraordinaria, una mujer casada, cuyo marido la considera un objeto conocido, porque la imagen que tiene de ella es prefabricada, corresponde a un estereotipo de la Mujer, al cual se aferra para sentirse seguro, pero que nunca le permitirá penetrar en sus sentimientos. La hostilidad inconsciente del hombre es un muro que la empuja a buscar en el bosque, en la niebla, algo desconocido, que no puede nombrar todavía. El enfrentamiento con la muerte de una joven extraña le permite a esta mujer recuperar el sentido vital, al mismo tiempo que su concuña, Regina, le descubre impensadamente los secretos del amor-pasión. A partir de esos dos hechos fabricará sus propios sueños con elementos dispersos que van tomando consistencia en la fantasía, sin que ella se dé cuenta de su origen: el amante será la construcción de un ser sin voz y sin nombre, hecho de dos miradas; será Pan, encarnado en la inasible presencia de la niebla, en la lluvia, en el estanque, en la arena de terciopelo. Será el ojo que descubra en ella lo que nadie ha visto nunca. En un estado de exaltación creciente, forjado por un solo encuentro, en una noche de amor perfecto, se inicia la transmisión vibrante del deseo, de la necesidad, de la unión absoluta, que morirá cuando la mujer que vive la realidad, Regina, se suicide.

El lenguaje de la novela es el contrapunto de la niebla haciendo resaltar la calidad oculta de los sentimientos; es un instrumento límpido, directo, de intensidad magnética, que expresa la continuidad y la constancia de esa otra vida interna y sensible. Las sucesivas apariciones de la niebla, puntales de los movimientos anímicos y los extraños cambios del amor, se condensan al final cuando se cierra definitivamente el ciclo en la pérdida, la idea del suicidio —la idea de Regina— y su inutilidad, la decisión de “vivir, morir correctamente”, impuesta por las circunstancias.

El paralelo entre la protagonista y Regina es una línea que se mantiene a lo largo de la novela, que converge en ella como los dos lados de un mismo espejo: la realidad —Regina— es vivida fuera de nuestra mirada, pero se recrea en la imaginación —la protagonista— de manera que ambas se complementan en su intensidad amorosa y se interrelacionan en una forma ambigua y no percibida por ellas mismas. Las imágenes tienen un importante papel en el juego narrativo y están precisamente graduadas: desde el leve roce del ave de alas color de otoño, la sombría cabellera desatada, hasta la luz que pesa como una sustancia fosforescente y la presencia del hombre, que huele a fruta, a vegetal, a avellana. Todo forma parte de esa sinestesia que da relieve al relato, de manera que hay un enlace profundo, sin mistificaciones, entre la naturaleza y el ser humano; la naturaleza no se refleja en el ser, el ser no se retrata en ella, son lo mismo y se imbrican a cada momento y en forma absoluta en el amor, vivido en la imaginación, cumplido en los actos mínimos que retroalimentan a la memoria. Desde fuera y desde dentro la mujer se acomoda a la naturaleza, por eso tiene también, como el hombre amado, una calidad pánica: sólo puede existir plenamente en el bosque, donde la vida adquiere un peso, una importancia fundamental, pero el encuentro mítico del amor, en contraste magistral, se consumará en la ciudad, dentro de un parque, símbolo muy claro de aislamiento y de represión, que provoca la evasión de la realidad.

En contrapartida, el mundo de los hombres aparecerá como irreal, ellos están fuera de cualquier pasión porque previamente han amado un ideal convencional, son débiles, temerosos para asumir la violencia del amor, reemplazándolo por la violencia de la cacería y de la muerte. Ellos están ausentes de la verdadera vida, son pálidas figuras sin relieve alguno, sujetos solamente a reglas anacrónicas que pretenden imponer rígidamente sobre sus esposas o amantes, sin darse cuenta de que se han vedado a sí mismos una existencia plena.

La obra se desliza en el espejismo amoroso de un nivel a otro. Conforme la mujer se abisma en la imagen del amado recorre una etapa y otra la sucede: la ausencia, la espera, los celos, la desaparición del mundo externo, el retorno y el desvanecimiento de la imagen que provoca la agonía y la duda.

El proceso se desarrolla dentro de la posibilidad y el sueño; la existencia de un amante no se cuestiona en sí misma, es lo ajeno lo que irrumpe en la creación y plantea lo imaginario. La mujer no se pregunta si en verdad lo que vive existe, solamente lo vive porque es así, incluso utiliza la mirada de los otros para persuadirse o para confirmar su íntima razón, ni siquiera hay la posibilidad de un resquebrajamiento cuando se plantea la duda, ésta se convierte en un apoyo más al enfrentarse a la opinión: o el amante es una ilusión de los sentidos, un producto de la imaginación, en cuyo caso las leyes del mundo permanecen, o bien él existe, es parte integrante de la realidad, pero entonces la realidad se rige por leyes desconocidas. La elección es evidentemente la segunda, aunque al final parezca imponerse la primera, destruyendo el sentido del universo.

La transmisión de estos estados anímicos se efectúa en primera persona, por medio de un tiempo verbal, el presente, que se va cerrando sobre sí mismo, demoliendo el transcurrir. Aquella única reunión de los amantes ha marcado el principio perfecto, pero inadvertidamente deja de ser, de existir en la memoria misma como hecho y restará sólo este presente eterno, el de la continuidad de una vida que se ha vuelto inútil al aceptar la “realidad”.

En el relato Las islas nuevas se intensifica la identificación entre la mujer y la naturaleza; aquélla se transforma en un pájaro que apenas se posa en tierra y adquiere a la vez la fascinación del ofidio: “se levanta, crece, se desenrosca como una preciosa culebra, igual que su nombre, pálida, aguda, un poco salvaje”. Si en las otras historias la mujer es todavía, por decirlo así, real, aquí se presenta como la encarnación de una fuerza anterior, primitiva e inconsciente. Lo inverosímil se transforma por medio del arte y se hace inteligible a los sentidos. Ahora el arquetipo femenino se desliza, retoma esa cualidad de identificación con seres ancestrales que se pierden en la historia prehumana. En este cuento la presencia viva de los elementos refuerza la calidad fantástica que va surgiendo en un clima de misterio que no se aclara nunca y que proviene de la ambigüedad. A la manera de Henry James, hay algo oculto, inherente a la naturaleza humana, que nos resulta oscuro e intolerable. De nuevo la niebla juega como un elemento esencial, es una presencia en cuyo influjo nacen las islas nuevas, vestigios de alguna perturbación aterradora y subterránea, transitorias, fugaces, destinadas a desaparecer como han surgido: inexplicablemente, tan inexplicablemente como Yolanda, la protagonista, sueña en otros mundos y pertenece a otro lugar, a otro tiempo que no existe pero que podría existir. La narradora, paulatinamente, va dando al lector esos elementos extraños que harán del personaje una incógnita: a partir de una apariencia determinada, visible, aceptada, ambas fuerzas —mujer e islas— configurarán un todo extraño y turbio donde el paisaje es “el agua que bulle escondida bajo el limo de los vastos potreros”.

Las islas nuevas
se disuelven en la nada, dentro de “un cerco vivo de pájaros y espuma”, dejando tan sólo el agudo malestar que se manifiesta ante lo desconocido y lo temible. La misma sensación provoca la enigmática Yolanda, existe, pero es como la medusa, una vez fuera de su mundo natural, desaparece. Sólo ahí, en ese lugar especial, ahogado en heléchos gigantes, dentro de “un silencio verde como el cloroformo” permanecerá unida a la niebla, que la descubre y la oculta como su propia cabellera impetuosa “que tiene olor a madreselvas vivas”.

Lo misterioso reaparece en la novela La amortajada, planteado ahora por una mujer muerta ya para los otros pero que conserva aún una percepción peculiar. El narrador —alguien anónimo, difícil de identificar— nos obliga a la observación de un extraño fenómeno: la muerte que está viva y que de inmediato se transforma en la muerte que se mira morir (la extraña vida de la muerte) y que recoge, sin conciencia todavía, la imagen halagadora, superficial, de un sueño extendido hacia afuera, percepción de una realidad que comienza a cobrar fuerza por medio de signos afectivos e introductores al mismo tiempo de los personajes que atravesarán el campo vital de Ana María, la mujer que terminará de morir ante nuestros ojos durante un solo día, lapso reiterado por la frase “el día quema horas, minutos, segundos”. Aprisionados en su última memoria existirán los elementos circundantes: la lluvia, el bosque, el cielo, en una visión postrera y doble, objetiva-subjetiva, que la mujer, más que percibir, acecha “escondida detrás de sus largas pestañas” y que se dirige fundamentalmente al examen de los tres hombres que le han significado tres formas diversas del amor.

