Material de Lectura

Nota introductoria
El poder de la imaginación


La noche en la que Mauricio Molina soñó con el Chac Mool, supo lo que era el poder de la literatura. Vio cómo un burócrata llamado Filiberto se inquietaba hasta lo indecible ante la presencia de un hombre indígena de color amarillo. Uno de los amigos de Filiberto también lo vio. Lo describe así: “Estaba en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo: despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada con lápiz labial mal aplicado y el pelo daba la impresión de estar teñido”. Sus ojillos casi bizcos no permitían sospechar que era el mismísimo dios de la lluvia y el agua. Debe haber sido el dios de la lluvia, porque en el sueño de Mauricio, todo se inundó: el rostro de este personaje —que aparece en un cuento de Carlos Fuentes— de pronto se vio dentro de una pecera con aguas de color verde en donde flotaban dos parsimoniosos ajolotes que parecían demonios infantiles.

En el sueño de Mauricio Molina, se introdujo de la nada un nuevo personaje: era el licenciado Borunda, un hombre cetrino, enjuto, de fuertes rasgos indígenas, que observaba con curiosidad los ojillos del Chac Mool que destellaban en medio del agua. El licenciado había venido desde una colonia retirada para dar fe de lo que ocurría. “Borunda trabajaba en el Archivo Muerto de la Secretaría de Hacienda a un lado del templo de Santo Tomás, cerca de donde alguna vez estuvo la Biblioteca Nacional”. A pesar de que Borunda parecía una persona común y corriente, era la personificación misma de todo aquello que se ocultaba debajo de la Ciudad de México, en el antiguo lago fósil que durante la temporada de lluvias, año con año, amenazaba con regresar (tal vez por el efecto de Tláloc o del Chac Mool que ladinamente lo trataba de reemplazar).

El licenciado Borunda tenía un secreto del cual el lector se enterará en uno de los cinco cuentos de Mauricio Molina reunidos en esta colección. Baste decir que conocía el misterio del lago mohoso y subterráneo del altiplano mexicano: los dioses regresan.

En una noche en que soñaba con los ojos abiertos, Mauricio vio los ojos insomnes de Borunda. El licenciado estaba en una calle del silencio nocturno tomando una botella de mezcal. Entonces vio a la Coatlicue. La diosa estaba recargada, a un lado de la Catedral, mirando hacia la calle de la Moneda: era una figura repugnante, un ser sin pies ni cabeza, una especie de alebrije prehispánico. En ese momento, Molina entendió uno de los más terribles secretos de la cultura mexicana: en lo sagrado coexisten la gracia y la destrucción: “La Coatlicue es la Virgen de Guadalupe desollada, vista desde adentro, lo que se oculta dentro de ella: un ser multiforme, muda encarnación de la vida y la muerte”.

La noche en la que Mauricio Molina soñó con el Chac Mool (de Carlos Fuentes) y con la Coatlicue (en propio cuento), supo lo que era el poder de la literatura. Cuando leemos las páginas de un buen narrador, nos internamos en universos paralelos que tienen la capacidad de invadir nuestros sueños, nuestras pesadillas y percepciones. Una pista de cómo sucede este mecanismo es revelada por el poeta William Yeats. El escritor irlandés plantea que la imaginación puede ser tan intensa, que tiene la capacidad de proyectarse de manera visible para ciertas personas. Cuenta una experiencia ilustradora:

En una ocasión, cuando se alojaba en casa de unos amigos en París, se levantó temprano para salir a comprar un periódico. Una muchacha ponía la mesa para el desayuno. Al cruzarse con ella, Yeats estaba pensando en una de esas historias ridículas que nos contamos a nosotros mismos: si hubiera pasado algo que no pasó, se le hubiera roto el brazo. Así, se imaginó con el brazo en cabestrillo en medio de una aventura infantil. Después de un paseo, al volver con el periódico en mano a donde se hospedaba, se encontró con sus anfitriones en la puerta de la casa. Sus amigos se sorprendieron. Poco antes habían visto a la muchacha con la que Yeats se cruzó. Ella les había comentado que Yeats tenía el brazo en cabestrillo. Como los anfitriones no habían visto al poeta desde la noche anterior, pensaron que tal vez lo habían atropellado.

¿Había proyectado Yeats su imaginación en la muchacha con tanta fuerza que ella había visto lo que él pensaba?

