Material de Lectura

 

Por lo pronto, además de enlistar ejemplos de lo que es común considerar como buenos problemas normales, pongo a prueba indicios que quizá sirvan para más o menos identificarlos —caracterizarlos, analizarlos, detectarlos…— (No se busca, entonces, disponer de condiciones necesarias y suficientes para contrastar entre problemas normales y anormales, apenas recoger indicios: señales que permitan reflexionar que, gruesamente, solemos estar frente a diversos problemas y argumentos.) Atendamos, pues, formulaciones de buenos problemas normales:

a) ¿Cuál es el valor de x en la ecuación x2 + 2 = 6?

b) Los daños en el cerebelo, ¿tienen algún efecto en la memoria?

c) Dadas las condiciones en que fue negociada la deuda externa, el 30 por ciento de los funcionarios públicos debe ser despedido. ¿Cómo se debe implementar esa medida?

d) Los compañeros de célula me han honrando eligiéndome para poner una bomba que debe explotar a las 7.30 de la mañana en la Universidad. Todavía me encuentro en la carretera y son las 5.30. ¿Qué camino debo elegir para no fallar en mi misión?

e) ¿Tiene el Quijote influencias árabes como parece sugerir Cervantes?

Se caracteriza a estos problemas como buenos problemas normales porque se dejan situar —porque hábitos comunes y otras prácticas rutinarias los sitúan— en contextos teóricos o prácticos más o menos delimitados. A su vez, quien quiera darles una buena respuesta normal debe también situarse en tales contextos —asumir tales prácticas…—, aceptado, pues, compartir sus límites y hasta su estructura. A menudo esas respuestas incluirán argumentos normales. Por ejemplo, los problemas a) y b) pertenecen a contextos teóricos o, más específicamente, científicos: el de las matemáticas y el de la neurofisiología. Respecto a los problemas c) y d), se trata de contextos técnicos que se encuentran explícitamente dados en su reconocible formulación. En cuanto al problema e), es como el problema b), un problema empírico. Claro que no todos los problemas normales son científicos y técnicos. Por ejemplo, sería pomposo considerar que es un problema científico averiguar en qué calle se encuentra cierto cine, o un problema técnico calcular cuánto tiempo nos tomará ir de nuestra casa a ese cine. No obstante, en ambos casos estamos frente a problemas que se dejan reconstruir como pertenecientes a cierto tipo muy común de los problemas científicos o a cierto tipo no menos común de los problemas técnicos. Anotemos, pues, este primer indicio:

Si un problema se considera normal, se plantea en un contexto particular que hábitos y otras prácticas rutinarias lo han articulado y lo han vuelto más o menos cerrado como perteneciente a ciertos contextos. Tales contextos se dan en la misma formulación del problema normal, o a partir de la formulación del problema normal esos contextos se pueden reconstruir con relativa facilidad.

De esta manera, los contextos que conforman o presuponen los problemas normales en principio adelantan los tipos de herramientas que se necesitan para responderlos. Así, en esos casos, el contexto del problema, dado o reconstruido, orienta respuestas que se consideran normales —incluyendo las malas respuestas normales—. Sin embargo, ¿qué significa afirmar, por ejemplo, que un contexto "orienta respuestas"? Para responder anotemos un segundo indicio:

Las respuestas normales, —incluyendo las respuestas explícitamente respaldadas en argumentos normales—, a un problema normal en alguna medida están predeterminadas por las prácticas rutinarias en el contexto en que se plantea ese problema normal.

Respecto de una ecuación que se quiere resolver, el contexto de las matemáticas predetermina que un número natural sería una respuesta con sentido —una respuesta normal— al problema a), aunque sólo el número 2 es una respuesta correcta. En cambio, se estaría ofreciendo una mala respuesta anormal —una respuesta sin sentido— si en esa ecuación se sustituyese con extravagancia la variable x por una narración o una norma moral. Algo análogo puede indicarse en relación con los problemas b) y e) acerca del vínculo entre el cerebelo y la memoria, o sobre posibles influencias árabes en el Quijote. Claro, en estos casos, las respuestas involucran comprobaciones empíricas más o menos complejas, productos de la neurofisiología o de la filología histórica. A su vez, en la formulación de los problemas c) y d) se predetermina que las respuestas normales tendrán que encontrarse en contextos que actualizan un esquema medio-fin: contextos en los que se calculan los despidos que será necesario hacer o los medios para realizar la misión a que se ha comprometido el militante político del ejemplo d).

Por eso, respecto de los problemas normales anotemos todavía un tercer indicio:

A menudo para solucionar problemas normales suelen necesitarse habilidades especiales.