Sin transición, el relato toma la primera persona, que se irá alternando con el narrador y con uno solo de los per sonajes —Fernando— e incluso en una misma línea se tensará la unidad: “Es él, él. Allí está de pie y mirándola”. Esta primera presencia de la infancia y de la adolescencia se concreta en un hombre, Ricardo, el primer amor descubierto entre el trigo y la ternura, al contacto de la piel y el azoro de la violencia. Él es la naturaleza, con todo lo inexplicable de la pasión, de la torpeza y del orgullo; de él se desprende “un olor a oscuro clavel silvestre” y la mujer-niña intentará enlazarlo, guardarlo “con esas trenzas deshechas que se enroscan en el cuello del hombre”, con la misma voluntad de posesión que su dueño ha prolongado en el lánguido recuerdo mezclando colores, olores, sabores de mágica intensidad, incorporados en un sueño premonitorio que se quiebra en la sangre y en la pérdida, reencontrados en la mirada última de la muerte. En el momento de la confrontación nada se aclara, aunque la mujer se pregunta “¿Es preciso morir para saber?” El relato pasa otra vez a esa voz oscura, que intervendrá en forma paralela como conductor aparente del fugaz recorrido, “mientras el día quema horas, minutos, segundos” y nos deja ver los cortos lazos de la relación familiar: padre, hermana, hijos, todos subordinados a la relación amorosa, casi forzados e impuestos sobre esta mujer, de vitalidad reprimida, atada a las convenciones y a la religión y que quizá es ella misma culpable de ello: “el abandono de su amante ¿respondía... a una rebeldía de su impetuoso carácter?” Tal vez ella no tenga alma ni pueda sujetarse a la cotidianidad, con la que siempre está en lucha pero que la apresa al mismo tiempo; es, como siempre lo ha intuido, una criatura de la naturaleza, a la que retorna con un placer absolutamente físico, como una raíz que se integrara a la densidad de la tierra.

El segundo hombre, Fernando, es el único que le habla en forma directa. Yacente, ella lo mira desde su lecho de muerta y lo escucha imprecar, sin juzgarlo ya más, en nombre de una vida sometida al amor hecho imposible, al rechazo constante de la mujer, porque esa clase de amor los ha unido en la desvalorización y el miedo mutuos y es humillante a la vez que necesario. La inteligencia lo mantiene atado y le hace actuar como un jugador perfecto que midiera cada movimiento, sin participar del placer del juego; su habilidad le permite conocerla y manipular situaciones y actitudes, para ella negativas, pero congruentes en ciertos niveles y sostenidas por ambos. Ella puede ahora verse y verlo, desde el filo de la muerte, como a dos seres “al margen del amor, al margen de la vida”. Tiene la repugnancia de su espejo, ese hombre callado, reprimido; entre ellos la relación, reconocida y aceptada, se ha forjado a base de equívocos e interrupciones, reasumida en este diálogo-monólogo final que se cierra con una conclusión: Fernando se liberará de la obligación de amar y volverá a su propia y vacía vida, dejará de participar en el juego cansado y repetitivo que él mismo se ha impuesto, como lo sabe, precisamente porque está impedido, por egoísmo, de ejercitar la libertad de amar.

El tercer personaje es el amado, irreconocible bajo la máscara de la síntesis de los otros dos hombres y el símbolo más terrible de la imposibilidad de amar, porque es el más cercano. En él se resumen el aprendizaje del placer, el conocimiento y el desencuentro. Cuando Ana María adquiere conciencia de su significado, las relaciones se han destruido ya, porque su afán de hacer perdurable el primer sentimiento, la primera emoción, ha hecho que descarte al mundo y se aferré a una infantil memoria de la felicidad. El reconocimiento de lo que podría haber sido algo parecido a la perfección buscada tiene lugar durante un largo proceso de sufrimiento, de ansiedad, de culpa; la figura masculina es idealizada, luego se aleja y se disuelve en la crisis, provocando el odio y la pérdida. “Muy entrada la tarde, llega, por fin, el hombre que ella esperaba”. Es aquél a quien ha deseado toda la vida, llena de “un sentimiento extrañamente, desesperadamente dulce”. Es Antonio, quien alguna vez se aferró a ella para detenerla y perdido en un momento de debilidad. Con él ha debido convivir equivocadamente hacia la destrucción y surge la inevitable pregunta: “¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?” En última instancia Ana María sólo logra “adaptar su propio vehemente amor al amor mediocre y limitado de los otros”. La adaptación es falsa, incomprensible para esos otros, resulta ser solamente odio, que incluso en el momento de la muerte es la pasión más intensa que esta mujer puede sentir, pero la muerte misma le arrebata el odio y lo sustituye por el hastío y el cansancio que la impulsarán a deslizarse y a recorrer con fatiga el camino hacia el término último de su paso terrestre. Esta sería “la muerte de los vivos”, le falta todavía recorrer “la muerte de los muertos” sola, de regreso a la tierra, a la oscuridad.

No tenemos ya acceso a la ulterior posibilidad planteada por la escritora, importa sólo la recreación de una vida —en el espacio de la escritura— que en la búsqueda obsesiva del amor se ha desgastado ante nuestros ojos y que nos regresa automáticamente al mundo de los vivos, donde nosotros estamos condenados también al amor.

Lilia Osorio

 


 

 

La amortajada
(fragmento)

 

Desde el principio de la noche, sin descanso, una mujer ha estado velando, atendiendo a la muerta.

Por primera vez, sin embargo, la amortajada repara en ella; tan acostumbrada está a verla así, grave y solícita, junto a lechos de enfermos.

—Alicia, mi pobre hermana, ¡eres tú! ¡Rezas!

¿Dónde creerás que estoy? ¿Rindiendo cuentas al Dios terrible a quien ofreces día a día la brutalidad de tu marido, el incendio de tus aserraderos, y hasta la pérdida de tu único hijo, aquel niño desobediente y risueño que un árbol arrolló al caer y cuyo cuerpo se dislocó entero cuando lo levantaron de entre el fango y la hojarasca?

Alicia, no. Estoy aquí, disgregándome bien apegada a la tierra. Y me pregunto si veré algún día la cara de tu Dios.

Ya en el convento en que nos educamos, cuando Sor Marta apagaba las luces del largo dormitorio y mientras, infatigable, tú completabas las dos últimas decenas del rosario con la frente hundida en la almohada, yo me escurría de puntillas hacia la ventana del cuarto de baño. Prefería acechar a los recién casados de la quinta vecina.

En la planta baja, un balcón iluminado y dos mozos que tienden el mantel y encienden los candelabros de plata sobre la mesa.

En el primer piso otro balcón iluminado. Tras la cortina movediza de un sauce, ese era el balcón que atraía mis miradas más ávidas.

El marido tendido en el diván. Ella sentada frente al espejo, absorta en la contemplación de su propia imagen y llevándose cuidadosamente a ratos la mano a la mejilla, como para alisar una arruga imaginaria. Ella cepillando su espesa cabellera castaña, sacudiéndola como un bandera, perfumándola.

Me costaba ir a extenderme en mi estrecha cama, bajo la lámpara de aceite cuya mariposa titubeante deformaba y paseaba por las paredes la sombra del crucifijo.

Alicia, nunca me gustó mirar un crucifijo, tú lo sabes. Si en la sacristía empleaba todo mi dinero en comprar estampas era porque me regocijaban las alas blancas y espumosas de los ángeles y porque, a menudo, los ángeles se parecían a nuestras primas mayores, las que tenían novios, iban a bailes y se ponían brillantes en el pelo.

A todos afligió la indiferencia con que hice mi primera comunión.

Jamás me conturbó un retiro, ni una prédica. ¡Dios me parecía tan lejano, y tan severo!

Hablo del Dios que me imponía la religión, porque bien pueda que exista otro: un Dios más secreto y más comprensivo, el Dios que a menudo me hiciera presentir Zoila.

Porque ella, mi mamá, déspota, enferma y censora, nunca logró comunicarme su sentido práctico, pero sí todas las supersticiones de su espíritu tan fuerte como sencillo.

