Material de Lectura

Postales del más allá

A mi madre

Planet Earth is blue
and there’s nothing I can do...

DAVID BOWIE


Los únicos recuerdos que conservo de mi padre —fósiles atrapados en el ámbar gris de la memoria— son tres postales del proyecto espacial soviético, una réplica en miniatura del Sputnik, primer satélite artificial de la historia, y un puñado de conchas, caracoles y pedazos de coral manchados de aceite. La muerte de mi padre está asociada a estos objetos de una forma tan profunda que cada vez que soy testigo de un lanzamiento al espacio, o cuando me encuentro con un fragmento de coral en una playa cualquiera, me es casi imposible tomar distancia de la ligera sensación de escalofrío y pérdida que me producen. Mi padre era matemático y comunista. Hizo varios viajes a los países de Europa del Este como invitado a congresos políticos y académicos. Desde aquellos lugares enviaba postales y recuerdos. En la primera postal, la más alucinante para mí, un astronauta, Iván Titov, está a punto de meterse en la cápsula esférica del Vostok II. En el anverso, bajo las letras en alfabeto cirílico que describen la imagen, y escrito con la cuidada letra y el estilo lacónico de alguien más acostumbrado a los números que a las letras, puede leerse: “Algún día tú y yo viajaremos a las estrellas y construiremos ciudades en otros mundos. Recibe un saludo desde Moscú... Tu padre”, y su firma al calce como el fósil de un insecto fantástico. En otra foto, ya sin el mensaje del más allá, Valentina Tereshkova, la primera mujer que viajó al espacio, saluda sonriente desde el interior de su cápsula, la Vostok III, a su regreso del espacio. Más tarde, esta mujer formaría con Titov la primera pareja espacial de la historia (a veces me pregunto si tuvieron hijos: recuerdo que solía fantasear que ellos eran mis padres). La tercera imagen, menos interesante que las otras dos, muestra a Yuri Gagarin, el primer ser humano que viajó al espacio, con su casco todavía puesto, en cuya visera plateada se leen las siglas CCCP. Gagarin sonríe con irónica distancia y mira hacia algún punto fuera de la foto. Más tarde, durante su gira mundial, de visita en el Vaticano, este hombre de sonrisa ligeramente ingenua le dijo al Papa Paulo VI que no había encontrado a Dios en el espacio.

El objeto más interesante de este museo es la pequeña réplica metálica del Sputnik, una bolita de metal con cuatro antenas a modo de patas, en cuya cabeza está grabado el símbolo mágico de la hoz y el martillo, que en mi memoria tiene connotaciones absolutamente ajenas a la política: como las banderas rojas y los viajes espaciales, este símbolo significa el tiempo de mi niñez, la fórmula mágica del retorno a la infancia.

Mi padre murió cuando yo apenas tenía cinco años, en mayo de 1964. Kennedy había muerto el año anterior, no sin antes lanzar aquel conmovedor discurso en el que se comprometía a poner a un hombre en la luna antes de que terminara la década, mientras en el tocadiscos de la casa comenzaban a escucharse las voces de los Beatles y los Beach Boys.

Los siguientes objetos resultan mucho más inquietantes y están ligados a los otros en una suerte de segmento o cadena significativa, un enunciado en clave que trae a mi memoria una atmósfera, un aura que envuelve a todos los demás recuerdos de mi infancia. Pocos días antes de la muerte de mi padre, ocurrida en una remota carretera de provincia, éste me preguntó, como era su costumbre, qué quería que me trajera de su viaje. Sabía que iba a un lugar cercano al mar, por lo que respondí sin dudarlo:

—Caracoles y corales.

Ignoro si lo recuerdo realmente, o si se trata de una fantasía, pero lo vi poco antes de que subiera a su automóvil, un pequeño Moskovitch compacto de fabricación rusa, rojo, por supuesto: un hombre de 33 años —cuando pienso que mi padre es ya un hombre más joven que yo, me asalta una especie de vértigo—, vestido con una chamarra de cuero negro. Para mí era una especie de astronauta, un hombre del espacio a punto de subirse a su pequeña cápsula de hojalata soviética, despidiéndose de nosotros para siempre. Días después, muy entrada la noche, entre sueños, escuché a mi madre hablando con mis hermanos en voz muy baja, como si quisiera guardar un secreto. No recuerdo lo que dijeron, pues yo me encontraba en la parte superior de la litera, sólo me acuerdo de los sollozos de mis hermanos mientras mi madre trataba de consolarlos. Al otro día resolvieron decirme que mi padre había hecho un largo viaje a la Unión Soviética.

Poco después fuimos de visita a casa de unos tíos. En el patio de la casa, amontonados en el patio, brillaban al sol los restos del pequeño Moskovitch completamente destrozado de mi padre. Era como una nave espacial que se hubiera estrellado contra la Tierra haciéndose pedazos. No tenía techo, las portezuelas estaban deshechas, los asientos habían sido arrancados, no tenía llantas. Me lancé a los montones de fierros retorcidos como huesos, busqué entre los sillones quemados, mi padre no podía defraudarme, y no lo hizo: entre las junturas del asiento trasero encontré lo que buscaba. Emocionado, mostré a mis tíos y primos mi hallazgo, pero nadie me hizo caso. Mi madre lloraba, mis tíos tenían los rostros compungidos, toda la situación era demasiado seria como para que se ocuparan de mí. Entre mis manos manchadas de aceite relucían, cubiertos por la sal marina, arenosos pedazos de coral, pedazos de caracoles y conchas marinas: fragmentos de otro mundo, acaso de un planeta lejano, enviados por mi padre exclusivamente para mí. Yo nunca fui consciente de su muerte. Para un niño, la muerte no es más que una palabra abstracta (lo mismo que para todos: sólo se mueren los demás). Durante algún tiempo perduró la mentira de su viaje, hasta que una tarde, mientras jugaba con una de mis primas, por alguna razón que he olvidado, le aseguré que mi padre se encontraba en Rusia y que muy pronto estaría de regreso. Después de burlarse de mí, con la ingenuidad atroz de los niños, me respondió:

—No es cierto, si tu papá ya se murió.

Mi prima recibió una estruendosa bofetada de mi hermana. Yo no sé si lloré o si me quedé callado, pero muy pronto emergió la verdad: mi padre estaba enterrado en el panteón de Dolores, bajo una tumba de mármol blanco donde lloraba un ángel niño.

Aquella tumba se convertiría en el destino dominical de nuestros paseos familiares. De cuando en cuando mi madre, mis hermanos y yo, acudíamos a un día de campo con refrescos, sándwiches y huevos cocidos y ahí, frente a la silenciosa tumba, prometíamos al padre muerto portarnos bien, sacar buenas calificaciones en la escuela y sobre todo no olvidarlo, mantenerlo vivo en nuestros recuerdos y corazones.

Desde entonces la hoz y el martillo, la chatarra que brilla al sol, las banderas rojas, la Unión Soviética, los Sputniks, y en general todo aquello que se refiere a la exploración del espacio, me dicen de un modo personal y secreto que morir es como emprender un largo viaje a un país que ya no existe para, desde ahí, ser lanzado en dirección a las estrellas, donde hay playas y caracoles y corales cubiertos de arena, aceite y gasolina...