Material de Lectura

portada MdeL, Mauricio Molina, CC 133 Mauricio Molina


Nota introductoria
de José Gordon


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Nota introductoria
El poder de la imaginación


La noche en la que Mauricio Molina soñó con el Chac Mool, supo lo que era el poder de la literatura. Vio cómo un burócrata llamado Filiberto se inquietaba hasta lo indecible ante la presencia de un hombre indígena de color amarillo. Uno de los amigos de Filiberto también lo vio. Lo describe así: “Estaba en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo: despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada con lápiz labial mal aplicado y el pelo daba la impresión de estar teñido”. Sus ojillos casi bizcos no permitían sospechar que era el mismísimo dios de la lluvia y el agua. Debe haber sido el dios de la lluvia, porque en el sueño de Mauricio, todo se inundó: el rostro de este personaje —que aparece en un cuento de Carlos Fuentes— de pronto se vio dentro de una pecera con aguas de color verde en donde flotaban dos parsimoniosos ajolotes que parecían demonios infantiles.

En el sueño de Mauricio Molina, se introdujo de la nada un nuevo personaje: era el licenciado Borunda, un hombre cetrino, enjuto, de fuertes rasgos indígenas, que observaba con curiosidad los ojillos del Chac Mool que destellaban en medio del agua. El licenciado había venido desde una colonia retirada para dar fe de lo que ocurría. “Borunda trabajaba en el Archivo Muerto de la Secretaría de Hacienda a un lado del templo de Santo Tomás, cerca de donde alguna vez estuvo la Biblioteca Nacional”. A pesar de que Borunda parecía una persona común y corriente, era la personificación misma de todo aquello que se ocultaba debajo de la Ciudad de México, en el antiguo lago fósil que durante la temporada de lluvias, año con año, amenazaba con regresar (tal vez por el efecto de Tláloc o del Chac Mool que ladinamente lo trataba de reemplazar).

El licenciado Borunda tenía un secreto del cual el lector se enterará en uno de los cinco cuentos de Mauricio Molina reunidos en esta colección. Baste decir que conocía el misterio del lago mohoso y subterráneo del altiplano mexicano: los dioses regresan.

En una noche en que soñaba con los ojos abiertos, Mauricio vio los ojos insomnes de Borunda. El licenciado estaba en una calle del silencio nocturno tomando una botella de mezcal. Entonces vio a la Coatlicue. La diosa estaba recargada, a un lado de la Catedral, mirando hacia la calle de la Moneda: era una figura repugnante, un ser sin pies ni cabeza, una especie de alebrije prehispánico. En ese momento, Molina entendió uno de los más terribles secretos de la cultura mexicana: en lo sagrado coexisten la gracia y la destrucción: “La Coatlicue es la Virgen de Guadalupe desollada, vista desde adentro, lo que se oculta dentro de ella: un ser multiforme, muda encarnación de la vida y la muerte”.

La noche en la que Mauricio Molina soñó con el Chac Mool (de Carlos Fuentes) y con la Coatlicue (en propio cuento), supo lo que era el poder de la literatura. Cuando leemos las páginas de un buen narrador, nos internamos en universos paralelos que tienen la capacidad de invadir nuestros sueños, nuestras pesadillas y percepciones. Una pista de cómo sucede este mecanismo es revelada por el poeta William Yeats. El escritor irlandés plantea que la imaginación puede ser tan intensa, que tiene la capacidad de proyectarse de manera visible para ciertas personas. Cuenta una experiencia ilustradora:

En una ocasión, cuando se alojaba en casa de unos amigos en París, se levantó temprano para salir a comprar un periódico. Una muchacha ponía la mesa para el desayuno. Al cruzarse con ella, Yeats estaba pensando en una de esas historias ridículas que nos contamos a nosotros mismos: si hubiera pasado algo que no pasó, se le hubiera roto el brazo. Así, se imaginó con el brazo en cabestrillo en medio de una aventura infantil. Después de un paseo, al volver con el periódico en mano a donde se hospedaba, se encontró con sus anfitriones en la puerta de la casa. Sus amigos se sorprendieron. Poco antes habían visto a la muchacha con la que Yeats se cruzó. Ella les había comentado que Yeats tenía el brazo en cabestrillo. Como los anfitriones no habían visto al poeta desde la noche anterior, pensaron que tal vez lo habían atropellado.

¿Había proyectado Yeats su imaginación en la muchacha con tanta fuerza que ella había visto lo que él pensaba?

Yeats señala que los escritores imaginativos no tan sólo afectan a la conciencia colectiva mediante las historias que describen con lápiz y papel. Tal vez —dice— son capaces de sentarse durante horas para imaginarse como rocas, como ganado, como bestias del bosque hasta que las imágenes son tan claras que incluso los caminantes en ese paisaje (es decir, nosotros), podríamos interactuar, sin saberlo, con la imaginación del soñador que forma parte de la realidad tangible. Esa tal vez, aventuro, sería la diferencia entre un bosque común y corriente y un bosque encantado, entre un personaje cotidiano y otro en el que se vislumbra el claroscuro de los dioses.

En este marco, la obra de Mauricio Molina tiene la inquietante cualidad de mostrarnos una realidad que está más allá de las apariencias y que es más plástica de lo que solemos pensar. Mauricio pertenece a la estirpe de artistas como Fellini, que sueñan con los ojos abiertos y nos entregan visiones que nos cuestionan los límites del tiempo y el espacio, las fronteras de la percepción, de la memoria, de lo que ocurrió y lo que quisiéramos que hubiera sucedido. Desde su primera novela, Tiempo lunar, Molina se ha dedicado implacablemente a cuestionar lo que llamamos realidad: ¿Cuál es el aspecto de una calle, de un objeto o de una habitación cerrada cuando nadie la está observando? La respuesta del escritor apunta a un traslape de mundos: las siluetas juegan como fantasmas, las montañas se convierten en serpientes las piedras se transforman en sapos, los árboles en medusas. Cuando sólo el ojo hinchado de la luna observa a la Ciudad de México, Mauricio nos dice que tal vez ahí aparece el lago mítico de los orígenes de nuestra cultura. La ciudad se anega, los dioses oscuros chapotean en los estacionamientos. Con el rabillo del ojo, el narrador nos asoma a todos los mundos que confluyen en nuestro mundo. Esto tal vez ocurre porque, como decía Lincoln Barnett en el libro El universo y el doctor Einstein, excepto en los carretes de nuestra conciencia, la realidad no transcurre. Simplemente es. Nosotros la ordenamos egocéntricamente en términos de pasado, presente y futuro. Sin embargo, existe de manera inconcebible, libre de los límites de nuestros relojes y nuestras ideas convencionales.

Para moverse fuera de las coordenadas típicas, Mauricio Molina plantea un doble juego: registra las historias de amor y desamor, de nostalgias, pulsiones eróticas, deseos y pesadillas que vivimos en medio del paisaje oxidado de nuestros tiempos. Reconocemos puntualmente las calles, los olores y texturas de un café desvelado a las tres de la mañana, los cuerpos que se acercan y se alejan, se hieren y se apiadan, la sensación de pequeñez y absurdo que invade nuestras pequeñas historias. Pero, al mismo tiempo, en medio de ese orden común y corriente, abre fisuras en donde aparecen lo oculto, vampiros, la sospecha de vidas pasadas, el contacto con lo que el viento se llevó, pesadillas y horrores fractales como telarañas, los misterios del déjà vu, mensajes de Internet que provienen del futuro, al igual que atisbos deslumbrantes de una zona de eternidad.

La clave de la legibilidad de estos relatos proviene de una mirada inteligente, irónica y vulnerable, que con humor (delicadeza y compasión) va abriendo su juego. En este proceso subyace una fina reflexión filosófica, una interrogación profunda que aspira al conocimiento, más allá de los absurdos que vivimos.

Las herramientas que utiliza Molina en sus cuentos se afincan en un apasionado estudio de literaturas clásicas y excéntricas, se deja contagiar por la imaginación de Fuentes, de Borges, Calvino o Milorad Pavić, y por el diálogo entre los libros y los sueños. Molina se sirve de su curiosidad por la historia y los mitos, por la exploración de los ritos de las tradiciones ocultistas, pero también por las corrientes de vanguardia en la ciencia y la física moderna que cuestionan nuestro entendimiento de la realidad y especulan con universos paralelos o viajes que rompen las barreras del tiempo. Es hora pues, de que entremos a los paisajes que aparecen en esta muestra del trabajo narrativo de Mauricio Molina. Es hora de que conozca o reconozca al licenciado Borunda y que camine por las calles y laberintos de los cuentos de este gran autor mexicano que durante horas ha imaginado sus mundos con tal intensidad, que ya forman parte de nuestra realidad. Ése es el poder de la literatura.


José Gordon

Postales del más allá

A mi madre

Planet Earth is blue
and there’s nothing I can do...