—Chiquilla, ¡la luna nueva! Salúdala tres veces y pide tres cosas que Dios te las dará en seguida... ¡Una araña corriendo por el techo a estas horas! Novedad tendremos... ¡Jesús, quebraste ese espejo! Torcida va a andar tu suerte mientras no rompas vidrio blanco...

Y, Alicia, figúrate, a medida que iba viviendo, aquellos signos pueriles que sin yo saberlo consideraba ya «¡Advertencia de Dios!» iban cambiando y siendo reemplazados por otros signos más sutiles.

No sé cómo explicarte. Ciertas coincidencias extrañas, ciertas ansiedades sin objeto, ciertas palabras o gestos míos que mi inteligencia no hubiera podido encontrar por sí sola; y tantas otras pequeñas cosas, difíciles de captar y aún más de contar, empezaron a antojárseme signos de algo, alguien, observándome escondido y entretejiendo a ratos parte de su voluntad dentro de la aventura de mi vida.

Claro está, las manifestaciones de ese «alguien» eran oscuras, a menudo contradictorias. Sin embargo, ¿qué de veces me obligaron a preguntarme miedosamente si un Dios muy orgulloso pero también anhelante de que se lo presintiera, se lo buscara, se lo deseara... no alentaba quizás, invisible y cerca?

Pero, Alicia, tú bien sabes que este «valle de lágrimas» como sueles decir, impertérrita a la sonrisa burlona de tu marido; este valle, sus lágrimas y gente, sus pequeñeces y goces acapararon siempre lo mejor de mis días y sentir.

Y es posible, más que posible, Alicia, que yo no tenga alma.

Deben tener alma los que la sienten dentro de sí bullir y reclamar. Tal vez sean los hombres como las plantas; no todas están llamadas a retoñar y las hay en las arenas que viven sin sed de agua porque carecen de hambrientas raíces.

Y puede, puede así, que las muertes no sean todas iguales. Puede que hasta después de la muerte todos sigamos distintos caminos.

Pero reza, Alicia, reza. Me gusta ver rezar, tú lo sabes.

¡Qué no daría, sin embargo, mi pobre Alicia, porque te fuera concedida en tierra una partícula de felicidad que te está reservada en tu cielo! Me duele tu palidez, tu tristeza. Hasta tus cabellos parecen habértelos desteñido las penas.

¿Recuerdas tus dorados cabellos de niña? ¿Y recuerdas la envidia mía y la de las primas? Porque eras rubia te admirábamos, te creíamos la más bonita. ¿Recuerdas?

Ahora sólo queda, cerca de ella, el marido de María Griselda.

¡Cómo es posible que ella también llame a su hijo: el marido de María Griselda!

¿Por qué? ¡Porque cela a su hermosa mujer! ¡Porque la mantiene aislada en un lejano fundo del sur!

La noche entera ella ha estado extrañando la presencia de su nuera y la ha molestado la actitud de Alberto; de este hijo que no ha hecho sino moverse, pasear miradas inquietas alrededor del cuarto.

Ahora que, echado sobre una silla, descansa, duerme tal vez, ¿qué nota en él de nuevo, de extraño... de terrible?

Sus párpados. Son los párpados los que lo cambian, los que la espantan; unos párpados rugosos y secos, como si, cerrados noche a noche sobre una pasión taciturna, se hubieran marchitado, quemado desde adentro. Es curioso que lo note por primera vez. ¿O simplemente es natural que se afine en los muertos la percepción de cuanto es signo de muerte?

De pronto aquellos párpados bajos comienzan a mirarla fijamente, con la insondable fijeza con que miran los ojos de un demente.

¡Oh, abre los ojos, Alberto!

Como si respondiera a la súplica, los abre, en efecto... para echar una nueva mirada recelosa a su alrededor. Ahora se acerca a ella, su madre amortajada, y la toca en la frente como para cerciorarse de que está bien muerta.

Tranquilizado, se encamina resuelto hacia el fondo del cuarto.

Ella lo oye moverse en la penumbra, tantear los muebles, como si buscara algo.

Ahora vuelve sobre sus pasos con un retrato entre las manos.

Ahora pega a la llama de uno de los cirios la imagen de María Griselda y se dedica a quemarla concienzudamente, y sus rasgos se distienden apaciguados y a medida que la bella imagen se esfuma, se parte en cenizas.

Salvo una muerta, nadie sabe ni sabrá jamás cuánto lo han hecho sufrir esas numerosas efigies de su mujer, rayos por donde ella se evade, a pesar de su vigilancia.

¿No entrega acaso un poco de su belleza en cada retrato? ¿No existe acaso en cada uno de ellos una posibilidad de comunicación?

Sí, pero ya el fuego deshojó el último. Ya no queda más que una sola María Griselda; la que mantiene secuestrada allá en un lejano fundo del sur. ¡Oh, Alberto, mi pobre hijo!

Alguien, algo, la toma de la mano.

—Vamos, vamos...

—¿Adonde?

—Vamos.

Y va. Alguien, algo la arrastra, la guía a través de una ciudad abandonada y recubierta por una capa de polvo de ceniza, tal como si sobre ella hubiera delicadamente sopla do una brisa macabra.

—Anda. Anochece. Anda.

Un prado. En el corazón mismo de aquella ciudad maldita, un prado recién regado y fosforescente de insectos.

Da un paso. Y atraviesa el doble anillo de niebla que lo circunda. Y entra en las luciérnagas, hasta los hombros, como en un flotante polvo de oro.

Ay. ¿Qué fuerza es ésta que la envuelve y la arrebata?

Hela aquí, nuevamente inmóvil, tendida boca arriba en el amplio lecho.

Liviana. Se siente liviana. Intenta moverse y no puede. Es como si la capa más secreta, más profunda de su cuerpo se revolviera aprisionada dentro de otras capas más pesadas que no pudiera alzar y que la retienen clavada, ahí, entre el chisporroteo aceitoso de dos cirios.

El día quema horas, minutos, segundos.

—Vamos.

—No.

Fatigada, anhela, sin embargo, desprenderse de aquella partícula de conciencia que la mantiene atada a la vida, y dejarse llevar hacia atrás, hasta el profundo y muelle abismo que siente allá abajo.

Pero una inquietud la mueve a no desasirse del último nudo.

Mientras el día quema horas, minutos, segundos.

Este hombre moreno y enjuto al que la fiebre hace temblar los labios como si le estuviera hablando. ¡Que se vaya! No quiere oírlo.

—¡Ana María, levántate!

—Levántate para vedarme una vez más la entrada de tu cuarto. Levántate para esquivarme o para herirme, para quitarme día a día la vida y la alegría. Pero ¡levántate, levántate!

¡Tú, muerta!

Tú incorporada, en un breve segundo, a esa raza implacable que nos mira agitarnos, desdeñosa e inmóvil.

Tú, minuto por minuto, cayendo un poco más en el pasado. Y las subtancias vivas de que estabas hecha, separándose, escurriéndose por cauces distintos, como ríos que no lograrán jamás volver sobre su curso.

¡Jamás!

—Ana María, ¡si supieras cuánto, cuánto te he querido!

¡Este hombre! ¡Por qué aún amortajada le impone su amor!

Es raro que un amor humilde, no consiga sino humillar.

El amor de Fernando la humilló siempre. La hacía sentirse más pobre. No era la enfermedad que le manchaba la piel y le agriaba el carácter lo que le molestaba en él, ni como a todos, su desagradable inteligencia, altanera y positiva.

Lo despreciaba porque no era feliz, porque no tenía suerte.

¿De qué manera se impuso sin embargo en su vida hasta volvérsele un mal necesario? Él bien lo sabe: haciéndose su confidente.

¡Ah, sus confidencias! ¡Qué arrepentimiento la embargaba siempre, después!

Oscuramente presentía que Fernando se alimentaba de su rabia o de su tristeza; que mientras ella hablaba, él analizaba, calculaba, gozaba sus desengaños, creyendo tal vez que la cercarían hasta arrojarla inevitablemente en sus brazos. Presentía que con sus cargos y sus quejas suministraba material a la secreta envidia que él abrigaba contra su marido. Porque fingía menospreciarlo y lo envidiaba: le envidiaba precisamente los defectos que le merecían su reprobación.

¡Fernando! Durante largos años, qué de noches, ante el terror de una velada solitaria, ella lo llamó a su lado, frente al fuego que empezaba a arder en los gruesos troncos de la chimenea. En vano se proponía hablarle de cosas indiferentes. Junto con la hora y la llama, el veneno crecía, le trepaba por la garganta hasta los labios, y comenzaba a hablar.

