Material de Lectura

 

Merceditas Toledo

  

Merceditas Toledo, celadora de la Doctrina e Hija de María recién recibida, no supo cómo llegó a sus manos la carta. Cuando se dio cuenta de lo que se trataba, hizo intento de romperla; con los dedos temblorosos la estrujó, y como sonaran pasos en la recámara inmediata, como el llamado a cenar fuera perentorio, apenas tuvo tiempo de meterla en el seno, con la intención de que, acabada la cena, iría al excusado, la rasgaría en muchos pedacitos y se conjuraría todo peligro de que alguien diese con algún rastro del maldito papel, o de que pudiera conservarlo y leerlo ¡¡ave María!! Si como ella lo encontró junto a su cama, discretamente caído, al volver del rosario, hubiera sido su mamá, sus hermanas ¡horror! su papá o sus hermanos, ¿qué hubiera sucedido? ¡Ni pensarlo! Que la encontrara Chema su hermano, tan celoso e iracundo, ¡ave María! ¿Quién la puso allí? Una de las criadas —¿cuál?— andaría en el enredo, porque no era posible que si la hubieran aventado de la calle quedara tan bien colocada, ni era de pensar que de modo tan imprudente la comprometiera Julián... El nombre le quemó la cabeza y todo el cuerpo. La carta, en el seno, era como una brasa. Lo echarían de ver. Un sudor se le iba y otro se le venía, y la cena no terminaba nunca. Quiso disimular, contando las ideas que las muchachas tenían para adornar el Monumento del Jueves Santo; la voz le temblaba; toda ella temblaba, como si la estuviera viendo Julián con esas miradas de lumbre, tan extrañas, que no la dejan salir a ninguna parte sin que se le claven como alfileres ardiendo, esas miradas que la persiguen desde hace algunas semanas y que, sin haber dado motivo, cada día son más terribles, como carbones encendidos; la primera vez que se dio cuenta de ellas le corrió un escalofrío tan raro, que por poco se desmaya; era como si la hubieran sorprendido desnuda, como si la desvistieran a fuerza; qué asco, qué indignación contra el impertinente, qué deseo de acusarlo con el señor cura, con todo el pueblo, para ver si dejaba de mirarla; pero también qué horror al escándalo y cuánta fortaleza para salir lo menos posible y sólo para lo indispensable; qué tormento no hallar con quién quejarse, ni a quién pedir auxilio, sino a la propia virtud y al enojo contra el atrevido. ¡Haber llegado hasta a escribirle y conseguir que la carta estuviera en sus manos, en su seno! Ahora sí se quejaría de tamaño cinismo, para el que no dio ningún lugar...

—Estás muy irritada de la cara; parece que tienes calentura...

Estaba descubierta y era tiempo de desahogarse. Ignorado impulso desvió rápidamente las palabras:

Quién sabe, mamá, si haya sido una corriente de aire, que al salir del rosario sentí muy frío.

—Cuántas veces tengo que decirte que te enfríes antes de salir de la iglesia. Vete a acostar y allá te llevo dentro de un rato una buena canela, bien caliente, para que sudes, a ver cómo amaneces.

Antes iría al excusado y rompería la carta, en añicos; la maldita carta como lumbre, algunas de cuyas palabras tenía pegadas en el cerebro, punzadoras: “amor” — “tristeza” — “deseo” — “poder hablar” — “comprendernos” — “toda la vida”. Era, sin duda, lenguaje del demonio. Ella estaba consagrada a Dios y a su Santísima Madre. ¡Tentaciones! pero cuán risibles; ojalá fueran así todas las tentaciones. Ahorita mismo vería el demonio con cuánta rabia y decisión aniquilaría el inmundo papel; desde mañana, Julián vería la indiferencia más absoluta y sería víctima de los mayores desprecios, para que desistiera de su locura. Si las miradas la habían trastornado y si el nombre del impertinente le sacaba los colores de la cara, fue por coraje al sentir semejante audacia; pero ya era tiempo de demostrar cuán por encima de las tentaciones quería ser fiel a la Virgen Inmaculada...

¿Por qué, para muestra de su desprecio, para conocer hasta dónde llegaba la osadía y miseria de los hombres, y como ejercicio de voluntad, por qué no había de leer el papel antes de romperlo? Con esa prueba resistiría nuevos embates. Verse asaltada por tentaciones y luchar con ellas no era pecado. Leería, leyó la carta. Estremecióse. De indignación —pensaba. ¡Qué cinismo! La rasgó. Titubeó antes de arrojarla en la suciedad: allí estaba su sitio; pero ¿no era un deber entregársela al Padre director para que se diera cuenta de las asechanzas del demonio contra las pobrecitas Hijas de María Inmaculada? Mejor se grabaría algunas palabras y las diría en confesión. Leyó los pedazos, hizo luego una bola con ellos y los arrojó a la inmundicia de donde procedían.

