Material de Lectura

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Selección y
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Presentación

 

Reúno en esta publicación cuatro textos que de alguna manera ilustran una de mis claras obsesiones literarias: el ejercicio de una narrativa sin ficción. Los cuatro textos representan ejemplos de etapas sucesivas que se enlazan en el tiempo con distintas presiones literarias pero bajo esa misma preocupación. El primer texto “Raphael, amor mío”, es un reportaje-cuento publicado en la revista Claudia cuando el cantante español iniciaba, con estruendo, su fama internacional. El segundo es un fragmento de mi novela Los periodistas en la que se trata de evocar la estructura del guión cinematográfico puesta al servicio de anécdotas reales ocurridas en ocasión del golpe gubernamental contra el diario Excélsior. En el tercer fragmento se reproduce el primer capítulo de mi novela La gota de agua en la que una sola persona se desdobla en dos caras de la autoría literaria: autor y narrador. Finalmente incluyo el capítulo último de la novela Asesinato que intenta convertir en relato literario, en postal narrativa, lo que estrictamente hablando no es sino un escrito periodístico. Periodismo y literatura son, en suma, los dos términos de la obsesión que aquí se manifiesta no como modelos de un estilo sino como ejemplos de una búsqueda. Para este oficiante de la literatura lo importante es —ha sido siempre, por encima de todo— la experimentación.

 

Vicente Leñero

Abril de 1986

 


Nota bibliográfica

 

Vicente Leñero (Guadalajara, Jalisco, 1933) es autor de una vasta obra en los terrenos de la novela, el teatro y el periodismo. A partir de su iniciación en 1959 con La polvareda y otros cuentos, su labor literaria se ha convertido en un péndulo cuyos extremos de oscilación son, justamente, la novela y el teatro. Entre 1960 y 1967, elaboró las novelas La voz adolorida, Los albañiles, Estudio Q y El garabato; entre 1968 y 1972, los dramas Pueblo rechazado, Los albañiles, Compañero, La carpa, El juicio y Los hijos de Sánchez; entre 1973 y 1979, las novelas Redil de ovejas, A fuerza de palabras, Los periodistas y El evangelio de Lucas Gavilán; entre 1979 y 1981, las obras de teatro La mudanza, Las noches blancas, Alicia, tal vez, La visita del ángel y Martirio de Morelos. Sus libros más recientes, La gota de agua y Asesinato, anuncian una nueva etapa novelística. Salvo “Raphael, amor mío”, los fragmentos que publica aquí pertenecen a novelas, pero no carecen de esas condiciones que dan su fuerza y su sentido a la narrativa breve.

 


Raphael, amor mío*

 

Querido Diario:

Hoy es el día más feliz de mi vida, hoy se ha cumplido mi más grande sueño, hoy he tenido la suerte (¡y que se muera de envidia todo el mundo!) de conocer en persona a mi amor. Lo vi muy de cerca, a milímetros de distancia, y casi alcancé a tocarlo. Faltó un pelito para que mi mano rozara la suya blanca, gordezuela, cuyos dedos ligeramente chatos pero adorables prometen mil caricias cuando trazan los ademanes con que mi amor dibuja sus canciones. Desde el día de mi primera comunión (que también para mi amor, según declaró una vez, es su día de más grato recuerdo) no me había sentido tan impresionada. Se me enchina el cuerpo de la emoción al revivir el instante en que sus ojos color negro divino se encajaron en los míos durante una fugacísima mirada que llenó de campanitas la Alameda. Mi amor me miró, ¡me miró, querido Diario!, y ahora ya nada, nada, pero nada tiene la menor importancia. Toño puede darme calabazas con la Biblis. Queta puede quedarse con el vestido azul, Margarita puede echarme toneladas de lodo, que a mí ya nada me va ni me viene: conocí personalmente a mi amor y soy la mujer más feliz de la tierra.

Fue un día de mucho trajín. Desde las siete de la mañana (Diosito es muy comprensivo y me perdonará por no haber ido a misa) Lola y yo nos plantamos en la Alameda. Qué le hace el sol, qué le hacen los apretujones y las majaderías de los léperos que andaban por allí buscando lo que siempre van a buscar en los amontonamientos. Lola y yo estábamos dispuestas a cualquier sacrificio con tal de ver de cerca a mi amor. Bueno, Lola no tanto porque a ella le sigue chiflando Quique Guzmán. ¡Imagínate!, a estas alturas todavía se desmaya por Quique Guzmán. ¿Verdad que es absurdo? ¡Absurdísimo!, y no sólo porque Quique se casó con esa güera chocante que podía ser su mami, sino porque quién se atreve a comparar a Quique con mi amor. Ni Quique, ni César, ni Alberto Vázquez (ni modo, Beto, ya no me importas) tienen un tantito así de la gracia y de la voz y del talento que mi amor reparte a tutiplén. Él sí que es artista y galán al mismo tiempo. Él no se hace del rogar como los Beatles que ay chus, no quieren venir a México por andar fume y fume mariguana. Él es cariñoso, simpático y chulo, chulísimo. Mide 1.74 (seis centímetros más que Toño), pesa 61 kilos (lo mismo que Toño, pero qué diferencia) y tiene el pelo castaño claro, largo sin exageraciones, medio pachoncito de arriba y juvenilmente desordenado.

Sí, yo lo sé todo sobre mi amor. Me sé de memoria su biografía (gasto íntegro mi domingo en comprar sus discos y cuanta revista o periódico publica algo de él) y conozco sus datos íntimos mejor que cualquiera de mis dizque rivales, tipas babosas y desabridas que ni siquiera saben cómo se apellida en la vida real y dónde nació. Se apellida Martos y nació en Linares, Andalucía, el cinco de mayo de 1945 (¡es Tauro!). Según confiesa él mismo, su carácter es alegre, con reservas; su mayor afición, el teatro, y su defecto, la vanidad (¡divino!). Su lugar favorito de recreo es la Costa Azul (creo que eso está en Francia) aunque a veces pasa largas temporadas en su finca de Málaga nadando en una alberca preciosa o montando a caballo. Tiene otra casa en Madrid, donde vive con su familia. Su fruta preferida es el plátano, su número de buena suerte es el 13, su color el negro, y su platillo predilecto son los huevos fritos con papas.

A ver, que me digan quién de sus admiradoras lo conoce tanto como yo. Que hagan un concurso y a ver quién gana, habladoras. Y todavía sé más. Sé que tiene un tic: tocarse la nariz con el dedo gordo de la mano derecha; sé que antes de salir al público pide que lo dejen un rato a solas, completamente a solas, para dominar los nervios y para rezar. Es muy buen católico y nada supersticioso. Le encantan las novelas de Julio Verne y adora las poesías de Bécquer (yo me sé una: “volverán las oscuras golondrinas…”). Considera que el mejor cantante es Charles Aznavour, pero yo ya oí un disco de ese señor y francamente mi amor es mil veces más cantante y más todo que él y que cualquiera. ¿Le sigo?

Entre los personajes históricos admira al Cid (ese guerrero que interpretó Charlton Heston en el cinemascope) y entre los personajes de leyenda a Don Quijote (que yo sepa, no lo han hecho película todavía). De los actores mexicanos siente un profundo cariño por Cantinflas y por María Félix Su gran hobby es coleccionar banderines de todas las ciudades donde se presenta. Su marca preferida de carros es la Mercedes sport. No bebe, pero le gusta la cerveza, con moderación.

¿Más?

Su representante se llama Francisco Gordillo. Su compositor exclusivo (el que le escribe casi todas las canciones), Manuel Alejandro. Su fotógrafo personal es Mike y su secretaria, Dominique. No, no hay absolutamente nada entre Dominique y mi amor, de eso estoy segura, como también estoy segura de que mi amor no habla en serio cuando dice que su tipo de mujer ideal es María Schell. Lo dice únicamente para que los periodistas no lo sigan molestando. Eso salta a la vista.

En fin, el caso es que hoy en la mañana Lola me acompañó a la Alameda para oír cantar en persona a mi amor. Y lo oí. Y casi alcancé a tocarlo gracias a que estábamos en un lugar buenísimo, casi hasta adelante. Buenísimo, pero incomodísimo y muy peligroso. Entre empujones y manoseos la oleada de gente vulgar nos traía de un lado para otro. A Lola le rompieron las medias (también qué puntada la suya, ¡llevar medias a la Alameda!) y a mí me mancharon de jícama o de no sé qué la minifalda nuevecita. Virgen santa qué tumulto, qué de gritos, qué de alaridos y qué de aventones cuando por fin, de pronto, racataplán, ¡Dios lo bendiga!, llegó mi amor en una camioneta blindada. Llegó repartiendo abrazos a distancia y poniendo esos ojos de borrego a medio morir (¡soñados!) con que siempre agradece la entrega total de su público. ¡Qué divino mi amor allí, de bulto, todo él enterito, real, de carne y hueso! Todo él para quererlo, para comerte a mordidas, amor mío, amor, amor de toda la vida.

Sólo pudo cantar cuatro canciones (¡con qué estilo!, ¡con qué sentimiento!) porque los léperos no dejaban de empujar y de empujar desobedeciendo a los organizadores, y porque había pelafustanes necios en subir hasta el estrado. Era un alboroto increíble. Yo estuve en un tris de desmayarme, pero no de la emoción sino a consecuencia del solazo y de los apachurrones. O a lo mejor sí, a lo mejor sí fue de la emoción porque en ese momento, me acuerdo muy bien, fue cuando nuestras miradas se cruzaron durante un segundo infinito. Y ya no supe qué pasó. Oí campanitas, canarios, himnos angelicales y después nada. Cuando sentí que Lola me jaloneaba y me daba cachetaditas diciendo ¿qué te pasa?, ¿qué te pasa?, mi amor ya no estaba allí. Se había ido abandonándome entre aquella multitud hambrienta de su voz. Se había ido para siempre, lejos de mí, muy lejos, camino de la fama que ha conquistado con su personalidad avasalladora (así dijeron en Radio Centro).

Pero yo no me quedé triste. ¿Por qué iba a sentirme triste después de haberlo visto en persona, después de haberlo tenido tan cerca, tan cerquísima? Todo lo contrario, me sentí y me siento inmensamente dichosa.

