Material de Lectura

cristina-rivera-garza-5.jpg Cristina Rivera Garza

Escribir no es soledad



Nota introductoria
de Ignacio M. Sánchez Prado


Selección de la autora



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Nota introductoria


La obra de Cristina Rivera Garza constituye una de las instancias más originales e intensas de la literatura mexicana contemporánea. Nacida en Matamoros, Tamaulipas, en 1964, Rivera Garza es una de las figuras más importantes del medio literario en México y una de sus autoras más reconocidas en el ámbito nacional e internacional. La mayor parte de sus lectores la conoce desde su obra narrativa, gracias sobre todo al considerable éxito de Nadie me verá llorar (1999), cuya protagonista, Matilda Burgos, es uno de los personajes más multifacéticos en la historia de la novela mexicana. Nadie me verá llorar es notable porque combina el trabajo literario con una rigurosa investigación histórica, nacida de la tesis doctoral que, años después, culminaría también en un magnífico ensayo: La Castañeda. Narrativas dolientes desde el manicomio general México, 1910-1930 (2010). A partir de ahí, el tronco central de la escritura de Rivera Garza se ha desarrollado en novelas de gran complejidad, que intervienen con sutileza teórica y estética en los espacios que deciden figurar: la memoria poética de Amparo Dávila (La cresta de Ilión [2002]); la escritura (Lo anterior [2004]); la novela negra y la figura de Alejandra Pizarnik (La muerte me da [2007]); la fragmentación del sujeto y la percepción (Verde Shanghai [2011], que por cierto reescribe su temprano libro La guerra no importa [1991]); las densidades de los afectos (El mal de la taiga [2012]). Aunque su obra narrativa varía ampliamente en temas, el procedimiento central de Cristina Rivera Garza radica en lo que los formalistas rusos llamaban “extrañamiento” o “desfamiliarización”: la presentación de objetos y formas de lo cotidiano en versiones inesperadas, que sacuden la comodidad que el lector tiene frente a ellos. La historia en Nadie me verá llorar, las certezas de la novela policial en La muerte me da, la realidad misma en Verde Shanghai, son presentadas al lector de formas inesperadas, sorpresivas. No sólo cuestionan las expectativas y prejuicios del lector, sino que sus nuevas formas son intensas e iluminadoras, permiten observar perspectivas insospechadas en el mundo previo a la lectura de sus libros. Esta diversificación de la experiencia del mundo y de la cultura es característica no sólo de las novelas de Cristina Rivera Garza, sino también de sus volúmenes de cuentos —Ningún reloj cuenta esto (2002) y La frontera más distante (2008)— y de sus poemas —recogidos casi todos en Los textos del yo (2005) y Viriditas (2012)—. La seducción y complejidad de sus trabajos literarios han convertido a Rivera Garza en una de las autoras más discutidas por la crítica literaria, tanto periodística como académica, algo que se atestigua en el volumen Cristina Rivera Garza: ningún crítico cuenta esto (2010), coordinado por Oswaldo Estrada, que incluye un amplio repertorio de sus intérpretes.

