Material de Lectura

Anamari Gomis


Nota introductoria
de Eduardo Cerdán


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Nota introductoria
Cuentos del país del Exilio



Anamari Gomís pertenece a un grupo de narradores que entró a la literatura con el precedente inmediato de los escritores "de la Onda" —como los bautizó Margo Glantz—, quienes en la década de los sesenta del siglo pasado significaron un viraje importante en la narrativa mexicana por su espíritu subversivo y porque introdujeron, amén de una notable veta humorística, las experiencias y el habla de los jóvenes de entonces. Las obras de aquellas nuevas voces, así lo dijo José Agustín, buscaban hablar sobre la juventud desde la juventud misma. Como varios coetáneos suyos, Anamari Gomís abrevó de dos fuentes principales dentro de la literatura mexicana: la de estos jóvenes transgresores y la de "los maestros"; en su caso: Juan Rulfo, el patriarca de nuestra narrativa del siglo XX, y Salvador Elizondo, miembro de la llamada Generación de Medio Siglo.

Hija de refugiados españoles en México, Anamari Gomís nació en un seno familiar nimbado por el desarraigo y por el despojo de la patria. De José Gomís, su padre —un valenciano cosmopolita, escritor y abogado que antes del franquismo fue juez de la Suprema Corte—, la narradora absorbió el sentimiento del exilio. Su madre andaluza, Ana Iniesta, se adaptó muy bien a México; no así su marido, quien siempre penó por la pérdida de España. A partir de las reflexiones que su papá hacía frente a ella cuando niña, Anamari Gomís asimiló el inconsciente de un transterrado y por ello vivió en lo que ha llamado "ese país llamado Exilio": una suerte de limbo que no es ni España ni México, sino un extraño espacio intermedio en donde impera la vacilación sobre la identidad propia. Mientras en su casa ceceaban, decían culo sin miramientos y pregonaban: "¡Naranjas, las de Valencia! ¡Sandías, las de Andalucía!", el mundo de afuera seguía su natural discurrir mexicano.

Gomís se formó a los veintidós años en el Centro Mexicano de Escritores (CME), donde la asesoraron el crítico Francisco Monterde y los narradores Juan Rulfo y Salvador Elizondo, quien fue una gran figura tutelar para ella: además de ser su profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM —donde ella trabaja actualmente— y su tutor en el CME, él y su ahora viuda Paulina Lavista se convirtieron en grandes amigos suyos. Mientras duró aquella beca, escribió una primera novela intitulada Bailando con mi perro, que nunca se publicó. A Rulfo le gustaba la capacidad de Anamari Gomís para narrar el viaje, asunto clásico de la literatura que no ha abandonado en su obra. En el archivo del CME, por cierto, se lee dentro de las observaciones que los asesores hicieron sobre ella: "Escribe bien, promete y para ser mujer [sic] es muy turbulenta".

En la ya tradicional revista Punto de Partida de la Dirección de Literatura de la UNAM, así como en Los Universitarios, Anamari Gomís publicó sus primeros textos. Muy pronto entró al mundo de la docencia y luego partió de México para posgraduarse en Literatura Comparada por la New York University. En 1984 apareció bajo el sello de la UAM su colección de relatos A pocos pasos del camino, que, diría ella, "se perdió en la noche de los tiempos". En realidad, su primer libro importante fue el que se presentó una década después en Ediciones Cal y Arena: La portada del Sargento Pimienta, del que se extraen dos de los cuentos presentados aquí.

Fue aquella una colección madura que concentró todos los rasgos característicos de la narrativa de Anamari Gomís: el viaje, el humor y la frescura, el mundo estadounidense, el exilio español y la presencia constante de referencias musicales (nada más hay que fijarse en los títulos), literarias y cinematográficas. La portada del Sargento Pimienta es el registro de las preocupaciones estéticas y morales de una generación mexicana que, además de vivir un momento de efervescencia política muy particular, comenzó a cuestionar —no sin algo de timidez— los modelos tradicionales de pensamiento. Este libro se publicó mientras ella vivía en Washington y era investigadora visitante en la Universidad de Georgetown.

A finales de los noventa, Anamari Gomís volvió a México para encabezar la actual Coordinación de Literatura del INBA. En el 2002 se publicó su novela Ya sabes mi paradero, un texto polifónico en el que, con un pie en el rescate de la memoria familiar y otro en la ficción, la autora narra la historia de los Soler Al caraz: españoles exiliados en México durante el franquismo. Por este libro, Anamari Gomís se ubica al lado de autores mexicanos como Angelina MuñizHu berman, Gonzalo Celorio, Bárbara Jacobs, Myriam Moscona et al., quienes han tomado el exilio como tema literario. Ésta y su siguiente obra de largo aliento: Sellado con un beso, de 2005, se publicaron en Plaza & Janés. En su segunda novela se narra una historia donde los protagonistas son niños y adolescentes, y que funciona como un fresco de la sociedad mexicana clasista, snob e ignorante que vivía en los sesenta bajo la atmósfera de la Guerra Fría.

Otro libro notable de Gomís es el publicado en la ya desaparecida colección Cuadernos de Quirón: Los demonios de la depresión, de 2008, en el que tomó su enfermedad para escribir un libro ensayístico/testimo nial que narra la batalla propia como depresiva crónica al tiempo que recorre la historia de la depresión. Ocho años después apareció su título más reciente: La vida por un imperio, publicado por Ediciones B. Se trata de una novela de viaje, de aprendizaje amoroso y personal cuyo motor es la investigación de la leyenda según la cual Maximiliano de Habsburgo no murió fusilado en el Ceno de las Campanas, sino que se fugó hacia El Salvador bajo el seudónimo de Justo Armas, un aristócrata vienés que andaba siempre descalzo porque decía haber sobrevivido a "un naufragio".

Un nuevo cuentario de Anamari Gomís, El otro Jardín del Edén, está por presentarse. Incluirá tanto textos inéditos como algunos que se han publicado ya en revistas o en antologías. Dos de estos últimos se reproducen en la presente muestra, que contiene los cuentos "Bateador emergente", "Dakota's Réquiem", "El otro Jardín del Edén" y "La nave del olvido". La disposición de los cuatro busca conformar un recorrido in crescendo por las etapas vitales humanas.