Feliz regresé de la Alameda sin dejar de hablar de mi amor con frases que a Lola (viéndolo bien es una envidiosa de primera) le parecían exageradas. Ay tú, ya chole, me decía la muy tonta. Al llegar a casa me encontré a Toño. Estaba hecho una chinampina porque lo dejé plantado. Se me había olvidado que quedé de ir con él en su fiat a las pirámides y me lo reclamaba a gritos, frente a mi papi y a mi mami. Perdóname Toño, le dije. Quise explicarle con mucha calma las poderosas razones de mi olvido (a las pirámides se puede ir cualquier domingo, pero a ver en persona a mi amor sólo se podía esta mañana), y en lugar de entenderlas como las hubiera entendido el hombre menos razonable, se enfureció más y ciego de celos me gritó: Aja, conque en lugar de ir conmigo preferiste ir a verle la cara a ese... (y aquí pronunció una palabra horrible horrible que ni siquiera me atrevo a escribir) ¡Toño, por favor!, exclamé asustada. Sí, sí, respondió él, preferiste a ese... (y volvió a pronunciar la palabra espantosísima). Entonces la que me enojé fui yo, y lo corrí de la casa, y lo llamé majadero, y le dije que no quería volver a verlo nunca.

Y es cierto, querido Diario, no quiero ver más a Toño. Qué bueno que las cosas resultaron así. Mejor que mejor. Ahora soy completamente libre para entregarme por entero, para querer con toda mi alma y con todas mis fuerzas a mi amor.

 

 

 

Martes

 


Querido Diario:

Toño vino a pedirme disculpas por su majadera conducta del domingo. Para demostrar su arrepentimiento me trajo a regalar un disco de mi amor (el único que me faltaba) y dos revistas (una atrasada, que también me faltaba, y otra que había salido hoy mismo) en las que mi amor hace importantísimas declaraciones. Recorté la portada a colores de una de ellas y luego luego la pegué en la pared de mi cuarto, donde antes estaba una de Carlos Lico. Toño se ofreció a ayudarme, y aunque le costó mucho trabajo disimular el coraje que sentía de ver todo mi cuarto tapizado con fotos de mi amor, no se atrevió a decir nanay. Si se atreve, lo corro de mi casa otra vez, ¡palabra! Pero se quedó en silencio, apachurrado y dócil como un gatito. Tan mono se portó Toño que hasta me leyó en voz alta la entrevista que le hicieron a mi amor. ¡Qué declaraciones! Copié algunas en mi álbum (el mismo Toño me las dictó):

“Soy un chico normal, común y corriente, simpático a veces y antipático en algunas ocasiones. Antipático cuando estoy nervioso, de mal humor. Y estoy de mal humor cuando no duermo, y cuando no duermo me pongo mal. Entonces empiezo a contar: one, two, three, four... y me calmo.”

Y ésta, formidable, que lo pinta de cuerpo entero: “Soy un cristal. Nada oculto. Soy transparente. Nada puedo ocultar. Trato de ser sencillo, soy feliz y me gusta la soledad.”

Y ésta otra que dejó boquiabierto a Toño: “Cuando salgo a la pista me pongo nervioso, muy nervioso. Creo que el artista que no se pone nervioso o que no le importa cuál vaya a ser la reacción de su público, no es artista, es un irresponsable.”

Toño tuvo que admitir que mi amor es fantástico, y para convencerlo de una vez por todas que sí, que en verdad lo es, le pedí que también me dictara las declaraciones publicadas en la revista atrasada:

“El triunfo no me envanece. Me considero un muchacho cualquiera, al menos sicológicamente hablando, y sólo espero seguir contando con la confianza y el apoyo de quienes me escuchan... ¿Que si tengo manías? ¡A montones! Duermo en completa oscuridad, casi siempre de día, y cerrado bajo siete llaves. Quien como yo trabaja generalmente de noche, odia dos cosas: el ruido y la luz... ¿El dinero? No me preocupa en absoluto... ¿Que si me parezco a algún cantante en particular? ¡No hombre!, mal o bien, uno debe parecerse solamente a su imagen reflejada en el espejo... No me preocupo del que dirán, pues a final de cuentas lo que vale es la reacción del público cuando termino de cantar... ¿Sobre el amor? Caramba, pues no se trata de buscarlo sino de recibirlo con los brazos abiertos cuando llegue. El artista tiene menos tiempo de pensar en ello —su carrera lo absorbe— pero igualmente es susceptible de enamorarse con mayor prontitud. De una guapa mujer, no hay quien se escape.”

Divino, divino, divino. En una palabra: divino.

Cuando terminamos de copiar las declaraciones de mi amor en el álbum, ya era bien tarde. Toño daba unos bostezos tremendos. Le pregunté: ¿Ahora sí ya te convenciste de que no sólo es un gran artista sino un chico maravilloso?... Te quiero, contestó Toño como si no me hubiera oído. Y aunque me dio coraje que no me pusiera atención, me aguanté. Le dije: Ya vete, ¿no?; a mi mami no le gusta que te quedes tan tarde.

En la puerta de la sala volvió a pedirme perdón por su majadería del domingo. Para que te perdone una cosa de ésas necesitas hacer méritos, le dije. Te traje revistas y el disco, me dijo. Pero eso no tiene chiste, le dije. ¿Entonces qué más quieres?... Me quedé pensando un rato y le contesté: Por ejemplo, podías invitarme a El Patio para verlo otra vez en persona.

Se lo dije nada más para ver qué cara ponía, para darle una lección. Yo sé que Toño no tiene dinero para ir a un lugar así, a donde sólo van gentes muy popis. Puso una cara de susto que me dio risa y se fue, todo apachurradísimo. Entonces corrí a mi cuarto, me metí en la cama y me puse a escribir esto.

Ahora a dormir, a soñar con mi amor.

 

 

 

Viernes

 


Querido Diario:

Hoy vino a comer a casa tío Pepe y estuvo hablando de lo que habla todo el mundo, de lo que todo México platica, del único tema que a mí me interesa: estuvo hablando de mi amor. ¡Ah qué inteligente es tío Pepe! Cómo sabe decir las cosas y poner en ridículo a gentes como mi papi y como Toño que por necios, sólo por necios, no quieren reconocer la personalidad avasalladora y el talento extraordinario de mi amor. Lástima que Toño no estaba aquí. Me hubiera encantado que oyera a tío Pepe hablar de que mi amor ha revolucionado (como el Cordobés en los toros, dijo tío Pepe, tan taurófilo como siempre) el arte de la canción moderna. ¡Y eso se lo debemos al generalísimo Franco!, gritó levantando su vaso de cerveza. Sin el gobierno de Franco no surgirían estos artistazos. Nadie lo puede poner en duda. Además de ser dueño de una voz espléndida, potentísima, ese muchacho tiene una sensibilidad increíble para entregarse de lleno a lo que canta. Cree en sus canciones. Las vive. No se limita a seguir una melodía y a repetir una letra aprendida de memoria, no simula estar sufriendo o gozando, sino que en verdad sufre o goza lo que canta. Y lo comunica al público: ¡ahí está su gran chiste! Lo comunica íntegramente, saturando todos los sentidos de su auditorio con esa voz privilegiada, y con el gesto. ¡Hay que ver y entender y dejarse llevar por los gestos de ese muchacho!, gritó tío Pepe levantando de nuevo el vaso de cerveza. Son un prodigio de expresión. Todo su cuerpo participa en cada una de sus canciones. Los ademanes fluyen, o tal vez la anteceden, tal vez el secreto está en que los ademanes se valen de la canción para obligarla a someterse al gesto histriónico, que es en este muchacho algo fundamental. Esas manos que se crispan o se abren y se multiplican; esos brazos que se tensan, que se encogen, que reptan por el cuerpo como serpientes hechizadas; esas muecas que transforman su rostro en mil rostros que no desfiguran el único rostro del muchacho; cálido cuando quiere ser cálido, tierno cuando quiere ser tierno, dolorido, suplicante, seductor siempre: el rostro de un amante para las jóvenes, de un hijo para las madres, de un amigo, de un hermano, del otro yo para los hombres de todas las edades. El público quería un dios y ya lo tiene: es este muchacho inverosímil. Que nadie se sorprenda del alboroto que está causan...

Párale, párale, todavía no lo canonices, interrumpió mi papi que siempre es así, ¡carambas!, le gusta llevar la contraria aunque esté oyendo una verdad del tamaño del mundo. Y por culpa de mi papi, ¡tenía que ser!, tío Pepe ya no siguió hablando de mi amor.

Bueno, para mí nada de eso resultaba nuevo. Hasta se quedó corto. Lo que sí me gustó mucho (y me pasé la tarde repitiendo y acariciando las palabras) fue aquella frase: “un amante para las jóvenes”. Mmmm.

¡Viva tío Pepe!

 

 

 

Sábado

 

Querido Diario:

Hoy tengo muchas cosas que contarte aunque me estoy muriendo de sueño. Sucedió algo importantísimo, supercalifragilístico. Aún no puedo creerlo y me pellizco y me pellizco para tener la seguridad de que he estado despierta. ¡Hoy volví a ver en persona a mi amor, querido Diario, y lo oí cantar no una ni tres ni cuatro canciones como en la Alameda, sino veinte, treinta, mil! ¡Fui a verlo en su show de El Patio! ¡Ah, qué experiencia maravillosa! ¡No existen palabras para contarlo! ¡Juro que no existen!

Toño me dio la gran sorpresa. Muy de mañanita habló para decirme que había reservado una mesa en El Patio, que pidiera permiso a mis papas y que estuviera lista porque iba a pasar a recogerme muy temprano. Al principio creí que era una de sus vaciladas y casi le cuelgo el teléfono de sopetón, ¡pero era vedad! ¿Cómo le hiciste?, le pregunté extrañadísima. No quiso decírmelo sino hasta después. Resulta que un pariente suyo que trabaja en una agencia de viajes o no sé dónde, le consiguió la reservación, aunque a precio de reventa, muy cara. ¡Pero qué importa el dinero, le dije a Toño, cuando sirve para ir a ver a un artistazo como mi amor! Él vale eso y mucho más.

También mi mami se emocionó muchísimo al saber la noticia, y quiso que invitáramos a tío Pepe, a tía Rosa y a la antipática de Margarita. Me cayó en el hígado lo de Margarita, pero le dije que estaba bien porque ante una oportunidad así no era para que me pusiera mis moños. Las tres fuimos al salón (quedamos elegantísimas) y tío Pepe llegó echando tiros, como si fuera a una boda. Parece que a Toño no le gustó mucho que fuera tanta gente, pero no dijo nanay. Tampoco mi papi protestó. Iba a alegar algo sobre el despilfarro de dinero y esas cosas (su tema favorito), pero al saber que Toño era el que invitaba se quedó muy tranquilo a ver en la tele su cine de medianoche. ¡Y ahí vamos! ¡Qué de gente, Dios mío! ¡Qué trabajos para entrar y eso que casi llegamos a barrer! El lugar es precioso: lleno de arcos y columnas y molduras y adornos dorados por todas partes. Se parece un poquito al cine Alameda y al Real Cinema, pero más lujoso todavía: como la iglesia de Santa Rosa de Lima. Lujosísimo, en fin. Y la gente, ¡válgame la Virgen!, la mejor sociedad de México: pieles, brillantes, mujeres elegantísimas. El servicio regularzón. Sude y sude, los meseros no se daban abasto y tío Pepe tenía que llamarlos casi a gritos para que trajeran su otra y su otra botella de whisky. Ay caray, cómo bebe y cómo nos hizo beber tío Pepe... pero a él no se le sube nadita. Lo que sí resultó una lástima fue la mesa que consiguió Toño, estaba en el segundo piso y no se veía bien. Tía Rosa y Margarita se lo estuvieron echando en cara toda la noche.

