Material de Lectura

 

 

 
María
                          
 
 

No todos los deseos fueron derrotados. La intrepidez —ávida— de algunas mujeres, venció a las legiones del espanto. María —¿por qué también María, la sobrina del párroco? ¡María, que como ninguna jamás logra desasirse del espectro y la voz de su amiga Micaela!, ¿fue despecho?, ¿fue desesperación por el comportamiento de Gabriel?— María se contó entre las que rompieron el cerco de temores. La dejó atónita el brusco vacío de Gabriel, cuyo paradero ignoraba; la tragedia de Micaela no le sirvió de lección: antes la exasperó, sintió frenéticos impulsos de huir o de ser muerta como su amiga, creyóse capaz de lo peor; en un momento la tocó el vértigo de la venganza no sobre Damián, sino sobre todo el pueblo, al que quisiera quemar, pulverizar, sepultar en el olvido de las generaciones por venir; deseó con vehemencia no pasajera visitar al preso, y reclamarle que la matara, y besarle las manos asesinas, y mordérselas, y arañarle la cara, y bendecirlo, y maldecirlo, llena de admiración por él, y de odio, y de menosprecio, y de lástima; gustosa se hubiera ofrecido a ser la que llevara del curato los alimentos que su tío mandó a Damián esos días de su prisión en el pueblo; fue de las que se levantaron a ver la partida del reo en la madrugada del treinta y uno; si hubiera tenido una pistola lo habría matado, para luego gritar vivas al héroe; cuando éste pasó, a María se le anudó la garganta y se le soltaron las fuentes de las lágrimas: ¡qué impulso de seguirlo para darle tormento y consolación! ¡tal vez, primeramente, por dejar al pueblo para siempre y jugar la probabilidad, en el camino, de recibir un tiro por la espalda! Negros resentimientos afluyen al corazón y a la cabeza de María, desde la sima del alma, por los vericuetos del cuerpo. Irascible, insufrible cada vez más. Día con día más amargada. —“¡Estoy de arrancar!” —siente, dice. ¡Arrancar! Un soplo, un insignificante soplo la levantaría. Un insignificante, quizá el más insignificante de los muchachos en vacación, logra sin esfuerzo ser atendido por la sobrina del cura.