Hablaba y él escuchaba. Jamás tuvo una palabra de consuelo, ni propuso una solución ni atemperó una duda, jamás. Pero escuchaba, escuchaba atentamente lo que sus hi jos solían calificar de celos, de manías.

Después de la primera confidencia, la segunda y la tercera afluyeron naturalmente y las siguientes también, pero ya casi contra su voluntad.

En seguida, le fue imposible poner un dique a su incontinencia. Lo había admitido en su intimidad y no era bastante fuerte para echarlo.

Pero no supo que podía odiarlo hasta esa noche en que él se confió a su vez.

¡La frialdad con que le contó aquel despertar junto al cuerpo ya inerte de su mujer, la frialdad con que le habló del famoso tubo de veronal encontrado vacío sobre el velador!

Durante varias horas había dormido junto a una muerta y su contacto no había marcado su carne con el más leve temblor.

—«Pobre Inés! —decía—. Aún no logro explicarme el porqué de su resolución. No parecía triste ni deprimida. Ninguna rareza aparente tampoco. De vez en cuando, sin embargo, recuerdo haberla sorprendido mirándome fijamente como si me estuviera viendo por primera vez. Me dejó. ¡Qué me importa que no fuera para seguir a un amante! Me dejó. El amor se me ha escurrido, se me escurrirá siempre, como se escurre el agua de entre dos manos cerradas.

¡Oh, Ana María, ninguno de los dos hemos nacido bajo estrella que lo preserve...!» Dijo, y ella enrojeció como si le hubiera descargado a traición una bofetada en pleno rostro.

¿Con qué derecho la consideraba su igual? En un brusco desdoblamiento lo había visto y se había visto, él y ella, los dos juntos en la chimenea. Dos seres al margen del amor, al margen de la vida, teniéndose las manos y suspirando, recordando, envidiando. Dos pobres. Y como los pobres se consuelan entre ellos, tal vez algún día, ellos dos... ¡Ah, no! ¡Eso jamás, jamás!

Desde aquella noche solía detestarlo. Pero nunca pudo huirlo.

Ensayó, sí, muchas veces. Pero Fernando sonreía indulgente a sus acogidas de pronto glaciales; soportaba, imperturbable, las vejaciones, adivinando quizás que luchaba en vano contra el extraño sentimiento que la empujaba hacia él, adivinando que recaería sobre su pecho, ebria de nuevas confidencias.

¡Sus confidencias! ¡Cuántas veces quiso rehuirlas él también! Antonio, los hijos; los hijos y Antonio. Sólo ellos ocupaban el pensamiento de esa mujer, tenían derecho a su ternura, a su dolor.

Mucho, mucho debió quererla para escuchar tantos años sus insidiosas palabras, para permitirle que le desgarrase así, suave y laboriosamente, el corazón.

Y sin embargo, no supo ser débil y humilde hasta lo último.

«Ana María, tus mentiras, debí haber fingido también creerlas. ¡Tu marido celoso de ti, de nuestra amistad!

«¿Por qué no haber aceptado esta inocente invención tuya si halagaba tu amor propio? No. Preferías perder terreno en tu afecto antes que parecerte cándido.

«Más que mi mala suerte fue, Ana María, mi torpeza la que impidió que me quisieras.

«Te veo inclinada al borde de la chimenea, echar cenizas sobre las brasas mortecinas; te veo arrollar el tejido, cerrar el piano, doblar los periódicos tirados sobre los muebles.

«Te veo acercarte a mí, despeinada y doliente: —Buenas noches, Fernando. Siento haberle hablado aún de todo esto. La verdad es que Antonio no me quiso nunca. En tonces, ¿a qué protestar, a qué luchar? Buenas noches—. Y tu mano se aferraba a la mía en una despedida intermina ble, y a pesar tuyo tus ojos me interrogaban, imploraban un desmentido a tus últimas palabras.

«Y yo, yo, envidioso, mezquino, egoísta, me iba sin despegar los labios más que para murmurar: “Buenas noches”.

«Sin embargo, mucho me ha de ser perdonado, porque mi amor te perdonó mucho.

«Hasta que te encontré, cuando se me hería en mi orgullo dejaba automáticamente de amar, y no perdonaba jamás. Mi mujer habría podido decírtelo, ella que no obtuvo de mí ni un reproche, ni un recuerdo, ni una flor en su tumba.

«Por ti, sólo por ti Ana María, he conocido el amor que se humilla, resiste a la ofensa y perdona la ofensa.

«¡Por ti, sólo por ti!

«Tal vez había sonado para mí la hora de la piedad, hora en que nos hacemos solidarios hasta del enemigo llamado a sufrir nuestro propio mísero destino.

«Tal vez amaba en ti ese patético comienzo de destrucción. Nunca hermosura alguna me conmovió tanto como esa tuya en decadencia.

«Amé tu tez marchita que hacía resaltar la frescura de tus labios y la esplendidez de tus anchas cejas pasadas de moda, de tus cejas lisas y brillantes como una franja de terciopelo nuevo. Amé tu cuerpo maduro en el cual la gracilidad del cuello y de los tobillos ganaban, por contraste, una doble y enternecedora seducción. Pero no quiero quitarte méritos. Me seducía también tu inteligencia porque era la voz de tu sensibilidad y de tu instinto.

«Qué de veces te obligué a precisar una exclamación, un comentario.

«Tú enmudecías, colérica, presumiendo que me burlaba.

«Y no, Ana María, siempre me creíste más fuerte de lo que era. Te admiraba. Admiraba esa tranquila inteligencia tuya cuyas raíces estaban hundidas en lo oscuro de tu ser.

«—“¿Sabe lo que hace agradable e íntimo este cuarto? El reflejo y la sombra del árbol arrimado a la ventana. Las casas no debieran ser nunca más altas que los árboles”, decías.

«O aún: “No se mueva. ¡Ay, qué silencio! El aire parece de cristal. En tardes como ésta me da miedo hasta pes tañear. ¿Sabe uno acaso dónde terminan los gestos? ¡Tal vez si levanto la mano, provoque en otros mundos la trizadura de una estrella!”.

«Sí, te admiraba y te comprendía.

«Oh, Ana María, si hubieras querido, de tu desgracia y mi desdicha hubiéramos podido construir un afecto, una vida; y muchos habrían rondado envidiosos alrededor de nuestra unión como se ronda alrededor de un verdadero amor, de la felicidad.

«¡Si hubieras querido! Pero ni siquiera tomaste en cuenta mi paciencia. Nunca me agradeciste una gentileza. Nunca.

«Me guardabas rencor porque te apreciaba y conocía más que nadie, yo, al hombre que tú no amabas».

Pobre Fernando, ¡cómo tiembla! Casi no puede tenerse en pie. ¡Va a desmayarse!

Un muchacho comparte el temor de la amortajada. Fred, que se acerca, pone la mano sobre el hombro del enfermo y le habla en voz baja. Pero Fernando sacude la cabeza, y se niega, tal vez, a salir del cuarto.

Entonces ella observa cómo Fred lo empuja hacia un sillón y se inclina solícito. Y el pasado tierno que la presencia del muchacho volcó en su corazón desborda por sobre esta imagen de Fernando entre los brazos de Fred, el hijo preferido.

Recuerdo que, de niño, Fred teníale miedo a los espejos y solía hablar en sueños un idioma desconocido.

Recuerda el verano de la gran sequía y aquella tarde en que a eso de las tres, Fernando le había dicho: «¿Si fuéramos hasta los terrenos que compré ayer?»

Los niños treparon al break sin titubear:

Antonio alegó lo de siempre: que era desagradable salir a esa hora.

Pero ella, para no decepcionar a Fernando y cuidar que los niños no expusieran sus cabezas al sol, había aceptado la poco dichosa invitación.

«Estaremos de vuelta mucho antes de la comida», gritó a su marido en tanto el coche se alejaba. Pero Antonio que fumaba, recostado en la mecedora, ni se dignó agitar la mano. Y así hubo de sobrellevar muda y ofendida los primeros diez minutos de llanura polvorienta.

