Material de Lectura

 

 

 
Merceditas Toledo
                           
 
 

Como casi todas las muchachas del pueblo y principalmente las que sostenían relaciones amorosas, Mercedes Toledo vio en la muerte de Micaela un aviso exclusivo de Dios.

Como muchos otros novios, Julián dio providencias de formalizar el matrimonio, estimando que la reciente lección ablandaría el ánimo de su presunto suegro y de sus presuntos cuñados. Logró comunicárselo a Mercedes, cuya respuesta fue dar por terminadas las relaciones, decisión que no hizo sino aumentar el mutuo enamoramiento; pero más el de la propia Mercedes, quien quedó sumida en sorda tristeza. —“Lo quería, lo quería; ¿y por esto iba a desoír el aviso de Dios?” Recordaba nostálgica su primitivo asco por pensar en las trovas de Julián; el sufrimiento cuando recibió la primera carta; el doloroso, lento y firme proceso de su interés, de sus ilusiones, de su cariño fomentado en el agridulce clandestinaje de las costumbres lugareñas. Marta era su confidente única: ella le infundía valor, ella se opuso a la decisión de terminar, ella recibía sus cuitas y trataba de consolarla; pero ambas compartían el miedo sembrado por la muerte de Micaela; ¿qué muchacha dejó de soñar terriblemente a la difunta? Cualquier sacrificio con tal de escapar a tan tremendo fin.

—Y si Julián, exasperado, hiciera contigo lo mismo —le dijo el insomnio una noche.

—Tú tendrías la culpa —terció la vieja voz íntima—, nadie más que tú, por no haber mantenido el ánimo de repulsa que tuviste al principio.

—Desde el principio sentí cariño —balbucea el pensamiento de Mercedes.

—Pero ya entonces te sentiste culpable; como ahora, más ahora que antes, más, mucho más, ¡réproba! ¡réproba, que consientes con cierto gusto el pensamiento de que Julián quiera raptarte! ¡lo estás consintiendo, estás gozando en imaginar la gallardía de Julián disparándote la pistola, estás gozando como la otra, como la otra que quiere tu compañía en el infierno!

—Yo no puedo dejar de querer a Julián; ahora lo quiero más —desearía gritar Mercedes. Maquinalmente dice con los labios: —No, no, se acabó, suceda lo que suceda.

¿Quién podrá sostenerla con autoridad eterna? ¿Quién conjurará sus miedos? ¡Hubiera quien se los tornara en alegre confianza! ¿En quién hallará lo que no encuentra bajo el severo techo de su casa, ni en la inflexible norma del Padre director, ni siquiera en el celo caritativo del señor cura pero tampoco en la piedad consoladora de Marta? Los otros eclesiásticos, las otras personas de respeto, las demás amigas, no pasan por la imaginación. ¿A dónde volver los ojos? Cuando reza, siente árida el alma, impermeable al rocío, impermeable a las lluvias.