Material de Lectura

Una muerte en la Acracia

 

Rogelio el Zapatero olía a tabaco y a papel viejo, también a esa cola pegajosa, color de miel, muy espesa, que guardaba en un bote dentro del cual se hundía, siempre, una astilla que usaba de cuchara. Sobre la camisa desabotonada, usaba Rogelio un chaleco muy raído, que había pertenecido a un traje color vino y en un bolsillo, pequeño, del tal chaleco guardaba una caja de cerillas de madera y la punta de un lápiz de tinta que metía en la boca, y lamía con la lengua, antes de anotar algo en el dorso de un sobre ya bastante amolado. La lengua de Rogelio el Zapatero era azul en la punta, por causa del lápiz de tinta, y sonrosada en todo el resto de su extensión, ya que era hombre sano, que si fumaba bastante, no bebía sino sidra o vino con agua o con sifón. Además, y por un cierto tiempo fue vegetariano y si abandonó tal disciplina fue a causa de una reflexión nocturna durante la cual se dijo que eran los burgueses los que impedían que los obreros comieran carne y no parecía razonable unirse a los burgueses en ese empeño.

Rogelio el Zapatero se había casado y tenía tres hijos y dos sobrinos recogidos; la mujer de Rogelio lo contemplaba entre absorta y condescendiente y solía afirmar, en el lavadero público, que su marido era un santo descreído, pero santo. Un día a Rogelio lo atropelló un tranvía y dos horas después se fue a morir sobre su propia cama.

La mujer lloró mucho por él y porque con su muerte se produjo un muy sórdido escándalo; ya que no se pudo enterrar en sagrado sino en tierra fuera del cementerio. Lloró, sobre todo, porque su entierro coincidió con el de un concejal que fue acompañado por veinte niños huérfanos del asilo, por un número importante de gente de sotana, toga y traje negro y por apellidos famosos, respetados.

A Rogelio le acompañaron veinte tipógrafos, dos impresores, un linotipista y un buen número de obreros de distintas especializaciones. Pero, curiosamente, al entierro de Rogelio no fueron zapateros.

Rogelio el Zapatero pensaba que primero fueron las palabras y después las pistolas; pero que estas últimas, de alguna forma, destruían la esencia.

Los viejos anarquistas miraron al principio las armas con gran curiosidad y como eran muy diestros con las manos, las aceitaban, les cambiaban algunas de las piezas, estudiaban todos sus mecanismos y las guardaban entre telas de lino.

Pero a los discursos siguieron los disparos y a las bellas miradas que acariciaban paisajes y se iban sobre el mar buscando un mañana muy limpio y diferente se fue imponiendo una forma distinta de mirar: ojos atravesados, ansiosos de venganza, colmados de esa larga espera que no tiene, al final, sino puertas cerradas.

Rogelio había pensado que en lo hondo de todo ser humano se encuentra, ovillado, un canto, un abrazo posible que salta de hombro en hombro y llega a hacer hermano a ese hombre que por vivir tan lejos ni el color de la piel adivinamos. Así que fue a morirse debajo de un tranvía, cuando una primera pistola salía, muy subrepticiamente, de su encierro de lino y se iba, furiosa, sobre un corazón.

Aquello era el principio de un acto de justicia y también el final de toda una esperanza.

Se murió Rogelio en pleno invierno y hasta que el mes de julio inició su tarea, no pudieron sus amigos y cuantos le querían volver a caminar el campo y a hundir la mirada en los cielos aún grises y caídos. Pero llegaron hasta un curioso promontorio de rocas y de hierbas que se encontraba asomado al mar (un mar que no callaba) y uno de los niños eligió un lugar, con muy poca fortuna, porque estaba pelado y era poco amable, y en aquel sitio colocó una manzana.

Y así se hizo, porque la tumba de Rogelio el Zapatero no estaba en ningún sitio, dentro del cementerio, dentro de una idea, cerrado por cerradas opiniones; sino que el mundo entero era su tumba y por eso al poner sobre la tierra grumosa la manzana...

El amigo al que conté la historia estaba muy contrito porque, efectivamente, era una historia triste ésta de la muerte en la Acracia.

Yo también estaba triste, me había vuelto triste de pronto.

Mi mujer me dijo:

—No lo tomes así. Tú mismo la inventaste.

Nos fuimos los tres a cenar.

Al terminar la cena yo tomé una manzana y fui a dejarla en la calle, en el suelo, sobre una acera sucia y algo mojada.

Mi mujer me dijo:

—¿Un nuevo rito?

Y yo le dije que sí; pero no nuevo.

Después nos besamos en la noche y cuando descubrió que yo estaba llorando, me reconvino con una caricia.

—¿Cuándo, al fin, crecerás?

Y yo respondí que pronto.

 



(Debiste haber contado otras historias,
Argos Vergara, Barcelona, 1983)