Todo eso resultó al fin de cuentas secundario. Lo importante fue mi amor. ¡La locura, el delirio, el fin del mundo! Cuando él apareció, el cabaret se venía abajo; todos los que estábamos en el segundo piso nos fuimos sobre el barandal, gritando de pura emoción. A Margarita la apachurraron horrible y a mi mami le arrancaron el postizo... Ay, cómo aplaudí y lloré y grité en cada una de sus canciones. Mi amor estaba hecho un fenómeno. La gente le arrojaba pieles, servilletas, flores, y yo hubiera querido arrojarme desde arriba hasta sus brazos porque ya no encontraba otra forma de aplaudirle y de gritarle mi vida, mi vida, mi vida; eres un monstruo, eres el rey, eres el único. Todavía me duelen las manos de los aplausos y la garganta de los gritos. Todavía me brinca el corazón y todavía lo veo allí (como si se hubiera retratado para siempre en mi alma y en mis ojos) entregado a su arte... ¡Cuando se puso los claveles sobre sus orejas y entre su pelo divino!, ¡cuando lloraba cantando La llorona!, ¡cuando agradecía los aplausos abrazándonos a todos y yo sintiendo que me abrazaba a mí! No quería que se terminara nunca. Ya ni me importó la cena, ni le importó tampoco a mi mami que medio alocada por el whisky le gritaba: ¡hijo mío!, ¡mi chiquilín!, ¡mi rorro! Y tía Rosa le gritaba ¡mi rey!, y Margarita daba aullidos como si tuviera un cólico, y tío Pepe (muy entrado con una botella de coñac Martell) repetía sin descanso: yo lo he dicho siempre, es un fenómeno, es un fenómeno. El menos emocionado era Toño. Sólo abría la boca para preguntarme: ¿estás contenta? ¡Qué pregunta más tonta!, ¿no es cierto? Claro que estaba contenta; no contenta, sino feliz, ¡en la mismísima gloria!

Pero ni modo, se acabó la función y nos fuimos. Antes de despedirme de Toño (a quien mi mami y tío Pepe le dieron miles y millones de gracias) le pregunté como cuánto había gastado en total. Me daba mucha curiosidad saberlo porque tío Pepe había estado pidiendo mucho whisky y mucho coñac, y porque a la hora que Toño pagó lo vi sacar billetes de a mil. Bueno, con todo y la reservación fueron como cuatro mil pesos, me dijo Toño. ¡Híjole!, ¿cuatro mil pesos? Más o menos, dijo Toño. Oye, pero eso es muchísimo dinero, de dónde lo sacaste. No te preocupes, mi primo me prestó. ¿Pero cómo le vas a pagar? Vendí el fiat, me dijo. Oye, pero... Sí, mañana lo entrego. Así que vendiste el fiat, murmuré todavía desconcertadísima. ¡Qué importa!, exclamó Toño, ya era una carcacha inservible.

No pudimos seguir hablando porque él todavía tenía que ir a llevar a tío Pepe, a tía Rosa y a Margarita, y porque mi mami se estaba muriendo de sueño. Me despedí dándole una vez más las gracias (cuatro mil pesos de gracias) y subí a mi cuarto.

Y aquí estoy. Feliz de haber visto a mi amor nuevamente, aunque un poco preocupada (ahora que lo pienso, ahora que lo escribo) por el gastazo que tuvo que hacer Toño. ¡Vendió su fiat!... Bueno, después de todo sí es cierto: ya era una carcacha inservible.

 

 

 

Miércoles

 

Querido Diario:

Anoche tuve un sueño maravilloso. Soñé que mi amor me traía serenata al pie de mi ventana. Claro que en el sueño no vivíamos en un departamento interior, sino en una casa muy bonita de Las Lomas, con balcones a la calle y toda la cosa. Yo estaba durmiendo y de pronto escuchaba su voz y me asomaba a la ventana (con una bata transparente, como la de la Bibis) y lo veía a él, allí sólito, sin orquesta. Mi amor me pedía a señas que no hiciera ruido para que no lo fueran a descubrir los vecinos, y se ponía a cantar mis canciones preferidas (Yo soy aquél, Desde aquel día, Estuve enamorado, Te quiero mucho...) Entonces, quién sabe de dónde, aparecía Toño acompañado de cuatro tipos ponchadísimos que se lanzaban contra mi amor. Mi amor se quitaba el saco y púmbatelas, les daba de cates y los descontaba, mientras el muy cobarde de Toño echaba a correr. Mi amor lo dejaba huir y continuaba cantando. Al terminar, venía hasta la ventana para decirme que yo era su amor secreto, que no se lo dijera a nadie, que cuando terminara de triunfar en todo el mundo vendría por mí. Cuando íbamos a besarnos, desperté.

Durante el día estuve piense y piense en el sueño; se me quitó el hambre y me sentí muy desguansada. A mediodía me habló Toño para invitarme a salir, pero como ya no tiene coche me dio flojera y le puse un pretexto tonto. Preferí quedarme encerrada en el cuarto oyendo los discos de mi amor.

 

 

 

Jueves

 

Querido Diario:

Hoy invité a Toño a la casa para que viéramos juntos el programa de mi amor que pasaron por la tele. Fue un programa divino, como todo lo suyo, que también vieron mi papi y mi mami. Precisamente ahí estuvo lo malo del asunto. Como siempre, mi papi se puso a criticar sin razón alguna a mi amor, y como mi mami no estaba de acuerdo (ni que fuera tonta) empezó a discutir con él. Por más que yo les decía que se callaran, no hacían caso, seguían discute y discute hasta que acabaron peladísimos. Se dijeron cosas horribles delante de Toño, pero gracias a que Toño estaba tan embebido como yo en el programa, no se dio muy bien cuenta del pleito. No tenía ojos ni oídos más que para la pantalla. Ni siquiera parpadeó cuando mi papi estrelló un cenicero contra la pared y salió de la casa diciendo palabrotas, ni cuando mi mami lo llamó imbécil y se metió a su cuarto dando un portazo terrible.

Qué lata. Pero a pesar de que no disfruté a gusto la actuación de mi amor, su programa fue sensacional. Estuvo como siempre: increíble, único, adorado. Y yo me preguntaba tristeando: cómo dejar de quererlo así como lo quiero, cómo dejar de pensar en él a todas horas, cómo dominar las lágrimas que me salen a los ojos al saber que mi amor se va de México; se fue ya y tardará mucho en volver, mucho, mucho...

Para consolarme (porque no pude evitarlo: me eché a llorar a lágrima tendida apenas terminó el programa) Toño me dijo que había leído que mi amor regresaría a México en cosa de dos o tres meses a cumplir nuevos contratos. Pero dos o tres meses son una eternidad, le dije a Toño. Y él dijo que no era cierto, que se pasan muy rápido, que no lo tomara a lo trágico. Estuvo diciendo cosas así durante cerca de media hora, sin darse cuenta de que sus palabras resultaban completamente inútiles para aliviar un dolor que se me encaja en el alma. Al fin se fue, cabizbajo y sin cenar (quién iba a tener humor para ponerse a preparar algo en esos momentos). Yo estaba desconsoladísima. No tenía ganas de hablar con nadie, mucho menos con Toño que es muy buena gente, sí, pero que no comprende las penas del corazón. Pobre Toño, lo que pasa es que él nunca ha estado enamorado.

 
 
 
 

* Claudia, junio de 1968.

 


Secuencias*

 

Interior. Restorán Dennys de Insurgentes y Miguel Ángel de Quevedo, ciudad de México. Catorce horas del cinco de mayo de 1977. (Flash ahead.)

Julio Scherer García entra en el restorán acompañado por dos individuos de mediana edad: uno de ellos de un metro sesentaicinco centímetros de estatura, moreno, cabeza ligeramente trapezoidal encajada en los hombros, vientre en proceso de expansión, traje de casimir de dos botones, camisa, corbata; el otro delgado, de un metro setentaiséis centímetros de estatura, cabello oscuro despeinado, abundantes patillas encanecidas, nariz apenas desviada hacia la izquierda, cejas oblicuas, traje de casimir y camisa abierta, sin corbata. Los tres ocupan el asiento semicircular de una mesa situada en el extremo norte del restorán. Los tres piden café.

Julio Scherer conduce la conversación y en un principio es el único que habla, con un dejo de melancolía. Sus primeras frases parecen reanudar una conversación iniciada antes de entrar en el establecimiento y por ello desconciertan al oído intruso. Al fin se comprende que Julio Scherer relata a sus acompañantes episodios de su vida familiar transcurridos, según se deduce, entre 1965 y 1968, tal vez antes, no después. El bajo volumen en que a veces declina su fraseo impide captar completos los parlamentos. Algo dice Julio Scherer de sus dos hermanos, Hugo y Paz; de su padre Pablo Scherer, hombre de acomodada posición económica, merced a un trabajo en relación con la bolsa de valores que le permitió vivir con su familia en una gran casona colonial ubicada en Plaza San Jacinto número once, San Ángel, precisamente donde ahora se encuentra el Bazar Sábado, hasta el momento en que un abuso de confianza —explica Julio Scherer sin detallar— hundió a su padre en la ruina.

—Lo perdimos todo todo todo todo —se oye exclamar al de la voz—. Todo, jefe —remata dirigiéndose al hombre moreno.