DAVID BOWIE


Los únicos recuerdos que conservo de mi padre —fósiles atrapados en el ámbar gris de la memoria— son tres postales del proyecto espacial soviético, una réplica en miniatura del Sputnik, primer satélite artificial de la historia, y un puñado de conchas, caracoles y pedazos de coral manchados de aceite. La muerte de mi padre está asociada a estos objetos de una forma tan profunda que cada vez que soy testigo de un lanzamiento al espacio, o cuando me encuentro con un fragmento de coral en una playa cualquiera, me es casi imposible tomar distancia de la ligera sensación de escalofrío y pérdida que me producen. Mi padre era matemático y comunista. Hizo varios viajes a los países de Europa del Este como invitado a congresos políticos y académicos. Desde aquellos lugares enviaba postales y recuerdos. En la primera postal, la más alucinante para mí, un astronauta, Iván Titov, está a punto de meterse en la cápsula esférica del Vostok II. En el anverso, bajo las letras en alfabeto cirílico que describen la imagen, y escrito con la cuidada letra y el estilo lacónico de alguien más acostumbrado a los números que a las letras, puede leerse: “Algún día tú y yo viajaremos a las estrellas y construiremos ciudades en otros mundos. Recibe un saludo desde Moscú... Tu padre”, y su firma al calce como el fósil de un insecto fantástico. En otra foto, ya sin el mensaje del más allá, Valentina Tereshkova, la primera mujer que viajó al espacio, saluda sonriente desde el interior de su cápsula, la Vostok III, a su regreso del espacio. Más tarde, esta mujer formaría con Titov la primera pareja espacial de la historia (a veces me pregunto si tuvieron hijos: recuerdo que solía fantasear que ellos eran mis padres). La tercera imagen, menos interesante que las otras dos, muestra a Yuri Gagarin, el primer ser humano que viajó al espacio, con su casco todavía puesto, en cuya visera plateada se leen las siglas CCCP. Gagarin sonríe con irónica distancia y mira hacia algún punto fuera de la foto. Más tarde, durante su gira mundial, de visita en el Vaticano, este hombre de sonrisa ligeramente ingenua le dijo al Papa Paulo VI que no había encontrado a Dios en el espacio.

El objeto más interesante de este museo es la pequeña réplica metálica del Sputnik, una bolita de metal con cuatro antenas a modo de patas, en cuya cabeza está grabado el símbolo mágico de la hoz y el martillo, que en mi memoria tiene connotaciones absolutamente ajenas a la política: como las banderas rojas y los viajes espaciales, este símbolo significa el tiempo de mi niñez, la fórmula mágica del retorno a la infancia.

Mi padre murió cuando yo apenas tenía cinco años, en mayo de 1964. Kennedy había muerto el año anterior, no sin antes lanzar aquel conmovedor discurso en el que se comprometía a poner a un hombre en la luna antes de que terminara la década, mientras en el tocadiscos de la casa comenzaban a escucharse las voces de los Beatles y los Beach Boys.

Los siguientes objetos resultan mucho más inquietantes y están ligados a los otros en una suerte de segmento o cadena significativa, un enunciado en clave que trae a mi memoria una atmósfera, un aura que envuelve a todos los demás recuerdos de mi infancia. Pocos días antes de la muerte de mi padre, ocurrida en una remota carretera de provincia, éste me preguntó, como era su costumbre, qué quería que me trajera de su viaje. Sabía que iba a un lugar cercano al mar, por lo que respondí sin dudarlo:

—Caracoles y corales.

Ignoro si lo recuerdo realmente, o si se trata de una fantasía, pero lo vi poco antes de que subiera a su automóvil, un pequeño Moskovitch compacto de fabricación rusa, rojo, por supuesto: un hombre de 33 años —cuando pienso que mi padre es ya un hombre más joven que yo, me asalta una especie de vértigo—, vestido con una chamarra de cuero negro. Para mí era una especie de astronauta, un hombre del espacio a punto de subirse a su pequeña cápsula de hojalata soviética, despidiéndose de nosotros para siempre. Días después, muy entrada la noche, entre sueños, escuché a mi madre hablando con mis hermanos en voz muy baja, como si quisiera guardar un secreto. No recuerdo lo que dijeron, pues yo me encontraba en la parte superior de la litera, sólo me acuerdo de los sollozos de mis hermanos mientras mi madre trataba de consolarlos. Al otro día resolvieron decirme que mi padre había hecho un largo viaje a la Unión Soviética.

Poco después fuimos de visita a casa de unos tíos. En el patio de la casa, amontonados en el patio, brillaban al sol los restos del pequeño Moskovitch completamente destrozado de mi padre. Era como una nave espacial que se hubiera estrellado contra la Tierra haciéndose pedazos. No tenía techo, las portezuelas estaban deshechas, los asientos habían sido arrancados, no tenía llantas. Me lancé a los montones de fierros retorcidos como huesos, busqué entre los sillones quemados, mi padre no podía defraudarme, y no lo hizo: entre las junturas del asiento trasero encontré lo que buscaba. Emocionado, mostré a mis tíos y primos mi hallazgo, pero nadie me hizo caso. Mi madre lloraba, mis tíos tenían los rostros compungidos, toda la situación era demasiado seria como para que se ocuparan de mí. Entre mis manos manchadas de aceite relucían, cubiertos por la sal marina, arenosos pedazos de coral, pedazos de caracoles y conchas marinas: fragmentos de otro mundo, acaso de un planeta lejano, enviados por mi padre exclusivamente para mí. Yo nunca fui consciente de su muerte. Para un niño, la muerte no es más que una palabra abstracta (lo mismo que para todos: sólo se mueren los demás). Durante algún tiempo perduró la mentira de su viaje, hasta que una tarde, mientras jugaba con una de mis primas, por alguna razón que he olvidado, le aseguré que mi padre se encontraba en Rusia y que muy pronto estaría de regreso. Después de burlarse de mí, con la ingenuidad atroz de los niños, me respondió:

—No es cierto, si tu papá ya se murió.

Mi prima recibió una estruendosa bofetada de mi hermana. Yo no sé si lloré o si me quedé callado, pero muy pronto emergió la verdad: mi padre estaba enterrado en el panteón de Dolores, bajo una tumba de mármol blanco donde lloraba un ángel niño.

Aquella tumba se convertiría en el destino dominical de nuestros paseos familiares. De cuando en cuando mi madre, mis hermanos y yo, acudíamos a un día de campo con refrescos, sándwiches y huevos cocidos y ahí, frente a la silenciosa tumba, prometíamos al padre muerto portarnos bien, sacar buenas calificaciones en la escuela y sobre todo no olvidarlo, mantenerlo vivo en nuestros recuerdos y corazones.

Desde entonces la hoz y el martillo, la chatarra que brilla al sol, las banderas rojas, la Unión Soviética, los Sputniks, y en general todo aquello que se refiere a la exploración del espacio, me dicen de un modo personal y secreto que morir es como emprender un largo viaje a un país que ya no existe para, desde ahí, ser lanzado en dirección a las estrellas, donde hay playas y caracoles y corales cubiertos de arena, aceite y gasolina...





Primer amor

 

…y todo encuentro casual era una cita…
JORGE LUIS BORGES


Me encontré con ella de la manera más azarosa que pudiera imaginarse: en una calle del Centro, mirando escaparates. A través del espejo del fondo del aparador, entre falsos jarrones chinos, tiaras pretendidamente egipcias con brillantes de bisutería, estatuillas de bronce, muñecas de porcelana y bibelots desvencijados que fueron la delicia de nuestras abuelas, vi a un hombre ya maduro, de rostro cetrino y acaso un poco triste, detenido junto a una mujer todavía hermosa, de ojos claros y vivaces. El reconocimiento fue instantáneo.

—Hola —me dijo con sorpresa mientras se dibujaba una sonrisa en sus labios.

—Qué tal —respondí nervioso, un poco exaltado, sin saber qué decir.

—Hace tanto tiempo… —murmuró casi en secreto.

—Una eternidad —dije abrazándola de pronto, acariciando su cabello y su espalda, reconociéndola con mis manos y mi cuerpo, aspirando, más allá de su perfume, su aroma inconfundible.

Al cabo de un rato ya estábamos conversando en un bar cercano. Todo a nuestro alrededor se había vuelto fantasmal: el mesero que servía los tragos, la joven pareja que se besaba acaso por primera vez en una mesa, el viejo ebrio que hablaba solo en un rincón, la nebulosa de humo de cigarro que nos envolvía.

Se había casado, tenía hijos, era feliz. En la expresión de su rostro vi que no había razón para dudar de sus palabras. Después de aquella afirmación demoledora no me quedó más remedio que ser sincero a mí también. Confesé, no sin cierto rubor, que me había casado hacía poco y que a decir verdad también era feliz y estaba enamorado.