Claramente, quien procure solucionar los problemas científicos a), b) y e) necesita conocimientos de las matemáticas, de la neurofisiología o de la filología. Respecto de los problemas técnicos c) y d), se tendrá que apelar a usos del esquema medio-fin que con frecuencia, aunque no en estos casos, exigen saberes complicados. Sin embargo, ¿qué sucede con los aparentes o reales contraejemplos característicos de los problemas normales: con los problemas que podemos calificar de "anormales"? Ante todo conviene considerar ejemplos más o menos paralelos a los ya aceptados como problemas normales. Son los siguientes.

a') ¿Qué es un número?

b') ¿Cuáles son las relaciones entre la mente y el cuerpo?

c') ¿Deben aceptarse las condiciones que nos han impuesto para negociar nuestra deuda externa?

d') ¿Debo cumplir con la misión de poner una bomba en la Universidad?

e') ¿Por qué es el Quijote una novela admirable?

En esta lista importa distinguir dos formas de anormalidad tanto respecto de los problemas como de los argumentos.

Ejemplos de problemas con una anormalidad de primer grado o problemas anómalos son problemas como los planteados con las preguntas c'), d') y e'), problemas, pues, políticos, morales y estéticos. Son problemas que, apenas se complican un poco, nuestros hábitos tienen dificultades para articular en contextos estables que más o menos predeterminen las posibles respuestas con sentido. En relación con esta descripción —o de otras más o menos equivalentes— acerca de en qué consiste un problema anómalo, resulta útil observar cómo en lo que atañe a tales problemas a menudo no se cumplen los indicios anotados en relación con los problemas normales.

Para atender mejor estos problemas tal vez podría oponerse el uso de la palabra "situación", al de "contexto". ¿Por qué? En el uso de la palabra "contexto" del primer indicio de los problemas normales, quien se halla en un contexto más o menos conoce sus límites y su estructura: sus hábitos, sus prácticas rutinarias, le permiten conocer qué pertenece y qué no pertenece al contexto. Por ejemplo, los contextos en que se plantean los problemas a'), b'), c'), d') y e') en circunstancias comunes en alguna medida anticipan el tipo de conocimientos científicos y técnicos que hacen falta para enfrentar esos problemas. En cambio, cuando oponemos contexto a situación, con la palabra "situación" hacemos referencia a un espacio social subdeterminado y, por lo tanto, sin límites más o menos definidos, que la persona misma como agente tiene en parte que reconstruir y, en parte, explorar y construir.

Así, puesto que cada agente o grupo de agentes debe descubrir qué pertenece a su situación y qué no, en contra del segundo indicio de los problemas normales hay que defender que los deseos, creencias, emociones, intereses de los agentes en alguna medida construyen y modifican la situación y, al menos parcialmente, su sentido. Por ejemplo, en relación con el problema político c), los agentes —individuales o colectivos— podrán argumentar en los términos de la negociación impuesta sobre la deuda externa del país, o tal vez modifiquen esos términos, o acaso ofrezcan argumentos para negarse a llevar a cabo una negociación y propongan una moratoria aduciendo que en tales circunstancias usar la palabra "deuda" es un abuso; en este último caso, quizá se razone: de algún modo —por ejemplo, habiendo aceptado intereses desmesurados como resultado de negociaciones injustas— ya se ha pagado con creces lo que se debía. Por eso, a diferencia de una argumentación técnica, no pocas discusiones políticas carecen de límites ya trazados por prácticas rutinarias.

Los debates morales también suelen ignorar tales límites. Puede ser que el mismo agente del ejemplo d') —el militante político con su bomba—, llegue a esta conclusión movido por deseos, emociones encontradas y reflexiones que le hacen resistir describirse como inmerso en un contexto estrechamente técnico. Tal vez él mismo se pregunte si no se halla en una situación en la que tiene que afrontar problemas y argumentos morales. ¿Como cuáles, y por qué?

Imaginemos que ese militante al dirigirse a colocar la bomba en un rincón de la Universidad se topa con estudiantes desmañanados que van a tomar sus clases. Quizá los mire a la cara y eso lo afecte, le produzca turbación, cierta creciente inquietud al reconocer muchachas y muchachos como él: con anhelos e intereses que valen tanto la pena de satisfacerse como los suyos. Supongamos, entonces, que nuestro militante, en lugar de proseguir razonando como si se encontrase en un contexto nada más que técnico, duda. Esos rostros todavía perdidos en sus ensoñaciones invaden su mente. Más todavía, lo obligan a relacionar sus creencias de tal modo que lo fuerzan a esbozarse preguntas como: "¿Varios de esos muchachos en otras circunstancias no serían mis amigos y hasta me alegraría de participar de sus planes? Quizá de conocerlas, ¿no me enamoraría de una de esas muchachas?" (No pocas veces lo que nos intranquiliza y estimula, y hasta cambia el horizonte, comienza de modo inesperado.)