El redondo "Bateador emergente" presenta el juego de contrastes y semejanzas que se da entre el niño que fue el protagonista, trabajador de una agencia de publicidad, y el adulto que es. "Dakota's Réquiem" se trata de un relato en modo asociación libre, un monólogo de diván en el que la narradora, álter ego de Gomís, cuenta a su psicoanalista lo que significó en su momento, para ella y para su generación, el asesinato de John Lennon. El protagonista de "El otro Jardín del Edén" es un middleaged en una crisis existencial que se proyecta en varias esferas: lo erótico, el trabajo, la vida conyugal y la decadencia del cuerpo. Por último, "La nave del olvido" —que fue pensado como un homenaje a José José, de ahí el título— es un entrañable relato sobre la vejez y la enfermedad.

He aquí una muestra breve, pero significativa, de los cuentos de Anamari Gomís, voz del país Exilio.


Eduardo Cerdán

Bateador emergente



Enrique entra al ascensor y mira de reojo a las otras personas. La mente le divaga, pero acierta a saludar con una sonrisa a la secretaria de uno de los ejecutivos de la agencia de publicidad. Se abre la puerta en el segundo piso y se cierra con rapidez. Enrique baja la mirada y la deposita en la punta de sus lustrosos zapatos. "¿Por qué no fui como el Toro Valenzuela?", se pregunta, y se acuerda de cuando se incorporaba de la cama, antes de que sonara la alarma del despertador, y se preparaba para irse a jugar béisbol. Eso sucedía los sábados. Al abrir los ojos, lo primero que veía era su uniforme resplandeciente puesto con esmero sobre una silla desde la noche anterior. A las 6:00 a.m. se bañaba y oía desde la regadera la estación radiofónica que, todavía más temprano, había sintonizado su padre, "el capitán del club de los madrugadores". "Noche de ronda", al amanecer, interpretada por Toña la Negra. La madre, entretanto, ya había hecho el desayuno para todos. Un gallo urbano encendía la mañana. La calle, recién barrida y regada, se llenaba poco a poco de rumores.

El elevador se abre en el cuarto piso y tarda en cerrar sus puertas.

Las hermanas de Enrique pertenecían a una geografía distante que se ordenaba de otra manera dentro de la casa, así que Enrique se sentía el único hijo. Madrugar le ayudaba a crear la ficción de que su mamá sólo lo atendía a él, porque las niñas, los sábados, se levantaban más tarde. Enrique llegaba al desayunador y saludaba a su madre tarareando a lo mejor una canción de Brenda Lee. Aquellos sábados se desayunaba aprisa y luego salía radiante rumbo a la parada del camión.

Ahora se encuentra tenso. Ha concebido una campaña publicitaria para que la agencia obtenga la cuenta de una de las firmas de automóviles que más se venden en el país, pero sabe que, si Silva Gómez se le adelanta, el jefe apoyará a este hombre de inmediato y después le pedirá a Enrique que se ocupe de una cuenta menor. Esta vez Enrique debe sorprender al jefe, hacerlo reparar en su talento para la publicidad. Lleva días enteros embebido en su proyecto. Incluso le ha dedicado varias noches y fines de semana. Silva Gómez siempre se presenta tarde a trabajar, siempre. Se toma su tiempo y actúa como una diva. Años atrás ideó varios anuncios que ganaron premios nacionales. Hoy no es ya ni la sombra de lo que era antes, pero el director general aún confía en él. Enrique está cierto de que su propuesta es buena, ha invertido en ella toda su capacidad y experiencia. Sólo se trata de convencer al jefe de que "le compre la idea" antes de que se aparezca Silva Gómez y muestre un plan que no es más que imitación de las otras campañas que le valieron su fama. Enrique ha concebido una original manera de diseñar la propaganda. Ojalá, lo desea con verdadero fervor, lo reciba a tiempo el director general. Intenta serenarse aspirando una bocanada de aire que le sabe agria dentro del ascensor, lleno para el séptimo piso. Se ha acordado de sus días de adolescente. "Me iba bien entonces." El DF tenía un cierto azul perenne que cubría entera la colonia del Valle, claro y de nubes en movimiento. Se veían las montañas. Las cosas han cambiado. Ahora se respira una atmósfera de chatarra. En este momento dos mujeres rompen el silencio absoluto. Enrique las escucha al principio y luego hace caso omiso de lo que dicen.

Llegaba a la liga Maya apenas sofocando la energía y comenzaba a "calentar" antes que nadie. El pasto todavía estaba húmedo y muchas veces hacía frío. Enrique no lo notaba. Hubiera podido revolcarse en el césped del diamante por el puro gusto de darle vida a la manopla o de girar el cuerpo como Fernando Remes.

El elevador se detiene largos segundos en el octavo piso. Un hombre ataja la entrada con la mano. Termina de recibir órdenes del que seguramente es su superior.

"Sí, señor, enseguida", dice, mientras el "ojo eléctrico" suena resentido.

A los doce años de edad, Enrique se había preparado igual que un jugador profesional. Eso ocurrió en el 64. Bateaba siguiendo una elipsis que pocas veces le falló. Se sabía observado, así que no perdía la oportunidad de mostrar sus habilidades.

Entrenaba hasta la fatiga y regresaba a su casa sudoroso y sucio, para leer, tumbado en la cama, sobre béisbol.

"Báñate primero, Enrique", repetía la mamá, fulminada por el caos doméstico, al que no lograba erradicar nunca, ni cuando la nochenoche bajaba de un silbido y todas las cosas quedaban como muertas: los platos, los zapatos de los niños, el cable del teléfono, la televisión, etcétera.

Enrique va vestido en forma impecable. Contempla su corbata, mientras el ascensor sigue su curso. "Me le adelantaré a Silva Gómez y esta vez me darán a mí la cuenta. Lo sé." De pronto la luz se desvanece por un instante y algunos pasajeros se asustan. Poco antes de llegar al noveno piso, el elevador se detiene y el foco que los ha alumbrado parpadea y finalmente se apaga. "Lo que me faltaba", deben pensar casi todos para sí mismos, Enrique el primero. De inmediato alguien oprime el botón de alarma una y otra vez.

Las mujeres se arriman unas con otras. El hombre que se les unió en el octavo piso anuncia que siente una profunda angustia, que le hormiguea en el brazo izquierdo, en el pecho y en la garganta.

El 17 de noviembre de 1964, Enrique no lo podrá olvidar, se seleccionaría a las "estrellas" de la liga y estaba cierto de que sería uno de los escogidos, quién lo dudaría, si había jugado como el mejor durante todo el año, nunca había faltado, ni siquiera el día atroz en que el tío Máximo se dio un tiro en el Circuito de los Escritores del Bosque de Chapultepec. Esa mañana, la del 17 de noviembre, apoyó el bat en el suelo y descansó la mano derecha sobre él. Aspiró una gran bocanada de aire, la soltó y se mantuvo quieto, mientras el corazón le latía con rapidez, como ahora, que respira hondamente, a unos metros del noveno piso. "Me va a ganar Silva Gómez, otra vez."

