Material de Lectura

Defensa del pedo

 

El día 17 de febrero de 1816 el Inquisidor General para todas las Américas prohibió, bajo pena de excomunión mayor, que el pedo fuera defendido.

Don Francisco Javier Mier y Campillo, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, obispo de Almería, caballero de la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de España de Carlos III y otros títulos, nombramientos, aspavientos y aclamaciones más, era enemigo jurado del pedo.

En el documento en que prohíbe que se lea el libro titulado Defensa del pedo, el obispo advierte que lo que pretende con la prohibición es prevenir el daño.

Los pedos han tenido siempre enemigos jurados; cuando el ilustre académico don Camilo José Cela lanzó una airada pedorreta en plena sesión del Senado, el país español volvió a dividirse en los dos grandes núcleos históricos:

Los que defienden al pedo.

Y los que defienden a don Francisco Javier Mier y Campillo.

Pero está claro que el pedo no dejará de existir por ser perseguido y atormentado y existirá con más fuerza y más trompetería en aquellos lugares en donde se comen fabadas.

Asturias es, puede decirse, el paraíso del pedo libre.
La fabada es un inmenso manantial de pedos y tan inherente es el pedo a la fabada, como el silbatazo envuelto en nieblas húmedas a la locomotora de vapor.

Es curioso, sin embargo, que siendo Asturias pedorrera, no haya aparecido un estilista del pedo en esta tierra; fue en Francia donde nació el señor Joseph Pujol, quien se hizo famoso por interpretar obras clásicas usando el viento interior y administrándolo con gran habilidad y desparpajo.

Llamado el “pedómano”, aquel artista asombró al mundo entero y se llegó a estudiar cuidadosamente los mecanismos naturales que usaba para producir una gama tan increíble de sonidos. Yo pienso que las judías tuvieron algo que ver en este éxito de salón, y que si el señor Pujol hubiera conocido la fabada (no es probable que la haya probado) habría llegado a cumbres que ni él mismo soñó.

Algunas piezas famosas parecen, por cierto, haber sido compuestas pensando en este tipo de interpretaciones; no estaría mal, por ejemplo, “La marcha de Zaragoza” en concierto para fabada, pedo y timbal.

Con todo esto, quiero señalar que el pedo, tan denigrado por el Gran Inquisidor y sus sucesores, ha tenido momentos de gran brillantez y que fue considerado como un arte menor, pero elegante.

Como siempre ocurre en estos casos, al ser prohibido el pedo en América, éste entró en la clandestinidad y fueron surgiendo esos pedos silenciosos, enmascarados y, en ocasiones, mortíferos.

No se puede ignorar este hecho y tampoco se puede desligar la causa del fenómeno; aceptar el pedo como tal, hacerlo entrar en sociedad, admitirlo siempre que no ofenda a las narices, es razonable y urgente.

El cuerpo humano tiene pocas salidas al exterior y la aerofagia necesita de canales adecuados para ser reducida. En la imposibilidad de que los aires salgan por las orejas, pongamos por ejemplo, sólo nos queda eructar y pedorrear. El eructo fue aceptado como un elogio del cocinero durante años, y si al final de una comida memorable todos los comensales eructaban copiosamente, el cocinero salía a saludar con el mismo gesto agradecido que emplean los tenores de ópera. Después desapareció esta saludable costumbre y hoy nadie se atreve a lanzar un eructo en un salón de banquetes.

Reducidos al pedo clandestino, los seres humanos han tenido que buscar refugio vergonzante para encontrar la salida al exterior del aire almacenado.

Yo no me atrevería a proponer que después de la fabada todos nos convirtiéramos en “pedómanos”, ya que por falta de ensayos podía resultar un concierto poco grato; pero sí se me ocurre que la palabra pedo salga a la luz pública.

—Don Manuel, me perdonará usted, pero me voy a lanzar un pedo en el pasillo.

Y don Enrique, que se comió dos platos de fabada, deja el puro en el cenicero y sale airosamente para volver desairado; es decir, sin aire.


(Breviario de la fabada
,
José Esteban Editor,
Madrid, 1981)