Material de Lectura

 

 

 
Mujeres arquetípicas
                          
 
 

En la crónica que pudiera escribirse con este material —y son muchos los que reiteradamente se lo proponen al Padre Islas— vendría en el primer capítulo la ya legendaria existencia de Teo Parga, celosísima fundadora y primera presidenta de la Asociación; mujer de vida tibia y entregada a las comodidades de una excelente situación económica, en vísperas de contraer matrimonio con acaudalado vecino de Juchipila, oía en vano las amonestaciones públicas y privadas del recién venido Padre Islas, anheloso de fundar en la parroquia la Asociación de Hijas de María: —“Hay gentes que se obstinan en ser llamadas personalmente por la Divina Providencia, sin fijarse en que estos llamados suelen ser rudos...” —“Usted será llamada con dureza, si se obstina en no escoger de grado el camino que Dios Nuestro Señor le depara...” —“Teófila, ¿por qué abjura de su nombre, que quiere decir amante de Dios, y prefiere el vano y pasajero amor de un mortal?...” Pasaban los días, llegaban las donas, fue fijada la fecha del matrimonio, el novio se puso en camino con la compañía de parientes, amigos y músicos; pero el hombre propone y Dios dispone: fuera de tiempo, una tormenta se abatió sobre la caravana y un rayo mató al prometido de Teófila Parga; ésta, convicta, herida en lo más vivo del alma, trocó la tibieza en fervor, la riqueza en rigor; se quedó con lo indispensable para el sostenimiento de un asilo de muchachas huérfanas, que desde entonces fue su casa, repartió el resto de su fortuna, se consagró a la fundación de las Hijas de María, extremó la ejemplaridad de su vida y fue premiada por Dios con un don que puso espanto a la comarca: predecía la muerte de las gentes; y ello, con más frecuencia, por revelación en sueños: una mañana se levantaba con el anuncio: hoy en la madrugada, entre las dos y las tres, murió fulano. Fulano vivía lejos, a muchos días de camino, hasta en Estados Unidos; venida indefectiblemente la noticia del fallecimiento, coincidía la hora dicha por Teo. —“Encomienden a zutano —decía otras veces— porque no saldrá la noche.” Y en alguna ocasión zutano se había acostado en perfecta salud. El crujir de maderas —un armario, una petaquilla, una rinconera— le servía también de presagio; no era raro que leyese la proximidad de la muerte en el semblante: —“Mengano morirá este año... Sería bueno que perengano se fuera preparando: no puede vivir mucho tiempo, quién sabe si no salga el mes”... Teo no podía resistir vida tan extremada y, como es presumible, tuvo la gracia de conocer anticipadamente la hora de su muerte: —“Yo no saldré este año.” —“Hermanas —decía en las asambleas—, encomiéndenme a la Santísima Virgen: ya se acerca diciembre.” —“Pero si estás para dar y prestar salud”— le respondían. —“Yo sé la caridad que les pido. Encomiéndenme a Nuestra Madre y Señora.” El cuarto día de la Novena de la Inmaculada llegó al asilo con resfrío. Todavía se levantó a misa la mañana siguiente. Por obediencia le mandó el Padre Islas que se recogiera. —“Recomiende a las hermanas que pidan porque no cambie la fecha: el día de nuestra fiesta.” —“No diga cosas, no diga cosas: es un catarro que le pasará con cuidarse.” Por no contrariarla —pues no había gravedad alguna— le administraron los últimos sacramentos el día seis; el día siete amaneció sin calentura; comenzaban las chungas de los propensos al liberalismo; en la tarde, la enferma comenzó a agonizar hasta la una de la mañana en que murió y fue difundiéndose por el pueblo un olor de azucenas.

Como signo adverso, no menos edificante es el caso de Maclovia Ledesma, que habiendo ingresado, de las primeras, a la Asociación, y habiéndose distinguido en los principios por su celo, resultó un día con que dejaba la cinta azul y la medalla de plata porque iba a casarse, como en efecto sucedió; los reveses no se hicieron esperar: el marido perdió tres cosechas año por año, una epizootia acabó con todo su ganado, se frustraron dos embarazos, y esto no fue nada, en comparación con la locura que sobrevino a Maclovia; desde recién casada fue víctima de una tristeza mortal, que nada ni nadie podía disiparle; tras la primera frustración dio en sentirse perseguida, ya por sus parientes políticos, luego por su marido, finalmente por el diablo en persona, que al cabo identificó con el Padre Islas, y entonces comenzó a decirse que ella era la poseída por el demonio, quien ponía en la confusión de su mente tan sacrílego despropósito; víctima del delirio, se rehusó a probar alimento cuando estuvo grávida por segunda vez; entonces pasó lo que ahora de sólo recordarlo hace temblar a las gentes: un domingo, a la hora del mercado, Maclovia se echó a la calle, a medio vestir, gritando cosas horribles: —“¡Ay de ti que dejaste a Dios por un hombre! ¡¡Condenada estás!!”... —“Mírenme todos cómo estoy, así me puso el Padre Islas, que es un disfraz del diablo”... —“¡Cómo que no matan a ese perro del Padre Islas, que no es más que el demonio en figura de padre!”... —“Todos son unos cobardes como el marica de mi marido”... Excitado, el pueblo comenzó a lanzarle piedras, y Maclovia, en medio de la plaza, dio gritos inarticulados, la sacudieron convulsiones tan fuertes que tres hombres robustos no la podían contener; se le puso morado el rostro, se mordía la lengua y echaba espumarajos por la boca; los circunstantes, convencidos de que estaba endemoniada, no hallaban si rematarla a pedradas, o huir del espectáculo; prevaleciera la primera opinión a no interponerse con energía el señor cura; no hubo tiempo de conducirla a su casa: fue allí donde se malogró el nuevo fruto de sus entrañas, y si pudo salvar la vida tras la hemorragia que sobrevino, ya no dio más señales de razón: idiotizada languideció año y medio, gruñía para pedir alimentos y no guardaba diferencia con las bestias para desahogar sus necesidades; menos aún daba señales de reconocer a quienes la rodeaban; una mañana la encontraron muerta, en medio de la mayor inmundicia.