Vuelve a declinar el volumen parlante de Julio Scherer, pero gracias a una media docena de frases aisladas resulta posible reconstruir la anécdota y comprender lo que significa la expresión “lo perdimos todo”. “Todo” es la gran casona vendida con urgencia a un precio irrisorio (no se captó la cifra; es probable que Julio Scherer haya dicho quinientos mil pesos o una cifra mayor, en todo caso se hace necesario, para el cálculo correspondiente, precisar la fecha de la quiebra familiar que bien podría remontarse a principios de los sesentas o incluso a años anteriores). “Todo” significa también las pertenencias de la familia Scherer García: desde objetos artísticos que formaban parte de la construcción residencial, como lo era una gran escultura de la Virgen de Guadalupe fatalmente incluida en el precio total de la casa, hasta muebles, cuadros, libros —ediciones príncipe de Lucas Alamán—, antigüedades, y la valiosa colección de pañuelos que don Pablo traía de Europa a su mujer y que ahora ella se vio obligada a vender uno tras otro, todos, mientras luchaba por contener las lágrimas porque ya no tenía su valiosa colección de pañuelos para secarlas. “Todo” significa además, todavía, la deuda grande que no se alcanzaba a saldar con la venta de todo. Nunca se recuperó el padre de Julio Scherer García del golpe. En 1968, infartado, moribundo, habló con su hijo.

La mesera del Dennys sirve más café en las tazas de los tres amigos cuando la voz de Julio Scherer es nuevamente inaudible para el oído intruso, irregistrable para la grabadora clandestina. Tal vez su relato ha retrocedido a los años de infancia: a la severa disciplina en el Colegio Alemán, a sus malas calificaciones en matemáticas y en geografía y en todo tal vez, menos en deportes.

—Para la natación sí era bueno.

Ahora se escucha con absoluta claridad la voz de Julio Scherer. Ahora Julio Scherer nada diariamente cuarenta minutos en la alberca del Deportivo Chapultepec: para castigar la tensión, hermano, y no empezar el día tan acelerado como dices, y aun así ya ves. Ríe. Se registra la risa. No hay interferencias de ruidos cuando Julio Scherer comenta que siempre se creyó poseedor de un buen estilo nadador, al grado de presumir de él ante un instructor del Deportivo Chapultepec sin imaginar jamás que el instructor le diría perdóneme pero no es cierto: usted separa los dedos y eso resta efectividad a sus brazadas, el agua se le filtra, sus manos no alcanzan a convertirse en las paletas de un remo, usted nada mal, le dijo el instructor del Deportivo Chapultepec y el orgullo de Julio Scherer se hundió hasta el fondo de la alberca. Fue horrible, hermano. Igual que aquella vez, de adolescente, en el boliche: cuando fumó el primero y el último cigarro de su vida, ni siquiera lo terminó, su estómago precipitó el vómito frente a sus compañeros, y la vergüenza, el asco, la vergüenza, lo llevaron a odiar durante toda la vida al cigarro. Ni por curiosidad enciende ahora uno. Ni para aliviar la tensión. Mejor cruza veinte veces la alberca del Deportivo Chapultepec todos los días, todos.

Nítida se escucha en la grabación la voz de Julio Scherer cuando refiere a sus dos acompañantes la breve plática con su padre infartado, moribundo, en 1968:

—Tú vas a ser director de Excélsior —me dijo de pronto mi padre.

—¿Te da gusto? —le pregunté.

—No —me dijo—. Vas a sufrir mucho.

Hasta aquí el registro de la plática.

 

 

 

Corte a:

Interior. Oficina del director general de Excélsior. Reforma dieciocho. Día.

Julio Scherer se desplaza del escritorio donde acostumbra desparpajar los periódicos del día hacia la zona de conversación integrada por un sofá y dos sillones tapizados en cuero color crema. Cuando por tres segundos frena de golpe el recorrido, su cuerpo obstruye la visión completa del retrato al óleo de Rodrigo de Llano que cuelga en la pared recubierta de madera. Transcurridos los tres segundos completa el trayecto y toma asiento en el centro del sofá, pero en el borde, sin apoyar la espalda. Su mirada apunta al techo mientras con ligeros frotamientos obliga a embonar las cuencas de sus manos en las rodillas.

Durante el lapso descrito, Julio Scherer habla sin pausas. Con un ejemplo en apariencia desconectado del asunto trata de explicar el significativo distanciamiento que en los últimos meses (los primeros de 1976) se ha producido entre los funcionarios de Luis Echeverría y el director general de Excélsior.

El ejemplo de Scherer es más o menos el siguiente:

Si cuando oyes sonar el teléfono saltas y te pones nervioso y te emocionas, es señal de que estás enamorado. La mejor prueba. Si el teléfono suena y tú saltas: estás enamorado. Lo sabes con sólo oír el timbre, antes de descubrir quién llama. ¿O no es cierto?

De donde se deduce, según Julio Scherer, la vivencia contraria: los teléfonos silenciosos. Dejan de timbrar y dejas en consecuencia de emocionarte: el amor está muerto, rota la relación, marchito el trato. Eres director de Excélsior. Los teléfonos llaman a todas horas. Te buscan los funcionarios, los políticos, los ejecutivos; para lo que sea pero te buscan: para halagarte, para reclamarte, para tratar de comprarte; para lo que sea pero te llaman: señal de que estás vivo, existes, tu periódico marcha. Telefoneas tú al funcionario Fulano y te responde: señal de que estás vivo. Telefoneas y no está, pero él te llama más tarde, al día siguiente: señal de que estás vivo. No te llama, se niega una y otra vez a responder el teléfono; se niega también el otro y el otro y el otro; no te llaman después, se hace el vacío: mala señal, señal de que estás en la mira.

Son los primeros signos. Después se acumulan otros. Los reporteros llegan a tu oficina y se quejan: no los reciben, los tratan mal, los jefes de prensa rehuyen la plática, los políticos critican a Excélsior, con insólita frecuencia: que los artículos editoriales muy agresivos, que las cabezas muy sensacionalistas, que la información valorada con muy mala voluntad, que a dónde pretende llegar Excélsior tan desatado en los últimos tiempos, ¿qué les pasa?... Ya. Signos tras signos se construye la evidencia. No hay vuelta de hoja. ¿Qué se puede hacer? Nada. Tranquilizar a los reporteros si acaso. Adelante y seguimos igual. No retrocedes porque si ahora bajas la guardia quedarás indefenso para siempre. Ni una palabra a los articulistas. Adelante.

Julio Scherer abandona el borde del sofá color crema y conduce a su visitante (hasta este momento visible para la cámara) al pequeño balcón apuntado hacia el Paseo de la Reforma. En el momento en que el director general de Excélsior lucha con la puerta del balcón tratando de plegarla para dar cabida a él y a su acompañante en el espacio protegido por el barandal, suena el timbre del teléfono. Scherer cubre en poco tiempo la distancia entre el balcón y el escritorio al que necesita rodear para situarse frente a la zona de teléfonos. Descuelga la bocina y oprime con el pulgar el botón de la derecha.

—Gracias Elenita.

Oprime el botón de la izquierda.

(Horas después, los periodistas más allegados a Julio Scherer entran en conocimiento de la conversación telefónica sostenida entre el director general de Excélsior y el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez.)

Como amigo, no como jefe de prensa del comité ejecutivo nacional del pri —cargo por el que renunció a la rectoría de la Universidad Autónoma Metropolitana entre críticas severas de los comentaristas de. Excélsior—, como viejo amigo de Julio Scherer García el arquitecto Ramírez Vázquez telefonea para decir al director, de manera extraoficial por supuesto, como amigo preocupado por la situación y con base a ciertas informaciones de primera mano, que la crisis entre el gobierno y Excélsior podría aliviarse, tal vez resolverse, si dejas de escribir tu segundo apellido.

—¿Si dejo de escribir qué?

—Si dejas de escribir tu segundo apellido —repite Ramírez Vázquez.

—No entiendo —dice Julio Scherer. No entiendo, se repite a sí mismo mientras cavila, Scherer García, García, mi segundo apellido, desconcertado ante la charada, con la bocina en la oreja y moviéndose frente al escritorio todo lo que permite el cordón del teléfono—. No entiendo.

—Es todo lo que te puedo decir —dice Ramírez Vázquez.

Cuelga Julio Scherer, pero todavía tiene la mano sobre la bocina cuando brinca, como los personajes de las historietas.

Qué estúpido soy. Claro. Mi segundo apellido, García. Quieren que García Cantú deje de escribir en Excélsior. Eso es. Qué estúpido soy.

Avanza hacia el balcón.

—Pero qué manera de decir las cosas, carajo.

—¿Vas a cortar a Gastón? —pregunta el visitante una vez enterado.

—Ni muerto —exclama Julio Scherer.

 
 


* Fragmento de Los periodistas, segunda parte: “El golpe”.

 


La gota de agua

 

—No hay agua.

Con la mala noticia, el domingo 31 de enero amanecía definitivamente sucio. Pensé que me sería imposible abrir los ojos porque tendría los párpados pegados por legañas, duras como resistol. Me sentí anticipadamente mugriento, sudoroso, oliendo a chivo, barbón. El cabello tieso, la cara escurrida, las uñas negras, el alma toda convertida en un costal de inmundicias que debería cargar durante la mañana entera, la tarde y la noche de ese domingo infeliz.

—No exageres —dijo Estela cuando me oyó repelar.

En calzoncillos hice girar las llaves del lavabo y de la regadera. Ni una gota cayó de la nariz del lavabo; gorgoriteó apenas la manzana de la regadera y dos o tres lagrimones gravitaron hasta el piso de azulejo gimiendo plop, plop.

—Ni una maldita gota en toda la casa, me lleva la chingada.

Subí a la azotea y trepé por la escalera marina.

Aunque sabía muy bien, gracias a la ley de los vasos comunicantes, que bastaba con asomarme a un tinaco para conocer el nivel de agua absoluto, destapé los dos: primero el tinaco derecho y luego el tinaco izquierdo. Vacíos. Dos tinacotes horizontales con capacidad de 1,100 litros cada uno, sobrados recipientes para el consumo diario de una familia de seis miembros y dos sirvientas: vacíos, totalmente vacíos, vacíos. Metí la cabeza dentro de los vientres huecos. Parecían dos enormes piñatas de cemento que me habría gustado romper a palos, carajo. Además de vacíos, los tinacos estaban sucios. Capas de lodo reseco encenagaban sus fondos: mugre, tierra, lama, seguramente bacterias que el filtro de la cocina no conseguía exterminar y que a través del agua dizque potable viajaban luego hasta nuestros sistemas digestivos provocando las salmonelosis de Mariana, las amibiasis de mi hija Estela o vaya Dios a saber cuáles y cuántas infecciones que dejábamos pasar más o menos desapercibidas o automedicadas con cloromicetín.

Problemón también éste: el de los tinacos sucios. No en balde el periódico del Instituto del Consumidor instaba a todo mundo a desinfectar cuanto antes sus tinacos. Tendríamos que enfrentar también este problema, pero no ahora, pensé. No ahora, no ahora, seguí pensando mientras descendía por la escalera marina y recordaba al arquitecto Fernando Juárez Jiménez, residente de la Constructora Libertad en el tiempo en que remodelamos la casa.