El volumen que tiene el lector en las manos recoge dos textos que pertenecen a una producción menos conocida, pero absolutamente fundamental, del quehacer de Rivera Garza: el ensayo. La narrativa y poesía de esta autora tienen uno de sus cimientos fundamentales en el diverso y amplio trabajo teórico que ha desarrollado en sus artículos y ensayos. Recogidos en libros como El disco de Newton (2011), Dolerse. Textos desde un país herido (2011) y Los muertos indóciles. Necroescritura y desapropiación (2013), así como en su recién concluida columna semanal “La mano oblicua” (en el periódico Milenio) y en su blog “No hay tal lugar”, los ensayos de Rivera Garza la muestran como una de las muy pocas escritoras mexicanas que no recelan a la teoría. Se fundan en un amplio registro de líneas filosóficas y estéticas que se vuelven parte de la configuración activa de su obra. En la obra ensayística de Rivera Garza coinciden estudios y algunos autores de fuerte cariz teórico y experimental (como el norteamericano David Markson) con lecturas intensas de figuras centrales del pensamiento contemporáneo, como Gilíes Deleuze y Achille Mbembe. Aunque una discusión detallada de las ideas literarias y filosóficas de Rivera Garza excede el espacio que tengo aquí, conviene destacar que su obra está predicada, más que en ningún otro autor mexicano, al pensamiento crítico y al deseo de intervención en las estructuras del imaginario público, la política y la literatura misma. A pesar de su densidad estética, la obra de Rivera Garza no es un trabajo autorreferencial ni una defensa de la literatura pura, sino un descentramiento de aquellas formas de la escritura que normalizan ideologías y formas de pensamiento naturalizadas en la esfera pública, con el fin de entablar un diálogo crítico con los lectores hacia la renovación de las ideas que rigen a la sociedad. Así, creo, pueden abordarse los dos textos incluidos aquí. El primer ensayo “Breves vistas desde Pompeya. La producción del presente en 140 caracteres” interroga la manera en que el Twitter, una de las mayores disrupciones de la escritura en la época contemporánea, lleva a replantear la idea misma de la literatura, así como su papel en el pensamiento y enunciación de la contemporaneidad. El segundo texto, “Desapropiadamente: escribir con otros hoy”, plantea un cuestionamiento del “reino de lo propio” que subyace al mito liberal de autor como individuo, y propone pensar la escritura siguiendo la noción de comunidad que se encuentra en el centro de un grupo muy importante de filósofos contemporáneos (Giorgio Agamben, Jean-Luc Nancy y Jacques Ranciére, entre otros). Al suspender la resistencia a la teoría que caracteriza a mucha de la escritura y crítica literaria mexicanas de hoy en día, los dos ensayos aquí incluidos desafían al lector, en particular, y a la cultura mexicana y latinoamericana en general, a replantear de manera radical los paradigmas de escritura que han definido el quehacer intelectual por décadas. Sin adelantar en demasía, creo que el lector encontrará en los textos aquí incluidos no sólo una prosa magnífica y un pensamiento sólido y seductor, sino también un reto: confrontar las nociones de literatura que cada uno de nosotros tenemos con el fin de reformularlas y expandirlas.


Ignacio M. Sánchez Prado

 


 

Breves vistas desde Pompeya
La producción del presente en 140 caracteres


I. Una línea en el tiempo


En el mundo Twitter, TL sólo puede significar una cosa: la línea del tiempo (timeline). En efecto, en Twitter toda escritura conforma una línea de tiempo en continuo movimiento. O al revés: en Twitter, todo tiempo está hecho de escritura en su incesante aparecer y desaparecer. Luciérnaga de hoy. No hay tiempo sin escritura, ésa es la primera conclusión. No hay escritura que no sea, simultáneamente, tiempo que pasa. Así, sólo el esfuerzo de una escritura colectiva, incesantemente enunciada, constantemente acaecida, logra hacer posible lo posible: que el tiempo exista y, ya existiendo, que el tiempo pase.

El TL es, por supuesto, el conjunto de rectángulos llenos de frases de 140 caracteres que ocupa la pantalla y que, al aparecer, avanza, sólo para desaparecer otra vez. Creo haber mencionado ya la palabra luciérnaga antes. De arriba hacia abajo: escritura vertical. De la existencia dentro de los límites de la pantalla del presente a la semiexistencia en los registros del “ya fue”: escritura sinóptica. Pocas cosas nos recuerdan de manera tan punzante que lo propio del tiempo es pasar. Pocas cosas nos confirman lo que, por obvio, no deja de ser intrigante: ¿así que nosotros también desapareceremos?