También hablamos de cosas banales:

—Ahora tienes el pelo rojizo y estás un poco más…

—¿Rellenita? —me interrumpió —. Así es el matrimonio Tú en cambio te ves bastante bien —dijo mintiendo —. ¿A qué te dedicas?

—Trabajo en una agencia de publicidad.

—Qué raro, la última vez que nos vimos pintabas paisajes oníricos y mujeres desnudas.

La recordé entonces recostada sobre un diván, dándome la espalda, mirándome desde el fondo de un espejo, con liguero, lentes oscuros y zapatos negros de tacón por toda vestimenta.

—Los tiempos cambian —respondí con la voz desdeñosa de los artistas fracasados —. Y tú, ¿sigues leyendo el tarot?

—No, en realidad ya no me interesan ni la astrología ni el esoterismo, ni el karma ni nada de eso. Estoy aburrida de todo aquello… todo es tan inexacto, tan aproximado —añadió con melancolía.

Una nube de silencio la envolvió unos instantes, tomó un trago de vio y siguió hablando:

—…la realidad es mucho más enigmática. Imagínate, ¿qué vidente, qué mago podría adivinar que tú y yo nos vendríamos a encontrar frente a una tienda de antigüedades, en una calle del Centro, a cierta hora, después de tanto tiempo? Siempre hay algo mágico en el azar, algo que escapa a la fatalidad, a lo planeado y seguro. Es la sal de la vida.

Seguía siendo la misma mujer aguda e inteligente de siempre. Yo estaba fascinado.

—Sabía que de alguna forma, en algún momento volvería a dar contigo —me apresuré a decir.

—Tú y yo teníamos que volver a encontrarnos. Eso es parte del destino, pero lo importante son las variaciones, los detalles, la forma de encontrarnos; la música del deseo.

Al decir esto me lanzó una mirada desafiante y vi sus labios entreabrirse en el borde de la copa, mientras su lengua saboreaba unas cuantas gotas de vino. En ese instante me di cuenta de que pasaríamos juntos aquella noche.

Hicimos lo que teníamos que hacer: llamar a nuestras respectivas parejas e inventar algún pretexto convincente para estar más tiempo juntos. Salimos del bar y caminamos por las calles irreales, las mismas que en otro tiempo nos habían visto juntos. Una luna redonda y perfecta colgaba entre los cables y las siluetas de los edificios.

—¿Te acuerdas de la luna aquella noche, el último día que estuvimos juntos?

—No hay que recordar cosas desagradables ahora, te lo suplico —me interrumpió tapándome la boca con dos dedos.

—Es extraño —respondí—: cada vez que nos vemos tenemos que recordar las ocasiones anteriores...

—No puede ser de otra forma.

—¿Por qué no encontrarnos simplemente, sin el peso del pasado?

—Porque el pasado existe, siempre —dijo tajante.

—También el presente y el futuro —replique turbado—. Qué bueno sería volver atrás, ser de nuevo adolescentes, conocernos despacio, crecer juntos, como la primera vez. Ahora, en cambio, estamos casados, hemos hecho nuestras vidas como hemos podido y ya no hay nada más que hacer.

Guardé silencio unos instantes, sofocando la certeza de que volvería a perderla. Me rodeó el cuello con el brazo y me besó como si hubiera sentido lo que me pasaba y dijo:

—Hoy será sólo un encuentro más. Siempre es demasiado tarde... Te busqué, te juro que lo hice, entre los rostros de la gente, en la multitud; trataba de adivinar dónde estabas, quien eras... ni siquiera sabía si estabas en la ciudad —aquí su voz comenzó a quebrarse—. Temí quedarme sola, como tantas otras veces.

Me detuve en una esquina, la abracé y besé su boca húmeda. El vino de sus labios me devolvió la memoria de otros besos, el deseo encendido de otros momentos ya perdidos en el tiempo.

Caminamos abrazados, ebrios de recuerdos, hasta que nos detuvimos a la puerta de un antiguo hotel que reconocimos de inmediato.

—¿Te acuerdas? —murmuré a su oído—. Ella no respondió, sólo se dejó llevar.

En el interior nos recibió una anciana que se sorprendió al vernos. No éramos el tipo de clientes de aquel hotelito de paso, perdido en una calle del Centro, frecuentado por burócratas y prostitutas.

—Por favor —dije depositando unos billetes en el mostrador—, quisiéramos el cuarto treinta y tres.

La vieja nos entregó una llave oxidada que tenía grabado el mágico número y sonrió cómplice: era como si nos hubiera reconocido. Hizo por acompañarnos, pero le explicamos, entre risas, que ya conocíamos el camino. Nos perdimos en un mohoso y oscuro corredor, subimos las escaleras y llegamos a la habitación.

El ambiente era el mismo de siempre: el foco desnudo colgando del techo como un ojo arrancado, la gotera del lavabo: clepsidra que marcaba el tiempo paralelo al que habíamos accedido, los muebles carcomidos por la polilla, la vieja cama de colchas arrugadas. No había ningún recuerdo familiar, nada que indicara que ya habíamos estado ahí en otro tiempo. Los objetos nos miraban inmutables: la jarra de agua, los vasos opacos, los ceniceros anónimos.

De pronto, animada por un oscuro impulso, se puso a buscar en los cajones y en el ropero, después, como recordando algo, movió la cómoda y tras la luna del espejo dio por fin con un ladrillo suelto en el muro, lo removió y sacó del hueco unos enmohecidos aretes de aguamarina: un recuerdo.

—¿Te acuerdas de esto? Fue el último regalo que me hiciste antes de que todo terminara —me dijo con emoción casi infantil, mostrándome su hallazgo—. No me acordaba donde los había dejado...

Se quitó los costosos pendientes que traía, lavó los que había encontrado y se los puso. Sin decir más, apagó la luz. En la penumbra parecía otra. Mientras se desnudaba quise encender la lámpara, pero me pidió que no lo hiciera.

—Ya no soy joven, ¿sabes? —murmuró.

Sólo vi su sombra en la pared: la silueta felina de una mujer quitándose la ropa.

Nos metimos en la cama, mis manos entraron en su edad y regresamos juntos al origen. Besé sus senos, acaricié sus caderas, mordí sus muslos, la penetré despacio. Todo se cumplía con la precisión de un ritual que ambos conocíamos más allá del tiempo y las palabras, más allá del instinto y la memoria.

Recordé entonces nuestros encuentros anteriores: en la playa, semidesnuda, sobre arena blanca, las gaviotas reflejándose en sus ojos; en un cuartucho de Marruecos: velos, mina y sodomía, mientras a lo lejos se escuchaba la voz del muecín orando hacia la Meca; en Praga, ocultos en un sótano, muy cerca de donde, se decía, podía verse aún la sombra del Gólem; en Venecia, con máscaras de carnaval, completamente ebrios, mirando fascinados lo que hacían nuestros cuerpos sobre un sillón en el fondo de un espejo; sobre una alfombra, mientras afuera el viento se arrastraba en el desierto y los lunares de su pecho eran constelaciones y su ombligo luna negra sobre el encantado bosque de su sexo; una noche blanca, abrazados bajo pieles de visón, en una buhardilla que daba a la Avenida Nevsky, mientras la luna parecía danzar sobre la ciudad cubierta de nieve; en París, un anochecer de octubre, bajo el Pont Neuf, donde duermen los clochards; en la Recoleta de Buenos Aires una calurosa noche de verano: nuestros cuerpos enlazados sobre una tumba mientras los gatos observaban desde la eternidad, ajenos al tiempo. Y finalmente la recordé en aquel mismo cuarto, muchos años antes, mientras la ciudad se disolvía bajo la lluvia.

Después de hacer el amor, mientras compartíamos un cigarrillo, hablamos de nuestros recuerdos:

—Nunca voy a olvidarme de Venecia, cuando me violaste frente al espejo.

—¿Te acuerdas cómo te vengaste? Todavía me duele aquella puñalada en el pecho. Solo hasta el otro día supe que eras tú.

—Tenía que huir de ti. Estaba enamorada de otro hombre.

—O aquella noche en Marruecos: eras una bailarina, hacías todo lo que yo quería y fingiste no reconocerme.

—Si te hubiera reconocido nunca me habrías hecho todo lo que me pediste. A veces es bueno simular que no nos conocemos.

—¿Qué tal San Petersburgo? Éramos tan felices que tuvimos que separarnos.

—Tú estabas casado y yo era una sirvienta.

—¿Pero te acuerdas de la primera vez, en el bosque, mujeres y hombres desnudos a la orilla del río, bajo la luna llena, cuando hacíamos el amor para pedir buena cosecha y abundante cacería?

—Nunca volví a ser virgen para ti. La que más me ha gustado ha sido la última. Éramos pobres, muy jóvenes, nos habíamos escapado y vinimos a dar a este hotelucho...

Yo me levanté, saqué la cartera de mi saco y ahí oculto, traía un pequeño recorte de periódico.