Los perros de Fred, esa jauría hecha de todos los perros vagos del fundo, siguieron un instante el carruaje. Luego se quedaron bebiendo en el barro de una acequia. Los niños se movían incesantemente, gritaban, cantaban, hacían preguntas. Ella, agobiada por el calor, sonreía sin contestarles. Y el coche avanzaba así, entre una doble fila de lechuzas que, gravemente erguidas sobre los postes del alumbrado, los miraban pasar.

«Tío Fernando, quiero una lechuza. Toma, aquí tienes tu escopeta, mata una lechuza para mí. ¿Por qué no? ¿Por qué, tío Fernando? Yo quiero una lechuza. Ésa. No, ésa no. Esta otra...» Y Fernando accedió como accedía siempre cuando Anita se le colgaba de una manga y lo miraba en los ojos. Por temor de caer en desgracia ante la niña, halagaba siempre sus malas pasiones. La llamaba: Princesa, y apedreaba junto con ella las pequeñas lagartijas que se escurrían horizontales por las tapias del jardín.

Fernando detuvo los caballos, apoyó la escopeta contra el hombro y apuntó a la lechuza que desde un poste los observaba, confiada, sin moverse. Una breve detonación paró de golpe el inmenso palpitar de las cigarras, y el pájaro cayó fulminado al pie del poste. Anita corrió a recogerlo. El canto de las cigarras se elevó de nuevo como un grito. Y ellos reanudaron la marcha.

Sobre las rodillas de la niña, la lechuza mantenía abiertos los ojos, unos ojos redondos, amarillos y mojados, fijos como una amenaza. Pero, sin inmutarse, la niña sostenía la mirada. «No está bien muerta. Me ve. Ahora cierra los ojos poquito a poco... ¡Mamá, mamá, los párpados le salen de abajo!» Pero ella no la escuchaba sino a medias, atenta a la masa violenta y sombría que, desde el fondo del horizonte, avanzaba al encuentro del carruaje.

«¡Niños, a subir el toldo! Una tormenta se nos viene en cima». Fue cosa de un instante. Fue sólo un viento oscuro que barrió contra ellos, ramas secas, pedregullo e insectos muertos.

Cuando lograron transponerlo, la vieja armazón del break temblaba entera, el cielo se extendía gris y el silencio era tan absoluto que daban deseos de removerlo como a un agua demasiado espesa. Bruscamente, habían descendido a otro clima, a otro tiempo, a otra región.

Los caballos corrían despavoridos por una llanura que ninguno recordaba haber visto jamás. Y así arrastraron el coche hasta una granja en ruinas. De pie, en el umbral sin puerta, un hombre parecía es perarlos.

—«¿El camino a San Roberto, por favor?» El peón —¿era un peón?—. Calzaba botas y tenía una fusta en la mano, los miró extrañadamente, tardó un segundo y contestó:

—«Sigan derecho. Encontrarán un puente. Doblen luego a la izquierda». —«Gracias».

Los caballos emprendieron de nuevo su inquietante carrera. Y entonces, Fred con cautela se arrimó a ella y la llamó en voz muy baja: —«Mamá, ¿te fijaste en los ojos del hombre? Eran iguales a los de la...»

Aterrada ella se había vuelto hacia su hija para gritarle: —«Tira esa lechuza; tírala he dicho, que te mancha el vestido».

¿El puente? Cuántas horas erraron en su busca. No sabe. Sólo recuerda que en un determinado momento ella había ordenado: «Volvamos».

Fernando obedeció en silencio y emprendió aquel interminable regreso durante el cual la noche se les echó encima. La llanura, un monte, otra vez la llanura y otra vez un monte.

Y la llanura aún. «Tengo hambre», murmuraba tímidamente Alberto.

Anita dormía, recostada contra Fernando, y la felicidad de Fernando era tan evidente que ella procuraba no mirarlo, presa de un singular pudor. Bruscamente uno de los caballos resbaló y se desplomó largo a largo.

Dentro del coche se hizo un breve silencio. Luego, como si revivieran de golpe, los niños se precipitaron coche abajo, prorrumpiendo en gritos y suspiros. Fernando habló por fin. «Ana María, estoy perdido desde hace horas», dijo.

Los niños corrían en la oscuridad del campo. «Aquí debe haber llovido», chillaba Alberto hundido hasta la rodilla en un lodazal. Apremiado por Fernando el caballo se erguía tambaleante, caía y se volvía a alzar relinchando sordamente.

—«Ana María, más vale no seguir el viaje. Los caballos están extenuados. El coche no tiene faroles. Esperemos que amanezca». «¡Antonio!», había gemido ella, sintiéndose de pronto muy débil.

Instantáneamente Fernando golpeó las manos para reunir a los niños dispersos. —«¡Nos vamos! ¡Nos vamos! ¿Y Fred? ¿Dónde está Fred? ¡Fred!, ¡Fred!»

«¡Hu, hu!» —gritó una voz, mientras, a lo lejos, un punto de luz se encendía y apagaba. —«Se ha llevado la linterna sorda y está jugando a la luciérnaga» —explicaron los hermanos.

Recuerda cómo echó pie a tierra y se internó rabiosa entre las zarzas, mal segura sobre sus altos tacones. —«Fred, nos vamos. ¿Qué haces ahí?».

Inmóvil ante un arbusto cuyas ramas mantenía alzadas, Fred, por toda respuesta le hizo una seña misteriosa. Y como si le comunicara un secreto, fijó contra el fango el redondel de luz. Entonces ella vio, pegada a la tierra, una enorme cineraria. Una cineraria de un azul oscuro, violento y mojado, y que temblaba levemente.

Durante el espacio de un segundo el niño y ella permanecieron con la vista fija en la flor, que parecía respirar. ¿Por qué persistió en ella la imagen azul y fría? ¿Por qué sus carnes se apretaban temblorosas mientras volvía hacia el coche apoyada en el hombro de Fred? ¿Por qué había dicho suavemente a Fernando: «Tiene razón. Es peligroso seguir viaje. Esperemos que amanezca»?

Como si hubieran oído una orden, los niños estiraron las mantas. Distingue aún como en sueños a su hijo Alberto que se acerca para taparla, que le pega un coscorrón a Fred, para dormir, solo, contra ella y bajo el mismo abrigo.

Nunca, no, nunca olvidó el terror que los sobrecogió al despertar. Un paso más y aquella noche habrían desaparecido todos. El coche estaba detenido al borde de la escarpa. Y allá, en lo hondo, debajo de una espesa neblina, y encajonado entre las dos pendientes, adivinaron, corriendo a negros borbotones, el río.

Desde aquel día memorable ella había vigilado a Fred, inquieta, sin saber por qué. Pero el niño no parecía tener conciencia de ese sexto sentido, que lo vinculaba a la tierra y a lo secreto. Y aún cuando fue un muchacho insolente y robusto lo siguió cuidando como a un ser delicado. Sólo porque de repente, y en el momento más inesperado, solía mirarla con los ojos pueriles y graves del niño misterioso de ayer.

«No lo niegues, solía decirle Antonio, es tu preferido, le perdonas todo». Ella sonreía. Era cierto que le perdonaba todo, hasta la rudeza con que se desprendía de ella cuando se inclinaba para besarlo. ¿Y cómo olvidar aquella pequeña mano que durante tres días y tres noches, en el cuarto de una clínica, se aferró a la suya sin soltarla? Durante tres días ella no había comido y durante tres noches había dormitado sentada al borde del lecho, torturada por esa mano ávida de Fred, que le transmitía el sufrimiento y la obligaba a hundirse, junto con él, en la pesadilla y el ahogo.

Poco a poco, sin advertirlo, ella se había acostumbrado a su fastidiosa presencia. Abominaba el deseo que brillaba en los ojos de Fernando, y sin embargo, la halagaba ese irreflexivo homenaje cotidiano.

Ahora recuerda, como en una última confidencia, a Beatriz, la íntima amiga de su hija. Recuerda su patética voz de contralto. Apenas sabía cantar, pero cuando ella la acompañaba al piano, lograba sobreponer su torpeza. Tenía en la garganta cierta nota de terciopelo, grave y tierna a la vez, que su voluntad prolongaba, amplificaba, sofocaba dulcemente. Recuerda el otoño pasado y sus noches sin luna, estridentes y claras. Apenas levantados de la mesa, tú, Fernando, te apresurabas a salir con el cigarrillo en los labios, esperando que te siguiera para apoyarme a tu lado contra la balaustrada de la terraza. Pero yo corría a instalarme frente al piano. Y Beatriz empezaba a cantar.