El tuit se parece a muchas cosas que han existido en el pasado y que siguen sin duda existiendo en el ahora: el aforismo, el haiku, el poemínimo, la invención varia, la viñeta, la frase suelta, el versículo, la oración. La diferencia, sin embargo, es el medio. El tuit es escritura breve, ciertamente, pero es escritura en pantalla. Aún más: el tuit es escritura en tiempo real, ese constructo. Ya lo decía Walter Benjamín, el Ur-Cito escritor extremo, el transcrivener por excelencia, en el apartado 14 de sus Tesis de la filosofía de la historia (con apropiado epígrafe de Karl Kraus: la meta es el origen): en oposición al tiempo vacío y homogéneo de la ideología dominante, se encuentra el tiempo-ahora, un tiempo pleno que hace saltar, a través del momento de peligro que es toda cita, el continuum de la historia. Dice Benjamín cuando discurre sobre las maneras en que la moda “cita” el ropaje del pasado: “La moda husmea lo actual dondequiera que lo actual se mueva en la jungla de otrora”. Así el tuit: escritura en breve, como tanta otra, pero con y en y a través de la tecnología de hoy. Señalar las similitudes, un ejercicio encomiable respecto de un fenómeno tan reciente, no debe dejar de lado, sin embargo, las especificidades.

Un aforismo y un tuit pueden parecer lo mismo leídos sin contexto. Aunque en ambos casos se trata de textos de mínima brevedad, uno y otro encarnan maneras distintas de ver y representar el mundo a través de la escritura. La gran diferencia es, de nueva cuenta, el interfaz. Ya sobre el papel o la pantalla, el aforismo es por lo regular una estructura cerrada que se presenta como completa en sí mismo. Un tuit, en cambio, sólo puede existir dentro del fluir continuo del timeline. Siempre en conexión con otros, y siempre en el movimiento vertical y descendente que lo condena a un almacenamiento muy similar a la desaparición, tuitear es una forma de escritura colectiva que, con base en un sistema de yuxtaposiciones continuas, pone en crisis ciertas figuras básicas de la narrativa tradicional: desde la bifurcación que se asume como central entre el autor y narrador de un texto hasta la existencia o necesidad de un arco narrativo en el relato, pasando por la alguna vez sacrosanta idea de que la escritura es un ejercicio solitario. Pero éste es sólo uno de los ejemplos, y tal vez el más obvio, de las muchas maneras en que el uso creciente de la tecnología digital ha afectado y está afectando tanto el proceso como el significado cultural de una práctica que, vista dentro de contextos específicos, nunca es igual a sí misma.

Para ejemplos bastan dos botones. El trabajo, por una parte, de Graciela Romero, quien asegura en un tuit que “ya fue” es lo de hoy, y la escritura electrónica de Alberto Chimal (@albertochimal), quien ha hecho una delicia de los deslizamientos transversales de su Viajero del tiempo. El tiempo, pues, esa cosa que pasa, y en ambos sentidos del término: lo que acontece, sí, y lo que se va. El tiempo y su manera de estar, que es la escritura: tiempo medido, tiempo físico, tiempo con trazo. Tiempo con más acá. El tiempo que, por ser escritura, es imaginación.

Graciela Romero fue, antes que todo, @diamandina —su nombre de escritora de Twitter—. Recuerdo el primer tuit que le leí: “Me haces falta de sobra”. Recuerdo la manera en que la frase me hizo reír y, luego, reflexionar y, al final, volver a reír pero esta vez con conocimiento de causa: faltar y sobrar, dos verbos, y la frase que en otro contexto podría ser cliché: me haces falta. ¿Qué se dice en realidad cuando se dice “me haces falta de sobra”? Entre otras cosas se dice que la frase, aparentemente natural, es en realidad artificio puro. Se dice que las posibilidades de los juegos del lenguaje son infinitas y que, en el teclado preciso, esas posibilidades nacen del batir de alas de lo coloquial. Se dice que entre letra y letra se mece una inteligencia jocosa y crítica, atenta. Se dice, pues, que ahí hay escritura. Por eso la seguí leyendo. Y me hice su seguidora. Digo, parafraseándola, que leer a @diamandina es lo de hoy.