Continúan atascados. El tipo del octavo piso dice que va a desmayarse. Enrique lo oye con desprecio y le ordena que se controle. Una mujer se apiada del hombre y lo ayuda a desanudarse la corbata, con rapidez, a pesar de las tinieblas. Enrique reprime la impaciencia. Pierde su absoluta verticalidad y descansa sobre la pared un instante. Luego recobra su posición casi inflexible para no arrugarse el saco del traje.

Poco a poco fueron llamando a las catorce "estrellas". Cada uno de los jóvenes jugadores seleccionados daba un paso al frente. Enrique seguía de pie, más erguido que al principio, atento a oír su nombre. Desfilaron los catorce. Era mediodía y una hipoglucemia artificial, así lo hubiera pensado hoy, estaba por desplomarlo... Pero no, no ocurrió así. Se le arrasaron los ojos, y luego miró al sol para que se le secaran las lágrimas. Fue entonces cuando lo nombraron: "Enrique Dávalos, estrella suplente". ¿Qué demonios quería decir eso? Le advirtieron que era opcional el nuevo uniforme de estrella. Enrique, sin embargo, participó a sus padres la necesidad imperiosa de adquirirlo y durante toda una temporada deportiva vivió con la extraña sensación de un fracaso triunfal. Al cabo de un año, y a pesar de haber jugado en San Antonio, Texas, supliendo a Martín Valtierra, el hijo del entrenador, surgió en Enrique una convicción definitiva: la de no ser nunca más estrella suplente.

Pero siempre ha creído que reemplaza a otro. Ahora, como el que sabe que está a punto de enfermar, sospecha que si logra salir a tiempo del elevador y presentarle al jefe su idea, le darán la firma. Se lo merece. Ha trabajado más que nadie y desde luego más que Silva Gómez. El ambiente se vuelve bochornoso. El hombre del octavo piso gime. Una de las mujeres comienza a ponerse nerviosa. "Se nos va a acabar el aire", afirma con una voz pituda. Se dirige a Enrique, cosa que él sabe a pesar de la oscuridad. En una ráfaga de lástima, más por sí mismo que por el prójimo, se tranquiliza e intenta también apaciguar al tipo. "No pasa nada, guarden la calma. Esto está a punto de arrancar de nuevo y si no ya nos sacarán de aquí en unos minutos."

El hombre del octavo piso sucumbe, cae junto a Enrique que, sin pensarlo, actúa de inmediato y le toma el pulso ya inerte. No respira. Enrique procede a darle un masaje cardiaco. Había aprendido primeros auxilios cuando fue boy scout. Se arrodilla sobre el hombro izquierdo del sujeto del octavo piso y presiona su tórax unas once o doce veces. Le da respiración de boca a boca, todo a tientas, y vuelve a realizar la compresión cardiaca. Los demás están en suspenso. El hombre comienza a respirar, le regresan las pulsaciones y Enrique le ordena que se quede quieto. El elevador sufre un jalón, suena como un viejo refrigerador y marcha hacia el décimo piso con una luz mortecina, aunque confortante. Las puertas se abren. Una de las mujeres pide a gritos una ambulancia. Enrique se cerciora de que el tipo del octavo piso sea transportado de emergencia a un hospital. Se limpia con la mano el sudor de la frente.

Ahora está casi en paz ante lo inevitable. Silva Gómez habrá ganado la firma para la empresa y Enrique, si acaso, lo ayudará recibiendo sus instrucciones. En eso lo vocean. El jefe lo busca. Ya está. Silva Gómez lo hará trabajar con él, lo someterá y lo humillará como tantas otras veces. Enrique se arregla la corbata, sube esta vez por la escalera y se anuncia con la secretaria del jefe. A poco entra y el director le dice: "Nuestro querido Silva Gómez tuvo ayer un infarto. No se preocupe, ya se encuentra en condición estable, por fortuna. Me gustaría, por lo tanto, encargarle a usted la campaña publicitaria de la cuenta que tanto nos interesa. Piense en algo nuevo, con garra. ¿Me entiende?".

Enrique siente un sofoco. De nuevo es la estrella suplente, pero esta vez, con una voluntad inquebrantable, rota el torso, batea y corre a home.

De La portada del Sargento Pimienta,
Ediciones Cal y Arena, 1994.

Dakota´s Requiem




Fíjese, de niña me atraía especialmente el edificio del cine Roble. Usted no conoce bien México, pero, mire, le hablo nada menos que de la avenida Reforma. Siempre que he caminado por ese lado de la acera, la del cine Roble, llueve, o hace frío. Frío a medias, y sin embargo uno llega a resentirlo como si el invierno tuviera ligas con nosotros, los mexicanos originarios del de efe. No, allí la temperatura baja apenas unos grados. Yo le decía del cine Roble, ¿no?, recordando a tientas su construcción. Mucho tiempo me pregunté si habría oficinas arriba. Entonces, ¿por qué se me ocurrió creer que Pedro Armendáriz había muerto en los altos del cine Roble? ¿Usted sabe de quién le hablo? El caso es que uno se aficiona a los rincones de una ciudad: años atrás por el cine Roble en Reforma, hoy por los Dakota en Manhattan. Desde que los descubrí me atrajeron y no sólo fueron sus inquilinos el motivo de mi interés. Cada que logro escaparme a mi propia disciplina, y apearme a la altura del Museo de Historia Natural, refrendo el simple gusto de caminar hacia abajo, hasta la calle 72. En el otoño (se me llena la boca con la palabra porque provengo de una latitud donde no transcurren las estaciones), en el otoño, le digo, me he llegado a internar en el parque por el antojo de sentarme a leer el Times, sin premura y a sabiendas de que al horizonte lo interrumpe el edificio. ¿Le conté que fatigo la idea de que una pátina de malignidad lo cubre desde el tejado? Me concentro, pues, en el periódico, porque así llamo menos la atención, ve usted. De todas formas, no resulta fácil permanecer sentada sin que alguno se aproxime a abordarme, incluidos traficantes de droga y hombres de saco de tweed y paraguas que, cautelosamente, se dan a mi cortejo. Si insisten demasiado, me levanto y me voy con paso apresurado. Si no, me hago la desentendida para disfrutar un rato más de la tarde. Cuando la luz violeta, que diría Eliot, me hace forzar la vista, y dentro de los Dakota comienzan a encenderse las luces, me retiro.