—Mira esto —dije mostrándole el papel ajado, adelgazado por el tiempo y los dobleces—, para que veas que siempre me acuerdo de ti.

Ella lo leyó con una voz suave que recordaba el murmullo de las hojas secas en los parques desiertos:

—“Pareja suicida encontrada en hotel de mala muerte. Se desconocen sus identidades.”

Guardó silencio unos instantes y sofocando el llanto dijo:

—¿Qué habrá sido de nosotros; dónde habrán enterrado nuestros cuerpos?

—Imposible saberlo, en una fosa común quizá —respondí—. He buscado rastros de nuestras vidas anteriores, pero hasta ahora sólo he dado con esto. Hace ya más de setenta años.

Permanecimos en silencio mucho tiempo, observando la noche lunar por la ventana.

Al cabo de un tiempo nos mostramos nuestras fotos familiares. Vi a su marido: un rostro anodino con corbata. Sus dos hijos en cambio eran muy hermosos. Cuando vio la foto de la mujer con la que me había casado hacía unos meses me dijo:

—Es muy hermosa. Hazla feliz... Esta vez hay que tratar de ser felices.

Volvimos a hacer el amor, esta vez con tristeza y desesperación, como saciando la sed de toda una vida, repitiendo los rituales de ternura y crueldad, de perversión e inocencia de nuestras vidas anteriores.

Más tarde nos hundimos en un sueño espeso y pegajoso, con los cuerpos entrelazados y confundidos, incapaces de saber dónde empezaba la piel de uno y donde terminaba la del otro.

La titubeante luz de la mañana nos encontró abrazados en la cama de aquel hotel de mala muerte. Nos levantamos y nos vestimos en silencio, preocupados por la excusa que daríamos a nuestras parejas, ya de regreso al tiempo real de nuestras vidas cotidianas.

Al salir del hotel nos abrazamos y nos besamos a modo de despedida.

—¿Volveremos a vernos? —pregunté, aunque sabía de antemano la respuesta.

—Sí, en otra vida, como siempre. Tengo hijos que cuidar y ver crecer y un marido que no se sabe poner la corbata sin mí. Tú tienes a tu esposa...

—Adiós —dije besándola.

—Hasta pronto —respondió limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano, mientras me entregaba los aretes que habíamos encontrado en el hotel—. Escóndelos en algún lugar donde podamos encontrarlos.

Guardé aquel recuerdo de vidas anteriores en mi saco y la vi perderse entre la multitud, bajo la macilenta luz de la mañana.

Era mejor así. Algún día, en otro tiempo, volveríamos a encontrarnos.





Déjà vu

 

Para José Gordon

...y este era el propósito del experimento: lanzar
emisarios en el tiempo con el fin de pedir ayuda al
pasado y al futuro para el rescate del presente.

CHRIS MARKER, La Jetée


A veces nos detenemos en la orilla de la eternidad sin saberlo. A mí me sucedió una madrugada lluviosa en una cafetería. Debían ser más de las tres de la mañana. Había llegado ahí por casualidad, ya que nunca acudía a esos deprimentes restaurantes que permanecían abiertos durante toda la noche, de muebles tapizados en colores exaltados y potentes luces dispuestas ahí para espantar vampiros y turbias intenciones. Esos lugares, frecuentados por ancianas que padecen insomnio, empleados que tratan de bajarse la borrachera a golpes de café, grupos de Alcohólicos Anónimos o muchachos que comienzan a descubrir los misterios de la noche, siempre me habían provocado una sensación de soledad sórdida y sin escapatoria. Sin embargo, aquella noche llovía estrepitosamente sobre la ciudad y venía llegando de un viaje largo y muy cansado, así que resolví detenerme a tomar alga caliente antes de llegar a casa.

Al cabo de unos minutos, mientras escuchaba el tintineo de las cucharas, las voces de los comensales, los pasos cansinos de las meseras vestidas de blanco que recordaban enfermeras, noté que un hombre de rostro vagamente familiar me observaba con insistencia. Vestía una gabardina raída y de su cuello colgaba una corbatita negra muy delgada, coma de empleado de funeraria. Cuando se acercó a mi mesa, con la intención de conversar, un vago presentimiento de haber vivido aquella misma situación en otras ocasiones se apoderó de mí de una manera tan intensa, que de pronto fue como si estuviera en un sueño repetido.

—¿Puedo sentarme? Es preciso que hablemos —dijo el desconocido en un tono que sonaba de manera tan imperativa que no pude sino ponerle atención.

—Lo escucho —respondí al tiempo que inclinaba la cabeza invitando al sujeto a sentarse—. ¿De dónde lo conozco?

—Usted todavía no me conoce —respondía el otro esbozando una leve, casi irónica sonrisa—. En este preciso instante, en el lugar de donde vengo, usted se está muriendo.

—No comprendo... —“debe de ser un loco”, recuerdo que pensé. Me asalto de repente el impulso de dejar un billete sobre la mesa y salir corriendo, pero algo, nunca supe qué, me contuvo. Aquel sujeto me repugnaba, coma una araña a punto de escaparse de una botella.

—Vengo del futuro —continúo hablando de manera natural, como si estuviera conversando acerca del clima—. En este momento, aquí, en este lugar, usted no es más que un recuerdo...

—Esto es una broma o qué... —contesté desconcertado.

—No —dijo el hombre tajante—. Esto es muy serio.

Su rostro cambió por completo. Por su apariencia, el desconocido podía ser un vendedor de biblias o de seguros de vida, de esos que dicen traer un mensaje muy importante sólo para ti. Bien visto, era un ser realmente inofensivo: bajito, delgado, de rostro carcomido. Sin embargo, temeroso de alguna reacción inesperada si lo rechazaba, lo dejé continuar.

—Es preciso que entienda que no vine a cambiar su vida ni a transformar en modo alguno su destino —era como si me estuviera leyendo el pensamiento—, pero su última voluntad, poco antes de entrar en coma, fue que viniera a verlo y le dijera que usted, ahora, en este preciso momento, no es más que un recuerdo.

Yo lo miré de un modo tan desconcertante que el extraño me tocó el brazo como para tranquilizarme. El contacto con aquella mano cetrina, pequeña, casi infantil, me provocó un súbito desasosiego, un escalofrío, como si de algún modo aquella presencia no debiera estar ahí.

—Intentaré explicarme —prosiguió al tiempo que encendía un cigarrillo y aspiraba la primera bocanada con fruición— ¡Ah... estas cosas no se permiten en el hospital...! A veces los más pequeños placeres son lo único que recordamos.

Hurgó en los bolsillos interiores de la gabardina hasta que saco un papel cuidadosamente doblado.

—Usted me pidió que le entregara esto.

Extendí el papel. Inexplicablemente reconocí, en aquellos garabatos, mi propia tetra. Leí entre dientes:

Nada nos impide pensar que sólo somos recuerdos. Alguien, más allá del tiempo, recuerda minuciosamente cada uno de nuestros actos, y éstos, suponemos, conforman nuestra vida actual. He pensado en esta hipótesis en apariencia trasnochada y he llegado a la conclusión de que no soy sino vaga memoria. Mi presente, el presente, es ilusorio y su naturaleza se escapa a cada instante. Si recupero un fragmento de mi infancia, si de pronto se aparece en mi memoria una imagen de mi pasado, de alguna forma la estoy volviendo a vivir. Basta con rememorar un sólo acontecimiento para que todo vuelva a suceder puntualmente. Hoy soy sólo memoria y mis acciones son tan definitivas como lo fueron los hechos del pasado. Un día recordare las frases que hoy escribo, un día volveré a leerlas y recordaré el estupor, la humillación que ahora siento al darme cuenta de que soy sólo recuerdo... Nada ha sido: el pasado, como el futuro, se adivinan.


Todo a mi alrededor parecía difuminarse, disolverse lentamente, como un filme a punto de quemarse en un cine vacío.

—No entiendo... —me quedé pensando unos segundos hasta que acerté a formular una pregunta: si yo soy sólo un recuerdo y si esto no es real, ¿cómo es que usted está aquí?

—Yo también soy el recuerdo de alguien que rememora nuestro encuentro. Usted mismo lo escribió en ese papelito: a veces nos es dado cambiar un evento de nuestro pasado, modificarlo. Ahora mismo, por ejemplo, dentro de muchos años, estoy en la misma habitación de hospital en la que usted se encuentra conectado a un aparato que lo mantiene con vida, concentrándome, recordándome tal y como era en el pasado, más o menos por estas fechas, buscando un posible encuentro y sólo he podido dar con usted, amigo mío, en esta cafetería, a estas horas de la madrugada, en este islote solitario del tiempo. En el intrincado laberinto de los días pasados y por venir, usted y yo sólo podíamos coincidir hoy, aquí, a estas horas.

Lo miré con desconfianza y casi con espanto.