Uno, dos, tres lieder me esperabas de pie, luego te sentabas en el escaño de hierro, la espalda apoyada contra las enredaderas del muro. Hasta el salón culebreaba el humo de los cigarrillos, que encendías uno en la colilla del otro, sin compasión por tu salud.

Nada me importaba tu enervamiento, la humedad que las madreselvas alentaban sobre tus hombros. Mañana estarías enfermo, por cierto, pero ¿era, acaso, yo culpable de que te empeñases, taciturno, en esperarme al frío, culpable de que la música me apasionara cien veces más que tu compañía? Muchas veces, inmediatamente después del acorde final subí furtivamente a mi cuarto sin esperar tu vuelta, negándote la limosna de las buenas noches.

Nunca se me ocurrió pensar que fuera una crueldad inútil; creía que tu presencia o tu ausencia me dejaban indiferente. Una noche, sin embargo, entre una romanza y otra me asomé a la terraza.

No encontré a nadie sobre el escaño de hierro. ¿Por qué te habías marchado sin avisar? ¿Y en qué momento? Ni a lo lejos resonaba el galope de tus caballos.

Recuerdo mi desconcierto. Di unos pasos, respiré fuerte, levanté los ojos. Había en el cielo un hormigueo tal de estrellas, que debí bajarlos casi en seguida, presa de vértigo. Vi entonces el jardín, los potreros crudamente golpeados por una luz directa, uniforme, y tuve frío.

Frente al piano, otra vez, me acometió un gran desaliento. Ya no me interesaba la música ni el canto de Beatriz. No encontraba ya razón de ser a mis gestos.

Oh, Fernando, me habías envuelto en tus redes. Para sentirme vivir, necesité desde entonces a mi lado ese constante sufrimiento tuyo. Qué de veces durante mi enfermedad me incorporé en el lecho para escucharte con delicia rondar la puerta que te había vedado.


 

 

El árbol

 


—En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.

En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si alguna vez llegaba a odiarla la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquila y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Y del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: “Siempre”, “Nunca”... Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida!

Al recobrarse cayó en la cuenta de que su marido se había escurrido del cuarto. ¡Siempre! ¡Nunca!...

Y la lluvia, secreta e igual, aun continuaba susurrando en Chopin.

El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el “clavel del aire” y lo cuelga del inmenso gomero.

Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego.

Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el tiritar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río y era como hundir la mirada en una agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.

Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.

Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando ya asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.

Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.

Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable.

Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían... La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste. Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuel to a hablarle, había vuelto a ser su mujer sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanza ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.

Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa. ¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe.

Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana. “Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmen te, la comisión de vecinos...” Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira? ¿La sala bruscamente iluminada, la gente que se dispersa? No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca, aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz; Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas des teñidas, y las cretonas de colores chillones. Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada.

Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios. Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones.

—¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor... —Pero Brígida ¿por qué te vas? ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis.

Ahora habría sabido contestarle: —¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero.

 


 

La última niebla

 

No me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua alarga mis formas, que toman proporciones irreales. Nunca me atreví antes a mirar mis senos; ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas suspendidas sobre el agua.

Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesa arena de terciopelo. Tibias corrientes me acarician y penetran. Como con brazos de seda, las plantas acuáticas me enlazan el torso con sus largas raíces. Me besa la nuca y sube hasta mi frente el aliento fresco del agua.

A la madrugada, agitaciones en el piso bajo, paseos insólitos alrededor de mi lecho, provocan desgarrones en mi sueño. Me fatigo inútilmente, ayudando en pensamiento a Daniel. Junto con él, abro cajones y busco mil objetos, sin poder nunca hallarlos. Un gran silencio me despierta, por fin.

Advierto un tremendo desorden en el cuarto y veo una cartuchera olvidada sobre el velador.

Recuerdo entonces que los hombres debían salir de caza, para no volver sino al anochecer.

Regina se levanta contrariada. Durante el almuerzo no cesa de protestar ásperamente contra los caprichos intempestivos de nuestros maridos. No le contesto, temiendo exasperarla con lo que ella llama mi candor.

Más tarde me recuesto sobre los peldaños de la escalinata y aguzo el oído. Hora tras hora espero en vano la detonación lejana que llegue a quebrar este enervante silencio. Los cazadores parecen haber sido secuestrados por la bruma...

¡Con qué rapidez la estación va acortando los días! Ya empieza a incendiarse el poniente. Tras los vidrios de cada ventana parece brillar una hoguera. Todo lo abrasa una roja llamarada cuyo fulgor no consigue atenuar la niebla.

Cayó la noche. No croan las ranas y no percibo tan si quiera el gemido tranquilo de algún grillo, perdido en el césped. Detrás de mí, la casa permanece totalmente oscura.

Angustiada, entro al salón, prendo una lámpara. Ahogo una exclamación de sorpresa. Regina se ha quedado dormida sobre el diván. La miro. Sus rasgos parecen alisarse hacia las sienes; el contorno de sus pómulos se ha suavisado y su piel luce aún más tersa. Me acerco. Ignoraba que los seres embellecieran cuando reposan extendidos. Regina no parece ahora una mujer, sino una niña, una niña muy dulce y muy indolente.

Me la imagino dormida así, en tibios aposentos alfombrados donde toda una vida misteriosa se insinúa en un flotante perfume de cabelleras y cigarrillos femeninos.

De nuevo en mí este dolor punzante como un grito.

Vuelvo a salir para sentarme en la oscuridad, frente a la casa. Veo moverse luces entre los árboles. Bultos de hombres avanzan con infinitas precauciones, trayendo grandes ramas encendidas en las manos a modo de antorchas. Oigo el jadeo precipitado de los perros.

—¿Buena suerte? —interrogo con júbilo.

—¡Maldita niebla! —rezonga Daniel, por toda respuesta.

Hombres y animales vienen a desplomarse, exhaustos, a mis pies. Se alinea delante de mí una profusión de alas muertas, de pobres cuerpos mutilados, embarrados.

El amante de Regina deja caer sobre mis rodillas una torcaza aún caliente y que destila sangre.

Pego un alarido y la rechazo, nerviosa. Mientras todos se alejan riendo, el cazador se obstina en mantener, contra mi voluntad, aquel vergonzoso trofeo en mi regazo. Me debato como puedo y llorando casi de indignación. Cuando él afloja su forzado abrazo, levanto la cara.

Me intimida su mirada escrutadora y bajo los ojos. Al levantarlos denuevo, noto que me sigue mirando. Lleva la camisa entreabierta y de su pecho se desprende un olor a avellanas y a sudor de hombre limpio y fuerte. Le sonrío turbada. Entonces él levantándose de un salto, penetra en la casa sin volver la cabeza.

La niebla se estrecha, cada día más, contra la casa. Ya hizo desaparecer las araucarias cuyas ramas golpeaban la balaustrada de la terraza. Anoche soñé que, por entre las rendijas de las puertas y ventanas, se infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color de las paredes, los contornos de los muebles, y se entrelazaba a mis cabellos, y se me adhería al cuerpo y lo deshacía todo, todo... Sólo, en medio del desastre, quedaba intacto el rostro de Regina, con su mirada de fuego y sus labios llenos de secretos.

Hace varias horas que hemos llegado a la ciudad. Detrás de la espesa cortina de niebla, suspendida inmóvil alrededor de nosotros, la siento pesar en la atmósfera.

La madre de Daniel ha hecho abrir el gran comedor y encender todos los candelabros sobre la larga mesa de familia donde, en una punta, nos amontonamos, entumecidos. Pero el vino dorado, que nos sirven en copas de pesado cristal, nos entibia las venas; su calor nos va trepando por la garganta hasta las sienes.

Daniel, ligeramente achispado, promete restaurar en nuestra casa el oratorio abandonado. Al final de la comida hemos convenido que mi suegra vendrá con nosotros al campo.

Mi dolor de estos últimos días, ese dolor lancinante como una quemadura, se ha convertido en una dulce tristeza que me trae a los labios una sonrisa cansada. Cuando me levanto, debo apoyarme en mi marido. No sé por qué me siento tan débil y no sé por qué no puedo dejar de, sonreír.

Por primera vez desde que estamos casados, Daniel me acomoda las almohadas. A medianoche me despierto, sofocada. Me agito largamente entre las sábanas, sin llegar a conciliar el sueño. Me ahogo. Respiro con la sensación de que me falta siempre un poco de aire para cada soplo. Salto del lecho, abro la ventana. Me inclino hacia fuera y es como si no cambiara de atmósfera. La neblina, esfumando los ángulos, tamizando los ruidos, ha comunicado a la ciudad tibia intimidad de un cuarto cerrado.

