Material de Lectura

 

 

Marta y María

 

 
 

Huérfanas, desde muy chicas las recogió su tío don Dionisio, cuando estaba destinado en Moyahua. La madre de las niñas era hermana del eclesiástico; el quebranto de la viudez y el clima del cañón la mataron en breve, y aquéllas quedaron al amparo de la abuela, que tampoco les duró mucho, pues al venir al pueblo el asma de la anciana se recrudeció y la condujo al sepulcro. Fue grave crisis para don Dionisio el de su personal orfandad —siempre se sintió niño junto a su madre—, agravada con el problema de aquellas muchachitas, no sólo incapaces para hacerle casa, sino urgidas de cuidados especiales, de educación y de ternura. Sólo Dios sabe cómo ha ido saliendo de tal apuro, los esfuerzos de delicadeza y rigor, el equilibrio de circunspección y asistencia en todos los órdenes.

Marta tiene ahora veintisiete años y María veintiuno. El alma de Marta está tocada de penumbra; la de María es radiante, sin que la común inhibición la haya opacado en modo alguno. Marta es pálida, esbelta, la cara ovalada, las cejas nutridas, grandes las pestañas, los ojos hondos, la boca exangüe, la nariz afilada, sin relieve los pechos, el andar silencioso y lenta la voz; María es morena, la cara redonda y sanguínea, la boca carnosa y coronada de ligerísimo bozo, los ojos grandes y glaucos, de rápidos movimientos, el timbre de la voz grave y juguetón. Enérgicas una y otra, serena es la mayor, impaciente la pequeña. Nunca han salido del pueblo; pero la secreta, cada vez más íntima e imposible ambición de María es conocer siquiera Teocaltiche; antes gozaba —todavía, sí, recónditamente, muy a solas, todavía, sin que nadie lo sepa ni lo imagine—, goza figurándose cómo será una ciudad: León, Aguascalientes, Guadalajara, Los Ángeles (donde vivió su padre), San Francisco (donde murió), Madrid, Barcelona, París, Nápoles, Roma, Constantinopla; le gusta leer: casi sabe de memoria el Itinerario a Tierra Santa y la novela Staurofila; como no acierta a conocer lo que disguste a su tío, y han sido frecuentes, duras, las reprimendas por ese vicio, lee a hurtadillas; tenía pasión por los libros de geografía, pero tanto la exaltaban y con tantas preguntas colmaba la paciencia de don Dionisio, a quien importunaba para que la llevara a alguna de las peregrinaciones, que éste acabó por quitárselos y prohibírselos; cuando llegan cartas, anuncios y periódicos destinados a su tío, se le van los ojos tras de los sellos postales que dicen claramente: Guadalajara, México, Barcelona, París; en los calendarios que anuncian vinos de consagrar, velas, artículos religiosos, etcétera, no se cansa de leer las direcciones: Madrid, calle fulana, número tantos; y los periódicos; quién sabe si por ella su tío no reciba más que revistas religiosas y La Chispa; dejó la suscripción de El País, que traía bonitos figurines y noticias interesantes; el Padre Reyes todavía la recibe y le presta algunos números al señor cura, que María lee a la descuidada; últimamente estaba leyendo Los tres mosqueteros; pero ya no ha podido ir a casa de Micaela Rodríguez, que trajo el libro, de México. Micaela era su íntima amiga; desde chicas congeniaron; ahora que volvió de México no hallaba dónde ponerla para que le platicara todo, todo lo que había visto; ¡qué admiración y hasta envidia! ¡qué vestidos! Volvió medio cambiada, medio chocante, orgullosa y media; todo se le podía pasar por haber estado donde estuvo y haber conocido tantísimas cosas de milagro: el cine, los teatros, los restaurantes, el tren, los tranvías; pero sucedió que a don Dionisio no le parecieron bien ciertas pláticas de Micaela y menos sus modas dizque indecentes, prohibió a María que siquiera la saludara y amenazó con despedir a la amiga si volvía a poner el pie en el curato. En general no le gusta a su tío que tengan amistad con nadie; cada día es más retraído con ellas, apenas les habla lo indispensable, se da a entender con los ojos, con la actitud; cualquiera diría que no les tiene ningún afecto, a no ser por algunos detalles elocuentes: el año pasado, por ejemplo, María estuvo gravemente postrada con una fiebre intestinal y don Dionisio anduvo como loco, más que si fuera su padre.

María y Marta son, en efecto, las cuerdas sensibles del viejo cura: la violencia con que trata de disimular el cariño que les profesa es el mejor testimonio de la profundidad con que las quiere. En lo íntimo, la predilecta es María, que vino a su amparo pequeñita, de unos cuantos meses, a quien enseñó a hablar, a rezar, a leer (qué íntima ternura cuando lo recuerda); quizá también por su genio difícil que tan frecuentes dolores de cabeza le proporciona. Marta es la sobrina de las confianzas: lleva las cuentas de la casa y de la parroquia, guarda y distribuye el dinero, es el ama del hogar. ¿Qué haría humanamente si le faltaran aquellos retoños de su sangre, casi criaturas suyas, qué haría sin ellas el anciano?