Material de Lectura

Primer amor

 

…y todo encuentro casual era una cita…
JORGE LUIS BORGES


Me encontré con ella de la manera más azarosa que pudiera imaginarse: en una calle del Centro, mirando escaparates. A través del espejo del fondo del aparador, entre falsos jarrones chinos, tiaras pretendidamente egipcias con brillantes de bisutería, estatuillas de bronce, muñecas de porcelana y bibelots desvencijados que fueron la delicia de nuestras abuelas, vi a un hombre ya maduro, de rostro cetrino y acaso un poco triste, detenido junto a una mujer todavía hermosa, de ojos claros y vivaces. El reconocimiento fue instantáneo.

—Hola —me dijo con sorpresa mientras se dibujaba una sonrisa en sus labios.

—Qué tal —respondí nervioso, un poco exaltado, sin saber qué decir.

—Hace tanto tiempo… —murmuró casi en secreto.

—Una eternidad —dije abrazándola de pronto, acariciando su cabello y su espalda, reconociéndola con mis manos y mi cuerpo, aspirando, más allá de su perfume, su aroma inconfundible.

Al cabo de un rato ya estábamos conversando en un bar cercano. Todo a nuestro alrededor se había vuelto fantasmal: el mesero que servía los tragos, la joven pareja que se besaba acaso por primera vez en una mesa, el viejo ebrio que hablaba solo en un rincón, la nebulosa de humo de cigarro que nos envolvía.

Se había casado, tenía hijos, era feliz. En la expresión de su rostro vi que no había razón para dudar de sus palabras. Después de aquella afirmación demoledora no me quedó más remedio que ser sincero a mí también. Confesé, no sin cierto rubor, que me había casado hacía poco y que a decir verdad también era feliz y estaba enamorado.

También hablamos de cosas banales:

—Ahora tienes el pelo rojizo y estás un poco más…

—¿Rellenita? —me interrumpió —. Así es el matrimonio Tú en cambio te ves bastante bien —dijo mintiendo —. ¿A qué te dedicas?

—Trabajo en una agencia de publicidad.

—Qué raro, la última vez que nos vimos pintabas paisajes oníricos y mujeres desnudas.

La recordé entonces recostada sobre un diván, dándome la espalda, mirándome desde el fondo de un espejo, con liguero, lentes oscuros y zapatos negros de tacón por toda vestimenta.

—Los tiempos cambian —respondí con la voz desdeñosa de los artistas fracasados —. Y tú, ¿sigues leyendo el tarot?

—No, en realidad ya no me interesan ni la astrología ni el esoterismo, ni el karma ni nada de eso. Estoy aburrida de todo aquello… todo es tan inexacto, tan aproximado —añadió con melancolía.

Una nube de silencio la envolvió unos instantes, tomó un trago de vio y siguió hablando:

—…la realidad es mucho más enigmática. Imagínate, ¿qué vidente, qué mago podría adivinar que tú y yo nos vendríamos a encontrar frente a una tienda de antigüedades, en una calle del Centro, a cierta hora, después de tanto tiempo? Siempre hay algo mágico en el azar, algo que escapa a la fatalidad, a lo planeado y seguro. Es la sal de la vida.

Seguía siendo la misma mujer aguda e inteligente de siempre. Yo estaba fascinado.

—Sabía que de alguna forma, en algún momento volvería a dar contigo —me apresuré a decir.

—Tú y yo teníamos que volver a encontrarnos. Eso es parte del destino, pero lo importante son las variaciones, los detalles, la forma de encontrarnos; la música del deseo.

Al decir esto me lanzó una mirada desafiante y vi sus labios entreabrirse en el borde de la copa, mientras su lengua saboreaba unas cuantas gotas de vino. En ese instante me di cuenta de que pasaríamos juntos aquella noche.

Hicimos lo que teníamos que hacer: llamar a nuestras respectivas parejas e inventar algún pretexto convincente para estar más tiempo juntos. Salimos del bar y caminamos por las calles irreales, las mismas que en otro tiempo nos habían visto juntos. Una luna redonda y perfecta colgaba entre los cables y las siluetas de los edificios.

—¿Te acuerdas de la luna aquella noche, el último día que estuvimos juntos?

—No hay que recordar cosas desagradables ahora, te lo suplico —me interrumpió tapándome la boca con dos dedos.

—Es extraño —respondí—: cada vez que nos vemos tenemos que recordar las ocasiones anteriores...

—No puede ser de otra forma.