Estábamos en plena construcción cuando el arquitecto Juárez me dijo:

—Sería bueno hacer una cisterna, ¿no le parece?

El Joven Juárez, como lo apodaban mis hijas, era un muchacho moreno y barbón recién recibido en el Poli y recién casado con una chica brasileña. Trabajaba con ahínco en nuestra obra aunque a veces tenía diferencias con Pepita Saissó, la autora del proyecto.

—¿Para qué una cisterna? —pregunté al Joven Juárez.

—Para prevenir la escasez de agua —respondió.

Sonreí discretamente por la nariz, pero lo dejé explayarse en sus teorías sobre el desorbitado crecimiento de una ciudad que en ese año de 1975 empezaba a preocupar, según él, a los urbanistas. Aún las clases medias disfrutábamos mal que bien de los servicios fundamentales, pero en diez años —decía el Joven Juárez— el tránsito se volverá imposible, la polución atmosférica espantosa, fallará el suministro de energía eléctrica y no habrá agua potable suficiente para satisfacer la demanda de una metrópoli en franco proceso de descomposición. ¿De dónde y cómo traer agua hasta una ciudad trepada sobre el altiplano, sin ríos caudalosos que la alimenten? Agotados los mantos acuíferos y exprimidos los manantiales más próximos se hará indispensable ir cada vez más lejos por el agua; entubarla a lo largo de kilómetros y kilómetros, almacenarla y bombearla luego con mayúsculos esfuerzos y gastos de energía a un costo estratosférico. En diez o en veinte años, antes de que termine el siglo —decía el Joven Juárez— un vaso de agua será tan preciado y tan costoso como un vaso de leche.

Volví a sonreír, ahora con lástima. Lástima de que las nuevas generaciones crecieran con esa mentalidad apocalíptica más propia de ancianos que de jóvenes. Y el progreso ¿qué? Crecían los problemas, desde luego, pero crecían también las posibilidades de solución. El ingenio humano y el instinto de sobrevivencia no se secaban como un pozo. Con ese pesimismo jamás se habrían inventado la máquina de vapor, la electricidad, el teléfono, el avión. Inventos todos que transformaron radicalmente el sistema de vida de sociedades pretéritas cuando ya los catastrofistas de entonces anunciaban su inminente destrucción.

—Aquí se puede abrir el agujero —dijo el Joven Juárez mientras tendía su cinta metálica en el patio delantero de la casa—. Una cisterna de tres, por tres, por metro y medio de profundidad, digamos.

Pobre juventud, pensé. Su pesimismo no es a fin de cuentas sino el resultado de una crisis religiosa: han perdido la fe. Como ya no se cree en la providencia divina, ya no se cree tampoco en el progreso.

—Trece punto cinco metros cúbicos de capacidad ―multiplicó el Joven Juárez en su calculadora de bolsillo—. La cisterna puede almacenar trece mil quinientos litros.

Me fui de espaldas:

—Será como tener bajo tierra doce tinacos de mil cien litros. Una buena reserva para las épocas de escasez.

Sacudí el hombro de Juárez con un par de palmadas.

—Es una exageración, arquitecto.

—Hay que prevenir el futuro.

—Qué futuro ni qué ojo de hacha. En San Pedro de los Pinos no ha faltado el agua jamás.

El Joven Juárez no estaba para saberlo ni yo para contarlo, pero en San Pedro de los Pinos viví toda mi infancia. La colonia formaba parte del antiguo Rancho Nápoles y apenas comenzaron a fraccionarla mi padre adquirió terrenos por dondequiera pagando a un peso el metro cuadrado. Aunque eran pesos 0.720, de aquellos pesos, de todos modos hizo un gran negocio. En el sexto tramo de Avenida Dos construyó tres casas: una para nuestra familia, otra para su madre y la tercera que rentaba de igual manera a como rentaba muchas más que construyó, compró o cambalacheó en diferentes calles de la colonia. Extraordinario comerciante, mi padre se pasó gran parte de su vida comprando y vendiendo casas en San Pedro de los Pinos. En su testamento legó una a cada uno de sus hijos, pero las puso a nombre de mi madre para comprometernos a pagarle una renta. La casa que mi padre destinó para mí, ésta que ahora reconstruíamos con el Joven Juárez como residente, era la casa de mi abuela, y recuerdo muy bien cuando yo venía de niño a asomarme al pozo agujereado allá detrás, en el jardín.

—Un pozo, arquitecto. Un verdadero pozo, como los de pueblo.

Desde luego eso ocurría a fines de los treinta, principios de los cuarenta, cuando el San Pedro de los Pinos de entonces nada tenía que ver con el de ahora. Las calles eran de tierra, hoyancudas, y en época de lluvias se formaban espantosos lodazales donde se atascaban los autos horas y horas. Por eso los taxis se resistían a viajar hasta San Pedro. Cuando abordábamos uno, mi madre hacía trepar primero a toda la pipiolera y sólo hasta que la portezuela se cerraba, ya con el taxi en marcha, se atrevía a decir al chofer: Vamos adelantito de Tacubaya, adelantito. Era un rumbo con ambiente pueblerino. En Calle Nueve, casi esquina con Avenida Dos, se extendía un enorme establo al que regresaban las vacas todas las tardes, con la del cencerro por delante, ocupando el aneho de la calle. Por Avenida Cuatro, la que ahora se llama Patriotismo, cruzaba bamboleándose el tranvía amarillo Mixcoac-Tacubaya. El par de vías se hallaba montado sobre un alto terraplén, y como la ruta era de un solo sentido, cuando una de las máquinas estaba a punto de iniciar su viaje desde la estación Primavera, el conductor necesitaba antes utilizar un teléfono de cuerda para comunicarse a Mixcoac y preguntar si tenía vía libre.

Me di cuenta de que el Joven Juárez se conmovió con mis recuerdos porque lo vi oprimirse los párpados con el índice y el pulgar de su mano derecha, pero no quiso admitirlo. Dijo que el polvillo de la grava que estaba descargando un camión materialista le había lastimado los ojos.

Lo llevé a la zona posterior.

—Aquí es donde estaba el pozo, arquitecto. Ya para entonces se habían descubierto enormes mantos líquidos en el subsuelo de San Pedro de los Pinos. Precisamente toda el agua que necesita la colonia proviene de pozos artesianos perforados en distintos puntos del rumbo. Hay uno en el parque de la Calle Diecisiete, otro en el Pombo, ¿no los ha visto?

—¿Y son suficientes?

—Claro que son suficientes. Le digo que en San Pedro de los Pinos nunca falta el agua, a Dios gracias.

—Qué bueno —dijo el arquitecto Juárez.

Regresamos al patio de entrada. El camión materialista había terminado de descargar la grava.

—¿Nos olvidamos entonces de la cisterna?

—Es innecesaria.

—Déjeme siquiera instalarle dos tinacos de mil cien litros en la azotea.

Y dale con la visión apocalíptica.

—Con uno es suficiente, arquitecto. Aquí el agua tiene una presión terrible: sube todo el día. En casa de mis padres éramos ocho de familia, teníamos un solo tinaco de seiscientos litros y durante veinte años nunca padecimos escasez.

—Déjeme ponerle dos, el costo es mínimo. No se arrepentirá.

Más por no dar la imagen de intransigente que por estar convencido de los razonamientos del Joven Juárez acepté la instalación en la azotea de sus dos tinacotes de mil cien litros.

Ahora, seis años después de terminada la obra, esos dos tinacotes se hallaban vacíos, huecos como dos piñatas huecas, sin una pinche gota de agua.

—No te pongas así —me dijo Estela cuando regresé al comedor.

—¿Sabes lo que significa?

—Que estamos sin agua.

—Significa que en toda la noche, en toda toda toda la noche, el periodo de más presión, no subió agua hasta la azotea. Significa que el gasto de abastecimiento se ha abatido en forma alarmante. Significa que enfrentamos una situación de emergencia.

Mariana abrió sus ojos como aceitunas.

—¿Por qué no hay agua? —preguntó.

Me acuclillé frente a mi hija de once años como se lo había visto hacer a Spencer Tracy en una vieja película en la que actuaba de papá bueno.

—Mira, Mariana, te voy a explicar. El agua que usamos todos los días llega de la calle por unos tubos así de grandes, de fierro, que están enterrados abajo de la banqueta. Cuando hay mucha agua, las gotitas corren apretadas apretadas y se empujan y se avientan entre sí con gran fuerza, porque no caben en el tubo. Esta fuerza es la que hace que el agua suba altísimo.

—Tiene mucha presión y llega a los tinacos.

—Exactamente.

—Y cuando no tiene presión solamente llega a la llave de la entrada, pero no alcanza a subir a la azotea.

—Exacto, Mariana, exacto, eso es lo que pasa. Ya lo habías entendido muy bien.

—Claro papá, no soy estúpida —replicó Mariana y empezó a desayunar sus hot cakes con miel de maple.

Yo desayuné nada más una taza de café negro, convencido de que enfrentábamos una situación de emergencia, al borde del colapso.

Efectivamente, por vez primera en la historia de nuestros percances domésticos, la escasez del líquido potable se prolongaba hasta el periodo nocturno. Antes habíamos padecido fallas en el suministro, cierto. Durante los estiajes del 79, del 80, del 81, los tinacos del Joven Juárez se vaciaban a media mañana y durante toda la tarde no volvía a subir agua hasta ellos. Pero llegada la noche, a eso de las doce o la una de la madrugada, el característico tronido de tubos, el ruido de los golpes de ariete, anunciaban de manera rotunda la reanudación del servicio. A veces me despertaba al oír el chorro llenando el tanque del excusado, y a veces no conciliaba el sueño hasta oírlo. Más bien esto último. Es decir, mi insomnio tenía la duración de la espera:

A qué horas aumentará la presión, Dios mío. A qué horas subirá el agua. ¿Por qué tarda tanto el chorro del excusado?; anoche se llenó a la una. Ya es cuarto. Todavía nada.

Saltaba de la cama, descalzo iba hasta el baño. Abría la tapa del tanque sólo para verificar un vacío tan angustioso como la nada metafísica. En la oscuridad me dirigía al cuarto de las hijas menores y pegaba la oreja al muro por donde subía empotrada la tubería de alimentación:

Oh Dios, haz que escuche el ruido del agua subiendo, oh Dios.

Nada de ruido, nada de Dios. Nihilista regresaba a mi cuarto sólo para rodar dentro de la cama y descobijar a Estela.

