Material de Lectura

Déjà vu

 

Para José Gordon

...y este era el propósito del experimento: lanzar
emisarios en el tiempo con el fin de pedir ayuda al
pasado y al futuro para el rescate del presente.

CHRIS MARKER, La Jetée


A veces nos detenemos en la orilla de la eternidad sin saberlo. A mí me sucedió una madrugada lluviosa en una cafetería. Debían ser más de las tres de la mañana. Había llegado ahí por casualidad, ya que nunca acudía a esos deprimentes restaurantes que permanecían abiertos durante toda la noche, de muebles tapizados en colores exaltados y potentes luces dispuestas ahí para espantar vampiros y turbias intenciones. Esos lugares, frecuentados por ancianas que padecen insomnio, empleados que tratan de bajarse la borrachera a golpes de café, grupos de Alcohólicos Anónimos o muchachos que comienzan a descubrir los misterios de la noche, siempre me habían provocado una sensación de soledad sórdida y sin escapatoria. Sin embargo, aquella noche llovía estrepitosamente sobre la ciudad y venía llegando de un viaje largo y muy cansado, así que resolví detenerme a tomar alga caliente antes de llegar a casa.

Al cabo de unos minutos, mientras escuchaba el tintineo de las cucharas, las voces de los comensales, los pasos cansinos de las meseras vestidas de blanco que recordaban enfermeras, noté que un hombre de rostro vagamente familiar me observaba con insistencia. Vestía una gabardina raída y de su cuello colgaba una corbatita negra muy delgada, coma de empleado de funeraria. Cuando se acercó a mi mesa, con la intención de conversar, un vago presentimiento de haber vivido aquella misma situación en otras ocasiones se apoderó de mí de una manera tan intensa, que de pronto fue como si estuviera en un sueño repetido.

—¿Puedo sentarme? Es preciso que hablemos —dijo el desconocido en un tono que sonaba de manera tan imperativa que no pude sino ponerle atención.

—Lo escucho —respondí al tiempo que inclinaba la cabeza invitando al sujeto a sentarse—. ¿De dónde lo conozco?

—Usted todavía no me conoce —respondía el otro esbozando una leve, casi irónica sonrisa—. En este preciso instante, en el lugar de donde vengo, usted se está muriendo.

—No comprendo... —“debe de ser un loco”, recuerdo que pensé. Me asalto de repente el impulso de dejar un billete sobre la mesa y salir corriendo, pero algo, nunca supe qué, me contuvo. Aquel sujeto me repugnaba, coma una araña a punto de escaparse de una botella.

—Vengo del futuro —continúo hablando de manera natural, como si estuviera conversando acerca del clima—. En este momento, aquí, en este lugar, usted no es más que un recuerdo...

—Esto es una broma o qué... —contesté desconcertado.

—No —dijo el hombre tajante—. Esto es muy serio.

Su rostro cambió por completo. Por su apariencia, el desconocido podía ser un vendedor de biblias o de seguros de vida, de esos que dicen traer un mensaje muy importante sólo para ti. Bien visto, era un ser realmente inofensivo: bajito, delgado, de rostro carcomido. Sin embargo, temeroso de alguna reacción inesperada si lo rechazaba, lo dejé continuar.

—Es preciso que entienda que no vine a cambiar su vida ni a transformar en modo alguno su destino —era como si me estuviera leyendo el pensamiento—, pero su última voluntad, poco antes de entrar en coma, fue que viniera a verlo y le dijera que usted, ahora, en este preciso momento, no es más que un recuerdo.

Yo lo miré de un modo tan desconcertante que el extraño me tocó el brazo como para tranquilizarme. El contacto con aquella mano cetrina, pequeña, casi infantil, me provocó un súbito desasosiego, un escalofrío, como si de algún modo aquella presencia no debiera estar ahí.

—Intentaré explicarme —prosiguió al tiempo que encendía un cigarrillo y aspiraba la primera bocanada con fruición— ¡Ah... estas cosas no se permiten en el hospital...! A veces los más pequeños placeres son lo único que recordamos.