Espíritu rudo lo apodan sus condiscípulos; es hijo de Cirilo Ibarra, el panadero; se llama Jacobo: el enconchado suelen también apodarlo, retratándolo con menosprecio; podrían asimismo decirle trompas o el trompudo, rasgo saliente de su fisonomía; es de baja estatura, de nariz roma, de ojos redondos muy negros, de cejas pobladas, de pómulos angulosos tirando al cuadrado; el ánimo torpe, mas lleno de obcecación, introvertido, caprichoso, pasional; nadie le concede simpatía, ni en su casa; tampoco él parece hacer caso a nadie. Lucas Macías es el único que ha opinado: —“Ese hijo del panadero navega con bandera de tontos; es de los de música encerrada.” ¡Ocurrencias de Lucas: es un pobre muchacho que nació para destripaterrones o arriero! ¡Lástima y risa da verlo vestido con prendas inadecuadas: “gallitos”, desechos de las guardarropías con que los ricos de Guadalajara reclaman a los seminaristas el título de benefactores! Jacobo es tan insignificante que no repara en las burlas y conmiseraciones que provoca. Si no se hace presente, nadie lo recuerda; y presente, todos lo hacen menos. Como quiera que sea, este año terminó y aprobó el tercero de sus estudios. La impresión general es que no ha pasado del primer curso, ni pasará. Jacobo no anda con preámbulos en sus cosas (si las piensa, no exterioriza su previa reflexión). Jacobo no anduvo con preámbulos para hablarle a María, en las penumbras del curato, a la hora en que cenaba el párroco: —“Usted me simpatiza y quisiera que fuéramos novios” —y ella, con suma naturalidad: —“Voy a pensarlo; no dé a maliciar.” La reserva del insignificante llamó la atención de María en los días que siguieron. —“Cómo me choca” —decía consigo misma; era el antípoda de sus novelerías. Muy zongo, el hijo del panadero se quedaba en la sacristía después del rosario, comidiéndose a sacudir, a barrer, a cerrar la parroquia, a apagar las lámparas, menesteres que le permitían entrar y salir al curato, espiando cuidadosamente la ocasión de que nadie lo viera; dejaba que se fueran los otros seminaristas, engañaba fácilmente al sacristán, pasaba con humildad frente a don Dionisio, apagaba cuantas luces podía. ¡Era tan insignificante, por lo demás, que ningún recelo despertaba! Pasaron cuatro días de la primera entrevista. La noche del veintinueve de septiembre se acercó a María y le dijo bruscamente —“¿Qué me resuelve de lo que le dije?” —“Que sí” fue la fría, seca, imperturbable respuesta, mientras decía consigo misma su autora. —“Qué vulgar, cuánto me choca.” Era una sorda y auténtica repugnancia, que le provocaba irritación; pero mientras ésta crecía, mayor placer le daba contrariarla, y tal gozo le compensa a la falta de otros estímulos comunes: cariño, miedo, ilusión, desesperanza. No quería, nada esperaba; el acercamiento del estudiante no la hacía temblar; sólo se daba gusto en irritarse y en romper el cerco puesto a las mujeres del pueblo. —“Eso ya lo hizo Micaela” —solía ocurrírsele, sin hacerle mella la falta de originalidad. —“Micaela y yo fuimos como hermanas; no voy a dejar su empresa de rebeldía; Micaela y Damián son mártires.” Por otra parte, veía en Jacobo un compañero de menosprecio: ella y sus ilusiones habían sido siempre menospreciadas, vistas con lástima, sujetas a constante anulación. Jacobo y ella desdeñaban la hostil circunstancia de sus vidas. Él no podía ser más ridículo. Por eso también lo desdeñaba, y con desdeñarlo, a sí propia se desdeñaba y él acabaría desdeñándola. Si Jacobo la exasperaba, ella no lo manifestaría: una templada frialdad reguló sus encuentros. El espíritu rudo fue inflamándose de amor; pretendió inútilmente ocultarlo a María, cuya irritación caminaba en sentido inverso, acentuando matices de frialdad. —“Ya es tiempo de hablarnos de tú” —propuso él, a mediados de octubre. —“Como usted quiera” —respondió María. Y al día siguiente: —“Tú no me quieres” —dijo Jacobo. —“Ya sé por qué lo dice: por la facilidad con que le he correspondido y me he prestado a hablar con usted.” —“¡Háblame de tú! Oye ¿serías capaz de darme una entrevista larga?” —“¿Para qué? A nada conduce que nos veamos.” —“Tengo tanto que decirte y no he podido. Pero ya veo que no me quieres.” —“¿Por qué no?” —María no puso ninguna convicción en sus palabras que, como todas las noches, fueron cortadas por un ruido inoportuno. Vulgares, rápidos encuentros. Aburrida, María se aferró a no darles fin. Tenía cierto encanto fingir que jugaban a las escondidas, en la penumbra del curato. Tenía cierto encanto sentirse pilar impasible ante aquel torpe jovenzuelo cuyas pasiones despertaban, ineficaces para el contagio. ¡Cuán lejos estaba de los héroes que la entusiasmaban en las novelas y de los criminales cuyos hechos registraban los periódicos! Cualquier noche lo abofetearía como a un lacayo. En las horas interminables de la mañana y en el desabrimiento del anochecer quisiera salir corriendo por las calles al grito de “¡Jacobo Ibarra es mi novio!” Cuando acaba el rosario siente unas ganas locas de traicionar al estudiante, delatando sus marrullerías al señor cura y al sacristán. En el momento preciso contribuye a facilitar el encuentro entre sombras, a sabiendas de que será un encuentro soso, de que no tendrán que decirse nada, de que logrará sólo irritarse y acrecentar su melancolía de mala ley. Nadie menos que Jacobo (carece de nociones y de aficiones por cosas geográficas, es grosero en lo relativo a música y a lecturas de imaginación, lo tiene sin cuidado el gusto de viajar), nadie menos que Jacobo (sin dinero y sin porve­nir) es el que pudiera satisfacerle su gran ilusión de conocer el mundo: Jacobo, que en el mejor de los casos llegará a ser empleado, cuando no un “periquillo” sin oficio ni beneficio. Entonces ¿por qué ha desechado María, con altivez irritante, las demostraciones insistentes que le consagra un muchacho de Teocaltiche, venido al pueblo en compañía de los Aguirre? Dicen que cursa los últimos años de Medicina (durante su estancia en el pueblo ha dado magníficas pruebas de sus conocimientos y altruismo, curando sin cobrar a los pobres y aliviando casos viejos y difíciles); guapo, de agradable palabra, dicen que es rico y de buenas costumbres. A María le hace la corte casi desde su llegada, en los primeros días de octubre, y es asunto público, bien visto —cosa rara— por tirios y troyanos, que se han declarado padrinos y aliados del forastero sangre-liviana; mujeres oficiosas, entre ellas algunas Hijas de María, soplan alientos en las orejas de la muchacha, y aun le traen palabras dichas aquí y allí por el doctor. El señor cura no ha cerrado las puertas del curato al estudiante, con el cual depara, ostensiblemente agradado, y ha hecho excepción en sus hábitos, invitándolo a comer varias veces. Público ha sido el repudio de María. El galeno en cierne persevera sumisamente, no haciendo caso de las descortesías que le corre la zahareña; los proyectos de viaje a Europa que tiene formalizados el pretendiente para cuando se reciba, las crónicas de sus paseos por las principales entidades del país, las impresiones de los libros que ha leído, dejan impasible a María, que se ha negado a escucharlo, le ha devuelto sin abrir las cartas que le manda, ni se digna mirarlo. ¡Cómo aparentó indignarse y cómo la complació que Jacobo le dijera una noche: —“Yo comprendo que ese partido no tiene comparación con el mío, y no quiero estorbarte: quedas en libertad, María.” Experimentar el temblor con que fueron dichas estas últimas palabras, casi fue una emoción dulce para la joven amargada. —“Yo no soy mercancía” —repuso con sorda voz y con airado gesto. Marta misma insinuó el agrado con que miraba las demostraciones del teocaltichense, cuyo asueto en el pueblo llegó a su término sin haber conseguido más que penosos desprecios. La noche del día en que se marchó el desdeñado, Jacobo vino a María con lágrimas en los ojos: —“No más a ti me ánimo a decírtelo: yo no tengo duda ninguna de que triunfaré, aunque nadie lo crea, ni tú misma; tengo todo arreglado para entrar al Liceo este año, y dentro de cuatro, antes me cortarán el pescuezo, que dejar de ser ingeniero; ya este año me sostendré sin ayuda de otros ¿me crees?” —le tomó con fuerza una de las manos y se la besó; María, sorprendida, sí: esta vez emocionada, lo arañó fieramente, casi amorosamente. Durante las noches inmediatas, impidió los encuentros con Jacobo; pero éste se dio maña para hablarle con secreto en la iglesia, durante la misa del domingo último de octubre y para que nadie reparase (a todos parecía tan insignificante, que las gentes pensaron que le daba un recado de su tío). —“Mañana me voy temprano. Yo no te recomiendo, ni te pido nada. Eres libre. Pero mi compromiso será firme siempre. Si no quieres, tampoco nos veremos en la noche.” En la noche pudieron verse: —“Creí que ibas a dejar los estudios para que luego nos casáramos” —dijo María con seca indiferencia. —“Eso si me quisieras; pero tampoco sin dejar los estudios.” —“Es verdad: no te quiero, nunca te podré querer.” —“Te agradezco la franqueza. Yo siempre me sentiré comprometido y seré leal como perro. Ya lo verás.” No tuvieron tiempo para decirse adiós.