Mire, los gringos son amarillistas hasta el tuétano, ¿me entiende? ¿Por qué habría de provocarme miedo? Dije que me internaba porque ésa es la única manera en la que uno se mete al Central Park: internándose como lo hiciera el Dante por una selva oscura. No es más que un retruécano literario, ¿sí? Si le he de ser sincera, me busco un banco próximo a la calle, cerca del tránsito de la gente, y ahí me quedo.

Lennon y Yoko paseaban solos los dos. Cruzaban la avenida y el parque los acogía, como a mí, con una bienvenida silenciosa. Nunca pude verlos, pero leí en varias entrevistas que era su costumbre caminar ahí por las tardes. A Mick Jagger, en cambio, me lo topé un mediodía en Columbus Avenue. Iba de blanco traje de alpaca y bajaba de un taxi, inmune al escándalo que pudiera levantar su presencia. En verano, por cierto, he contemplado al edificio Dakota en el transcurso de las representaciones operísticas que el Metropolitan Opera House realiza en el corazón mismo del Park. Miro, escuchando Fidelio, por ejemplo, la te chadura verdosa que Polanski no sacó en Rosemary's Baby, y me permito perder la mirada en la perspectiva que ofrecen los rascacielos del lado West.

Lo del New York Times, en lugar de cualquier otra publicación, ha sido mi opción para no ofrecer visos de mi persona durante mis visitas solitarias al parque. La Rolling Stone, digamos, la leo en casa, aguardando a que mi marido regrese del consulado. Soy una Pe nélope gráfica, sabe usted.

¿Recuerda aquella fotografía en la que John y Yoko se abrazan acostados, a la Klimt? Lennon está desnudo, y la Ono, de jeans y suéter negro, le cubre a él una parte del cuerpo. Fue portada de la Rolling y la foto la tomaron la mañana previa al asesinato. Lennon parecía ya un cadáver ceñido por una mujer de luto.

La de John Lennon vino a ser una muerte cercana, ¿no? Por años pensé que el momento en que muriera uno de los Beatles yo habría de empezar a morirme también. Repensándolo ahora, no necesitaba que Lennon fuera asesinado a las puertas de los Dakota para saber que nos aproximamos a morir mucho antes de darnos cuenta.

¿Qué se nos terminó la noche que mataron a Lennon?

Mire, yo hubiese querido ir corriendo a los Dakota, a ver si la muchedumbre que se juntó en la calle me devolvía al principio de la realidad y me obligaba por lo tanto a aceptar el comunicado transmitido por la radio. Pero, fíjese, hacía un frío del carajo y además teníamos un invitado en casa, un huésped. Mi marido y yo habíamos recibido la noticia igual que el impacto de una bala. Es decir, como al mismísimo Lennon, nos sorprendía bruscamente el azar. A mi esposo se le saltaron las lágrimas, mientras que yo, que nunca me puse antes a mirar los Dakota desde su acceso, intentaba traer a mi memoria la entrada al edificio. Nuestro amigo, por el contrario, ni siquiera se inmutó. Al día siguiente se despertó mascando el sentido épico del asunto: el working class hero murió asesinado, y su primera mañana de otoño invernal en el extranjero se le nubló.

Usted no acudió a los Dakota, ¿verdad? Yo no volví sino días después. No, sola no. Primeramente asistimos a la manifestación del silencio. Extraña reunión, sabe. Para mí, los Dakota se habían transformado en una suerte de mausoleo, sino es que eso fueron desde un principio. Encontrarme en el parque, junto a tantísima gente, era, en efecto, comparecer en el entierro del héroe. Me escapaba del curso de mi propia vida y me incorporaba al suceso extraordinario. Imagínese, intervenía yo en las exequias del Beatle favorito de todos, aunque, a decir verdad, los funerales auténticos se llevarían a cabo en otro sitio, con un sigilo oriental. Esta vez, ahora sí muy adentrados en el Park, no habría entierro ni servicios funerarios de ninguna especie, sino un magno encuentro luctuoso. We all want to change the world. Ni mi marido ni yo podíamos ver más allá de lo que sucedía a medio metro a la redonda. El lugar estaba a reventar. Un mismo aliento se desprendía de la garganta común que formábamos los concurrentes. Wanna get stun ned? Sonaban canciones de los Beatles en los altavoces, sonaban las del llamado a la paz, sonaba "Imagine" de John Lennon. A mi lado, o atrás de mí, un larguirucho de impermeable (now who is that lankylooking galoot over there in the macintosh?) silbaba al aspirar su cigarrillo de marihuana. Se convocó al silencio, que se mantuvo durante largos diez minutos en la tierra. No es fácil, ve usted. No resulta cómodo para algunos callar a fuerza y tener que in troyectar a boca cerrada tanto rato (the eagle picks my eye / the worm he licks my bone). ¿Se acuerda del minuto que vuelve interminable la película Yellow Submarine?

A todo esto, me era inaccesible desde ahí el contorno de los Dakota.

¿Le expliqué que el acto parecía la muerte del héroe en pleno combate? Lo que arriba era no lo era abajo. A pesar de los helicópteros sobrevolando el parque, the rock and roll hero recibía las honras fúnebres de sus fans, mediocremente treintones y desapercibidos en la guerra, porque, y esto es algo que no comprendo, los norteamericanos exageran la virtud de la obediencia. ¿Seríamos un cuarto de millar? Y nada: no sucedía nada, sólo el estrépito de los propulsores y Lennon across the universe. Era igual que encontrarse en primera línea de fuego y estuve a punto de sugerirle a mi esposo que nos fuéramos. Y ¿cómo?

¿Fantasea usted con su propia hecatombe? No puede haber otra más que la propia. La de los otros, si es que no se la comparte, pasa a ser asunto puramente literario o, si lo prefiere, ético. En el mundo se han levantado sin cesar monumentos a héroes desconocidos, pero nadie sabe del horrible padecer de quien averigua que pronto será un cadáver al que se despojará de la armadura/uniforme. Black cloud cros sed my mind. Sin embargo, permanecerá como un eco del suplicio el lamento de Andrómaca.