Fue a recogerse. Con unas capsulitas, le llevó su mamá una taza de canela muy caliente. Ya se sentía mejor. Pero mientras platicaban, comenzó a sentirse muy desgraciada. ¿Por qué un hombre se atrevía a mirarla y a escribirle? Ella no había dado lugar. Quiso echarse al cuello de su madre, llorando. Hubiera querido que no se le separara en toda la noche. Como si fuese chiquita sentía miedo. Pidió la bendición, como si fuera a morirse. Rezaron juntas.

—Estás muy nerviosa.

—Será el efecto de la medicina.

Cuando se fue su madre, Merceditas roció el cuarto con Agua Bendita, se persignó tres veces, metióse a la cama y no se animó a apagar la lámpara.

Transcurrió una hora de angustia y, desde la pieza inmediata, resonó la voz materna:

—¿Por qué no has apagado la luz? ¿Te sigues sintiendo mala?

—Estoy rezando.

—Apaga la luz. Procura dormirte bien abrigada, porque si sudando te da el aire, corres riesgo de una pulmonía.

Sí, apagó la luz. Sí, sudaba. No, no pudo conciliar el sueño. Le parecía oír pasos persistentes y sigilosos, en la banqueta; una respiración jadeante, cerca de su ventana; chiflidos en la calle, chiflidos de imploración desesperada. —¡Han de ser los nervios! —pensaba. Y la memoria le respondía con unas palabras de la carta: —“Yo he sufrido mucho con ese orgullo, y tanteo no resistir el sufrimiento, que es injusto, porque mis intenciones han sido buenas, y no merezco ese desprecio.” —¡Mentiras: ni sufre! —¿Y acaso, de veras, la desesperación lo obliga a hacer algo desastroso? —¡Yo no seré responsable! ¿Por qué? —Tú serás responsable, tú, porque a fin de cuentas es natural cuanto te propone... —¡Natural no! Yo soy Hija de María Inmaculada. —¿Y te has fijado en qué quiera decir cuando dice que no resistirá el sufrimiento? —¿Qué me importa? —Puede querer decir que se enfermará, que se expondrá a muchos peligros, que tal vez morirá por tu culpa... —¡Por culpa de su locura y de su audacia! —... Pero puede también querer decir que no responde de sus acciones, movidas por el despecho y la desesperación, como las crecientes de los ríos que nada respetan, y tumban casas, árboles y cerros, arrastran huertas y ganados, ahogan cristianos, dejan por todas partes la desolación. —No entiendo. —Como los caballos desbocados que arrastran al jinete, lo matan, y van atropellando cuanto encuentran. —¿Qué quieres decir? —A buen entendedor... —Sí, que se desborde la rabia, y le sucederá lo que a los perros del mal. —Pueden matarlo, eso quieres decir y estás deseando la muerte del prójimo, lo que no es muy cristiano; si así fuera, piensa que antes pudo morderte ¿y entonces? —¡No me dejaré! —En tu resolución hay un cierto temblor como de gozo por el peligro. —Tal vez. —Sí, es un placer luchar con el demonio y tú quieres convertir en demonio a un hombre. —Ya ese hombre para mí es el demonio. —Pues yo soy ese hombre y ya estoy dentro de ti, lucho dentro de ti, gano terreno en ti, desde que tú piensas en mí. —No eres más que un pensamiento transitorio excitado por la contrariedad de su audacia y por la medicina que me provoca el insomnio. —Yo soy el insomnio. Mi carta, mi silbido, mi respiración entre las hendeduras de tu ventana. ¡Cuán frágil valladar me separa de tu lecho y de tu inquietud: unas maderas apolilladas y una fingida resistencia de tu cabeza frente a los impulsos de tu sangre, que al fin vencerán, por ser más poderosos! ¿No he de llegar a ti, si he podido hacer que mi carta se abrigue junto a tu corazón? ¡He de llegar a ti, hoy o mañana, tarde o temprano, y tú misma desearás —¿deseas ya?— mi llegada! ¡Desearás que nunca nos apartemos! ¡Mi separación y mi ausencia serán tu mayor tormento! Ya lo pide la sangre, brincándote a lo largo del cuerpo, y es inútil toda resistencia de las pobres, las temerosas, las débiles ideas que quieren defenderte. ¿Oyes mis pasos? Van acercándose a tu lecho como ladrones a quienes el gozo espera y cuentan en su favor la insurrección de prisioneros inocentes: tus deseos de mujer...

El sigiloso crujir de una puerta, los pasos cautelosos, aquí, dentro, cerca y a tientas. La doncella se incorporó violentamente y prorrumpió en un aullido inarticulado.

—Yo soy, hijita, cálmate. Toda la noche te he oído dar vueltas en la cama. ¿Sigues mala? ¡Tienes mucha calentura! Voy a la cocina a prepararte otra toma de canela, mientras amanece a ver qué remedio te mandan de la botica.