Por supuesto, a este militante político no han dejado de repetirle aquello que lo separa del resto: de la demás gente. Sin embargo, las personas son animales también sensibles a la autoridad de las razones, de los argumentos. De ahí que a veces no podamos evadirnos de algunas preguntas críticas. Por eso, no es imposible que ese militante se formule una pregunta de verdad como: "¿Es tan honda la diferencia entre nosotros y los otros o apenas una diferencia política que el curso de los acontecimientos tarde o temprano hará nula?" Tal vez a este militante hasta le inquiete una pregunta de evaluación como: "¿Vale la pena pagar el precio de tanta destrucción para no traicionar a mis compañeros de célula y no escurrirme como un… cobarde?"

Notoriamente, quien sospecha que se encuentra en una situación con problemas morales, al sentirse afectado de varias maneras por las otras personas, puede reexplorar la situación sin describirla con el lenguaje —quizá ruin— que en algún momento aceptó o le hicieron aceptar. En esas circunstancias, a veces poco a poco o de pronto se produce una liberación de ciertas palabras aplastantes, envilecedoras (esas muchas palabras que estrangulan). Así, en el ejemplo d), nuestro militante tal vez redescriba la situación que enfrenta sin atenderla a partir de palabras como "traición" o "cobardía". Por supuesto, esas palabras lo harían regresar al contexto técnico en que narraba la propia historia en términos de fidelidades a un grupo, a una causa, y desprecio y hasta odio a todo lo demás. Si este militante lograse escapar al poder de tal lenguaje y a las descripciones de situaciones y prácticas que éste postula, quizá tarde o temprano acabe formulándose una pregunta de comprensión como: ¿comprendo genuinamente la situación en que me encuentro?, ¿comprendo sus ramificaciones?, ¿comprendo en quién me estoy convirtiendo cuando decido y actúo de ésta o de aquella manera?

Supongamos que esas plagas, los entusiasmos disciplinados, a este militante no le bloquean las respuestas a preguntas críticas como éstas. Por supuesto, se trata de una suposición psicológicamente difícil de respaldar puesto que a menudo acabamos también siendo fanáticos de nosotros mismos, y para reafirmar tal miseria, la condecoramos con la palabra "autenticidad". Pero imaginemos un caso afortunado: que tal militante continuará explorando lo que acaba de entrever. Entonces, es posible que ese militante descubra que sus deseos, planes y misiones —como todos los deseos, planes y misiones—, si quieren conservar su posibilidad de no cerrarse ante la vida, poseen restricciones. ¿Cuáles?

Recordemos que somos animales conflictivamente herederos. Tal vez fragmentos de herencias culturales que andan por ahí tan extrañas como "Cada persona es un fin en sí mismo" provoquen grietas en las convicciones de nuestro militante. O lo asalten sospechas y se indique: "Quizá ninguna persona tiene precio, pero cada una tiene dignidad". De seguro, estos pensamientos rebotarán en su mente como descabellados, pero tal vez dejen rastros. En ocasiones propicias, esos rastros quizá hagan oscilar sus intereses o incluso conduzcan su atención en una dirección diferente de la acostumbrada: lo inviten a tomar en cuenta otros deseos, otras creencias, otras emociones, nuevos modos de revisar las experiencias pasadas que, aunque tal vez nuestro militante no se decida a dejar del todo de lado, ya han perdido su carga de sobrentendido inapelable.

La lección es general: tal como quiero usar en esta reflexión las palabras "contexto" y "situación", en una situación, a diferencia de un contexto, no se predetermina el sentido ni del problema ni de las respuestas que, por lo demás, a veces suelen encaminarse en direcciones inesperadas. En lo que concierne a los problemas políticos, esa apertura argumental o, lo que es lo mismo, esta anormalidad de primer grado o anomalía, ¿acaso no es una virtud bienvenida en las democracias: bienvenida porque vivificadora?

Por otra parte, en contra del tercer indicio de los problemas normales, se supone que cada persona puede tratarlos, digamos, es capaz de ofrecer argumentos, por ejemplo, respecto de los problemas políticos y morales, y tal vez estéticos, sin habilidades particulares, sólo contando con la socialización recibida; claro, sin descartar mucho trabajo de improvisación.