Yeats señala que los escritores imaginativos no tan sólo afectan a la conciencia colectiva mediante las historias que describen con lápiz y papel. Tal vez —dice— son capaces de sentarse durante horas para imaginarse como rocas, como ganado, como bestias del bosque hasta que las imágenes son tan claras que incluso los caminantes en ese paisaje (es decir, nosotros), podríamos interactuar, sin saberlo, con la imaginación del soñador que forma parte de la realidad tangible. Esa tal vez, aventuro, sería la diferencia entre un bosque común y corriente y un bosque encantado, entre un personaje cotidiano y otro en el que se vislumbra el claroscuro de los dioses.

En este marco, la obra de Mauricio Molina tiene la inquietante cualidad de mostrarnos una realidad que está más allá de las apariencias y que es más plástica de lo que solemos pensar. Mauricio pertenece a la estirpe de artistas como Fellini, que sueñan con los ojos abiertos y nos entregan visiones que nos cuestionan los límites del tiempo y el espacio, las fronteras de la percepción, de la memoria, de lo que ocurrió y lo que quisiéramos que hubiera sucedido. Desde su primera novela, Tiempo lunar, Molina se ha dedicado implacablemente a cuestionar lo que llamamos realidad: ¿Cuál es el aspecto de una calle, de un objeto o de una habitación cerrada cuando nadie la está observando? La respuesta del escritor apunta a un traslape de mundos: las siluetas juegan como fantasmas, las montañas se convierten en serpientes las piedras se transforman en sapos, los árboles en medusas. Cuando sólo el ojo hinchado de la luna observa a la Ciudad de México, Mauricio nos dice que tal vez ahí aparece el lago mítico de los orígenes de nuestra cultura. La ciudad se anega, los dioses oscuros chapotean en los estacionamientos. Con el rabillo del ojo, el narrador nos asoma a todos los mundos que confluyen en nuestro mundo. Esto tal vez ocurre porque, como decía Lincoln Barnett en el libro El universo y el doctor Einstein, excepto en los carretes de nuestra conciencia, la realidad no transcurre. Simplemente es. Nosotros la ordenamos egocéntricamente en términos de pasado, presente y futuro. Sin embargo, existe de manera inconcebible, libre de los límites de nuestros relojes y nuestras ideas convencionales.

Para moverse fuera de las coordenadas típicas, Mauricio Molina plantea un doble juego: registra las historias de amor y desamor, de nostalgias, pulsiones eróticas, deseos y pesadillas que vivimos en medio del paisaje oxidado de nuestros tiempos. Reconocemos puntualmente las calles, los olores y texturas de un café desvelado a las tres de la mañana, los cuerpos que se acercan y se alejan, se hieren y se apiadan, la sensación de pequeñez y absurdo que invade nuestras pequeñas historias. Pero, al mismo tiempo, en medio de ese orden común y corriente, abre fisuras en donde aparecen lo oculto, vampiros, la sospecha de vidas pasadas, el contacto con lo que el viento se llevó, pesadillas y horrores fractales como telarañas, los misterios del déjà vu, mensajes de Internet que provienen del futuro, al igual que atisbos deslumbrantes de una zona de eternidad.

La clave de la legibilidad de estos relatos proviene de una mirada inteligente, irónica y vulnerable, que con humor (delicadeza y compasión) va abriendo su juego. En este proceso subyace una fina reflexión filosófica, una interrogación profunda que aspira al conocimiento, más allá de los absurdos que vivimos.

Las herramientas que utiliza Molina en sus cuentos se afincan en un apasionado estudio de literaturas clásicas y excéntricas, se deja contagiar por la imaginación de Fuentes, de Borges, Calvino o Milorad Pavić, y por el diálogo entre los libros y los sueños. Molina se sirve de su curiosidad por la historia y los mitos, por la exploración de los ritos de las tradiciones ocultistas, pero también por las corrientes de vanguardia en la ciencia y la física moderna que cuestionan nuestro entendimiento de la realidad y especulan con universos paralelos o viajes que rompen las barreras del tiempo. Es hora pues, de que entremos a los paisajes que aparecen en esta muestra del trabajo narrativo de Mauricio Molina. Es hora de que conozca o reconozca al licenciado Borunda y que camine por las calles y laberintos de los cuentos de este gran autor mexicano que durante horas ha imaginado sus mundos con tal intensidad, que ya forman parte de nuestra realidad. Ése es el poder de la literatura.


José Gordon