Alberto Chimal, por su parte, tiene ya una trayectoria como escritor de libros hechos en papel (prueba de que el TL acoge por igual a los inéditos que lo editados, faltaba más). Si la curiosidad mató al gato, a Alberto y a sus lectores la curiosidad nos mantiene vivos. Atento a las vicisitudes tecnológicas de hoy, Alberto no sólo hace de su cuenta de Twitter un canal de información activa y recurrente, sino que también la utiliza para crear. Prueba de ello son sus saludos matutinos y nocturnos —un ritual que ya marca el paso del tiempo en numerosas líneas del tiempo— y esos trayectos que emprende de cuando en cuando un Viajero que igual recurre a la cita docta que al guiño de la cultura popular.1

Es una declaración escandalosa y certera a la vez. La profirió, no hace mucho, Josefina Ludmer en un pequeño ensayo acerca de ciertos libros argentinos publicados recientemente. Dijo: “Estas escrituras no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción. Se instalan localmente y en una realidad cotidiana para 'fabricar presente' y ése es precisamente su sentido.”2 Por fortuna, aclaró que su concepto de “fabricar presente” venía íntimamente relacionado con una lectura de un ensayo de Tamara Kamenszain en el que la autora argumentaba acerca de cierta poesía argentina actual que “el testimonio es una prueba del presente y no un registro realista de lo que pasó”.3 Ése es el punto de partida de Ludmer. Y ése es el punto de partida aquí. Es inútil discutir si la escritura que se lleva a cabo en la plataforma electrónica conocida como Twitter es literatura o no. También es irrelevante, aunque ahí radica uno de sus puntos de interés, si es ficción o no. Lo que importa al leer el timeline por el que pasan, siempre en orden descendente, los rectángulos que contienen 140 caracteres que representan a la escritura en Twitter, es que éstos constituyen una prueba del presente. No son, como lo definiera Kamenszain, un registro realista de lo que acontece, pero constituyen una prueba del presente. Evidencia y práctica a la vez. Una producción de esa enunciación de la contemporaneidad que le preocupaba tanto a Gertrude Stein.


II. Tractatus logicus tuiterus


1. Digámoslo así: un tuit no produce sentido sino presente.
1.1 Un tuit no cuenta lo que pasó; constata que algo sucede.
1.1.1. Un tuit es lo que sucede.

1.2. Excepto por las palabras, nada ocurre mientras tuiteamos.
1.2.1. El presente del tuit es, desde antes, un presente mediado.
1.2.2. El presente del tuit es, desde antes, un readymade.
1.2.3. Frente a pantallas y teclado, los tuiteros participan de un presente ficticio.
1.2.3.1. Algo pasa: la ficción lo encubre. Nada pasa: el tuit lo descubre.
1.2.3.2. El tuitero es el mejor personaje de Sí Mismo.
1.2.4. El presente del tuit lo produce un cuerpo sentado.

1.3. Porque el presente del tuit es desde antes un readymade, no hay tuit sincero.
1.3.1. Todo tuit es, desde antes, inverosímil.
1.3.2. El tuit confesional es una contradicción en términos.
1.3.3. Nadie hace en realidad tuit tease.
1.3.4. Alterproducido y alterdirigido, el tuit va de afuera hacia afuera.
1.3.4.1. El tuit es una escena.

1.4. El presente del tuit, como el presente del tuitero, se basa en un principio de yuxtaposición y montaje.
1.4.1. El presente del tuit ocurre en la articulación aleatoria del TL.
1.4.1.1. Aun si el otro tuit es del mismo tuitero, un tuit requiere de otro para existir.
1.4.1.1.1. Todo tuit es eco.
1.4.1.1.2. Todo tuit es contacto.
1.4.1.1.3. Todo tuit es limbo.
1.4.1.2. Un tuit deviene tuit en su TL.
1.4.2. El presente del tuit está en la pantalla.

1.5. La función de borrar acentúa la consistencia efímera del presente del tuit.
1.5.1. El tuit es el presente más corto.
1.5.2. El tuit es el presente en su modo más precario.
1.5.2.1. Se necesita un gran esfuerzo colectivo para producirnos como el presente del tuit.
1.5.3. Borrar es lo propio del tuit.

1.6. Como las esporas, el tuit se reproduce a través de los retuits (RT) que lo diseminan de TL en TL.
1.6.1. De TL en TL, la reproducción esporádica del tuit es un proceso de encuadre y reencuadre.
1.6.2. La reproducción esporádica del tuit excluye su fusión con otro.
1.6.3. Esporádicamente también significa de cuando en cuando. Un tuit.