—¿Por qué no encontrarnos simplemente, sin el peso del pasado?

—Porque el pasado existe, siempre —dijo tajante.

—También el presente y el futuro —replique turbado—. Qué bueno sería volver atrás, ser de nuevo adolescentes, conocernos despacio, crecer juntos, como la primera vez. Ahora, en cambio, estamos casados, hemos hecho nuestras vidas como hemos podido y ya no hay nada más que hacer.

Guardé silencio unos instantes, sofocando la certeza de que volvería a perderla. Me rodeó el cuello con el brazo y me besó como si hubiera sentido lo que me pasaba y dijo:

—Hoy será sólo un encuentro más. Siempre es demasiado tarde... Te busqué, te juro que lo hice, entre los rostros de la gente, en la multitud; trataba de adivinar dónde estabas, quien eras... ni siquiera sabía si estabas en la ciudad —aquí su voz comenzó a quebrarse—. Temí quedarme sola, como tantas otras veces.

Me detuve en una esquina, la abracé y besé su boca húmeda. El vino de sus labios me devolvió la memoria de otros besos, el deseo encendido de otros momentos ya perdidos en el tiempo.

Caminamos abrazados, ebrios de recuerdos, hasta que nos detuvimos a la puerta de un antiguo hotel que reconocimos de inmediato.

—¿Te acuerdas? —murmuré a su oído—. Ella no respondió, sólo se dejó llevar.

En el interior nos recibió una anciana que se sorprendió al vernos. No éramos el tipo de clientes de aquel hotelito de paso, perdido en una calle del Centro, frecuentado por burócratas y prostitutas.

—Por favor —dije depositando unos billetes en el mostrador—, quisiéramos el cuarto treinta y tres.

La vieja nos entregó una llave oxidada que tenía grabado el mágico número y sonrió cómplice: era como si nos hubiera reconocido. Hizo por acompañarnos, pero le explicamos, entre risas, que ya conocíamos el camino. Nos perdimos en un mohoso y oscuro corredor, subimos las escaleras y llegamos a la habitación.

El ambiente era el mismo de siempre: el foco desnudo colgando del techo como un ojo arrancado, la gotera del lavabo: clepsidra que marcaba el tiempo paralelo al que habíamos accedido, los muebles carcomidos por la polilla, la vieja cama de colchas arrugadas. No había ningún recuerdo familiar, nada que indicara que ya habíamos estado ahí en otro tiempo. Los objetos nos miraban inmutables: la jarra de agua, los vasos opacos, los ceniceros anónimos.

De pronto, animada por un oscuro impulso, se puso a buscar en los cajones y en el ropero, después, como recordando algo, movió la cómoda y tras la luna del espejo dio por fin con un ladrillo suelto en el muro, lo removió y sacó del hueco unos enmohecidos aretes de aguamarina: un recuerdo.

—¿Te acuerdas de esto? Fue el último regalo que me hiciste antes de que todo terminara —me dijo con emoción casi infantil, mostrándome su hallazgo—. No me acordaba donde los había dejado...

Se quitó los costosos pendientes que traía, lavó los que había encontrado y se los puso. Sin decir más, apagó la luz. En la penumbra parecía otra. Mientras se desnudaba quise encender la lámpara, pero me pidió que no lo hiciera.

—Ya no soy joven, ¿sabes? —murmuró.

Sólo vi su sombra en la pared: la silueta felina de una mujer quitándose la ropa.

Nos metimos en la cama, mis manos entraron en su edad y regresamos juntos al origen. Besé sus senos, acaricié sus caderas, mordí sus muslos, la penetré despacio. Todo se cumplía con la precisión de un ritual que ambos conocíamos más allá del tiempo y las palabras, más allá del instinto y la memoria.

Recordé entonces nuestros encuentros anteriores: en la playa, semidesnuda, sobre arena blanca, las gaviotas reflejándose en sus ojos; en un cuartucho de Marruecos: velos, mina y sodomía, mientras a lo lejos se escuchaba la voz del muecín orando hacia la Meca; en Praga, ocultos en un sótano, muy cerca de donde, se decía, podía verse aún la sombra del Gólem; en Venecia, con máscaras de carnaval, completamente ebrios, mirando fascinados lo que hacían nuestros cuerpos sobre un sillón en el fondo de un espejo; sobre una alfombra, mientras afuera el viento se arrastraba en el desierto y los lunares de su pecho eran constelaciones y su ombligo luna negra sobre el encantado bosque de su sexo; una noche blanca, abrazados bajo pieles de visón, en una buhardilla que daba a la Avenida Nevsky, mientras la luna parecía danzar sobre la ciudad cubierta de nieve; en París, un anochecer de octubre, bajo el Pont Neuf, donde duermen los clochards; en la Recoleta de Buenos Aires una calurosa noche de verano: nuestros cuerpos enlazados sobre una tumba mientras los gatos observaban desde la eternidad, ajenos al tiempo. Y finalmente la recordé en aquel mismo cuarto, muchos años antes, mientras la ciudad se disolvía bajo la lluvia.