Se creía, oiga, ¿estuvo usted o no?, se creía, le digo, que Yoko Ono esperaría al ejército silente asomada a los balcones de su apartamiento. ¿Usted piensa que, si hubiera habido alguien fustigado por la indignación, la viuda se habría dejado ver? Quién sabe, Manhattan no se hizo para ventanear. El hecho es que cruzamos el parque en grave concierto, y que la agorafobia amainó con verme habilitada para ¿alzar banderas? En realidad, agradecía el orden en el que avanzaba la muchedumbre. No habría tolerado el tropel de un episodio más significativo que el de una temprana tarde fría, triste y marihuana.

En el trayecto se vendían botones con el rostro de John Lennon; así era como Príamo y sus hijos reclamaban el cuerpo del héroe. Pero no crea: yo, enmi mismada, no respondía a otro gran pensamiento más que al de recordar que en el Álbum blanco, mi predilecto, venía una fotografía a color de cada uno de los Beatles. Podría enmarcar la de Lennon y colgarla junto a la de Joseph Conrad.

Arreció el viento helado. El parque era comparable con el paisaje después de una batalla. Ya muy cerca, el casco verde de los departamentos Dakota sobresalía de entre los árboles pelones (sin hojas, Doc).

Habíamos atravesado el Central Park un poco a la deriva y ahora no atinábamos con una manera decente de desembocar a la calle, sino a trepar un montículo de piedras y luego a brincar una verja que nos depositaría en la acera oeste, frente a los Dakota. ¿Y Yoko?

Como no salía, la multitud fue virando sin perder de vista el costado del edificio que daba al parque. Nos atrincheramos mudos a la entrada, en señal de duelo. Comenzó a nevar, y usted sabe que lo del invierno no fue un detalle ni becqueriano ni que esté por demás traer a colación. Nevó sobre nosotros y sobre los Dakota. Y, claro, me debieron chisporrotear, lo mismo que a los otros, los cirios interiores, porque una densa congoja me asaltó.

¿Se imprimía la imagen del asesino en los ojos de su víctima? Supongo que cada uno de los allí dolientes evocó las instancias del crimen. Usted conoce los pormenores también, ¿no es así?

Lennon fue victimado a las puertas de los Dakota la negra noche del lunes 8 de diciembre de 1980. Con cuatro disparos se anunció la nueva década Just like Dylan's Mr. Jones / Lonely wanna die. Un camillero de la ambulancia que se hizo cargo del herido preguntó: ¿es usted John Lennon?, y Lennon respondió Yeah. Yeah, dijo, y recibió las unturas de la mierdera muerte.

¿Habría reconocido Lennon al joven de la gabardina oscura que emergió de las sombras, por segunda vez durante ese día, para pedirle un autógrafo?

That [...] galoot over there in the macintosh? Era el juego del doble, ¿no cree?, lo que provocó al mu chacholectorasiduodeLordo/theF7ies a matar. Suele acontecer con frecuencia que un tipo o una tipa se levante de la cama, se vea al espejo y que lo que mire reflejarse no sea su imagen, sino la del otro: la del que desea en lugar de sí mismo. Un William Wil son deformado cuya afinidad con aquel con quien quiere confundirse resulta amañadísima. Entretanto, Lennon se habrá despertado ese lunes por la mañana ajeno al torpe émulo que radiaba por absorber la identidad del rock and roll hero.

Cualquier cosa nos puede ocurrir a usted y a mí después de la sesión, ¿se da cuenta? Pero bueno, yo le contaba que mi marido y yo decidimos emprender la retirada rumbo a Columbus. Fue la nuestra una marcha lenta. Continuaba nevando y terminamos por detenernos en uno de los muchos restaurantes de la avenida. Estábamos hambreados luego del espectáculo, ve. Habíamos escogido un sitio de comida argentina; así, entre el churrasco y el sabor de las empanadas, dejamos de pensar en el ex Beatle muerto, el favorito. Además, ¿cómo rememorar entonces a Lennon si Gardel inició el canto en cuanto hubimos extendido las servilletas sobre nuestros muslos?

Cuando volvimos nuestros pasos hacia las calles, no pudimos esquivar a los Dakota. ¿Es ésa la compulsión a repetir? La misma noche de crimen, Yoko le mostró a su hijo de cinco años el espacio exacto en el que se había desaplomado Lennon, herido de muerte.

¿Calibra mi desconsuelo cuando, a pocos días de la manifestación de los silentes (en tierra), me demoré a la entrada de los Dakota para observar a un grupo de japoneses que posó con grávida sonrisa ante una Nikon esplendente y automática en el punto mismo de la tragedia?

       Well, I just had to laugh
        I saw the photograph.

De La portada del Sargento Pimienta,
Ediciones Cal y Arena, 1994.





El otro Jardín del Edén



¿De cuándo acá el arquitecto Barrientes descuidaba su arreglo personal y se echaba en su reposet mirando por la ventana durante horas? Era cierto que un herpes en el abdomen, cerca del ombligo, lo había martirizado por semanas, porque además la enfermedad iba y venía según le daba la gana. Esperanza, su mujer, se admiraba de la forma desenfadada en que su marido se había recuperado dos años atrás de un infartazo y ahora sufría quedamente, absorto en quién sabe qué musarañas. Todo le importaba un cacahuate. Observaba el paso de las nubes y lo que ocurría entre las ramas del laurel de su terraza. Abrazaba a su perro labrador, quien lo acompañaba durante largos ratos, para volver a fijar la vista en las macetas.

Los Barrientes vivían en un penthouse, desde donde al Arqui, en otros momentos, le gustaba dominar con sus ojos miopes el panorama urbano. Pensaba que era suyo. Ya no, prefería clavarse en el paso acelerado de alguna lagartija, en las sombras que se formaban en las losetas o en el vuelo de una mosca que de repente entraba a la casa. Luego se ponía a dormitar.

Apenas dos meses antes, hombre lejano de la juventud pero de buen ver, se acicalaba desde temprano. Vestía siempre buenos trajes, camisas blancas impolutas y corbatas que combinaban con el pañuelo del saco, ligeramente asomándole del bolsillo superior. Se despedía cariñoso de Esperancita, que a esa hora parecía un fantasma, y salía hacia su oficina trazando caminos largos, a pie, para ejercitar su corazón.

El chofer lo recogía a las 2:30 en punto de la tarde. Entonces, Esperanza era otra, casi hermosa. Recibía a su marido, se tomaba con él un caballito de tequila y comían juntos casi siempre. Por las tardes, cada uno se abocaba a sus actividades.

Cuando comenzó "la enfermedad", Esperanza hospedó ciertas inquietudes, pero, como los médicos no diagnosticaron nada grave (acaso una depresión, el herpes insidioso que al final tendría que ceder, una crisis de edad), ella continuó con sus asuntos sin culpa.