Las novelerías de su hermana vuelven a quitar el sueño a Marta, el sueño que se le va entre las dos y las tres, entre la una y las dos, tiempo en que comienza la inmovilidad frente a los malos pensamientos, junto a las malas obsesiones, y el monólogo de los absurdos, hasta no poder más, y levantarse mucho antes de las cuatro, tratar de distraerse, rezar, subir al campanario en espera del alba, en busca de la esperanza.

Lo notó don Dionisio y la interrogó.

—Me levanto tan temprano a ver si veo el cometa.

Lo creyó el señor cura o aparentó creerlo. Aquí, como en Guadalajara, como en México, y en Nueva York, y en Madrid, París, Roma, Berlín, las gentes han dado en madrugar con la esperanza de ver al cometa. ¡Defraudada esperanza de los simples ojos! Marta no buscaba el cometa. En los oídos de Marta resonaban palabras de María. En los ojos de Marta giraban las miradas rencorosas de María. —“¿Tú crees que voy a resignarme, como tú, a ser soltera y a seguir esta vida de pueblo? No, yo no sé qué voy a hacer; pero sí te aseguro que no ha de durar esto, aunque me haya de agarrar a un clavo ardiendo.”

Un clavo ardiendo. Y Marta daba la razón a su hermana. Un clavo ardiendo. Bien duro es resignarse. Un clavo ardiendo. Y nunca del todo. Allí está Mercedes con sus dolencias recrudecidas y en punto de desesperación al ver la gravidez de la esposa de Julián. Un clavo ardiendo. Un clavo ardiendo. 