—Todo esto es parte de un experimento —prosiguió con un tono que trataba de ser tranquilizador y que en realidad se volvía cada vez más inquietante—. Usted y yo, en el futuro, hemos logrado sumergirnos en nuestra memoria, accediendo a instantes perdidos, tratando de recuperar un poco de lo que hemos dejado atrás para siempre, como este cigarrillo, o el sabor del café: placeres que ya nos han sido vedados. Entre todos los avatares posibles de nuestra existencia, éste era el único momento en que podíamos encontrarnos… —guardó silencio unos segundos y continuó hablando de manera hipnótica—. Dentro de unos meses sucederán cosas muy importantes en su vida, cosas tan trascendentales, que toda esta conversación será olvidada, como si nunca hubiese sucedido esta noche.

—Pero entonces, ¿qué caso tiene todo esto?

—Esto es sólo un ensayo, se lo repito. Quería hacer contacto, eso es todo. Digamos que usted ha hecho lo mismo por mí y que yo le debo este encuentro. Si usted ahora, en el recuerdo, no me cree, es su problema —fumó una larga y profunda bocanada de su cigarro y prosiguió—. Esa mujer en la que tanto piensa ahora, Cristina, no debe dejarla ir.

Un escalofrío intenso recorrió mi espalda al escuchar el nombre de una mujer de la que estaba irremediablemente enamorado y que no podía quitarme de la cabeza. Sabía de memoria su teléfono, pero el miedo al rechazo me impedía llamarla.

—No desperdicie así su vida —me dijo el extraño en tono tranquilizador. Lo que pierda ahora reaparecerá dentro de muchos años bajo la forma de la nostalgia, de lo que nunca fue, sólo para decirle que perdió el tiempo de una manera miserable y que terminó por arruinar su vida. La decisión que tomó usted… perdón… que está a punto de tomar: quedarse solo, no hacer esa llamada, no lo llevará a nada bueno. Dentro de unos años se arrepentirá, pero ya habrá sido demasiado tarde. Le esperan días vacíos, continuas inmersiones en el caos del alcohol, la soledad, las drogas. La secuencia de acontecimientos que se desatará a partir de la decisión de no llamarla lo conducirá a un destino terrible. Omito los detalles porque espero que nada de lo que sé que le ha pasado llegue nunca a sucederle, que usted y yo no volvamos a encontrarnos, que nunca exista ese fragmento del futuro donde dos ancianos intentan cambiar sus vidas en un hospital deprimente.

—Pero si usted puede venir a decirme esto —intenté razonar—, ¿por qué no puedo venir a decírmelo yo mismo?

—Porque, le repito, usted ha entrado en coma. Ahora mismo se encuentra en el ala de los enfermos terminales. Su mente ya está demasiado lejos como para aventurarse en el pasado. Le repito: yo sólo le estoy devolviendo un favor. Gracias a usted mi vida ha cambiado por completo.

Guardamos silencio unos instantes. El extraño apagó su cigarrillo en el cenicero y después de ver la hora en su reloj de pulsera, se incorporó lentamente, se alisó el cuello de la gabardina, hizo un gesto de despedida y desapareció tras la puerta del café bajo la lluvia de la madrugada.

Las cosas a mi alrededor: las tazas, los platos, los otros comensales, las meseras, la calle afuera, adquirieron una extraña cualidad casi fantasmal. De pronto pensé que la ciudad, el mundo mismo, no eran sino el recuerdo de miles, millones de personas que echan a andar el presente. Ser un recuerdo, un evento que ha ocurrido en el pasado me pareció tan desconcertante como ser un sueño, un fantasma, una ilusión. Yo estaba atrapado en un recuerdo increíblemente detallado: podía ver el lunar en el cuello de la mesera, o las venas azulosas que comenzaban a insinuarse en el dorso de mi mano, o las gotas de la lluvia que brillaban en el ventanal del café y que eran una especie de firmamento en miniatura. Yo mismo no era sino apenas unas cuantas moléculas atrapadas en la memoria de un anciano moribundo.


Al salir de ahí la noche era infinita y densa. A esas horas la ciudad estaba en ruinas. Cuando llegué a mi departamento encontré la cama revuelta, los libros tirados en el piso. Sobre la mesa había un plato repleto de colillas, una taza de café frío y media botella de whisky. El teléfono, descolgado, emitía lejanos zumbidos de insecto. Llamé en voz alta, con la angustia de quien pregunta por un fantasma. No había más que polvo acumulado. Nadie. De pronto sentí que el Vacío flotaba a mi alrededor. Me sentí observado. En la penumbra de una de las habitaciones me encontré con un hombre de cabellos revueltos y mirada enloquecida. Traté de sofocar un gemido de angustia. Era un espejo. Todo comenzó a girar a mi alrededor… luego me desvanecí y caí al piso.


Desperté horas después con todos los síntomas de una profunda resaca. Volví a leer el papelito que me había dado el extraño. Repetí la última frase escrita por mí en un futuro que no podía permitir que sucediera: Nada ha sido: el pasado, como el futuro, se adivinan… Lo rompí en minuciosos pedacitos y les prendí fuego en el cenicero. Miré las calles muertas al amanecer, las calles desvanecidas y huecas, las calles sin nadie, naturalezas muertas… A lo lejos, emergiendo entre los volcanes, el sol iba saliendo como un párpado que se abre lentamente. Tomé el teléfono, marqué el número con manos temblorosas. Una voz adormecida me contestó al otro lado de la línea. Era Cristina.

Mientras la escuchaba sonreí al ver cómo ardían lentamente los restos de la carta que había recibido del futuro.




La noche de Coatlicue

 

Para Christopher Domínguez Michael

Creo que mi lugar está con los dioses derrotados
y conquistados. Dioses que fueron arrojados
a las profundidades más recónditas por su propia
naturaleza, negando aquella que los caracteriza.
Aquellos que siguen a estos dioses no tienen nada
que temer: Pueden sobrevivir porque la victoria
se gana siempre en la derrota.

MASAHIKO SHIMADA


Lo conocí en una vieja cantina del Centro. Era uno de tantos parroquianos, de esos que pasaban, se quedaban un par de tragos y luego se marchaban. Al verlo así, con su trajecito luido, brilloso por el uso, sus zapatos baratos y su viejo portafolios de piel descascarada, nadie se podría imaginar que era poseedor de un secreto, ni mucho menos, por supuesto, que hubiera vivido tantos años. Cetrino, enjuto, de fuertes rasgos indígenas, siempre frente a sus inevitables tequila y cerveza, el licenciado Borunda era todo menos un ser mitológico de esos que parecen provenir del sueño o de la pesadilla. Y sin embargo comenzaré diciendo que era la personificación misma de todo aquello que se ocultaba debajo de la Ciudad de México, en el antiguo lago fósil que durante la temporada de lluvias, año con año, amenaza siempre con regresar.

Nos hicimos amigos o cómplices a partir de la frecuentación de la misma cantina, Los viejos tiempos, ubicada en la esquina de la Plaza Santo Domingo, a un lado de donde antaño estuvo instalada la Inquisición, frente a los puestos donde los evangelistas escribían cartas para familias lejanas, falsificaban títulos y pasaportes o hacían tarjetas de presentación e invitaciones a fiestas de quince años, casamientos o funerales.

Borunda trabajaba en el Archivo Muerto de la Secretaría de Hacienda a un lado del templo de Santo Tomás, cerca de donde alguna vez estuvo la Biblioteca Nacional. Vivía en la calle de Regina en un viejo departamento de renta congelada. Su vida al parecer era simple. Un alcoholismo suave, tranquilo, casi indiferente, le permitía vivir sus días con decoro e incluso con alguna dignidad: al estar sumido en aquel estado de intoxicación permanente era como si un sonámbulo o un ser de otro mundo o de otro tiempo estuviera hablando frente a uno. Esta despersonalización era el signo fundamental de su carácter.


Borunda trabajaba en el Archivo Muerto de la Secretaría de Hacienda a un lado del templo de Santo Tomás, cerca de donde alguna vez estuvo la Biblioteca Nacional. Vivía en la calle de Regina en un viejo departamento de renta congelada. Su vida al parecer era simple. Un alcoholismo suave, tranquilo, casi indiferente, le permitía vivir sus días con decoro e incluso con alguna dignidad: al estar sumido en aquel estado de intoxicación permanente era como si un sonámbulo o un ser de otro mundo o de otro tiempo estuviera hablando frente a uno. Esta despersonalización era el signo fundamental de su carácter.


En muchas de nuestras pláticas, a las que a menudo se sumaban un librero de viejo de la calle de Palma y un profesor de preparatoria jubilado, abundaban los temas del esoterismo mexicano: la identidad secreta de la Virgen de Guadalupe, la existencia de sectas que todavía, a principios del siglo XXI, veneraban a Tláloc y Huichilobos, y que, se decía, llevaban a cabo sacrificios humanos. A menudo discutíamos si Quetzalcóatl y Xólotl, los dioses gemelos que representaban a Venus en el crepúsculo y al amanecer, eran la misma deidad, si el Panteón Azteca no era sino una sola entidad dispersa en múltiples facetas, como ocurría con el hinduismo, o si se trataba de innumerables deidades menores cuya multiplicación incontrolada estaba sujeta a los caprichos de un rico imaginario colectivo que se manifestaba, aún hoy, con el culto a multitud de santos.

