Material de Lectura

 

 

 
Micaela y don Timoteo
                          
 
 

Como a pesar de todo le corría sangre llena de apetitos, don Timoteo no fue insensible a las perturbaciones de Micaela, cuyas primeras leves muestras lo disgustaron porque le pareció que la muchacha quería granjearlo tratando de conquistar a Damián; se le agolparon los prejuicios comunes formados en torno de la coqueta y le chocó tan profundamente la idea de tener por nuera a la hija de don Inocencio, que hubiera hablado con Damián del asunto, si sus relaciones no amenazaran romperse definitivamente al menor choque, y el muchacho cada día estaba más irascible. —“Dicen que es una mujer deshonesta.” No se le apartaba este pensamiento, que llegó a ser obsesión. —“¡Deshonesta!” Quizá por la familiaridad con que la idea se le representaba, o porque las demos­traciones de Micaela comenzaron a ser directas y reiteradas, el término fue perdiendo el carácter repulsivo y develando un mundo de atracciones oscuras. —“¡Deshonesta!” El viejo se sumergía en imaginaciones que lo hacían temblar de curiosidad y de miedo. Intimidades imaginadas al desgajarse la palabra como fruta caída de modo imprevisto, luego robada con sigilos y escondida por un avaro, en cuyos solitarios recreos la cáscara del vocablo desapareció e hizo sitio a la figura mentada, imaginada, desenvuelta y aferrada; inútilmente trataban de ahuyentarla los hábitos de oración y, con más fuerza, pero tan inútilmente, los lúgubres ecos de la campanita de San Pascual Bailón que, según don Timoteo, escuchó la madrugada del diez y siete de mayo, fiesta del Santo, quien anuncia de ese modo a sus devotos la proximidad de la muerte.

No había sido sueño. Del sueño lo arrancó la campana. Bien despierto la escuchó perderse por los aires de la madrugada. Tampoco fue aprensión. Eran los golpes claros de una campana no fundida por manos de hombres; golpes rectos al corazón, punzantes, inequívocos. Día lunes, diez y siete de mayo, en la madrugada.

Podría ser ese día, esa semana, ese mes, o el que entra, o el siguiente; podría ser en agosto; para fines de año o principios del otro; pero siempre antes de la próxima fiesta de San Pascual, que a veces anuncia exactamente con un año de anticipación. Podría ser ese día. Podría ser en agosto. (El que a hierro mata, a hierro muere.) Más muerto que vivo se levantó aprisa y casi volando llegó a la parroquia. Desde esa mañana comenzó a prepararse, meditando en la inminencia del fin y en la magnitud de sus culpas. (El siete de agosto que viene se ajustarán veinticinco años de la muerte de Anacleto, a manos de don Timoteo, en cuyo recuerdo se hace cada vez más viva y amenazante la mueca del difunto.) No salía de la iglesia. Diariamente se confesaba. Dio trazas de hacer testamento, de perdonar a sus deudores, de arreglar tantas cuentas y renunciar a todos los bienes de la tierra.

Mas ¡oh indómito poder de la carne! Unas miradas de mujer, unas palabras, unos movimientos encendieron la sangre y fueron apagando los ecos de la campana misteriosa, fueron adueñándose del tiempo y principalmente de esas horas en que las mil preocupaciones de la vigilia luchan contra el sueño.

Las fantasías del viejo hallaban pasto, rumiando los detalles de algunos encuentros con Micaela, el sentido que pudieran tener sus palabras y las inflexiones de su voz. El primer trastorno serio lo experimentó a mediados de julio, en la noche, al salir del rosario; iba por la banqueta del atrio, resbaló en una cáscara y dio en el suelo con todo el cuerpo, sin poderse levantar por la fuerza del golpe, que le produjo sofocación y vértigo; unas manos, unos brazos tibios, apretados de carne, olorosos a perfume —¡nunca, nunca tuvo sensaciones iguales, gratísimas!—, las manos y los brazos de Micaela lo ayudaron a levantar, sintió el contacto con el cuerpo garrido puesto en el esfuerzo, un pañuelo pasó por el rostro quitándole la tierra —¡jamás había imaginado que hubiera suavidades como ésa!— y el cariño de una voz catrina le hizo estremecer: —“Cómo lo deploro, don Timoteo; ¿se ha hecho daño? ¿quiere que le ayude a llegar a su casa? ¿no está lastimado?” Después: —“¿Por qué no hay quien le haga compañía?” Después: —“Una persona tan excelente como usted.” Finalmente: —“Cómo me gustaría poder llevarlo hasta su casa y curarlo si es necesario. ¡Ay! qué hijos tan malos, tan despegados. A usted le hace falta un buen cariño. Cómo me gustaría servirle de algo.”

En tantos años, en las obstinadas figuraciones nocturnas de tantos años, no había pensado en una mujer como ésta. Tímidamente apareció la lucecilla de la esperanza: ¿por qué no había de ser posible casarse con una joven catrina? ¿Por qué? ¿Por qué?

Al día siguiente, Micaela fue a su encuentro, le tendió las manos con sencilla naturalidad y le preguntó cómo estaba, si se había lastimado, si habían ido por el componedor. —“Toda la noche estuve pensando en usted, si lo habrían dejado solo, si alguna alma caritativa lo atendería, siquiera para llevarle una taza de canela caliente, y abrigarlo bien.”

No sería el primer caso de un matrimonio así. No. No sería.

En las visitas del Jubileo carmelitano se encontraron varias veces, y aún pudo el viejo rozar el traje de la muchacha, que le sonreía zalamera; en uno de los encuentros le dijo: —“No me olvido de sus necesidades. Acuérdese usted también de mí.”

¡Cuántos matrimonios así son muy felices! ¿Para qué sirve tener dinero si no se tiene felicidad? ¡No haber sido nunca feliz!

La fama pública que censuraba a Micaela volvió a asaltarlo, sin producirle ni el horror primitivo, ni los deseos posteriores, sino indignación contra la maledicencia pueblerina cebada contra un ángel.

¿Y a su padre, a don Inocencio cómo le caerá el asunto, caso de formalizarse? ¿qué podría decir?

Las hijas de don Timoteo comenzaron a hacer muy mala cara a su padre y a dirigirle pullas inequívocas; dieron en acompañarlo a la iglesia y en pretender que no saliera solo, contribuyendo a que la tensión aumentara en el “viejo volado”, como le llamaban dentro de la intimidad.

¡Efímera ilusión! Llegó agosto y en la madrugada del día primero San Pascual repitió con mayor insistencia y claridad el anuncio de los lúgubres campanillazos, flotantes en el aire con extraño sonar. Por si no fuera suficiente, concurrieron los aullidos de Orión, desde cuando anochecía. —“¡Este mes! ¡no saldré de agosto!” Los aullidos de Orión toda la noche y la madrugada del día siete se hicieron tan insoportables, que Damián se levantó y mató al perro con certero balazo.

Hacía veinticinco años, justamente, que don Timoteo era perseguido por las muecas del difunto Anacleto.

La muerte de Orión abrió nuevos abismos entre Damián y su padre.

Al salir del Quincenario la noche del día trece, Micaela estrechó con efusión las manos del viejo, cuya sangre no reaccionó ya. —“Déjame en paz” —dijo con voz cavernosa y echó a andar precipitadamente, frío como muerto.

A los oídos de Micaela llegó la demencia de don Timoteo y no pudo contener la risa. —“Viejos maniáticos. Ni que fuera un santo para que le avisaran cuándo se va a morir. ¡Viejo chocho!”