* * *

Don Román Capistrán fue a despedirse del señor cura la víspera de salir a México. El dos de septiembre, para mayor precisión. María salió a recibirlo, porque don Dionisio estaba ocupado.

—Ándele, Mariquita, váyase conmigo a México; nos daremos la gran paseada. De usted depende. Lo que sí le aseguro es que no se arrepentirá.

Campechanería o mala intención, a la muchacha le cogió de sorpresa el desplante; ni había tratado al ex director político —desde que lo cesaron venía pocas veces al pueblo— ni recordaba lo que pudiera decirse sobre su carácter y modales. (Don Román había dejado de ser figura en el repertorio pueblerino.) Herida, desconcertada, confusa, María echó a correr, hirviéndole la sangre principalmente porque no se le ocurrió contestar; pero también con el daño de las palabras: ándele... váyase conmigo a México, que pudieron ser broma pueril; y esto la irritaba más: ¿era una chiquilla babosa para que la trataran así? ¿o quién le había contado al viejo sus rabiosos deseos de escapar? y en tal caso ¿por qué se lo proponía como a una cualquiera, con desvergüenza insultante? ¿en qué concepto la tenía el pueblo y se manifestaba en la procacidad senil del Capistrán? ¿la tendrían infamada como a la pobre Micaela?

El coraje se le recrecía furiosamente. —¿Cómo no le dije su precio al viejo mentecato? ¿por qué le di el gusto de salir humillada? Recrecía el oleaje de proyectos vengativos, primero contra el autor del agravio, después contra todo el pueblo, contra todos y cada uno de los inaguantables vecinos, de las odiosas vecinas; contra los muros, contra el horizonte, contra el cielo sofocante, contra todo lo que la tenía presa en este aborrecible rincón del mundo.

Ir a México. Pasear. No arrepentirse. Las palabras también crecían, ensanchábanse con significaciones e intenciones nuevas: —Ándele, nos despintaremos para siempre de este agujero... Ándele, quítese esos trapos negros que la envejentan... Ándele, es muy muchacha para que la tengan sepultada en vida, sin que sepa lo que es gozar...

Estos trajes negros.

—¡Ándele!

La vida entre una Casa de Ejercicios y un Camposanto.

El chal siempre sobre la cabeza. Viuda virgen. Luto de las mangas hasta las manos, del cuello invisible, de las enaguas que cubren las opresoras botas altas, negras; las medias de popotillo, rudas, negras. Los fondos largos, rudos.

¿Quién le vengaría el insulto, de hombre a hombre? ¡No cuenta con nadie! ¿Para qué decírselo a su tío? Su tío no quiere comprenderla.

Uno a uno desfilan por su exaltación los recuerdos de algunos varones: Gabriel, Damián, Jacobo, Luis Gonzaga, el estudiante de Teocaltiche... Gabriel, no: ni siquiera sabía su paradero. Damián, tampoco: nunca se fijó en ella y fue necesario su crimen para que se fijara ella en él; Jacobo ¡pobre! no había tenido ninguna noticia suya en todo el año ni la entusiasmaba pensar que vendría en vacaciones: tampoco ella lo había recordado en el año, ni por curiosidad; el estu­diante de Teocaltiche ¡chocante!... decididamente no cuenta con alguien que pudiera vengarla, decididamente ningún hombre le ha interesado, ninguno tampoco se ha interesado por ella, triste mujer enlutada, desgraciada mujer insatisfecha, envidiosa, insumisa.

Entonces volvía el desfile de los héroes novelescos, de los héroes periodísticos, que le cautivaron sus primeras ensoñaciones; desfile bruscamente interrumpido por la más inconcebible ocurrencia: don Román Capistrán en verdad no es tipo repugnante, nada tiene de ridículo... al contrario; es atractivo, vigoroso, desenfadado; la buena salud, la buena sangre le asoman por los colores y tersura del cutis; barba poblada, ojos claros, nariz fina, cejas nobles, pelo dócil, boca franca, dentadura luciente y canas que le dan majestad patriarcal; hombre fuerte, habituado al trato de las gentes, fácil de ademanes, contagiosa su risa, pronta su palabra y bien entonada...

María tuvo miedo de seguir esta imagen de su imaginación proterva.

Mas la imagen volvió en sueños desapacibles, y allí se confundía con la imagen de Damián, parejas en atractivos, en masculinidad, en atropellada fuerza sin respetos. Entre ambas ahuyentaron a los sueños, desde la media noche. Cerca de la cama yacían, amenazantes, las ropas largas, las ropas negras de ayer y de mañana. Marta dormía el sosiego de la resignación.