Por fin ocurría el milagro: en ocasiones a las tres de la mañana, nunca más tarde. Proveniente del baño llegaba el gorgoriteo precursor al ruido del chorro: primero resonante al chocar contra la porcelana del tanque, luego cristalino al sumergirse en el manto de agua ascendente, y por último ahogado y sordo cuando ya se anunciaba el inminente cierre del flotador. La alegría por el suceso prolongaba unos instantes el insomnio, pero cuando Morfeo me cerraba los ojos era un profundo aletargamiento el que me hacía caer plácidamente en la zona oscura del descanso reparador. Me dormía confiado en que al amanecer saldría el agua generosa de la nariz del lavabo o de la manzana de la regadera al conjuro mecánico de una llave que gira. No siempre era un volumen suficiente para todas las necesidades diarias. Alcanzaba, sin embargo, para rápidos duchazos, para echar un par de lavadoras y para resolver el aseo matinal de la cocina y de los baños. El resto del agua indispensable era acarreada por la sirvienta o las sirvientas en cubetas que llenaban en la toma domiciliaria. Eso sí: ahí nunca faltó el agua. En la llave de la entrada el chorro siempre estuvo presente, aunque su caudal y su potencia dejaron mucho que desear en aquellas malas épocas, las del estiaje canicular.

A ratos se preocupaba Estela:

—¿Qué vamos a hacer?

—No hay problema —le respondía, optimista—, es el estiaje. Deja que pasen estas semanas y los tinacos se volverán a llenar normalmente. No hay problema. En San Pedro nunca ha faltado el agua.

Efectivamente: pasaban las cinco o seis semanas críticas del estiaje y volvíamos a disfrutar con abundancia del líquido potable. Y nos olvidábamos del problema.

Así ocurrió en el 79, en el 80, en el 81.

En el estiaje de 1981 se produjo un incidente extraordinario que vale la pena mencionar.

Una tarde la sirvienta Paula trató de llenar una cubeta en la toma domiciliaria y se encontró, oh sorpresa, con que no salía una sola gota de la llave.

Se sobresaltó la familia.

—Ahora ya no hay agua ni en la entrada —gritó Eugenia.

—Oh Dios.

—¿Qué está pasando?

Corrí a la casa de mi madre, separada de la nuestra por un simple muro de catorce, y mi sorpresa se duplicó al descubrir que en la llave de su toma el chorro salía potente y rápido, sin interrupciones.

No puede ser, pensé, no puede ser. Somos vecinos colindantes. Si mi madre tiene agua nosotros deberíamos tener también. Y no tenemos.

—¿Qué está pasando? —volvió a preguntar Estela. Mientras Paula llenaba su cubeta yo me puse a dar de vueltas en el patio y a repasar mis conocimientos de plomería.

—Una de dos —dije por fin a Estela: o se ha trasroscado la llave, cosa que cualquier plomero puede arreglar en un santiamén, o se ha producido una obstrucción extraordinaria en el tramo que va de la red municipal a la toma de la casa. Si es esto último lo que ocurre se hace preciso notificar el desperfecto al Departamento de Agua Potable de la delegación Benito Juárez, porque está terminantemente prohibido a los usuarios meter mano en las instalaciones públicas.

—Hablas como si estuvieras dando clases, papá —se burló Eugenia.

—¿Tardan mucho en venir los plomeros de la delegación? —preguntó Isabel.

Ése era precisamente el problema. Cualquier reporte a la delegación Benito Juárez caería de seguro en la maraña burocrática que suele aquejar a toda dependencia oficial. Los plomeros de la delegación tardarían semanas en acudir en nuestro auxilio y durante todo ese tiempo, en consecuencia, padeceríamos una sequía absoluta.

—Qué horror —dijo Isabel.

—¿No será que la llave está simplemente trasroscada como dices? —preguntó Estela.

En tono autoritario mandé a Eugenia por la llave inglesa, las pinzas y un desarmador por si acaso. Entre tanto me acuclillé frente al cuadro de la toma y accioné repetidamente los volantes de la llave de paso y de la llave de nariz. No parecían trasroscados: giraban con facilidad hasta los topes, tanto al abrir como al cerrar.

Eugenia llegó con las herramientas, pero no me atreví a usar la llave inglesa por miedo a provocar una inundación. Simulé sin embargo algunas acciones de experto y me enderecé con aire de suficiencia:

—El problema parece estar localizado en el medidor —dije a Estela—. De todos modos hay que llamar a los plomeros.

Telefoneamos a la plomería de Avenida Revolución, pero el gordo Humberto ya no quiso venir a esas horas, es muy tarde, está oscureciendo; mejor mañana les caigo por ahí tempranito, de veras, se lo juro, palabra de honor.

Al día siguiente, antes de ir a mi trabajo en Proceso, Estela me preguntó:

—Si los plomeros dicen que el problema es el medidor, ¿qué hacemos?

—Que le metan mano, que lo arreglen. Humberto sabe cómo.

—¿No dices que está prohibido?

—Prohibidísimo, pero no queda de otra. Lo bueno es que es muy fácil: nada más necesitan cerrar la llave de la red que está en la banqueta y desarmar el medidor. Sería muy mala suerte si en ese momento pasa un inspector.

En las oficinas de Proceso, Mari García se ofreció a reportar mi problema doméstico a la delegación Benito Juárez. No lo hizo como si yo fuera un simple usuario. Enfatizando mi condición de periodista y dando extremada importancia a mi cargo de subdirector de Proceso —es subdirector de Proceso, es subdirector de Proceso, repetía Mari— logró que la secretaria particular del delegado la pusiera al habla con el ingeniero González Terán, jefe local del Departamento de Agua Potable.

Seguramente a González Terán le impresionó en serio mi cargo periodístico porque se comprometió ante Mari García a enviar de inmediato una cuadrilla de plomeros a mi domicilio. Su orden fue tan eficaz que la cuadrilla llegó esa misma mañana, en el momento en que el plomero Humberto estaba a punto de violar la válvula de la red municipal.

Humberto vio a los plomeros de la delegación y no lo pensó dos veces: agarró sus herramientas, le dijo pícale a su ayudante y echó a correr por la calle como si huyera de la policía.

En menos de quince minutos la cuadrilla de González Terán arregló el medidor: estaba obstruido, simplemente obstruido por tierra, basuras y mugre que acarreaba el agua potable de la red. El servicio no fue solamente rápido sino que el propio ingeniero González Terán me telefoneó esa noche para saber si el problema había quedado resuelto a mi entera satisfacción.

—A mi entera satisfacción, ingeniero. Un millón de gracias.

Colgué la bocina impresionado, e iba a vanagloriarme ante las hijas de mis poderosas influencias con los funcionarios públicos, cuando oí que en el comedor mi hija Estela hablaba de su amigo Mario Zambrano. Decía que Mario Zambrano había tomado muy en serio aquello del compromiso con los pobres, y en concordancia con sus ideas se había ido a vivir a un cuartucho en una colonia proletaria, más allá de la Moctezuma, para luchar por los derechos de los marginados.

Ellos sí que están jodidos —decía mi hija Estela—: sin títulos de propiedad, sin servicios sanitarios, sin agua potable. Jodidos, jodidos.

Como advertí que mi tema resultaría inoportuno, resolví guardar la petulancia para mejor ocasión y me lancé directo a la regadera a gozar, con el agua corriente, del resultado de mis influencias.

Nunca más volvió a obstruirse el medidor de la entrada.

Al recordar ahora el incidente me di cuenta de que nunca antes, tampoco, me había sentido como esta mañana del domingo 31 de enero de 1982: abofeteado por la evidencia de los tinacos vacíos.

—Por qué te enojas tanto si ya ha pasado otras veces, papá.

—No es cierto. Siempre sube agua en las noches. Poca o mucha, siempre sube. Ahora no. Esa es la terrible diferencia.

Acarreando agua de la llave de entrada y calentándola luego en ollas de aluminio, Estela y las hijas procedieron a bañarse a jicarazos. Desde luego yo renuncié al sistema decimonónico de limpieza. Me rasuré a duras penas remojando el rastrillo en un cacharro y decidí no ir a misa. Además, en protesta contra las autoridades del Departamento del Distrito Federal, me declaré en huelga de baño. Si al día siguiente no se normalizaba el servicio, mi huelga duraría lo que durara la escasez, ya verán si no.

—Hoy en la noche sube el agua —dijo Estela—. No te pongas así, es domingo.

Fuimos a Bellas Artes a oír la Sinfónica Nacional dirigida por Sergio Cárdenas. Mientras jugaba como siempre a encontrar parecidos a los músicos con gente conocida (el violinista de la tercera fila: Luis Echeverría; el delgaducho del fagot: Manolo Robles; el del corno: Juan lbáñez; el galán de la flauta: Mario Vargas Llosa) imaginé a más de uno enjabonado bajo la regadera, histérico porque el agua se acabó de repente. Cuántos de aquellos músicos se habrían desayunado con la sorpresa de una llave que no escupe, de un tanque de excusado completamente vacío. Tocaban ahora ocultando el malhumor, sudorosos por el trajín musical. Tal vez el mismo Sergio Cárdenas no tuvo agua ni para mojarse la cabeza que sacudía de derecha a izquierda como un plumero durante el adagio de la Sinfonía en do mayor K. 425 de Mozart. Y los espectadores ¿qué? Parecían hipnotizados por la música pero seguramente disimulaban. Habían ido al concierto para olvidarse del estiaje, como otros salían a pasear a la Alameda, a recorrer la ciudad, a engullir en los restoranes, a enchiquerarse en los cines.

Las fuentes de la Alameda tenían agua; también los sanitarios del Vips, y desde luego los condominios provistos de cisternas y bombas, las casas del Pedregal, las residencias de los políticos. El Presidente de la República no sabría jamás lo que es la angustia de un tinaco vacío; tampoco el candidato del pri ni los privilegiados de la burguesía mexicana.

Tuve de pronto la impresión de que la súbita escasez de ese domingo 31 de enero afectaba exclusivamente a los sampedreños y, por supuesto, a los miles y miles de jodidos como aquéllos con los que se fue a vivir Mario Zambrano.

En la tele, a eso de las diez de la noche, cantaba Napoleón. Se veía rozagante, limpiecito, como si acabara de salir de una ducha. Pinche Napoleón privilegiado, qué envidia.

Me dormí hasta las tres de la madrugada cansado de esperar el ruido del agua subiendo a los tinacos y llenando el tanque del excusado.

Nada se oyó.