Convengamos ya, pues, que muchos problemas políticos, morales y estéticos con frecuencia son problemas anormales en el sentido de anómalos: problemas que no se ubican en contextos más o menos predelimitados. Por eso, sus respuestas carecen de antemano de reglamentaciones relativamente definidas: son problemas que se discuten en situaciones cuyos límites a menudo se conforman en la práctica misma.

No obstante, tal vez se ahonda todavía más en la perspectiva de la extrañeza cuando se formulan preguntas como a) y b) acerca de la naturaleza de los números y de las relaciones entre la mente y el cuerpo. ¿Acaso son preguntas sin sentido o mal planteadas? De seguro que no lo son. Sin embargo, en estos casos no sólo abstraemos de contextos más o menos determinados —como no lo hacemos en relación con los problemas normales—, sino que también abstraemos de situaciones subdeterminadas pero particulares —como no lo hacemos respecto de los problemas anormales de primer grado o anómalos—. Estamos, pues, ante problemas anormales de segundo grado, o extraños. Por ejemplo, a veces se explicita la pregunta a) como: ¿acaso son los números entidades objetivas de algún tipo raro, o convenciones relativamente arbitrarias, o construcciones que teniendo en cuenta prácticas humanas elementales descubren su necesidad? A su vez, suele elaborarse la pregunta b) indicando que es común que nos atribuyamos y atribuyamos predicados físicos con los que hacemos referencia a un cuerpo y a ciertos estados, por ejemplo, cerebrales y, a la vez, no menos común es que en primera persona nos atribuyamos y atribuyamos deseos, creencias, emociones con predicados mentales. De ahí que cuando formulamos la pregunta b) a menudo preocupe cómo se relacionan ambas predicaciones. Por ejemplo, ¿es posible hacer desaparecer aquello a que refiere o parece referir el segundo tipo de predicados, los predicados mentales, como diferente —sustancialmente diferente— de aquello a que se hace referencia con el primero, con los predicados físicos?

Por supuesto, en alguna relación —en alguna relación bien compleja— con los problemas políticos, morales y estéticos del tipo c), d) y e) podemos formular problemas análogamente extraños como: ¿qué concepto de justicia se presupone cuando se abordan ciertas negociaciones políticas?, ¿debemos aceptar tal concepto? ¿Por qué se deben cumplir las promesas?; además, ¿cuándo se está justificado en romper con una promesa? Y, ¿a qué tipo de razones apelamos, si es que apelamos a razones, para evaluar una obra de arte?

Entonces, de manera un tanto retorcida, poco a poco hemos rodeado —apenas rodeado, no exageremos— esa vieja y persistente y ramificada perspectiva de la extrañeza que al parecer es tan característica de los problemas que, según Kant, la razón no puede solucionar ni dejar de plantearse. Por otra parte, como animales conflictivamente herederos bajo ese tipo de dificultades no sólo subsumimos problemas como los anotados. La extrañeza es promiscua. Apenas nos ponemos a meditar y tarde o temprano topamos con problemas tan extraños como qué me prueba que hay un mundo exterior, o si me enfrentan otras mentes, o la posible existencia o no existencia de la libertad, o cuál es el sentido de la vida, o de qué modo somos agentes tanto prácticos como epistémicos, o si el creer que actuamos es una ficción, o por qué los amigos son un bien precioso, o qué formas asumen la dominación y la barbarie.

Me he arriesgado, pues, a respaldar la siguiente —¿precipitada?— conjetura. O, más bien, estamos frente a un desafío o acaso ante una provocación en forma de conjetura:

Muchos problemas y argumentos que a menudo calificamos como "filosóficos" no sólo tienen una anormalidad de primer grado o anomalía, sino también una anormalidad de segundo grado o extrañeza.

Creer y, sobre todo, sentir que se está ante algo diferente de lo familiar o acostumbrado, frente a rarezas que me obligan a echar mano del arte de interrumpirse, inquieta. A veces la menor interrupción de la normalidad alarma. Hasta molestan mínimas desviaciones. ¡Cuánto más no escandalizará que se trate de problemas y argumentos con una anormalidad no sólo de primer grado, sino de segundo grado! De ahí que no sorprende comprobar que apenas se introdujo la posibilidad de un oficio que trabaja con asombros, no se haya desistido de la codiciosa intención de acabar con la perspectiva de la extrañeza. (Después de todo, tantas veces se hace como si la casa no estuviese en llamas, cuando lo está.) Pero, ¿de qué modo se quiere acabar con la extrañeza? Mi respuesta se limita a repasar —por desgracia, con demasiada rapidez— dos tipos de programas y varios vicios que intentan normalizar mal esa perspectiva y, así, eliminarla.