No, esta historia no cabría, con su siniestra ejemplaridad, en el eucologio de la Asociación, plantel de tan fragantes rosas, como aquella bienaventurada Elvira Domínguez, que consumió su plenitud en el Hospital: ella curaba a los enfermos, ella les hacía y les daba de comer, ella salía por las calles a pedir lo necesario para el sostenimiento de la casa; nadie le ayudaba en las faenas de aseo, en el cuidado del huerto, en sacar del pozo toda el agua indispensable para la pulcra limpieza de corredores y salones, ni le arredraba el acompañamiento de moribundos y muertos en las noches eternas; ayudaba serena y devotamente a bien morir, amortajaba los cuerpos, hilaba rosarios por el alma difunta y, cuando amanecía, bajaba al pueblo para disponer el entierro; tísicos, leprosos, palúdicos, hasta locos, hasta enfermos de rabia, sin dolientes y por todos desamparados, recibían asilo; pero la prueba mayor a que se sometió la virtud de la bienaventurada Elvira fue su separación del Hospital, cuando vinieran las religiosas a hacerse cargo de la casa; sin quejas ni protestas, la bienaventurada entró a servir en casa de don Leonardo Chávez, aunque quiso Dios que no por mucho tiempo, pues presto la llamó con muerte plácida.

Lugar no menos insigne ha de ocupar la memoria de Maximina Vallejo, que tan heroicamente soportó la irrisión pública, pues llegaron a tenerla por mujer demente; su celo la inducía a construir capillas y ermitas en los más pequeños poblados de la jurisdicción parroquial; visitaba obstinadamente a todas las familias para que destinaran a oratorio una de sus habitaciones; los domingos salía por las calles y entraba a los comercios pidiendo limosna para proseguir las obras que tenía emprendidas: la capilla del rancho fulano, la ermita en el cruce de tales caminos, la reparación de aquel y aquel templo, la compra de una custodia, de unos ornamentos, de una imagen con ese y el otro destino; ella en persona aparejaba su burrito y salía sola por distintos rumbos, localizando sitios apartados en que debían erigirse las casas de Dios. Nadie sabe cómo desapareció en uno de esos viajes remotos. La versión popular asegura que fue arrebatada al cielo, aunque con disgusto de las devotas Hermanas haya quien diga que un arroyo crecido la arrastró cerca del Río Grande, que va a dar a la mar.

Cosa difícil será decidir la preferencia que obtengan tantas vidas de una virtud heroica, todas dignas del primer lugar. Con Teo, Elvira y Maximina, Jovita Soto —belleza legendaria—, quien para librarse de asedios amorosos buscó en el hospital el contagio de la viruela, que vino a desfigurarla horrorosamente; pero le permitió vivir en plenitud la vida de la Asociación, a salvo de impertinencias. Y Filomena Manzo, animosa para hablar con los difuntos, no con otro interés que el de cumplir las obligaciones que les impedían salir del purgatorio. Y Clara Galaviz, tantas veces levantada por muerta en la iglesia, caída en raptos de divina contemplación. Y Crucita Mora, que supo resistir durante muchos años el dolor y la vanidad de un estigma milagroso que reventó en su pecho, no revelado sino por obediencia confesional, para edificación de las Hermanas, en el momento de administrarle los últimos auxilios.

¡Historial gloriosísimo que con ser inmediato suena de modo arcaico y aun se olvida en el tráfago cotidiano; pero calladamente se prolonga en muchas de estas mujeres vestidas de negro, cuya cinta azul y cuya medalla de plata ni la muerte arrancará del pecho! Baluartes contra las quimeras de los hombres, rehenes divinos frente a la corrupción amenazante, pararrayos que guardan al pueblo de la cólera celestial. Hoy como ayer florecen las Teos y las Elviras en el plantel de la Asociación. ¿Qué sería del pueblo sin ellas? La ola de fango lo hubiera sepultado mil y mil veces. Aunque no se vanaglorien, muchas han sido socorridas por apariciones prodigiosas, otras escuchan voces sobrenaturales y no faltarán quienes algún día sean reverenciadas en los altares. (Estas ideas han sido tomadas del repertorio habitual que usa en sus alocuciones el Padre Islas.) Y el pueblo lo sabe: alguien es el conductor de la “excelsa pléyade”, alguien es el hortelano del “mirífico vergel”, alguien ha hecho que prendan las “deíficas rosas”, cuyo perfume “satura a la comarca y sube al cielo en holocausto”.