Todo esto transcurría entre tequilas, cantantes de boleros y, sobre todo, ante la inevitable presencia de Lupita, la mesera de la cantina que, allá por los tiempos en que los tranvías aún cruzaban la ciudad, había sido su querida, una desdichada prostituta de Peralvillo que habitaba lo que Borunda llamaba “los labios de la tierra”, aludiendo a lo que antaño había sido la orilla del lago fósil, frente a Tlatelolco.


Una tarde, mientras conversábamos, al calor de los tequilas, me confesó su secreto. Era un lunes, lo recuerdo bien porque no había nadie en la cantina. Borunda y yo éramos los dos únicos comensales y ya había pasado la hora de comer. Llovía a cántaros sobre la ciudad. Ríos de lodo corrían a los lados de la calle. Esporádicos relámpagos rasgaban el lento atardecer.

—Estoy tan cansado —dijo mirando hacia los ventanales opacos donde la lluvia se agolpaba como un molusco tratando de entrar—… a veces todavía me parece oler las aguas estancadas del viejo lago y me parece que la Santa Inquisición sigue existiendo. ¿Sabe usted?, llevo vagando en estas calles más de doscientos años.

Le eché una mirada burlona pero no me atreví a contradecirlo. Algo en su silencio logró ponerme muy incómodo. ¿Qué podía decirle? El alcohol, pensé, ya había hecho su trabajo. Aun así, después de dejar pasar algunos minutos y de darle un par de tragos a mi tequila, algo me impulsó a preguntarle:

—¿Y ha cambiado mucho la ciudad desde entonces?

—Sólo le pido que no se burle y a las pruebas me remito —respondió tajante.

Llamó a Lupita y cuando la tuvo enfrente la miró a los ojos y le preguntó:

—Lupe, a ver, ¿desde cuándo me conoces?

Lupita lo miró con la sorpresa de alguien que está revelando un secreto largamente compartido. Después de guardar silencio unos instantes, sopesando su respuesta, dijo con resignación:

—Desde hace como cuarenta años. Yo tenía dieciséis.

—¿Y qué ha pasado desde entonces?

—Qué sigues siendo el mismo viejo… Tú no te puedes morir.

Después de mirarlo con resentimiento, Lupita se dio vuelta y pensé en lo horrible que sería, de ser verdad, vivir cerca de una persona para la que no pasa el tiempo.

Como si me estuviera leyendo el pensamiento, Borunda me contó cómo había conocido a Lupita, una huérfana abandonada que se dedicaba a vender su cuerpo en una época en que a nadie le importaba la pornografía o la prostitución infantil. Se la llevó a vivir a una vecindad de Peralvillo y fueron felices a su manera pobre y tosca. Tuvieron un hijo que nació con malformaciones y que murió antes de cumplir un año. Dos nacimientos trágicos más y un embarazo que acabó en histerectomía acabaron con la juventud de Lupita. Un día ella lo dejó sin decirle nada, pero vivir en el Centro era una condena. Meses después, Borunda se la encontró por el rumbo de la Merced ofreciéndose por unos pesos. Borunda se hizo su cliente regular, pero ella se negó a regresar con él. La imposibilidad de envejecer de Borunda la abrumaba. Él la amaba según me confesó, como nunca lo había hecho antes.

—Tuvieron que pasar más de ciento cincuenta años para encontrar a quién amar… ¿no le parece terrible?

Sería el alcohol o que afuera llovía a cántaros y que en realidad yo no tenía nada que hacer en mi departamento de Tlatelolco, no lo sé: el hecho es que algo me hizo quedarme a escuchar la historia de Borunda, y si bien su edad era de suyo algo fantástico, lo que vendría habría de ser aún más increíble. He aquí su relato:

“Hace doscientos, en 1790, aquí, muy cerca en el Zócalo, se encontraron dos piedras: una era el Calendario Azteca y la otra, monstruosa, era la Coatlicue. Muy cerca de ellas, en el centro de la Plaza, fueron hallados también —y en esto los historiadores siempre se equivocan al omitirlo en las crónicas— un altar de sacrificios con los huesos de un animal enorme que parecía corresponder a un felino o un reptil, que se perdieron por la superstición o el horror que causaron los hallazgos entre las autoridades virreinales y el pueblo.

“En tropel, la gente acudía a verlas, unos para venerarlas y otros para escupirlas y deshonrarlas. Las viejas creencias habían regresado. Yo acudí a verlas muchas veces. En aquellos tiempos trabajaba en la Real Aduana, justo aquí enfrente —dijo señalando hacia los ventanales de la cantina—, pero en mis ratos libres, que por fortuna eran muchos, me dedicaba a leer antiguos manuscritos y otros documentos, de los que ahora llaman códices. Por aquel entonces tenía apenas cuarenta años y sabía interpretar el náhuatl con las habilidades de un tlacuilo. Lo hablaba a la perfección porque mis ancestros eran, por el lado de mi madre, de origen náhuatl y por el de mi padre éramos otomíes. Ambos provenían de familias muy antiguas y contaban con algún dinero, por lo que pude asistir al Colegio de Santiago Tlatelolco, muy cerca de donde vive usted. Así fue como aprendí a escribir en tres lenguas y al final el español me eligió como su hablante, pero para dominar una lengua que no es la de uno se necesitan varias vidas, lo mismo que tuvieron que pasar generaciones para que los españoles pudieran entender la lengua de mis ancestros.

“Dejo esta breve digresión para continuar mi relato acerca de las piedras. Interpretar el Calendario Azteca o Tonalámatl no representaba ningún problema: era evidente, y esto hasta los inquisidores lo sabían, que se trataba de una especie de reloj de piedra: la manera en que los antiguos repartían el año para hacer sus fiestas y conmemoraciones, para medir el tiempo de la cosecha y de la siembra, para saber cuándo llegaría Tláloc y cuándo Quetzalcóatl. También, se marcaban ahí puntualmente el tiempo y la manera de las ofrendas. Frente al Tonalámatl y sobre la Piedra de los Sacrificios se sacaba el corazón de los ungidos para mantener al tiempo en movimiento. El cráneo del sol en el centro de la piedra, ahora que no puedo mirarlo, todavía me mira en sueños.

“Una noche, ya en la madrugada, con el fin de no ser molestado y poder mirar con detenimiento aquellos monumentos, me dispuse a contemplar a la Coatlicue, la Virgen Madre, que era de las esculturas la que más me intrigaba. Había tomado pulque con mezcal para darme valor. La luna llena, imponente, Coyolxauhqui en pleno, iluminaba el Zócalo con una luminosidad harinosa y salina. Todavía siento escalofríos al recordar aquella noche perdida en mi memoria. El osario de la Catedral, su parte más antigua, parecía derretirse, y sus relieves pétreos agitarse lentamente frente a mis ojos. La Coatlicue estaba recargada a un lado, mirando hacia la calle de la Moneda. No había un alma en la plaza, ni siquiera los Dragones virreinales se atrevían a acercarse. Muchos de ellos eran de origen indígena y los otros, al ser católicos o criollos, miraban con horror aquella figura abominable. Más de cien años después, cuando leí por primera vez los nocturnos de Xavier Villaurrutia, encontré las palabras exactas de lo que le ocurre a la ciudad cuando la ilumina la luna llena. Recuerdo que olía a pantano. Las acequias, si bien se habían cegado, seguían manando aquella sustancia fangosa, los restos de un lago moribundo que aún hoy se niega a desaparecer y que nos recuerda su presencia permanente cuando llueve, como ahora.

“Un relámpago irrumpió en la oscuridad anunciando la llegada del anochecer. Borunda hablaba como hipnotizado, con la vehemencia de alguien que ha guardado un secreto durante años y ha encontrado por fin la manera de revelarlo.

“No sé en qué momento percibí el movimiento de la diosa —prosiguió—; el hecho es que las dos cabezas de serpiente, el collar de cráneos, el rostro de cangrejo, la falda de culebras, las garras de ocelote, todo aquello petrificado e inmóvil de pronto se puso en movimiento y un rugido espeso, burbujeante, como proveniente del lodo más profundo, estalló en la noche… su eco aún hoy sigue resonando en mis oídos.