Barrientes abandonó el reposet y se acuarteló en la terraza, en pants y tenis, echado en su tumbona. Primero dejaba que el sol bajara en el horizonte para que no lo deslumbrara a pesar de la cobertura de la sombrilla. Durante algunos minutos se acodaba en la baranda y permitía que el sonido de la vía rápida le llegara como el de un denso río fluyendo hasta su desembocadura. Le gustaba el olor a dióxido de carbono que trepaba hasta el décimo piso. La vida, como el río, brotaba allá abajo. La vida para él, en los últimos tiempos, había consistido en el desaforado propósito de conseguir a Desirée. Evocaba la primera tarde en que la besó, cuando palpó sus pechos hasta lastimarla un poco, porque no se dejaba meter mano en la entrepierna. Él se afanó por lograrlo, pero estuvo a punto de descubrirlos la secretaria y Barrientes, incapaz de faltar a su imagen, se contuvo. Propuso que se encontraran en otro lugar, Desirée admitía que quería, pero fingía candor y el rendez vous no se llevó a cabo. El mismo episodio se repitió algunas veces más. Desirée, que ya no era tan joven para escribir una tesis de licenciatura, estimulaba a Barrientes, le mostraba la piel desnuda de sus muslos, se abría los botones de la blusa, se hundía en la silla frente al escritorio del arquitecto y con el pie descalzo le tocaba rápidamente la bragueta, a sabiendas de que cualquiera podía entrar a la oficina. Nada más de acordarse, algo, quizá la famosa kundalini, le serpenteaba a pesar del dolor del herpes en el abdomen, y, claro, se le erizaba el pene. Desirée era el nombre que despertaba a su miembro, que permanecía en coma si no la recordaba, la diversa Desirée, fugada, ida, perdida.

Una tarde todavía clara por el horario de verano, mientras paseaba al galgo de su mujer. Barrientes había descubierto un par de ratoncitos recién nacidos que se convulsionaban en el camellón. Eran pequeños, como de juguete. Los observó hasta que lo roedores se quedaron quietos, muertos. En ese instante, como una epifanía infernal, supo que Desirée se escaparía. Al regresar a su casa, el herpes le había brotado ya como una maldición. Cuando leyó el mensaje en su celular de "me voy, no me busque, Arqui, mi vida tomó otro rumbo", le soltó la correa al perro y se tumbó sobre un sillón de la sala. Desirée no jugaba, podía saberlo Barrientes por la fuerza de su musculatura, la cual le daba un aspecto implacable. Jamás podría llegar a su centro, cogérsela como dictaban las necesidades del cuerpo. Punto final.

En una de las calles aledañas a la vía rápida, una cerrada, descubrió a un par de adolescentes grafite ando los edificios. Se entretuvo un largo rato viéndolos. No alcanzaba a distinguir qué pintaban, simplemente le fascinó el acto agresor, la aparente calma con la que se detenían a abusar de los muros, su furia de clase en pleno movimiento.

Allí, en el mismo callejón, había presenciado un sábado en la mañana el paso lento y extraordinario de una mantis religiosa. La miró azorado. El perro labrador la dejó pasar como si no fuera nada.

Hacia las siete de la noche, la cocinera salió a conminarlo a que se resguardara en la casa, pero él no quiso. Le pidió que lo envolviera en una frazada delgada, de la sala de televisión, para emular a Hans Cas torp en La montaña mágica. Ella le administró sus medicinas, le informó que la señora llegaría "al rato" y él se acomodó a gusto. Mientras más tarde apareciera Esperanza, mejor. La ciudad encendía sus luces poco a poco. El río, abajo, aumentaba su caudal y desprendía un fulgor que le agradaba.

A pesar del desahogo de ese momento, le dio por autocompadecerse. Esperanza y los hijos se encontraban ocupados, cada uno con lo suyo, en algún sitio de la gran ciudad. Como Ivan Ulich, él podía estarse muriendo y su familia no se conmovería. Ni Desirée tampoco.

Gracias a los medicamentos, los puntitos dejaron de dolerle. Se enrolló los pies con la manta y recordó su lectura fascinante de Thomas Mann en el primer año de universidad, cuando intentaba a toda costa que la arquitectura le gustara tanto como la literatura y la filosofía. A su padre le había dicho en la preparatoria que quería estudiar filosofía y, sin más, el padre le contestó: "Muy bien, hijo, serás ingeniero o arquitecto". Y arquitecto fue. Terminó por interesarle lo que al principio le parecía un misterio: ¿cómo tender un techo, proyectar un edificio alto, diseñar espacios grandes o pequeños? El lado derecho de su cerebro le funcionaba tan bien como el izquierdo. No tuvo problemas ni para calcular ni para medir ni para construir. Se recibió, realizó una maestría en el extranjero y regresó para casarse con Esperanza. Desempeñó su carrera en un puesto importante en el Gobierno, luego fundó una compañía propia con la que no le había ido mal. Los hijos resultaron inteligentes y formales. ¿Qué más podía anhelar?

A esas alturas de su vida, Esperanza le aburría. Se quejaba de todo, era compradora compulsiva, le impedía dormir toda la noche, ya que saltaba de la cama empapada en sudor, abría las ventanas de la habitación y dejaba pasar los chiflones de aire, se echaba colonia, volvía a recostarse para luego correr a la cocina por una bolsa de hielos y ponérsela en el cuello. Barrientes creía recordar una escena de una película de Marión Brando, acaso Un tranvía llamado Deseo, en la que Brando extrae del refrigerador una botella de leche fría para hacer lo mismo que Esperanza.

El Arqui había optado por dormir una parte de la noche en su estudio, después de trabajar o de leer. Esperanza encendía la televisión y él entraba a apagarla ya de madrugada, cuando los bochornos de su mujer habían disminuido. Entonces se acostaba en la king size, se tragaba un Ativan y esperaba, con los ojos abiertos y boca arriba, a que lo derrumbara el sueño.

Durante los días de indolencia en la terraza, llegaban hasta él el sonido de varias ambulancias y sirenas de policía. Sus alarmas superaban el embate de las aguas del río. Barrientes se tensaba con ello, pero decidía actuar más tiempo de Hans Castorp, hasta que un mosquito insidioso lo obligara a meterse a la casa y buscar acomodo en su estudio.

Nada más pasarse adentro, los perros lo saludaban. El labrador le tomaba una mano con el hocico. El galgo le saltaba de gusto, como si se dispusiera el hombre a llevarlo a pasear.