Una idea loca se apodera de mí. Sacudo a Daniel, que entreabre los ojos.

—Me ahogo. Necesito caminar. ¿Me dejas salir?

—Haz lo que quieras —murmura y de nuevo recuesta pesadamente la cabeza en la almohada.

Me visto. Tomo al pasar el sombrero de paja con que salí de la hacienda. El portón es menos pesado de lo que pensaba. Echo a andar calle arriba.

La tristeza reafluye a la superficie de mi ser con toda la violencia que acumulara durante el sueño. Ando, cruzo avenidas y pienso:

—Mañana volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa al pueblo, con mi suegra. Luego, durante el almuerzo, Daniel nos hablará de los trabajos de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la pajarera, el huerto.

—Mañana volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa al pueblo, con mi suegra. Luego, durante el al muerzo, Daniel nos hablará de los trabajos de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la pajarera, el huerto. Antes de cenar, dormitaré junto a la chimenea o leeré los periódicos locales. Después de comer me divertiré en provocar pequeñas catástrofes dentro del fuego, removiendo desatinadamente las brasas. A mi alrededor, un silencio indicará muy pronto que se ha agotado todo tema de conversación y Daniel ajustará ruidosamente las barras contra las puertas. Luego nos iremos a dormir. Y pasado mañana será lo mismo, y dentro de un año, y dentro de diez; y será lo mismo hasta que la vejez me arrebate todo derecho a amar y a desear, y hasta que mi cuerpo se marchite y mi cara se aje y tenga vergüenza de mostrarme sin artificios a la luz del sol.

Vago al azar, cruzo avenidas y sigo andando.

No me siento capaz de huir. De huir, ¿cómo, adonde? La muerte me parece una aventura más accesible que la huida. De morir, sí, me siento capaz. Es muy posible desear morir porque se ama demasiado la vida.

Entre la oscuridad y la niebla vislumbro una pequeña plaza. Como en pleno campo, me apoyo extenuada contra un árbol. Mi mejilla busca la humedad de su corteza. Muy cerca, oigo una fuente desgranar una sarta de pesadas gotas.

La luz blanca de un farol, luz que la bruma transforma en vaho, baña y empalidece mis manos, alarga a mis pies una silueta confusa que es mi sombra. Y he aquí que, de pronto, veo otra sombra junto a la mía. Levanto la cabeza.

Un hombre está frente a mí, muy cerca de mí. Es joven; unos ojos muy claros en un rostro moreno y una de sus cejas, levemente arqueada, presta a su cara un aspecto casi sobrenatural. De él se desprende un vago, pero en volvente calor.

Y es rápido, violento, definitivo. Comprendo que lo esperaba y que le voy a seguir como sea, donde sea. Le echo los brazos al cuello y él entonces me besa, sin que por entre sus pestañas las pupilas luminosas cesen de mirarme.

Ando, pero ahora un desconocido me guía. Me guía hasta una calle estrecha y en pediente. Me obliga a detenerme. Tras una verja, distingo un jardín abandonado. El desconocido desata con dificultad los nudos de una cadena en mohecida.

Dentro de la casa la oscuridad es completa, pero una mano tibia busca la mía y me incita a avanzar. No tropezamos contra ningún mueble; nuestros pasos resuenan en cuartos vacíos. Subo a tientas la larga escalera, sin que necesite apoyarme en la baranda, porque el desconocido guía aún cada uno de mis pasos. Lo sigo, me siento en su dominio, entregada a su voluntad. Al extremo de un corredor, empuja una puerta y suelta mi mano. Quedo parada en el umbral de una pieza que, de pronto, se ilumina.

Doy un paso dentro de una habitación cuyas cretonas descoloridas le comunican no sé qué encanto anticuado, no sé qué intimidad melancólica. Todo el calor de la casa parece haberse concentrado aquí. La noche y la neblina pueden aletear en vano contra los vidrios de la ventana; no conseguirán infiltrar en este cuarto un solo átomo de muerte.

Mi amigo corre las cortinas y ejerciendo con su pecho una suave presión, me hace retroceder, lentamente, hacia el lecho. Me siento desfallecer en dulce espera y, sin embargo, un singular pudor me impulsa a fingir miedo. Él entonces sonríe, pero su sonrisa, aunque tierna, es irónica. Sospecho que ningún sentimiento abriga secretos para él. Se aleja simulando a su vez querer tranquilizarme. Quedo sola.

Oigo pasos muy leves sobre la alfombra, pasos de pies descalzos. Él está nuevamente frente a mí, desnudo. Su piel es oscura, pero un vello castaño, al cual se prende la luz de la lámpara, lo envuelve de pies a cabeza en una aureo la de claridad. Tiene piernas muy largas, hombros rectos y caderas estrechas. Su frente está serena y sus brazos cuelgan inmóviles a lo largo del cuerpo. La grave sencillez de su actitud le confiere como una segunda desnudez.

Casi sin tocarme, me desata los cabellos y empieza a quitarme los vestidos. Me someto a su deseo callada y con el corazón palpitante. Una secreta aprensión me estremece cuando mis ropas refrenan la impaciencia de sus dedos. Ardo en deseos de que me descubra cuanto antes su mi rada. La belleza de mi cuerpo ansía, por fin, su parte de homenaje.

Una vez desnuda, permanezco sentada al borde de la cama. Él se aparta y me contempla. Bajo su atenta mirada, echo la cabeza hacia atrás y este ademán me llena de íntimo bienestar. Anudo mis brazos tras la nuca, trenzo y destrenzo las piernas y cada gesto me trae consigo un placer intenso y completo, como si, por fin, tuvieran una razón de ser mis brazos y mi cuello y mis piernas. ¡Aunque este goce fuera la única finalidad del amor, me sentiría ya bien recompensada!

Se acerca; mi cabeza queda a la altura de su pecho, me lo tiende sonriente, oprimo a él mis labios y apoyo en seguida la frente, la cara. Su carne huele a fruta, a vegetal. En un nuevo arranque echo mis brazos alrededor de su torso y atraigo, otra vez, su pecho contra mi mejilla.

Lo abrazo fuertemente y con todos mis sentidos escucho. Escucho nacer, volar y recaer su soplo; escucho el estallido que el corazón repite incansable en el centro del pecho y hace repercutir en las entrañas y extiende en ondas por todo el cuerpo, transformando cada célula en un eco sonoro. Lo estrecho, lo estrecho siempre con más afán; siento correr la sangre dentro de sus venas y siento trepidar la fuerza que se agazapa inactiva dentro de sus músculos; siento agitarse la burbuja de un suspiro. Entre mis brazos, toda una vida física, con su fragilidad y su misterio, bulle y se precipita. Me pongo a temblar.

Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al hueco del lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta sube algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, y no sé por qué me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la preciosa carga que pesa entre mis muslos.

Cuando despierto, mi amante duerme extendido a mi lado. Es plácida la expresión de su rostro; su aliento es tan leve que debo inclinarme sobre sus labios para sentirlo. Advierto que prendida a una finísima, casi invisible cadena, una medallita anida entre el vello castaño del pecho; una medallita trivial, de esas que los niños reciben el día de su primera comunión. Mi carne toda se enternece ante este pueril detalle. Aliso un mechón rebelde apegado a su sien, me incorporo sin despertarlo. Me visto con sigilo y me voy.

Salgo como he venido, a tientas.

Ya estoy fuera. Abro la verja. Los árboles están inmóviles y todavía no amanece. Subo corriendo la callejuela, atravieso la plaza, remonto avenidas. Un perfume muy suave me acompaña; el perfume de mi enigmático amigo. Toda yo he quedado impregnada de su aroma. Y es como si él anduviera aún a mi lado o me tuviera aún apretada en su abrazo o hubiera deshecho su vida en mi sangre, para siempre.

Y he aquí que estoy extendida al lado de otro hombre dormido.

—“Daniel, no te compadezco, no te odio, deseo solamen te que no sepas nunca nada de cuanto me ha ocurrido esta noche...”

¿Por qué, en otoño, esa obstinación de hacer constantemente barrer las avenidas?

Yo dejaría las hojas amontonarse sobre el césped y los senderos, cubrirlo todo con su alfombra rojiza y crujiente que la humedad tornaría luego silenciosa. Trato de convencer a Daniel para que abandone un poco el jardín. Siento nostalgia de parques abandonados, donde la mala hierba borre todas las huellas y donde arbustos descuidados estrechen los caminos.