1.7. Twitter: sesión de escritura en vivo.
1.7.1. El Twitter es el jazz de la escritura.
1.7.2. Un tuit interpelado por otro: escritura en vivo
.1.7.2.1. Escrito hacia: el tuit.
1.7.2.2. Todo tuit es zigzag.
1.7.3. Una cadena de rápidas reacciones semánticas: el impulso nervioso del tuit.
1.7.4. Metonímicas operaciones mínimas: el tuit dialógico.
1.7.5. Ortografías errantes: las transformaciones sintácticas del tuit.

1.8. Caleidoscópico, proteico, colectivo, esporádico: el presente del tuit.

1.9. Mira: acaba de aparecer este tuit.


III. Breves mensajes desde Pompeya


Son varias las razones que explican mi reciente adicción al Twitter. Si he leído bien los ensayos teóricos acerca de este fenómeno de comunicación instantánea que se establece a través de mensajes escritos en no más de 140 caracteres, esas razones también son complejas. Todos los caminos parten esta vez de Pompeya, y no de Roma. Nuestra cuna no es ya más esa ciudad eterna donde las ruinas yacen, capa sobre capa, en un gesto de circular totalidad. Nuestra cuna es, aquí y ahora, esa otra ciudad petrificada en la gloria de un instante: Pompeya. Corte. Tajo. Interrupción.

Hubo, alguna vez, eso es cierto, un homo psychologicus. Se trataba de ese ser humano de las sociedades industriales que construyó gruesos muros para separar lo privado de lo público y proteger así una noción silenciosa y profunda, individual y estable, del yo. Porque tenía un secreto, el homo psychologicus inventó el psicoanálisis, por ejemplo. Tener un rico “mundo interior” y una “historia propia” fueron, en esa época, cosas de suyo importantes. Escribir largos libros laberínticos (libros, en este sentido, romanos) que llegaban, sin embargo, a un final bien establecido, no sólo era especial para el escritor que firmaba el relato con su nombre, desligando así al autor del narrador y del personaje, sino también para el lector que, en silencio, en otra habitación del mundo privado, recibiría el mensaje que lo alertaría sobre los recovecos propios. Se narraba, pues, para ser o porque se era alguien extraordinario. Se leía por igual cantidad de razones. Uno de los máximos representantes de ese mundo —francés, por cierto, y de apellido Mallarmé— llegó a argumentar que la vida existía para ser contada en un libro. A juzgar por el peso del papel, los libros eran objetos bastante engorrosos en esa época.

Pero el homo psychologicus, como se sabe, ya fue. En su lugar se ha ido formando, no del lento quehacer de la ruina romana, sino del imperioso instante de Pompeya, el homo technologicus: un ser poshumano que habita los espacios físicos y virtuales de las sociedades informáticas para quien el yo no es ni secreto ni una hondura ni mucho menos una interioridad, sino, por el contrario, una forma de visibilidad. Conectado siempre a digitalidades diversas, el technologicus escribe dentro de habitaciones transparentes bordeadas de pantallas y, de hecho, acompañado con frecuencia de gente. Ahí, pues, escribe esa vida que sólo existe para que aparezca inscrita en fragmentos de circulación constante en esa exterioridad —para usar un término vintage— conocida como soporte Web 2.0.

Se trata, en ambos casos, de escribir la vida. Pero en la iracunda competencia entre la ficción y la no-ficción (como nombran estas cosas en el ex imperio de Estados Unidos) la no-ficción va ganando, y por goliza. Una extraña pero sugerente combinación entre el culto a la personalidad y una noción alterdirigida del yo dentro de un régimen de visibilidad total ha provocado que cientos de miles de millones de seres poshumanos se lancen raudos y veloces a transmitir mensajes escritos sobre lo que les acontece en ese justo y pompéyico instante. Sin trama totalizadora ni objetivo teleológico alguno, esos pedazos de escritura cruzan el espacio cibernético sin otro fin más que el aparecer donde aparecen, es decir, frente a la vista legitimadora de su otro igual. Leer es, en efecto, una forma de constatar. No hay secreto.

