Material de Lectura

Nota introductoria

 



Para tratar de definir la sorpresa, el encanto, la perplejidad que suscitan los textos de Augusto Monterroso, se han empleado palabras tales como humor, ingenio, sátira, ironía, fábula, parodia y muchas más. No diré que no son palabras respetables ni que no expliquen nada acerca de una escritura de apariencia sencilla pero en la que se adivina de inmediato una extrema y rigurosa complejidad; son palabras respetables e introducen realmente a explicaciones que, a su vez, facilitan la percepción de una atmósfera textual pero, al mismo tiempo, si permanecemos en ellas, podemos quedarnos para siempre en el borde, sin entrar en una de las experiencias más inquietantes de la literatura contemporánea: como quien se asoma y, satisfecho con haber ordenado un poco la sorpresa, se retira tranquilo sin saber que se retira frustrado.

¿Por qué inquietante? Tampoco es fácil decirlo: acaso porque sin aparentemente buscarlo ni ostentarlo como propósito, sus textos atentan contra convicciones, destruyen en silencio, pausada y serenamente el convencionalismo o la tontería en las que vivimos con comodidad, reivindican con una firmeza excepcional lo que significa —pasamos rechazando— la palabra, la construcción verbal, la frase en nuestras vidas. Percibir eso crea, desde luego, un desasosiego: procuramos calmarlo hablando de humor, de chiste, de sarcasmo, de ingenio, de ironía. Deberíamos también hablar de “verdad” pero renunciando a todo vanidoso intento por saber en qué consiste la verdad, como si la verdad que recorre, articula y proyecta esos textos consistiera tan sólo en —y ya es bastante— obligarnos a mirar nuestra efigie en el espejo para provocarnos una conmoción metafísica, una vacilación en el ser.

Desde luego, críticos y periodistas hablaron de “verdad” aunque vinculándola a un término que Monterroso rechaza, el “moralismo” concepto fácil de atribuir pues viene junto con el de fábula que arrastra a su vez, como todo el mundo lo sabe, el de moraleja: el fabulista sería moralista porque intenta mostrar la falsedad de los comportamientos humanos y, didácticamente, quiere corregirlos. Se me ocurre, por el contrario, que nociones tales como falsedad, convencionalismo, lugares comunes, sensatez, son otras tantas formas de la “verdad” que le importa a Monterroso, en el sentido de que integran el paradigma de lo real y lo posible y, en esa medida, excitan e incitan a escribir; “su” escritura de tal verdad compuesta y en marcha, como una máquina, le permite construir una zona diferente, más alta, en la que los meros valores triviales desaparecen y, en cambio, aparece la sorpresa, el encanto, lo inesperado, la inquietud. Esto quiere decir que no intentaría, como me parece, rectificar el mundo a través de una ingenua confianza en el poder de la literatura o de su “mensaje”, ni dar indicaciones para ordenar su evidente desorden, sino que, admitiendo ese desorden y todo lo que contiene, se propondría instaurar una zona de luz, una forma superior de saber, desencantado y esperanzado al mismo tiempo, atravesado por las revelaciones que sólo la poesía en la palabra puede traer.

Se ha dicho —él mismo lo ha dicho— que su trabajo de escritor consiste fundamentalmente en suprimir, en eliminar, en apretar, en condensar, yo llamaría a todo eso “iluminar”, superficialmente, significa quitar lo parasitario, lo ornamental, la metáfora inútil, el enrolamiento, ese adjetivo que, como lo señalaba Huidobro, “si no da vida mata”, en fin todo lo que Monterroso denomina impiadosamente “basura”; todas esas operaciones aparecen —o son presentadas así— como propias de un trabajo de y en el “estilo”. Yo creo que esta idea es pobre y que su “iluminismo” o su “iluminización” va más allá: implica atravesar la materia verbal haciendo penetrar en ella una luz de modo tal que, además de ayudar a que la mirada exterior perciba y capte textos de los más nítidos que hay en la lengua española, se puede alcanzar zonas, regiones y lugares en sí mismo complejas y oscuras, transformando esa mirada en penetrante y el texto en transparente pero haciendo, mágicamente, que esa complejidad —ya sea en forma de sabiduría literaria, riqueza conceptual, sobrecarga imaginativa— no desaparezca sino que se integre al texto, jugando con la claridad, interactuando con ella.

De ese movimiento brota un efecto de lectura insólito: nos iluminamos, lectores torpes que chapoteamos en el conformismo, con esa claridad o, dicho de otro modo, comprendemos o, más aún, empezamos a sentir la posibilidad de ser inteligentes a la manera en que estos textos lo son. En otras palabras, estos textos de Monterroso postulan que la lectura es posible y que sólo mediante sus operaciones podremos encauzar la primera inquietud, ese sentimiento de desajuste o de ridículo que fatalmente nos invade cuando algo o alguien nos obliga a mirarnos en el espejo de nuestros lugares comunes intelectuales, sentimentales, políticos, vitales.

A la manera de los clásicos, o sea a la manera de siempre, Monterroso es un filósofo de la naturaleza humana: los núcleos sobre los que escribe incesantemente se manifiestan como coagulados verbales y para desmontarlos produce cuentos, ensayos, fábulas, parodias, notas, reflexiones, catálogos; en cualquier caso, sigue la misma dirección: disipar el humo ideológico que los rodea como núcleos de la humana naturaleza. Sólo el filósofo puede hacerlo y poner las cosas en su sitio. Como además lo hace con una gracia infinita y con una bondad sin límites, Monterroso aparece en una situación literaria única, pariente quizás de Borges, en cierto sentido de Kafka, habiendo obtenido, aparentemente sin esfuerzo, ese codiciado don de la singularidad que, ligada a una seriedad profunda y a un respeto muy grande por el oficio literario, nos indica, una vez más, como Borges, como Kafka, que escribir es posible, en general y en nuestros países, que tiene sentido hacerlo en medio de tantos actos y gestos sin sentido que configuran eso que, penosamente, se llama la vida social.

El único criterio que he seguido para confeccionar esta antología ha sido tratar de excluir los textos incluidos en las otras dos existentes (Antología personal, México, fce, Col. Archivo del Fondo núm. 43, 1975 y Las ilusiones perdidas —Antología personal—, México, FCE y CREA, Biblioteca Joven, 1985) salvo en dos o tres casos. Las razones para ello residen en que la obra de Monterroso posee una regularidad ejemplar de modo tal que me sería difícil no sólo decir que un texto vale más que otro sino también por qué excluiría tal y no tal otro. En vista de ello, mi opción consistió en ampliar simplemente el radio de acción de las Antologías.

Los textos han sido extraídos de cinco de sus seis libros publicados: Obras completas y otros cuentos, 1959; La oveja negra y demás fábulas, 1969; Movimiento perpetuo, 1972; Lo demás es silencio. La vida y la obra de Eduardo Torres, 1978; La palabra mágica, 1984. También he dejado de lado Viaje al centro de la fábula, 1982, porque el carácter textual de las entrevistas que lo componen está algo atenuado debido a su origen, es decir porque el disparador son preguntas.

 

 

 

Noé Jitrik