Comenzaba el jaleo nocturno. Su mujer lo besaba al entrar a la casa, acariciaba a los perros, veía a los hijos, preguntaba quién había telefoneado y corría al cuarto de televisión. Allí merendaba junto a él, sin necesidad de hablar mucho, apenas comentaba los chismes de la tarde.

Las luces eléctricas lo alteraban, no sólo por las cuentas que pagaba por ellas sino por la iluminación brutal de las lámparas en el techo que le dañaban los ojos. Todo un mundo se organizaba y daba vueltas. Entonces se disculpaba y se encerraba otra vez en su estudio para escuchar a Mahler y no pensar en nada.

Desirée había adquirido el gusto por Mahler gracias a él. Era una pena que no pudieran asistir juntos a los conciertos. En realidad, todo era una pena, empezando por su propia existencia. "¿Y si dejo todo y vivimos de las rentas? Menos glamur para los demás, pero yo podría tirarme a la bartola todo el día y soñar, salir con los perros, leer, de nuevo volver a Mahler a cada rato y luego morirme en la tumbona como el personaje de Muerte en Venecia, con el pensamiento puesto en Desirée."

Hacía semanas que no leía ni el periódico. Su poder de concentración no anidaba entre las palabras, nada más en las minucias que ocurrían en la terraza, allí donde pegaba el sol y se oía el ruido del torrente vehicular, donde solo y a sus anchas se cansaba de maldecir a Desirée o de fisgonear la fauna que había surgido de las macetas, las jardineras, de la pequeña fuente de piedras en el décimo piso del edificio.

Sintió un piquetazo, pero no en la barriga. Era el aviso del insomnio, seguro. "¿Cómo decirle a mi familia que eso es lo que deseo: dejar de trabajar?" Un anuncio así traería consigo una hecatombe. Tuvo que desenredarse de la frazada para entrar al baño y orinar.

"Ay, Desirée." Y mientras la evocaba, mirándose en el espejo encima del lavabo, recordó al compositor Gustav von Aschenbach, el protagonista de Muerte en Venecia. ¿Sería su relación con ella parecida a la no relación de Aschenbach con Tadzio? ¿Por qué Tadzio? El dolor le recorrió el estómago. ¿Qué había de oculto en la entrepierna de Desirée? ¿Por qué aquella estructura tan sólida, por qué aquella perfección de hombros, de pechos redondos y demasiado duros? ¿Quién era Desirée? ¿Qué era Desirée?

De pronto irrumpieron los perros, se le echaron encima para saludarlo e incluso lamerlo. Los ojos de Barrientos se detuvieron en el miembro de los canes, abierto a la vida, e insistió en encomendar a su memoria el perfil de Desirée, su culo pequeño, su lengua traviesa, su piel lustrosa y todo eso para encenderse como un fuego artificial de sólo imaginar el secreto que ella, ahora inaccesible, atesoraba entre las piernas.

De la revista Este País, septiembre de 2016.

 


La nave del olvido



Me moriría si te vas, Mariana. Nomás mírame: me añora por todos los poros de la piel la fragilidad que me enluta. Ayer que saliste, me di santo madrazo al entrar a la cocina porque olvidé cerrar la llave del fregadero, así que, ya sabrás, parecía inundación. Tapicé el suelo con papel toalla, que era lo que había a la mano. Ni trazas de la jerga y para qué contarte del moretón que se me ha extendido en la zona del coxis, ahí donde nos pudo crecer a los humanos un rabo como a los animales. ¿Te lo enseño, Mariana, para que me compadezcas? Pero no te asustes, que no estoy para ningún hunky punky, eso se sabe desde hace mucho. Para qué agregarte que la otra mujer que me acompaña cuando tú no estás, la muy cretina, me regañó por el charco que dejé.

Espera un poco, Mariana, un poquito más. Entiendo que no viniste aquí, a este plano terrestre, si es que existen otros, para vivir mi vida, aunque te la daría a cambio de que te quedaras conmigo todo el tiempo. Nada en esta casa funciona sin ti. La luz tempranera se desplaza hacia todos lados con tu ímpetu, mientras a mí me cuesta mucho incorporarme, ya no de la cama, sino al mundo que tú recibes con naturalidad. "Que la garita arañó al pobre perro", "que habla un tal Pablo", "que Zutanita ya se peleó con el marido de nuevo", que si la tía de las muchachas", "que se acabó la leche". A veces no sé a quiénes mencionas, aunque imagino que por alguna razón nos incumben. Mariana, aún me queda un dinerito para ayudarte, para que alguien se encargue de tu mamá en el pueblo, pero a mí no me abandones. Te juro que te pondré en primer lugar y entiende que no doy para más. Ya fue suficiente con las fregaderas que me propinó la vida, con mi difunta que no parece que haya muerto. Tú bien sabes que se presenta a comer aquí con otro, el que nos cae muy mal a ti y a mí. Esta vez, lo juro, no volveré con ella, Mariana. Hemos terminado para siempre. Olvídate de atenderla, ya no vendrá nunca. Además, dices que ya se murió, ¿no? Yo siempre me someto a una dieta estricta, aunque de platillos fáciles, sin chiste. No te molesto mucho. Considera resolver lo doméstico, lo de diario, y auxilíame tantito cuando busco las cosas y no las encuentro. No entendería mi mañana si te fueras, Mariana. ¿Quién barrería, ordenaría, recibiría al que trae el pollo o al de la farmacia? Con estos malditos olvidos inexplicables, como si una bruma me abrazara de pronto para no soltarme, soy hombre al agua. Me da miedo la calle, Mariana, sin ti no me hallo ni para ir al baño.

Espera un poco, Mariana. ¿Te he dicho algo que nadie sabe? ¿Te he dicho que una vez maté a un hombre? Me altero cuando lo recuerdo. Fíjate, de repente, muy quitado de la pena, me encuentro tratando de descifrar lo que dice el periódico, disfrutando mi té con un poco de leche, y cruza como una ráfaga el estremecimiento de haberle dado muerte a un prójimo con mis manos. Claro, él me habría asesinado antes si yo no hubiera actuado con rapidez. Fue cuando el negocio de los barcos pesqueros. Entonces ni siquiera conocía a la difunta, creo. Es una nebulosa mi memoria, Mariana; sin embargo, a cada rato me viene a la mente cómo forcejeé con el individuo por largos minutos. Navegábamos en altamar. Era de madrugada y mi agresor se cargaba una densa resaca. Me odiaba porque yo no pertenecía a su linaje inmundo de pescador, igual que los demás, nomás que éste con más saña, así que, con su infernal aliento alcoholizado, se me abalanzó para acuchillarme. Mi cuerpo era otro, Matiana, robusto y fortalecido por el ejercicio al que me conminaban mis barcos, por lo que logré torcerle el brazo e inducirlo hasta la quilla de la embarcación. Lo combatí hasta arrojarlo por la borda. Ni gritar pudo. Desapareció en el océano mientras nuestra embarcación avanzaba y nunca volvimos a saber de él. Supongo que nadie de la precaria tripulación atestiguó el incidente. Nadie lo estimaba, más bien le temían. Sin embargo, había por allí un muchachito muy afeminado que era el único que lo seguía y se divertía con sus vulgaridades. Nada más él lo echó de menos. Días después, la viuda y las hijas reclamaron una suma razonable de dinero por el deceso y se acabó la historia.