 


Una visita a Gilberto*

 

Guiados por Juan Rivero Legarreta, abogado del despacho de Adolfo Aguilar y Quevedo, el periodista Óscar Hinojosa y el autor de este libro visitamos el Reclusorio Oriente a media mañana del jueves 7 de junio de 1984. Aunque ya para esas fechas era el despacho de Enrique Fuentes León el encargado de la defensa de Gilberto Flores Alavez, los abogados de Aguilar y Quevedo seguían considerando el caso como algo propio. Al menos así lo sentía Juan Rivero luego de cinco años y medio de estar consagrado al estudio del asunto y vivir convencido de la inocencia de Gilberto:

—Sí, definitivamente lo creo inocente —decía Rivero mientras a bordo de su Volkswagen blanco viajábamos por los rumbos de Iztapalapa, ya para llegar al Reclusorio Oriente.

Tanto a Rivero como a Aguilar y Quevedo les pesaba obviamente haber quedado fuera de la jugada, pero entendían y hasta parecían disculpar la actitud de Flores Izquierdo: era semejante al gesto desesperado con que un manager de béisbol manda batear en la novena entrada a un emergente mañoso para tratar de ganar por jonrón un juego perdido. Con las mañas de Fuentes León, Flores Izquierdo pretendía conseguir a última hora el fallo absolutorio que no logró en cinco años Aguilar y Quevedo.

—Si Fuentes León logra sacar libre a Gilberto, ojalá, qué bueno fuera, eso esperamos, nosotros también nos sentiremos ganadores —añadía Juan Rivero desde el Volkswagen—. No faltaba más. El mayor mérito ha sido nuestro.

Rivero hablaba con sinceridad, no reflejaba fingimiento alguno. Tan no fingía que a la primera solicitud de Óscar Hinojosa, una semana antes, accedió con gusto a guiarnos personalmente en la visita a Gilberto. No estaba resentido con él. Conservaba su amistad; se diría que su ascendencia de hermano mayor, de consejero y sostén.

Al final de un camino largo, al descampado, apareció el edificio del Reclusorio Oriente: era una construcción achaparrada que en trazos rectos extendía a derecha e izquierda sus cuerpos rectangulares. Hormigueaba la gente, poca gente, en torno al edificio. Unos se dirigían hacia la zona de Juzgados, distribuidos en un cuerpo de tres pisos, mientras otros caminaban rumbo a la zona carcelaria, por la entrada de visitas.

Informativo, Juan Rivero nos recordó la situación legal en que se hallaba Flores Alavez en esos instantes: al empezar junio de 1984. Contra la sentencia de 28 años dictada por el juez en octubre de 1982, la Defensa había interpuesto una apelación y perdido ya las dos instancias ante el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Ahora sólo quedaba una última oportunidad, en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para que Gilberto pudiera ver su proceso sometido a revisión. En caso contrario, si se llegara a recibir de la Suprema Corte una respuesta negativa al amparo, la sentencia del juez quedaría corroborada y Gilberto abandonaría la cárcel preventiva, del Reclusorio Oriente para ir a purgar sus 28 años de condena en la penitenciaría de Santa Marta Acatitla o en el penal de las Islas Marías.

—Se espera que de un momento a otro la Suprema Corte se pronuncie —dijo Rivero—, pero igual puede hacerlo dentro de unos días que dentro de semanas o meses. No hay un plazo límite.

No fue difícil salvar los pequeños obstáculos administrativos que separaban la calle del recinto carcelario: la entrega de una identificación personal —la licencia de manejo—, la revisión de los bolsillos del visitante y la obtención de una ficha —una cartulina impresa semejante a un boleto— que debería devolverse luego, a la salida. Tal vez la presencia del licenciado Rivero facilitó los trámites, aunque no se advertía gran demanda de visitantes. Las filas que se formaban ante cada puesto de vigilancia eran de cuatro, de seis personas a lo sumo.

Juan Rivero, Óscar Hinojosa y yo nos orientamos al área consagrada a la Visita Íntima. Ahí habitaba Gilberto, no sólo como encargado de ese pequeño hotel donde los internos compartían un día, una noche con su pareja, sino como concesionario del pequeño restorán avecindado a la batería de cuartos. Avanzando por delante, conocedor del sitio, Juan Rivero cruzó un estrecho pasillo hasta llegar a la puerta cerrada del cuarto número 9. Nudilleó pero no recibió respuesta. Decidió caminar hasta el final del pasillo para solicitar informes a un sujeto de baja estatura que tenía más aire de mozo que de recluso: quizás era ambas cosas.

—Gilberto. ¿No anda Gilberto por aquí?

De atrás, de algún cuarto, escapaba con fuerza y buena sonoridad la música estruendosa de Michael Jackson o alguien así.

—¿Y Gilberto?

Fue otro recluso con aire de mozo, no el primero, quien extendió un brazo y respondió:

—En el restorán.

Subiendo cuatro o cinco escalones por un pasillo que se estrechaba, Juan Rivero y sus acompañantes llegamos al establecimiento. No era muy grande, lo suficiente para albergar una media docena de mesas para cuatro y hasta para seis personas. Eran típicas mesas de cafetín protegidas por un par de manteles: un mantel de base, color rojo, y encima un mantel blanco, el eventual. Se adivinaban algunas personas en el área de la cocina pero no había más clientes en el restorán que los integrantes de un pequeño grupo replegado al fondo, en una mesa rinconera dispuesta a modo de gabinete: el mejor sitio, el más amplio de todo el establecimiento.

Sólo eran tres los del pequeño grupo: tres jóvenes. Uno de ellos se levantó y fue al encuentro de Juan Rivero. Parecía alegremente sorprendido por la súbita visita del amigo abogado. Rivero llevaba mucho tiempo de no aparecerse por ahí y ahora no avisó que llegaría acompañado de un par de periodistas. No avisó pero no importa. Da lo mismo. Qué bueno. Pásenle.

—Mucho gusto.

A pesar de las incontables fotografías publicadas en la prensa a lo largo de cinco años, Gilberto Flores Alavez resultó de momento irreconocible. No tenía ya los rasgos adolescentes de octubre de 1978, pero tampoco la barba de 1982 ni el cabello largo y greñudo cayéndole hasta la nuca con que lo fotografió el semanario Express en junio de 1983. Conservaba, eso sí, como único rasgo típico, el bigote, mientras su cabello le transformaba ahora el semblante. Era eso. Lo traía teñido de un rubio claro, rojizo, tirando al rubio; una onda de pelo muy bien lograda le cruzaba en sentido horizontal la frente. Vestía pantalón caqui y camisa sport muy fina, de cuellito Mao y con los dos botones más altos desabrochados. Por la abertura se asomaba el vello del pecho, pero sobre todo un par de collares sólidos, como correas cilíndricas. Las uñas manicuradas. Las cejas ligeramente depiladas.

—Mucho gusto.

Gilberto intercambió palmadas en la espalda con Juan Rivero y recordó muy bien a Óscar Hinojosa, a quien había conocido en febrero de 1983 cuando se inauguró la remodelación del área de la Visita Intima.

—Mucho gusto.

Presentó a sus dos amigos apenas se levantaron para saludar a las visitas. También ellos estaban de simple visita en el Reclusorio: pertenecían a la libertad. Eran dos jóvenes veinteañeros. El menor, de inconfundible aspecto gay, llevaba su pelo rubio con un corte a la punk y traía los párpados sombreados de azul. El otro se presentó como pintor: se llamaba Alonso Palacios y estaba preparando, para el Foro Cultural Coyoacanense, una exposición de cuadros cuyo tema era Gilberto: docena y media de pinturas sobre el martirio de Gilberto —dijo—: valiente exposición.

—Qué interesante.

Gilberto invitó cafés, otro refresco de manzana para el joven punk y un agua mineral para Óscar Hinojosa. Antes de que el servicio llegara a la mesa ya estábamos los cinco ahí reunidos hablando del proceso de Gilberto: plática superficial, ligera, por encimita. El nieto no se mostraba muy confiado en alcanzar la libertad pero tampoco se veía abatido por el pesimismo. Con desenvoltura, suelto en la charla, repetía los viejos argumentos con que sus abogados defensores y él mismo habían impugnado durante cinco años las irregularidades del juicio, las arbitrariedades de la policía y los “malvados métodos” de Alanís Fuentes. Sus palabras y sus razones eran idénticas a las de octubre de 1982, cuando la huelga de hambre; exacta la repetición, impresionante, aunque sin duda lógica, esa obsesión de estar diciendo siempre, siempre, siempre, que era víctima de un injusto encarcelamiento.

—Pero tienes confianza en salir.

—Si la Suprema Corte me confirma la sentencia prefiero las Islas Marías que Santa Marta Acatitla.

—¿De veras?

—Prefiero los muros de agua.

—Las Islas Marías deben ser terribles.

—Pues las prefiero, de una vez. Ya. Las prefiero.

En ese instante no pareció que Gilberto hablara por hablar. Se veía convencido de su anticipada elección. Tal vez era un berrinche —si me van a sentenciar injustamente de una vez que me hundan hasta lo último, lo peor—, o tal vez era que Gilberto tenía noticias de que el penal de las Islas Marías ya no resultaba tan terrible como en su negra leyenda: lo habían reformado, saneado, dignificado y ahora, quizá, se consideraba preferible a la penitenciaría de Iztapalapa.

Sea como fuere la conversación no se detuvo en el punto.

—Lo importante es que yo estoy en paz aquí conmigo mismo —dijo Gilberto—. Y cuando Óscar Hinojosa preguntó cuáles eran, en general, en todo este tiempo, sus impresiones sobre la cárcel, Gilberto entendió presiones y dijo que las presiones que él sufría no brotaban de la cárcel misma, del interior de la cárcel, sino del exterior: de los que allá afuera lo insultaban, lo acusaban, lo culpaban.

—La opinión pública ha cambiado mucho contigo.

—Bueno...

—Ahora hay mucha gente que te defiende.

—Eso sí.

—Como Margarita Michelena.

—Sí, claro. Margarita Michelena. Claro.

—Después de haber dicho las cosas horribles que dijo de ti, ahora. ¿Qué pasó con Margarita Michelena? Cambió radicalmente, ¿no? Después de ser una acusadora feroz ahora te defiende como nadie. ¿Qué pasó?

—No, pues nada. Muy sencillo. La señora Michelena se puso a estudiar mi caso y se convenció de que yo era inocente. Entonces vino aquí porque quería conocerme y me pidió perdón. Me dijo que ella iba a luchar para que se supiera la verdad. Ahora me visita a cada rato, escribe a mi favor. Es maravillosa. Muy buena escritora. Una periodista que no se vende, dice lo que piensa, la pura verdad. Es maravillosa.