Porque soy una DM (Digital Migrante), he llegado al Twitter con algunos años de atraso. Eso no le resta, sin embargo, ni intensidad ni placer a mi nueva tuitadicción. De mis alebrestadas exploraciones por esta Pompeya mexicana del siglo XXI rescato la diseminación horizontal de la información (me he enterado de más minucias culturales y políticas a través de la lectura y los subrayados de mi comunidad tuitera —desde los links de Alberto Chimal o Ernesto Priego a los comentarios de Yuri Herrera o Irma Gallo— que en cualquier otro medio); el ejercicio crítico del periodismo ciudadano (la información producida y propagada acerca del terremoto de Chile me basta como ejemplo); y sobre todo, las formas de escritura que responden con creces a la pregunta/abracadabra de todo tuit: ¿qué le está pasando (al lenguaje)?

Por malformaciones del oficio, busco escritura en todo lo que hago. Contra todo pronóstico eso también lo he encontrado en el tuit. Tengo la impresión, por ejemplo, de que a tuitescritores como @diamandina y @Frank_lozanodr (antes @franklozanodr) les importa escribir y aparecer en la pantalla, en ese orden. Más que informar sobre lo que les pasa (aunque lo hacen), estos dos escritores de Guadalajara (es lo más que pude colegir de sus sitios) escriben lo que le pasa al lenguaje. Sus textos nos permiten ser testigos de lo que sucede cuando Oulipo ha tomado el mando y la sociedad entera se atiene a la máxima de los 140 caracteres de extensión. Analizar con justicia lo que hacen me llevaría páginas enteras, pero anoto aquí la manera jocosa y deslumbrante en que ambos desensamblan el lenguaje popular, con frecuencia cambiando letras que convierten una palabra en varias más o reposicionando palabras dentro de una oración que se convierte, así entonces, en una oración ya desconocida. En su “Me haces falta de sobra”, de @diamandina, o en “Que-herida”, que aparece en este instante en mi pantalla dentro de una cajita horizontal firmada por @Frank_lozanodr, no sólo hay un profundo conocimiento de los giros cotidianos del lenguaje sino una lúdica subversión de la sintaxis y la ortografía que me indican que ahí hay escritura y, por lo tanto, pongo atención, implicándome. En un terreno que no alcanza a cubrir el aforismo pero al que no llega del todo el poemínimo, @diamandina escribe: “Desde 1998 te estaba esperando en 2010”, “El acto malabárico de poner en movimiento tantos celos al mismo tiempo”, “Reaccionaria: preferiría no preferir no hacerlo”, “Mis planes tienen una agilidad sorprendente para dar vuelta en bu”. De @Frank_lozanodr: “Recuerdas ese jardín. No lo tuvimos”. “Yo en realidad tengo una piedra en el corazón, y oídos sordos”. “Y rueda la piedra, gira en su pértiga sonámbula hasta su conversión en polvo”. Llevo días ya citándolos a la menor provocación y eso, válgame dios, voy a decir una reverenda barbaridad (cosa que se me da, a decir verdad), eso es algo que no hice ni siquiera con Tolstoi.


IV. Erotografías pompeyanas


La ortografía, como se sabe, es “la parte de la gramática normativa que fija las reglas para el uso de las letras y signos de puntuación en la escritura”. Otra fuente añade: “La ortografía se basa en la aceptación de una serie de convenciones por parte de la comunidad lingüística con el objetivo de mantener la unidad de la lengua escrita”. Lo que a mí me queda claro es que la ortografía es una convención dinámica y tensa, puesto que en el “fijar” de las reglas se asume que participan integrantes, acaso disímiles, de “la comunidad lingüística” También me queda claro que la lengua tiende a la dispersión y el no sé qué tan sano esparcimiento, puesto que se han creado organismos, tales como la Real Academia, para “mantener su unidad”.