Espera, Matiana, tengo varios vestidos y suéteres que regalarte. De los zapatos ni se hable, calzas del mismísimo número que la pinche vieja con la que yo dormía. Te puedo colmar con sus joyitas, las que le regalé y que no quiero que nos quite ahora que anda con su amante. Matiana, dime otra vez, ¿quién es el otro que viene a verme en compañía de una mujer que no conozco? No sabes cómo me inquieto con su presencia. Me dice cosas muy raras: que es mi hijo mayor; que la mujer, mi nuera; que el niño que traen y deja todo tirado, mi nieto. ¿Tú qué crees, Matiana? ¿Se burlarán de mí?

"No condenemos al naufragio lo vivido." ¿De dónde me viene eso? Seguro de que al final de la vida uno simplemente naufraga. 0 desde antes, como cuando maté al pescador borracho. Poco más tarde me harté de los barcos y de la pesca y regresé a la ciudad, sin mucho dinero, y con el fardo en mi conciencia de la muerte del pelafustán aquel. Morir ahogado, qué horror. ¿Te lo he platicado, Matiana?

Mira, la difunta ya leyó el periódico y lo acomodó mal. Todo lo que toca se descompone o se muere en sus manos, qué mujer necia. En los últimos días le ha dado a la estúpida por decirme "papi" frente al amante. Es una fulaneja.

Mira, Mariana, me moriría si te fueras, créemelo. Yo sé que te asustas cuando a veces te cambio de nombre o te confundo con otra persona, pero comprende que se trata de estados pasajeros. A mí no me simpatiza la de blanco que se queda por la noche en la otra habitación. ¿Quién es, Mariana? ¿Por qué no puedo reconocer en ella tus largas pestañas, tus manos raspositas que tan bien me acomodan la cabeza en las almohadas, tu aroma de suave colonia? Ella no sabe que me gusta el té con leche, sin azúcar. En cambio, me obliga a beber un brebaje blancuzco como su indumentaria y me da órdenes, a mí, que he sido un hombre importante, de agallas, de dinero en la billetera siempre. Fajos, Mariana, fajos dejaba caer junto a mis mancuernillas, en la mesa de noche. Y la difunta me robaba cada vez que podía. ¿Recuerdas unos que vivían aquí y a los que debía yo pagarles todo? ¿Por qué se han ido de pronto y aun así varias fotos suyas se apostan por la casa, dentro de marcos plateados, especialmente esparcidos aquí en mi recámara?

Mariana, está por llegar la de blanco. Me moriría si te vas. Presiento que desea envenenarme. Muchas noches, cuando no te quedas tú, y daría mi vida para que te quedaras, se aparece la difunta y habla con la mujer de blanco. Se refieren a mí, cuchichean, se comportan conmigo como si yo fuera un niño idiota, levantan la voz y me administran toda clase de medicinas. Una de estas noches me matarán, Mariana. Y de algo me proveen ya, porque en el instante que apaga la luz la vieja de blanco, caigo como en un abismo, me desprendo de mí hasta el día siguiente. Por la mañana, ya tarde, abro los ojos con pesadez y mi cuarto y sus objetos me producen un extrañamiento. Imagínate, Matiana, que despierto de una anestesia: no sé de mí, ni recuerdo sueños, ni tengo idea del tiempo. Igual podría haber estado muerto. Por eso me anima verte, Matiana, y no a la blanqueta que rezuma un olor a tisana, a lejía, a trementina. Me marea, Matiana. No la aguanto.

Tomemos té, Matiana, pero té de verdad, no esas infusiones para niños de pecho con las que la difunta, que me roba el dinero, ¿te lo dije?, abarrota el lugar donde se guardan comestibles no perecederos, ¿cómo se llama? ¡Alacena! ¡Me acordé, Matiana! Búscate un Daijeeling, un Earl Grey, un Prince of Wales. No olvides calentar un poco la leche. Tú ponle azúcar al tuyo, si quieres.

Sus ojos brillaban en aquel poderoso instante del alba, agitado por el vaivén marino, con un instinto asesino. Yo sabía que mi vida dependía de mi pericia, la que nunca pude desplegar en el negocio pesquero. No servía para eso, Matiana, me dragaban el entusiasmo los días perdidos en el mar, el bullicio a la hora de la pesca, las horas muertas, el hedor de los pescados y su rastro de sangre sobre la cubierta de los barcos. No pude.

Lo lancé cuando menos se lo esperaba. Sus ojos sanguinolentos relampaguearon cuando perdió el equilibrio y yo aproveché para darle el empellón definitivo, Matiana. ¿Lo sabías?

No me gusta la noche porque es cuando te vas y me quedo a merced de las brujas. ¿Por qué vienen? ¿Por qué la difunta no se sepulta, se eclipsa, se esfuma para siempre? Ya no quiero reencontrarla, allí donde duermo, ni en el comedor cuando nos visita con su amante para besarme las mejillas y decirme papa.

Matiana, prepárame un té, ven a mi lado y espera a que me duerma para entonces irte. Mientras me adormezco te narraré una historia escabrosa, la de cuando maté a un hombre hace muchos años. Aún me persigue su mirada de alarma cuando supo que el mar se lo tragaría.

Cámate en mi asiento, Matiana. Derrama néctar de té sobre mi cabeza para no pensar en los ojos del maldito. Resistamos juntos. Úntame esa cosa en las sienes para calmarme. Mira que me entra la marea en el pecho. Miénteme pero no te vayas. No escapes por la claraboya. Sujétate al timón. ¿Se llama timón? ¿Te llamas Matiana? Y vámonos, de una vez por todas, en la nave del olvido.

De la antología Y sin embargo yo te amaba,
Ediciones Cal y Arena, 2009.