“Por supuesto, la Coatlicue no es azteca, es algo mucho más antiguo y espantoso. Tengo para mí, a juzgar por lo que percibí aquella noche, que se trata de un ser real que siempre ha habitado el lago mohoso y subterráneo. Los dioses no desaparecen, ¿sabe usted?, sólo se retiran y éste es el caso de la Coatlicue. En aquel momento no lo entendí así o no quise hacerlo. Creo que a partir de ahí mis sesos se averiaron. Obsesionado con reconciliar las creencias de mis antepasados y mi propia convicción guadalupana, concluí que la Coatlicue era la Virgen de Guadalupe, cuyo culto había traído al continente americano Santo Tomás Apóstol, el Gemelo de Cristo, unos años después de la Crucifixión.

“Si en aquella época tal hipótesis era un disparate, hoy me lo parece menos. No creo que Santo Tomás haya venido a México, las semejanzas entre la Guadalupana y la Coatlicue son de orden simbólico: una da a luz a Jesucristo y la otra a Huichilobos, ambas después de un embarazo milagroso…”


Llegó la hora de cerrar. Borunda me invitó a su casa, ubicada a unas calles de ahí, en la calle de Regina. Según me explicó mientras caminábamos en la noche húmeda, en épocas remotas muy cerca de ahí se hacían rituales a la Coatlicue consistentes en sacrificar niños deformes porque para los aztecas los recién nacidos con tres piernas, dos cabezas, cubiertos de escamas, síndromes y otras marcas de nacimiento, eran especialmente preciados para el culto de la diosa.

Su casa, ubicada en una vieja vecindad, tenía tres habitaciones. En todas partes había cosas sucias y oxidadas. Olía a humedad, a cosa vieja, como olía todo el centro de la ciudad, como si nunca se hubiera podido quitar de sus cimientos la pestilencia del fango. Entre las repisas de un librero improvisado con tablones de madera y ladrillos vi diversas estatuillas, réplicas demasiado perfectas, a mi modo de ver, de piezas prehispánicas. Había una pequeña estatuilla de barro negro verdoso que representaba a la Coatlicue en todos sus detalles. Una reproducción del clásico grabado de León y Gama presidía la pequeña sala y justo enfrente había un altar dedicado a la Virgen de Guadalupe. Vi las constelaciones en su manto, las mismas que marcaban el inicio del solsticio de verano y la llegada de las lluvias, la crecida del lago, el tiempo de la cosecha. La Virgen de Guadalupe y la Coatlicue me resultaban tan disímiles que cualquier parentesco me parecía monstruoso. La Coatlicue era una figura repugnante, un ser sin pies ni cabeza, una especie de alebrije prehispánico. La Virgen de Guadalupe, en cambio, emanaba una gracia maternal. Mientras abría una botella de mezcal y servía un par de tragos en sendos caballitos de barro, pareció leer mi pensamiento.

—Es imposible encontrar algo que las relacione a simple vista, salvo el hecho incontrovertible de su divinidad.

A pesar de su ebriedad, Borunda no abandonaba el tono ceremonioso al hablar.

—La Coatlicue es la Virgen de Guadalupe desollada, vista desde dentro, lo que se oculta en su interior: un ser multiforme, muda encarnación de la vida y de la muerte.

En algún momento el mezcal hizo sus estragos y me sumergí en una especie de letargo. Miraba a Borunda, pero mis oídos no podían escuchar lo que salía de sus labios. Sus palabras parecían salir del fondo de una cloaca. Literalmente burbujeaban, eran de una vibración fangosa, repugnante.

Luego me encontré en el baño. Estaba desmayado. Mi estómago no había soportado tales cantidades de alcohol. Al otro lado de la puerta Borunda preguntaba si me encontraba bien. El baño era mohoso, musgoso, sucio abandonado. Un baño de vecindad que emanaba los colores y los olores del antiguo lago fósil. No quise abrir la puerta. Me sentía mal. Estaba asustado. Le tenía miedo a aquel hombre que me hablaba al otro lado de la puerta. En un cesto descubrí un montón de folletones viejos, de hacía veinte, treinta años. En aquellas revistas amarillentas de publicaciones sensacionalistas había encabezados que me dejaron estupefacto: nace niño de dos cabezas, y entre los párrafos el nombre de Lupita y de Borunda. Niño de tres piernas y un brazo, imágenes impactantes. Una foto horrible de un ser ensangrentado presidía aquellas palabras. Ha parido a varios monstruos que han nacido muertos y lo sigue intentando. El vértigo me invadió de nuevo. Entonces se abrió la puerta con un estrépito. Vi a la Coatlicue y a la Virgen al mismo tiempo. de pronto ahí estaba también Lupita, la mesera. Es una alucinación, pensé antes de desvanecerme por completo.


Me despertó Lupita en la cama de Borunda. Me miró con ternura. No me sorprendió ver a una mujer muy joven.

—No te preocupes, ya todo está bien. Yo me encargo, mientras, descansa. Esta vez vivirá nuestro hijo, ahora sí va a nacer…

En el piso del baño, amontonado como un disfraz de piel, vi mi propio cuerpo, el traje que había llevado durante treinta años y del que había sido despojado. Lupita lo dobló como si se tratara de una escafandra de hule y lo metió en una bolsa de basura. Ya era Borunda. Lupita regresaría conmigo al anochecer. Había que prepararse para los rituales dedicados a la Diosa. Lupita debía embarazarse de nuevo. Nunca más supe de mí mismo.





Orfeo

 

Te escribo este correo desde el año de 2012. Si lo recibes envía tu respuesta de regreso.


Aquellas escuetas palabras fueron emitidas desde el Orfeo, un programa experimental en el que el matemático e ingeniero en sistemas Tomás Mireles había estado trabajando en los últimos meses. Su hipótesis era la siguiente: era posible enviar mensajes por internet hacia el pasado. Internet se había convertido en una suerte de inconsciente colectivo atrapado entre innumerables conexiones y sitios olvidados, ocultos, pero siempre presentes. Siguiendo a Freud y a Jung, el inconsciente desconoce la historia, ergo sería posible establecer contacto con zonas del pasado dispersas en la red. Las matemáticas más avanzadas no lo desmentían. Tampoco el hecho de que casi nunca se borraban los datos, sino sólo sus entradas. Una gigantesca memoria omnipresente se había venido construyendo a lo largo de la historia de la comunicación electrónica. Sin embargo, intentar comunicarse con el pasado era como enviar mensajes al espacio en busca de vida extraterrestre, o como el cliché de la botella del náufrago con un mensaje adentro. Nadie había reparado en aquel hecho que a Tomás le parecía muy simple. Por eso había diseñado para el Orfeo una poderosa arquitectura cibernética.

Durante varias semanas Tomás emitió el mismo mensaje en diversos idiomas al vacío de la red.

Finalmente, luego de muchos intentos, algo pasó.

La respuesta había llegado. Orfeo había llegado a su destino: el pasado.

Re: ¿Es una broma?
Mi nombre es Dora Cervera y vivo en la Ciudad
de México. Es octubre de 1997.
¿Sigo viva en el 2018?


Cuando Tomás Mireles vio el mensaje parpadeando en la pantalla no podía creerlo. No sólo había entablado contacto, sino que se trataba de una mujer que sería difícil ubicar por su cercanía. De comprobarse el hallazgo una nueva puerta de investigación se había abierto. Gracias al súper ordenador de la universidad buscó el nombre en las diversas redes sociales. Era como ir por una aguja en un pajar. ¿Qué edad tendría Dora en 1997? ¿Seguiría viva?

Los resultados arrojaron ocho casos que coincidían con el nombre ubicados en la Ciudad de México.

Mireles escribió un nuevo mensaje en el Orfeo.

Re: ¿Cuántos años tienes? ¿Qué sistema utilizas?


Días después llegó la respuesta de Dora:

Re: Tengo 17. Utilizo Netscape.


¡Netscape! Eso sí que era arcaico. Dora tenía ahora treinta y dos años. Eso reducía la búsqueda a dos objetivos posibles de los ocho encontrados.

Tomás pensó en la manera de aproximarse a las dos Doras Cervera que había hallado. De inmediato les escribió un mensaje:

¿Usted recibió un correo electrónico en 1997 proveniente del 2018?


Pasaron un par de semanas. Ninguna respondió. Desilusionado, Tomás siguió realizando su trabajo cotidiano en la universidad. Era monótono, aburrido. Quizás se trataba de una falla. O le había contestado desde el presente siguiendo la broma.

De pronto, una madrugada —acostumbraba quedarse hasta tarde para continuar con sus experimentos— recibió un mensaje de Dora desde 1997:

Re: ¿Sigo viva? Te escribí hace unos minutos y no me contestaste.


Sus mensajes podían llegar de inmediato y las respuestas del pasado tardaban días o semanas.
Tomás respondió:

Re: No lo sé.
No he podido localizarte. Te he buscado en la red. ¿Hay algo más que deba saber de ti?
Re: Vivo con mis padres en la colonia Roma. Estoy por comenzar a estudiar en la escuela de música. Mi grupo predilecto es Oasis. Ahora mismo estoy escuchando “Stand by me”.


