Material de Lectura

VI

 

Reflexionar a partir de simetrías —fijando afirmaciones o negaciones iguales o parecidas pero contrapuestas, como si las unas fuesen la imagen de las otras en un espejo— a menudo confunde. Comprometerse con tales búsquedas tiende a imponer de modo mecánico paralelismos distorsionadores, cuando no fantasiosos. Además, las simetrías tienden a hacernos desatender los procesos graduales, las interacciones complejas y, por supuesto, los matices pequeños pero decisivos. No obstante, las simetrías no conducen sólo por el mal camino. Con las debidas cautelas ayudan. Hasta en ocasiones sugieren los siguientes pasos de una indagación. Aprovechando esa posibilidad defenderé los usos porosos de la razón o razón porosa como alternativa a los vértigos simplificadores que produce la razón arrogante.

Así, en lugar de la ansiedad de adherirse con que trabaja la razón arrogante —de convertirnos en arrimados a una pertenencia o posición que da prestigio—, probemos con alguna opción. Propongo con razón porosa apelar al procedimiento de recobrarnos como animales conflictivamente herederos. Se trata, pues, de asumirnos como quienes somos. Porque no podemos hacer nada mejor que cada vez volver a comenzar con nosotros mismos en donde estamos: con las necesidades, los deseos, las creencias, las normas, los valores, las teorías, las técnicas, las prácticas de nuestras diversas herencias culturales que a menudo se encuentran en conflicto. Por ejemplo, en América Latina de seguro no es inútil enfrentar de esta manera los vicios coloniales para evitarlos. Cuidado: respecto de ese procedimiento conviene no desatender el uso de la palabra "situación" como opuesto a la de "contexto más o menos cerrado por hábitos y otras prácticas rutinarias". Ninguna situación y, así, ninguna herencia cultural —que es una sucesión de situaciones entrelazadas a lo largo del tiempo— se hallan clausuradas si no lo decidimos. Tampoco quienes somos, en cuanto proseguimos siendo, es una historia que ya acabó: un destino fijo, porque una dimensión ineludible del animal humano es la de ser agente.

Precisamente por eso en relación con la razón porosa hay que sustituir ese procedimiento de la razón arrogante, apoyarse desdeñando, por ese otro procedimiento que resulta tan trabajoso de ejercer pero que fragmentariamente a cada paso no podemos evitar: recobrarse como animales también sensibles a la autoridad de las razones, de los argumentos. Por supuesto, desde el comienzo de esta reflexión no hemos intentado hacer otra cosa. Porque hasta al enfrentarse con buenas normalizaciones, las personas se topan con algún aspecto de la autoridad de su herencia cultural, y la ponen a prueba. De ahí que no seamos meros animales herederos sino animales conflictivamente herederos: animales que saben usar de diferente manera sus herencias e incluso que, a veces, con argumentos saben rechazarlas —sin exceptuar el rechazo a herencias de sufrimientos equivocados—. ¿Cómo? Por lo pronto, las razones y los argumentos con que en ocasiones se responde a los problemas normales y anormales no valen porque se participe de cierta herencia cultural. Por el contrario, cada persona tiene que tomar distancia de sus herencias y de su yo singularísimo para, en lo posible, dejar a un lado los deseos, los intereses, y descubrir las razones, los argumentos con los que cualquier persona podría estar de acuerdo, al menos hipotéticamente. Se conoce: una propiedad que distingue la autoridad de las razones y de los argumentos del particularismo propio de la autoridad de las herencias culturales es su presunción de universalidad. No obstante, esa presunción a menudo no se cumple. Los argumentos se sesgan: a cada paso se envician de múltiples maneras. Además, pese a las correcciones o sustituciones, no existe una garantía última que regule y apoye los esfuerzos de quien argumenta. Sólo contamos con una sensibilidad frágil, adquirida en la experiencia, y que se entrena en las mismas prácticas de argumentar si es que éstas alimentan la capacidad de juicio. De ahí que para saber, por decirlo así, dónde pisamos, no sea inútil respecto de un grupo social al que dirigimos argumentos, una investigación en psicología empírica que informe cuán sensibles son los miembros de ese grupo a los argumentos y a qué argumentos.

Al mismo tiempo debemos procurar combatir de frente ese otro procedimiento tan seductor de la razón arrogante: el blindaje. Hay que evitar amurallarnos frente a los argumentos no colaboradores que traen consigo contrapropuestas, pero también de endurecerse frente al miedo a ser refutados. Al menos, se trata de dejar de sentirse arropados por ese miedo. Así, de vez en cuando, más que agobiarse con ciertos deseos, creencias, argumentos, conviene apelar a un arte que se mencionó al comienzo de esta reflexión: el arte de interrumpirse. Ejerciéndolo, nos damos tiempo de reexaminar, por ejemplo, deseos y emociones pero también cierto argüir e indagar si no nos hemos enredado —como ha sucedido en el pasado y sucederá en el futuro— en esquemas o mecanismos falaces u otros engaños. Además, los animales humanos tienen en principio, como todos los animales, la tendencia a persistir en sus creencias y hábitos heredados. Por desgracia, a menudo esa persistencia se vuelve viciosa, por ejemplo, hace que en lugar de atender las palabras del interlocutor —sus objeciones, sus demandas, sus reclamos, sus reproches—, sólo se usen esas palabras para confirmar prerrechazos o preaceptaciones. De ahí el valor del arte de interrumpirse para recobrar —no cada vez pero sí de vez en cuando— esa posición que estruendosamente consiste en una no posición y, así, en una alternativa a los blindajes: la perspectiva de la extrañeza. Éste es un procedimiento más de la razón porosa.

He aquí, pues, un esbozo de una razón permeable a los materiales más diversos no sólo de las ciencias naturales y sociales, sino también de las tecnologías y de los problemas y argumentos morales, políticos, estéticos. Por lo tanto, después de todo, ¿se trata, pues, de defender una forma de naturalismo y hasta quizá de lo que a veces se denomina "filosofía experimental"? Claro que sí, cuando se entienden esas palabras no para cerrar puertas sino para abrirlas. (Se conoce que vivir en cualquier encierro, físico o mental, es peligroso porque acaba haciéndonos creer que la casa no está en llamas cuando lo está.)

Entonces, si no me equivoco, usadas con corrección, palabras como "naturalismo" y "filosofía experimental" antes que hacer referencia a determinadas teorías, deben articular una actitud: aquella que invita a indagar qué aportes ofrecen los saberes científicos del presente para afrontar los problemas que preocupan y, no pocas veces, acosan. Subrayo el valor de tal actitud pues desvaría quien hace pacto con la ignorancia y no quiere aprender. Pero no sólo se trata de aprender de los saberes de las ciencias y las técnicas, de la moral, la política y las artes. Porque —repito— una razón porosa es también hospitalaria a las experiencias y prácticas más pasajeras de la vida: a sus deseos, emociones, planes, metáforas, versos. Incluso su porosidad le da permiso a demorarse en torno a vivencias singularísimas.

Por eso, con razón porosa, adoptando la perspectiva de la extrañeza a veces hay que volverse a preguntar: ¿qué pasa conmigo y con nosotros cuando no asumo o asumo de ésta o aquella manera las informaciones de las ciencias naturales, de las ciencias sociales, las normas de la moral, de la política, o las invitaciones de las artes? ¿Qué pasa si no respondo a tal o cual pregunta o desafío de mi vida? ¿Qué pasa cuando me oculto detrás de palabras que no menos engañan porque son populares en algún ámbito de la teoría o de la práctica?