Hurgó en los bolsillos interiores de la gabardina hasta que saco un papel cuidadosamente doblado.

—Usted me pidió que le entregara esto.

Extendí el papel. Inexplicablemente reconocí, en aquellos garabatos, mi propia tetra. Leí entre dientes:

Nada nos impide pensar que sólo somos recuerdos. Alguien, más allá del tiempo, recuerda minuciosamente cada uno de nuestros actos, y éstos, suponemos, conforman nuestra vida actual. He pensado en esta hipótesis en apariencia trasnochada y he llegado a la conclusión de que no soy sino vaga memoria. Mi presente, el presente, es ilusorio y su naturaleza se escapa a cada instante. Si recupero un fragmento de mi infancia, si de pronto se aparece en mi memoria una imagen de mi pasado, de alguna forma la estoy volviendo a vivir. Basta con rememorar un sólo acontecimiento para que todo vuelva a suceder puntualmente. Hoy soy sólo memoria y mis acciones son tan definitivas como lo fueron los hechos del pasado. Un día recordare las frases que hoy escribo, un día volveré a leerlas y recordaré el estupor, la humillación que ahora siento al darme cuenta de que soy sólo recuerdo... Nada ha sido: el pasado, como el futuro, se adivinan.


Todo a mi alrededor parecía difuminarse, disolverse lentamente, como un filme a punto de quemarse en un cine vacío.

—No entiendo... —me quedé pensando unos segundos hasta que acerté a formular una pregunta: si yo soy sólo un recuerdo y si esto no es real, ¿cómo es que usted está aquí?

—Yo también soy el recuerdo de alguien que rememora nuestro encuentro. Usted mismo lo escribió en ese papelito: a veces nos es dado cambiar un evento de nuestro pasado, modificarlo. Ahora mismo, por ejemplo, dentro de muchos años, estoy en la misma habitación de hospital en la que usted se encuentra conectado a un aparato que lo mantiene con vida, concentrándome, recordándome tal y como era en el pasado, más o menos por estas fechas, buscando un posible encuentro y sólo he podido dar con usted, amigo mío, en esta cafetería, a estas horas de la madrugada, en este islote solitario del tiempo. En el intrincado laberinto de los días pasados y por venir, usted y yo sólo podíamos coincidir hoy, aquí, a estas horas.

Lo miré con desconfianza y casi con espanto.

—Todo esto es parte de un experimento —prosiguió con un tono que trataba de ser tranquilizador y que en realidad se volvía cada vez más inquietante—. Usted y yo, en el futuro, hemos logrado sumergirnos en nuestra memoria, accediendo a instantes perdidos, tratando de recuperar un poco de lo que hemos dejado atrás para siempre, como este cigarrillo, o el sabor del café: placeres que ya nos han sido vedados. Entre todos los avatares posibles de nuestra existencia, éste era el único momento en que podíamos encontrarnos… —guardó silencio unos segundos y continuó hablando de manera hipnótica—. Dentro de unos meses sucederán cosas muy importantes en su vida, cosas tan trascendentales, que toda esta conversación será olvidada, como si nunca hubiese sucedido esta noche.

—Pero entonces, ¿qué caso tiene todo esto?

—Esto es sólo un ensayo, se lo repito. Quería hacer contacto, eso es todo. Digamos que usted ha hecho lo mismo por mí y que yo le debo este encuentro. Si usted ahora, en el recuerdo, no me cree, es su problema —fumó una larga y profunda bocanada de su cigarro y prosiguió—. Esa mujer en la que tanto piensa ahora, Cristina, no debe dejarla ir.

Un escalofrío intenso recorrió mi espalda al escuchar el nombre de una mujer de la que estaba irremediablemente enamorado y que no podía quitarme de la cabeza. Sabía de memoria su teléfono, pero el miedo al rechazo me impedía llamarla.