Tomás buscó de nuevo en los perfiles de Facebook, Hi5, Linkedin, Diaspora y muchos más, recorrió por medio de una araña web blogs, páginas enteras, pero no dio con ningún resultado confiable. Todavía no había comprobado nada. Necesitaba pruebas tangibles de su descubrimiento. Si Dora había estudiado música era probable que ahora se encontrara en cualquier parte del mundo, así que amplió el espectro a todas las Doras Cervera posibles y repitió su segundo mensaje al presente, esta vez de envío masivo:

¿Recibiste un mensaje en 1997 desde el 2018?


Volvieron a pasar varias semanas sin respuesta. Seguramente había quedado como el típico mensaje de un loco y lo habían mandado al depósito de los correos no deseados. Él habría hecho lo mismo.

En sus ratos libres se dedicó a revisar las matemáticas del Orfeo. No había fisuras. Consultarlo con sus maestros y colegas era impensable. Sin pruebas se habrían reído de él. Pero sí se atrevió a escribir a los matemáticos más destacados: Penrose en Inglaterra, Butler y Nakajima en Harvard, Michaelovsky en Moscú. Ninguno le contestó. Debieron tomarlo por loco. Pero sabía que si el Orfeo encontraba una corroboración, las consecuencias serían vastísimas. Las cosas que se podrían evitar: el 9/11, la prevención de desastres y muertes. Además, las puertas de su beca de doctorado en el MIT se habrían abierto y por qué no: el Nobel mismo. Era vanidoso: soñaba con la fama. Sin embargo, pasaron las semanas y reinaba el silencio. Cuando ya casi se había olvidado del asunto y se encontraba enfrascado en su tesis doctoral —una pesada corroboración de cosas que ya se habían escrito antes acerca de la programación de sistemas que nacían obsoletos— recibió de nuevo un mensaje de Dora:

Re: ¿Ya diste conmigo?
Re: No, imposible encontrarte.
Hay setenta Doras Cervera posibles en todo el mundo y ninguna me ha respondido.
Re: Entonces es posible que ya esté muerta.


Tomás se dio cuenta de que había cometido un grave error. Era una chica de diecisiete años. Es la edad en la que permean los fantasmas de la muerte o la gloria eterna. Y sí, Dora bien podía haber muerto, o acaso hubiera dejado de usar la computadora, o se habría casado y usaba el apellido de su esposo. Cualquier cosa era factible. Respondió con ánimo esperanzador:

Re: No, no te desanimes ni pienses esas cosas.
Estoy seguro de que todavía andas por ahí. Actualmente hay más de mil quinientos millones de usuarios de la red. Encontrarte no es tarea fácil ni para el más poderoso de los buscadores. Pero a ver: dentro de unos días, el 13 de diciembre, allá en 1997, se va a registrar una nevada histórica en Guadalajara. Escríbeme cuando te enteres.


A los pocos días recibió la respuesta:

Re: Sí nevó!!!
¡Entonces es cierto que me estás escribiendo desde el futuro! La verdad pensé que todo esto era una broma.


El problema de Tomás residía en que el Orfeo utilizaba grandes cantidades de memoria y energía de la supercomputadora de la universidad. Ya estaban llegando quejas de que el sistema estaba fallando o que andaba muy lento. Tenía que abandonarlo antes de causar una catástrofe o su despido.

Tomás copió la última conversación completa y la envió a todos los contactos con el nombre de Dora Cervera. Pero tampoco aquello sirvió. Silencio.

Se le ocurrió una última idea: encontrarse con Dora ese año en los próximos días.

Re: Nos vemos en 2018
Dora: no puedo comunicarme más contigo, pero dentro de veinte años, el 12 de junio de 2018, a las ocho de la noche, habrá un concierto en Bellas Artes. Espero que no te moleste que sean los Preludios de Shostakovich. Los va a tocar Keith Jarrett. Si recuerdas esto, encontrémonos a la entrada. Anótalo en alguna parte o imprímelo, y entonces es posible que comprobemos que esto ha sido verdad. Voy a ir vestido con un saco de cuero negro y una playera de Oasis.


Desactivó el Orfeo y lo ocultó en un archivo encriptado en la computadora.

Faltaba un par de semanas para el concierto. Durante ese lapso repasó las teorías sobre los viajes en el tiempo, los ordenadores cuánticos, las paradojas implicadas. La más interesante —y desalentadora— era la del físico David Deutsch, quien postulaba que era posible viajar al pasado, pero a un pasado alternativo y no al pasado propio del viajante. Trasladando esta teoría a su conversación con Dora, pensó que quizás había entrado en contacto con un pasado diverso al suyo y, siguiendo esta lógica, Dora no existía en el pasado de Tomás, sino en otro pasado parecido o casi idéntico. De existir ahora, esa mujer jamás habría recibido un mensaje desde el presente de Tomás. O lo habría recibido y lo habría borrado como se hace con los correos spam.

El doce de junio recibiría una respuesta concreta. En una tienda de trivia rocanrolera encontró una playera de Oasis, que se puso con un poco de vergüenza: no era un grupo que le gustara. Hubiera preferido usar su clásica playera de Pink Floyd, algo más acorde a sus cincuenta años. Así que el día precisado llegó al concierto con una hora de anticipación. Le encantaban los Preludios de Shostakovich, sobre todo en la versión de Keith Jarret. Si su experimento fracasaba al menos disfrutaría de la música.

Se paseó por todas partes antes de que se iniciara el concierto. Observó a los espectadores que iban llegando al teatro. Pidió un whisky en el bar. Estaba nervioso. Se situó en el descanso de las escaleras que subían al segundo piso para observar mejor. No sería difícil ubicar a una mujer en sus treintas, sola, acudiendo a una cita, acaso nerviosa, buscando a ciegas. Pensó en lo absurdo de la situación. Al escucharse la segunda llamada se bebió un segundo whisky.

Cuando llegó la tercera llamada y no aparecía ningún objetivo posible, dudó en entrar. ¿Y si Dora venía tarde? Decidió quedarse en su puesto en el descanso de las escaleras. Esperaría quince minutos y después regresaría a su casa. En el camino compraría una botella y celebraría su fracaso. De pronto, frente a él, se encontró reflejado de cuerpo entero en un muro de mármol negro y sintió que el universo se había multiplicado de alguna forma. El reflejo en aquella piedra tallada le daba a su presencia un aire arcaico: una pintura, un tenue fresco en un mural a punto de borrarse. Multitudes de Tomases esperaban en millones de universos paralelos a un número infinito de Doras. Todo se dividía y subdividía a su alrededor. Se encontraba en un pequeño islote de repeticiones. De alguna forma sintió que se había vuelto irreal. Tocó el reflejo en el mármol y sintió que su mano se hundía como en un charco en la pared. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Era como si lo hubiera atravesado.

Abajo, el pasillo se había vaciado. Provenientes de la sala se escucharon los primero acordes cromáticos y poderosos del primero Preludio, pero fue como si escuchara también el eco de millones de pianos tocando al mismo tiempo. Una desconocida ley de la naturaleza había sido violada. ¿Dónde se encontraba realmente ahora? Bajó corriendo las escaleras rumbo a la salida. De pronto escuchó unos tacones frenéticos subiendo los escalones del exterior para entrar al palacio. También percibió una lluvia de taconeos. El corazón le latía frenético. Una mujer de la edad de Dora entró al recinto. Casi choca con ella. Sintió directa su mirada y pasó del lado. Un hombre idéntico a él la recibió unos pasos atrás de donde se encontraba.

¿Tomás?

¿Dora?

La mujer asintió. Miró la playera de Oasis del otro Tomás, y sonrió.

¡Un encuentro después de veinte años!

Pero el concierto ya dio inicio, oyó decir a su duplicado con cierto nerviosismo.

Ya no podemos entrar, respondió Dora.

Era una mujer atractiva, de una belleza irrefutable. Alta, morena, de ojos oscuros.

Deberíamos de ir a otra parte, sugirió Tomás.

Sí, hay mucho de qué hablar.

El otro Tomás volteó a verlo un breve instante con la extrañeza de quien sospecha una presencia pero no encuentra nada, y salió de la sala del brazo de Dora.

Tomás, el doble, el multiplicado, se quedó en el umbral, viéndolos cómo se perdían en la noche. Nadie parecía notarlo a su alrededor. Se dirigió de nuevo al bar, pero el mesero ignoró su presencia. Se dio cuenta de que se había convertido en un fantasma, de que había desaparecido por completo. Le consoló la idea de que una versión de sí mismo se había encontrado con aquella mujer joven y hermosa. Mientras tanto los preludios para piano de Shostakovich seguían sonando majestuosamente en la sala de conciertos, cada vez más tenues, como si el volumen fuera bajando, hasta que sólo reinó el silencio. Nadie lo vio quedarse ahí sentado esperando para pedir una imposible copa de whisky. Cuando cerraron el bar sólo encontraron un par de boletos para el concierto abandonados sobre la mesa.