Pasan los años. Me miro al espejo y me veo, definitivamente marcadas bajo los ojos, esas pequeñas arrugas que sólo me afluían, antes, al reír. Mi seno está perdiendo su redondez y consistencia de fruto verde. La carne se me pega a los huesos y ya no parezco delgada, sino angulosa. Pero, ¡qué importa! ¡Qué importa que mi cuerpo se marchite, si conoció el amor¡ Y qué importa que los años pasen, todos iguales. Yo tuve una hermosa aventura, una vez... Tan sólo con un recuerdo se puede soportar una larga vida de tedio. Y hasta repetir, día a día, sin cansancio, los mezquinos gestos cotidianos.

Hay un ser que no puedo encontrar sin temblar. Lo puedo encontrar hoy, mañana o dentro de diez años. Lo puedo encontrar aquí, al final de una alameda o en la ciudad, al doblar una esquina. Tal vez nunca lo encuentre. No importa; el mundo me parece lleno de posibilidades, en cada minuto hay para mí una espera, cada minuto tiene para mí su emoción.

Noche a noche, Daniel se duerme a mi lado, indiferente como un hermano. Lo abrigo con indulgencia porque hace años, toda una larga noche, he vivido del calor de otro hombre. Me levanto, enciendo a hurtadillas una lámpara y escribo:

“He conocido el perfume de tu hombro y desde ese día soy tuya. Te deseo. Me pasaría la vida, tendida, esperando que vinieras a apretar contra mi cuerpo, tu cuerpo fuerte y conocedor del mío, como si fuera su dueño desde siempre. Me separo de tu abrazo y todo el día me persigue el recuerdo de cuando me suspendo a tu cuello y suspiro sobre tu boca”.

Escribo y rompo.

Hay mañanas en que me invade una absurda alegría. Tengo el presentimiento de que una felicidad muy grande va a caer sobre mí en veinticuatro horas. Me paso el día en una especie de exaltación. Espero. ¿Una carta, un acontecimiento imprevisto? No sé, a la verdad.

Ando, me interno monte adentro y, aunque es tarde, acorto el paso a mi vuelta. Concedo al tiempo un último plazo para el advenimiento del milagro. Entro al salón con el corazón palpitante.

Tumbado en un diván, Daniel bosteza, entre sus perros. Mi suegra está devanando una nueva madeja de lana gris. No ha venido nadie, no ha pasado nada. La amargura de la decepción no me dura sino el espacio de un segundo. Mi amor por “él” es tan grande que está por encima del dolor de la ausencia. Me basta saber que existe, que siente y recuerda en algún rincón del mundo...

La hora de comida me parece interminable.

Mi único anhelo es estar sola para poder soñar, soñar a mis anchas. ¡Tengo siempre tanto en qué pensar! Ayer tar de, por ejemplo, dejé en suspenso una escena de celos entre mi amante y yo.

Detesto que después de cenar me soliciten para la tradicional partida de naipes. Me gusta sentarme junto al fuego y recogerme para buscar entre las brasas los ojos claros de mi amante. Bruscamente, despuntan como dos estrellas y yo permanezco entonces largo rato sumida en esa luz. Nunca como en esos momentos recuerdo con tanta nitidez la expresión de su mirada.

Hay días en que me acomete un gran cansancio y vana mente remuevo las cenizas de mi memoria para hacer sal tar la chispa que crea la imagen. Pierdo a mi amante.

Un gran viento me lo devolvió la última vez. Un viento que derrumbó tres nogales e hizo persignarse a mi suegra lo indujo a llamar a la puerta de la casa. Traía los cabellos revueltos y el cuello del gabán muy subido. Pero yo lo reconocí y me desplomé a sus pies. Entonces él me cargó en sus brazos y me llevó así desvanecida, en la tarde de viento... Desde aquel día no me ha vuelto a dejar.

El pálido otoño parece haber robado al estío esta ardiente mañana de sol. Busco mi sombrero de paja y no lo hallo. Lo busco primero con calma, luego, con fiebre... porque tengo miedo de hallarlo. Una gran esperanza ha nacido en mí. Suspiro, aliviada, ante la inutilidad de mis esfuerzos. Ya no hay duda posible. Lo olvidé una noche en casa de un desconocido. Una felicidad tan intensa me invade, que debo apoyar, mis dos manos sobre el corazón para que no se me escape; liviano como un pájaro. Además de un abrazo, como a todos los amantes, algo nos une para siempre. Algo material, concreto, indestructible: mi sombrero de paja.

Estoy ojerosa y, a menudo, la casa, el parque, los bosques, empiezan a ¿girar vertiginosamente dentro de mi cerebro y ante mis ojos.

rato de imponerme cierto reposo, pero es sólo caminando que puedo imprimir un ritmo a mis sueños, abrirlos, hacerlos describir una curva perfecta. Cuando estoy quieta, todos ellos se quiebran las alas sin poderlas abrir.

Llega el día de nuestro décimo aniversario matrimonial. La familia se reúne en nuestra hacienda, salvo Felipe y Regina, cuya actitud es agriamente censurada.

Como para compensar la indiferencia en medio de la cual se efectuó hace años nuestro enlace, hay ahora un exceso de abrazos, de regalos y una gran comida con nu merosos brindis.

En la mesa, la mirada displicente de Daniel tropieza con la mía.

Hoy he visto a mi amante. No me canso de pensarlo, de repetirlo en voz alta. Necesito escribir: hoy lo he visto, hoy lo he visto.


Sucedió este atardecer, cuando yo me bañaba en el es tanque.

De costumbre permanezco allí largas horas, el cuerpo y el pensamiento a la deriva. A menudo no queda de mí, en la superficie, más que un vago remolino; yo me he hundido en un mundo misterioso donde el tiempo parece detenerse bruscamente, donde la luz pesa como una sustancia fosforescente, donde cada uno de mis movimientos adquiere sabias y felinas lentitudes y yo exploro minuciosamente los repliegues de ese antro de silencio. Recojo extrañas caracolas, cristales que al traer a nuestro elemento se convierten en guijarros negruzcos e informes. Remuevo piedras bajo las cuales duermen o se revuelven miles de criaturas atolondradas y escurridizas.

Emergía de aquellas luminosas profundidades cuando divisé a lo lejos, entre la niebla, venir silencioso como una aparición, un carruaje todo cerrado. Tambaleando penosamente, los caballos se abrían paso entre los árboles y la hojarasca sin provocar el menor ruido.

Sobrecogida me agarré a las ramas de un sauce y no reparando en mi desnudez suspendí medio cuerpo fuera del agua.

El carruaje avanzó lentamente hasta arrimarse a la orilla opuesta del estanque. Una vez allí, los caballos agacharon el cuello y bebieron, sin abrir un solo círculo en la tersa superficie.

Algo muy grande para mí iba a suceder. Mi corazón y mis nervios lo presentían.

Tras la ventanilla estrecha del carruaje vi, entonces, asomarse e inclinarse, para mirarme, una cabeza de hombre.

Reconocí inmediatamente los ojos claros, el rostro moreno de mi amante.

Quise llamarlo, pero mi impulso se quebró en una especie de grito ronco, indescriptible. El debió ver la angustia pintada en mi semblante, pues, como para tranquilizarme, esbozó a mi intención una sonrisa, un leve ademán de la mano. Luego, reclinándose hacia atrás, desapareció de mi vista.

El carruaje echó a andar nuevamente y sin darme tan siquiera tiempo para nadar hacia la orilla, se perdió de improviso en el bosque, como si se lo hubiera tragado la niebla.

Sentí un leve golpe azotarme la cadera. Volví mi cara estupefacta. La balsa ligera en que el hijo menor del jardinero se desliza sobre el agua, estaba inmovilizada detrás de mí.

Apretando los brazos contra mi pecho desnudo, le grité, frenética:

—¿Lo viste, Andrés, lo viste?

—Sí, señora, lo vi —asintió tranquilamente el muchacho.

—¿Me sonrió, no es verdad Andrés, me sonrió?

—Sí, señora. Qué pálida está usted. Salga pronto del agua, no se vaya a desmayar —dijo, e imprimió vuelo a su embarcación.

Provisto de una red, continuó barriendo las hojas secas que el otoño recostaba sobre el estanque...