—No desperdicie así su vida —me dijo el extraño en tono tranquilizador. Lo que pierda ahora reaparecerá dentro de muchos años bajo la forma de la nostalgia, de lo que nunca fue, sólo para decirle que perdió el tiempo de una manera miserable y que terminó por arruinar su vida. La decisión que tomó usted… perdón… que está a punto de tomar: quedarse solo, no hacer esa llamada, no lo llevará a nada bueno. Dentro de unos años se arrepentirá, pero ya habrá sido demasiado tarde. Le esperan días vacíos, continuas inmersiones en el caos del alcohol, la soledad, las drogas. La secuencia de acontecimientos que se desatará a partir de la decisión de no llamarla lo conducirá a un destino terrible. Omito los detalles porque espero que nada de lo que sé que le ha pasado llegue nunca a sucederle, que usted y yo no volvamos a encontrarnos, que nunca exista ese fragmento del futuro donde dos ancianos intentan cambiar sus vidas en un hospital deprimente.

—Pero si usted puede venir a decirme esto —intenté razonar—, ¿por qué no puedo venir a decírmelo yo mismo?

—Porque, le repito, usted ha entrado en coma. Ahora mismo se encuentra en el ala de los enfermos terminales. Su mente ya está demasiado lejos como para aventurarse en el pasado. Le repito: yo sólo le estoy devolviendo un favor. Gracias a usted mi vida ha cambiado por completo.

Guardamos silencio unos instantes. El extraño apagó su cigarrillo en el cenicero y después de ver la hora en su reloj de pulsera, se incorporó lentamente, se alisó el cuello de la gabardina, hizo un gesto de despedida y desapareció tras la puerta del café bajo la lluvia de la madrugada.

Las cosas a mi alrededor: las tazas, los platos, los otros comensales, las meseras, la calle afuera, adquirieron una extraña cualidad casi fantasmal. De pronto pensé que la ciudad, el mundo mismo, no eran sino el recuerdo de miles, millones de personas que echan a andar el presente. Ser un recuerdo, un evento que ha ocurrido en el pasado me pareció tan desconcertante como ser un sueño, un fantasma, una ilusión. Yo estaba atrapado en un recuerdo increíblemente detallado: podía ver el lunar en el cuello de la mesera, o las venas azulosas que comenzaban a insinuarse en el dorso de mi mano, o las gotas de la lluvia que brillaban en el ventanal del café y que eran una especie de firmamento en miniatura. Yo mismo no era sino apenas unas cuantas moléculas atrapadas en la memoria de un anciano moribundo.


Al salir de ahí la noche era infinita y densa. A esas horas la ciudad estaba en ruinas. Cuando llegué a mi departamento encontré la cama revuelta, los libros tirados en el piso. Sobre la mesa había un plato repleto de colillas, una taza de café frío y media botella de whisky. El teléfono, descolgado, emitía lejanos zumbidos de insecto. Llamé en voz alta, con la angustia de quien pregunta por un fantasma. No había más que polvo acumulado. Nadie. De pronto sentí que el Vacío flotaba a mi alrededor. Me sentí observado. En la penumbra de una de las habitaciones me encontré con un hombre de cabellos revueltos y mirada enloquecida. Traté de sofocar un gemido de angustia. Era un espejo. Todo comenzó a girar a mi alrededor… luego me desvanecí y caí al piso.


Desperté horas después con todos los síntomas de una profunda resaca. Volví a leer el papelito que me había dado el extraño. Repetí la última frase escrita por mí en un futuro que no podía permitir que sucediera: Nada ha sido: el pasado, como el futuro, se adivinan… Lo rompí en minuciosos pedacitos y les prendí fuego en el cenicero. Miré las calles muertas al amanecer, las calles desvanecidas y huecas, las calles sin nadie, naturalezas muertas… A lo lejos, emergiendo entre los volcanes, el sol iba saliendo como un párpado que se abre lentamente. Tomé el teléfono, marqué el número con manos temblorosas. Una voz adormecida me contestó al otro lado de la línea. Era Cristina.

Mientras la escuchaba sonreí al ver cómo ardían lentamente los restos de la carta que había recibido del futuro.