Gilberto no bebía café como Juan Rivero, ni refresco de manzana como el joven punk, ni agua mineral como Óscar Hinojosa. Nada. Se mantenía atento. Listo para responder cualquier pregunta sobre cualquier cosa. Sobre la cárcel, otra vez. ¿Qué es la cárcel? ¿Qué se siente? ¿De qué manera afecta a una persona como tú?

—¿De qué manera afecta?

—Sí, de qué manera.

Desde luego era impensable que Gilberto se pusiera de pronto a reflexionar en público, aunque parecía acostumbrado a sortear toda clase de preguntas impertinentes y a enfrentar la curiosidad y hasta el morbo de los intrusos. Esa curiosidad le representaba un reto y el reto lo ponía eufórico.

Se veía eufórico, al menos, al decir:

—No, pues a mí, la verdad, el tiempo se me ha pasado volando. Y es que yo estoy en paz conmigo mismo por eso que le digo: porque he profundizado en los valores y por la fe enorme que le tengo a Dios. Yo: la religión. Para mí la religión es muchísimo, muy importante. A mí es lo que me ha sostenido en todos estos años. Antes tenía una religión muy cerrada, era como más fanático; ahora no. Ahora soy menos religioso si usted quiere pero tengo una fe más fuerte. Tengo una gran fe en Dios que es siempre mi sostén. Así como María Félix dice que para ella el dinero es su Equanil, así yo digo que para mí, mi Equanil es Dios. El es el que me ha sostenido en todos estos años durísimos. Yo tengo mucha fe en Dios. Es lo más importante de mi vida.

De Dios y de la religión la charla regresó a la bondad de Margarita Michelena y a la maldad de aquellos viejos detractores como Mauricio González de la Garza —ya no escribe, ¿dónde anda?—, como el que firma en Ovaciones una columna de policía con el hombre de Matarilirilirón y como el reportero de Excélsior Víctor Payán a quien Gilberto llamó, sonriendo: Víctor Pillán. Mucho tenía él que sentir de todos ellos. Mucho, aunque en distinta forma de lo que sentía contra los grandes personajes de la historia cuyos nombres saltaban a cada rato de su boca: el procurador Alanís Fuentes, el juez Morales Ocón, el policía Jesús Miyazawa...

—Debes odiar a Miyazawa, me imagino.

—¿Odiarlo?

—Sí.

—No.

—Él te metió en la cárcel, finalmente.

—Pero no lo odio. Yo no siento odio por nadie, de veras. Mi religión me ayuda a tomar las cosas de otra manera y veo todo lo que sucedió como con otros ojos, cómo le diré, con un sentimiento que es de mucho dolor pero no de odio.

—Eso no puede ser.

—Yo no odio a Miyazawa.

—Claro que lo odias.

—No, de veras...

—Pero cómo no, Gilberto. Si Miyazawa me hubiera metido a mí en la cárcel yo lo odiaría con toda mi alma, con toda. Mucho más si soy inocente. Sería algo que no le perdonaría jamás. Le tendría un odio mortal.

—Bueno...

—Claro que lo odias.

—No.

—Igual que a Anacarsis... ¿Qué se ha hecho Anacarsis?

—Me dijeron que se había casado —sonrió Gilberto, desdeñoso—. Por cierto con una muchacha que yo le presenté.

El tema de los personajes odiados, al menos malqueridos, se prolongó con el nombre del viejo industrial azucarero Pablo Machado que acababa de llamar asesino a Gilberto en una entrevista.

—Viejo calumniador.

Luego se habló del futuro.

—¿Tienes planes, Gilberto? ¿Qué harías si quedas libre mañana?

—Aunque no quede libre mañana, tengo planes.

—Te irías a vivir fuera del país...

—No.

—¿No?

—Antes pensaba eso, pero no, ya no. ¿Por qué iba a irme? No tengo por qué... Me quedaría a vivir en México con la frente muy alta.

—Estudiarías tu carrera de abogado.

—También pensaba antes eso, pero también cambié de opinión. Ya no quiero ser abogado, no me importa. Lo que quiero ser, a lo que me quiero dedicar es al teatro. Quiero ser actor.

Por primera vez en el curso de la plática Gilberto se infló de orgullo, se diría que de felicidad. Irguió el cuerpo, sonrió con toda la boca y se puso a comentar su experiencia teatral como actor principal de la obra que habían presentado dentro del reclusorio: En carne viva, de Raúl Carrancá y Rivas.

—Era una obra bellísima. Más bien un monólogo que yo decía. Yo era el actor principal, y lo hacía muy bien, me dijeron. Creo que muy bien... Ahí fue cuando decidí dedicarme por completo al teatro.

Gilberto no afirmaba en falso. Tan en serio parecía tomada su decisión de dedicarse al teatro que había empezado a tomar clases de actuación dentro del reclusorio. Y no con un profesor de aficionados ni con un actor en decadencia sino con una de las dos más importantes directoras del teatro profesional mexicano: Nancy Cárdenas.

—¿Con Nancy? ¿De veras?

Volvió a inflarse de orgullo Gilberto.

—Con Nancy.

Y para confirmarlo —es totalmente cierto, dijo— sólo era necesario esperar unos cuantos minutos. Nancy Cárdenas se presentaría de un momento a otro en el reclusorio: estaba citada con Gilberto para hablar de los planes teatrales del muchacho.

—No debe tardar.

—¿Qué piensan tus padres?

—¿Qué piensan de qué?

—De que te quieres dedicar al teatro.

—A mi papá no le gusta. El es muy conservador para estas cosas y no le gusta. Pero ni modo. Yo ya lo decidí y eso voy a hacer salga o no salga pronto de aquí.

—¿Tu mamá tampoco está de acuerdo?

—No, ella sí. A ella sí le gusta que yo quiera ser actor. Me anima muchísimo.

Pasaron aquellos cuantos minutos y llegó Nancy Cárdenas al restorancillo del Reclusorio Oriente. Venía acompañada de José Luis Payán, un experto en producciones teatrales que nada tenía que ver con el Payán periodista malquerido por Gilberto.

El grupo de seis creció a ocho. Los amigos de Gilberto necesitaron arrimar sillas y pedir otra ronda de cafés y refrescos: otra agua mineral para Óscar Hinojosa; todavía nada de beber para Gilberto, ni siquiera un vaso de agua. Conducida brillantemente por Nancy, la plática se instaló de manera definitiva en el tema teatral, y más parecía aquello una tertulia celebrada en un cafetín de cultos, al término de la segunda función, que un encuentro fortuito en el interior de una cárcel. Gilberto se veía contento, feliz, sobre todo seguro de que todos los que se hallaban a su alrededor estaban convencidos de su inocencia. Nancy lo estaba, sin lugar a dudas: lo decía abiertamente y hasta se puso a aconsejar a Gilberto cuando del tema teatral la plática regresó al dónde andarán los misteriosos asesinos de don Gilberto y doña Asunción.

—Andan por ahí agazapados.

De ellos tenía que cuidarse Gilberto a todas horas, dijo Nancy Cárdenas; eran sus principales enemigos: poderosos, sin duda muy influyentes, antes que nada malditos.

Y remató Nancy:

—Acuérdate, Gilberto: el que se atrevió a matar una vez puede volver a matar. Cuídate mucho.

Para no retardar la lección de teatro se suspendió la tertulia. Era tiempo de partir. Sólo queríamos antes, Óscar Hinojosa y yo, de ser posible, asomarnos a la celda de Gilberto.

En realidad no había tal. La supuesta celda era uno de los cuerpos destinados a la Visita Íntima. Como encargado de la sección, Gilberto tenía derecho a ocupar cualquiera de sus habitaciones: antes fue la número 9, donde lo buscó Juan Rivero; ahora se había cambiado al final del pasillo a un cuarto idéntico a todos que tenía la puerta abierta y protegida la entrada por una manta a modo de cortina. De ahí era de donde escapaba, minutos antes, la música estruendosa de Michael Jackson o alguien así.

—Adelante.

Con su baño privado y su ventana grande mirando al patio, la habitación no medía más de tres metros por tres: diez metros cuadrados a lo sumo. Un box spring matrimonial, al centro, ocupaba la mayor parte de la superficie y apenas dejaba espacio para circular aun lado y a otro. La cama se hallaba tendida con una colcha azul pálido y cubierta por un grupo de cojines de todos colores. Detrás del box spring, una radiograbadora estereofónica, importada, de calidad. Delante, encima de un mueble frontal: una videocasetera también de importación. Los dos aparatos eran los dos únicos lujos de aquel cuarto en verdad sencillo. Debajo de la ventana grande que corría de pared a pared se formaba un hueco largo como un cajón que hacía las veces de clóset; allí, muy bien ordenada, la ropa de Gilberto: colgadas las camisas, los pantalones y los sacos cubiertos con fundas de plástico.

No abundaban los libros en el cuarto. En un pequeño librero de pared, justo a la entrada, quince o veinte volúmenes, la mayoría con títulos en inglés. En castellano un librito de pastas duras y rojas: Antología de historias insólitas.

Lo que sí abundaban eran las fotografías, por aquí y por allá: pegadas en las paredes, encajadas en el marco de un mueble. Una foto de sus padres, reciente, a colores. También a colores: una foto de su hermana Alicia con birrete y toga.

—Se la tomaron en Washington el día que se recibió —explicó Gilberto—. Mis tres hermanos se fueron a vivir a Washington: Licha, Pati y Poncho. Ahí estudian. Éste es Poncho.

Desde el día de la tragedia, Poncho creció cinco años hasta convertirse en un muchacho grandote, fuerte, con aire de galán. Un verdadero galán parecía en la fotografía a colores que señaló el índice de Gilberto.

Resultaba extraño no ver cuadros ni estampas religiosas en la habitación. Ninguna Virgen María, ningún Sagrado Corazón, ningún santo milagroso. En su lugar, y en un sitio prominente, cerca de la cabecera de la cama: una pintura en acrílicos del amigo Alonso Palacios. Según se puso a explicar Gilberto, el cuadro representaba la justicia. Era una mujer, el rostro de una mujer con ojos oscuros de azoro, vigilantes, rodeada y acosada por pequeñas figuras de arlequines, magos, pierrots, brujos, duendes. Tenía la mujer el cuello muy largo y muy blanco y su cabeza se coronaba con una luna de azul muy intenso que/

—Gilberto, ¿mataste tú a tus abuelos?

Lanzada de sopetón, la pregunta interrumpió el discurso explicativo del muchacho pero no logró confundirlo. Rápidamente giró el cuello para mirar y sostener la mirada sobre los ojos del interlocutor al tiempo que respondía, con aire categórico:

—Por supuesto que no.

 

(Mayo 1985)


* Fragmento de Asesinato, “El doble crimen de los Flores Muñoz”, Sexta parte: “En la cárcel”.