Tiembla la doncella con extraños, indomeñables, recios estremecimientos. Ahora sí estará enferma, con semejante derrame de bilis. Un calosfrío maligno. Y quién sabe si allá en el fondo, muy al fondo, monstruoso, inconfesable, bulla un sentimiento de desilusión, disfrazado de vergüenza por haberse adelantado a asustarse con el pensamiento de un peligro imposible, que confundió los amorosos pasos maternos y en unos segundos la hizo vivir años de sensaciones tremendas, donde horror y delicia chocaban, cayendo a plomo la existencia, muriendo, resucitando, agotando en un minuto los anhelos, placeres, dolores de una y muchas vidas. Fue primero como aquella vez, en las fiestas de Teocaltiche, cuando se dio unos toques eléctricos que eran la mayor curiosidad y sorpresa de la feria; como cosquillas internas y hormigueo de los nervios; luego un súbito desvanecimiento, como cuando se sueña caer en abismos sin fondo; luego una fatiga como debilidad, un reposo de aniquilamiento; y otra vez el temblor: ahora de la conciencia víctima de pecado, mancillada, dispuesta —en un minuto— a las penas del infierno. (—Si en estos momentos la muerte me sorprendiera...)

—¡¡Confesión, madre, por caridad!!

—¡Deliras, hija, cálmate!

—¡¡Por amor de Dios, mamacita, un Padre!!

—Voy a hablarles a los muchachos, que se levanten. ¿Qué sientes? ¿qué te duele? Que vayan por el señor cura y por don Refugio.

—No, no les hable a los muchachos. Deje que amanezca. Voy a tratar de dormir. Quédese aquí, conmigo. ¡No, no les hable! Vamos rezando el rosario, a ver si me viene el sueño.

Ya estuvo más tranquila el resto de la noche, junto a su madre, aunque no logró dormir, ni disipar la tristeza de saberse acreedora a la condenación eterna, y débil para nuevas acometidas del demonio. (—Si nos fuéramos lejos de aquí —pensaba.) Y como eco de truenos remotos, la voz impertinente reponía: —¿Lejos? ¿A dónde que no me lleves, puesto que yo soy tú? Yo soy tu naturaleza de mujer. (—No volveré a leer un libro profano; estos pensamientos allí se me han ocurrido, quizás —continuaba pensando. Mañana, cuando saliera a la iglesia, los ojos de Julián querrán devorarla y no podrá evitar el encuentro, el pavoroso encuentro).

¿No podrá siquiera conciliar el sueño un breve rato, el escaso que falte para el alba? Considérase la única desgraciada, desconsolada, náufraga en el océano de la noche. ¡Dichosos quienes duermen! ¿Y quiénes pueden dejar de dormir en el pueblo, tranquilas las conciencias? (—Julián...) Otra vez el odioso recuerdo, Señor. (—Y si padeciere insomnio...) Señor, aparta de mí, ya, este cáliz. (—Menos amargo, ya...) Este cáliz más amargo, insoportablemente amargo. (—¿Ni una noche puedes acompañarme en el insomnio?...) Nunca podré acompañarlo. (—Hoy me has acompañado y bien sabes que no será la última vez...)

—Hija, ¿no te has podido dormir?

Cuando sintió que su madre despertaba, la insomne fingió que dormía. Y otra vez vino a envidiar a cada uno de sus coterráneos, juzgando que todos, libres de preocupaciones, dormirían en paz.

La obsesión de dormir ahuyentaba las esperanzas del sueño. Ella sola, por su pecado, era la única que sufría el martirio de no pegar los ojos en toda la noche. ¡Horrible pecado de pensamiento, de sentimiento, de consentimiento! ¡Haber vivido en un minuto, en el orgasmo de un instante, toda una existencia pecaminosa! ¿Cómo salir ya nunca a la calle, participar en los actos piadosos y asambleas de la Asociación, enseñar la Doctrina a inocentes? El pueblo, a una, leería en los ojos, en la frente de la desdichada; lo leerían, con tristeza, los viejos y los niños; con burla, los muchachos; con lástima, las almas devotas; con acritud, sus consocias; ¿y él?

Él nunca la vería más. Costare lo que costare. La conciencia encandecióse al recuerdo de tantos heroicos ejemplos de santas que vencieron al demonio; las imitaría, ora vistiéndose de mendiga, ora cortándose los cabellos y desfigurándose el rostro; si era preciso, cegaría, tomando al pie de la letra el consejo de San Pablo. Una vida de rigurosísima penitencia borraría de sus ojos y frente los estigmas de la carta leída y del criminal minuto en que la estremeció el sentimiento de ser abrazada por un intruso aborrecible. ¡Qué vergüenza, Dios mío! Pero desde mañana, o mejor dicho desde hoy mismo —cuán poco faltará para que amanezca— renunciaré al mundo y pronto, en un claustro, sí, cómo no lo había pensado, en el claustro, mi alma se verá libre de miserias, gozosa, fuerte contra el mundo, el demonio y la carne.

Vencida por el cansancio, la cuitada no escuchó el toque del alba. El sueño, al fin, daba reposo a la carne.

La carne se rindió al sueño en el filo del alba.