Después de hacer el amor, mientras compartíamos un cigarrillo, hablamos de nuestros recuerdos:

—Nunca voy a olvidarme de Venecia, cuando me violaste frente al espejo.

—¿Te acuerdas cómo te vengaste? Todavía me duele aquella puñalada en el pecho. Solo hasta el otro día supe que eras tú.

—Tenía que huir de ti. Estaba enamorada de otro hombre.

—O aquella noche en Marruecos: eras una bailarina, hacías todo lo que yo quería y fingiste no reconocerme.

—Si te hubiera reconocido nunca me habrías hecho todo lo que me pediste. A veces es bueno simular que no nos conocemos.

—¿Qué tal San Petersburgo? Éramos tan felices que tuvimos que separarnos.

—Tú estabas casado y yo era una sirvienta.

—¿Pero te acuerdas de la primera vez, en el bosque, mujeres y hombres desnudos a la orilla del río, bajo la luna llena, cuando hacíamos el amor para pedir buena cosecha y abundante cacería?

—Nunca volví a ser virgen para ti. La que más me ha gustado ha sido la última. Éramos pobres, muy jóvenes, nos habíamos escapado y vinimos a dar a este hotelucho...

Yo me levanté, saqué la cartera de mi saco y ahí oculto, traía un pequeño recorte de periódico.

—Mira esto —dije mostrándole el papel ajado, adelgazado por el tiempo y los dobleces—, para que veas que siempre me acuerdo de ti.

Ella lo leyó con una voz suave que recordaba el murmullo de las hojas secas en los parques desiertos:

—“Pareja suicida encontrada en hotel de mala muerte. Se desconocen sus identidades.”

Guardó silencio unos instantes y sofocando el llanto dijo:

—¿Qué habrá sido de nosotros; dónde habrán enterrado nuestros cuerpos?

—Imposible saberlo, en una fosa común quizá —respondí—. He buscado rastros de nuestras vidas anteriores, pero hasta ahora sólo he dado con esto. Hace ya más de setenta años.

Permanecimos en silencio mucho tiempo, observando la noche lunar por la ventana.

Al cabo de un tiempo nos mostramos nuestras fotos familiares. Vi a su marido: un rostro anodino con corbata. Sus dos hijos en cambio eran muy hermosos. Cuando vio la foto de la mujer con la que me había casado hacía unos meses me dijo:

—Es muy hermosa. Hazla feliz... Esta vez hay que tratar de ser felices.

Volvimos a hacer el amor, esta vez con tristeza y desesperación, como saciando la sed de toda una vida, repitiendo los rituales de ternura y crueldad, de perversión e inocencia de nuestras vidas anteriores.

Más tarde nos hundimos en un sueño espeso y pegajoso, con los cuerpos entrelazados y confundidos, incapaces de saber dónde empezaba la piel de uno y donde terminaba la del otro.

La titubeante luz de la mañana nos encontró abrazados en la cama de aquel hotel de mala muerte. Nos levantamos y nos vestimos en silencio, preocupados por la excusa que daríamos a nuestras parejas, ya de regreso al tiempo real de nuestras vidas cotidianas.

Al salir del hotel nos abrazamos y nos besamos a modo de despedida.

—¿Volveremos a vernos? —pregunté, aunque sabía de antemano la respuesta.

—Sí, en otra vida, como siempre. Tengo hijos que cuidar y ver crecer y un marido que no se sabe poner la corbata sin mí. Tú tienes a tu esposa...

—Adiós —dije besándola.

—Hasta pronto —respondió limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano, mientras me entregaba los aretes que habíamos encontrado en el hotel—. Escóndelos en algún lugar donde podamos encontrarlos.

Guardé aquel recuerdo de vidas anteriores en mi saco y la vi perderse entre la multitud, bajo la macilenta luz de la mañana.

Era mejor así. Algún día, en otro tiempo, volveríamos a encontrarnos.