No estoy muy segura del nivel de fiabilidad de mis fuentes (y aquí he de confesar que son fuentes wikipédicas) pero todo parece indicar que meterse con la ortografía no es un asunto menor. Más allá de una simple distracción o un analfabético devaneo, retar a la ortografía implica vérselas con las mismísimas fuerzas que mantienen a una lengua intacta. El mal ortógrafo puede bien ser un perfecto ignorante, pero mirado de otra forma, mirado desde los lentes del Twitter, también podría ser guerrillero de las fuerzas centrífugas de la lengua escrita. ¿Y para qué querríamos una lengua que, parafraseando lo que le dijo López Velarde a la Diamantina (Patria), fuera siempre fiel a Sí Misma?

Aclaro: no es éste un alegato en favor de las faltas de ortografía en general, aparezcan éstas sobre papel o sobre la pantalla. Lo que quiero hacer es sentar las bases para analizar uno de los métodos más comúnmente empleados por los tuitescritores de la Pompeya mexicana de inicios de siglo XXI cuando contestan a la pregunta “¿qué es lo que está pasando (con el lenguaje)?”.

Mi teoría es que, utilizando a la ortografía como un campo de acción, estos tuitescritores alteran tanto el significado de palabras específicas así como de frases completas —ya de extracción popular, ya de una cultura libresca— para producir visiones críticas y lúdicas del cotidiano de donde surgen. Así, desde las oficinas donde laboran o dentro de esas habitaciones para solos, los tuitescritores se las arreglan para producir la frase que, como el verso o el aforismo o el poemínimo cuando lo es, continúe constatando que, si es lenguaje, entonces no es natural ni inamovible ni pétreo. Si es lenguaje es lúdico. Si es lenguaje, en manos del teclado y en pantallas disímiles, pues entonces es política. Tal vez @Pelinni tenía razón cuando aseguraba que “Ustedes son geniales, pero tienen un empleo mediocre y una vida triste”, pero sin duda está en lo correcto cuando añade: “Ésa es la magia de Twitter”. Arqueólogos de significados apenas ocultos y malabaristas de la frase bien hecha, los tuitescritores son gente que ha aprendido bien, y para bien, el viejo adagio que reza que, sobre todo, hay que saber reírse de uno mismo.

Es interesante, sin duda, encontrarse en los laberintos de la Neopompeya con escritores que, utilizando más comúnmente el soporte de papel, hacen una transición limpia a la frase de 140 caracteres: de las traducciones de Aurelio Asiain (@aasiain), por ejemplo, a las elucubraciones bien hechas de Isaí Moreno (@isaimoreno); de los juegos de palabras que desde el otro lado del charco produce Jorge Harmodio (@harmodio) a los subrayados de Jordi Soler (@jsolerescritor). Es posible encontrar en Twitter lipogramas (Gael García publicó uno hace un tiempo, por ejemplo), palíndromos, ficciones súbitas, traducciones exactas, minificciones. También es interesante descubrir a esos otros tuitescritores que tal vez publican o no en papel, pero cuyo modo de escribir es, sobre todo, electrónico. Podrían pasar por ocurrencias o puntadas y, siéndolo, como lo podrían ser, todas estas frases de 140 caracteres o menos, son otra cosa: son escritura. Que la conciencia gramatical está ahí, activa y desafiante, antiautoritaria y nada pueril, me queda claro en entradas como la de @hiperkarma: “De ahora en adelante. Usaré Mayúsculas Cuando Hable”. Dándole RT a una frase de @mutante, @hiperkarma se hace eco de las trasgresiones ortográficas así: “No pienso poner ni una coma y dar así una libertad inusitada a la interpretación del texto escrito”. Fue ella quien, desde Monterrey, respondió crítica y justamente al anuncio mal redactado de Gandhi: “Si tu límite de lectura son 140 caracteres. Te vamos a hacer leer. / Si su puntuación es mala, les enseñaré a escribir”.

Sus métodos aparentan ser simples pero tienen, sin duda, su chiste. Van los más recurrentes: el cambio/sustitución de letras dentro de una palabra, primero y, después, la reubicación/reemplazamiento de una palabra por otra dentro de una frase. En ambos casos el fin (buscado o no) es producir una proliferación de significados que desnaturaliza, cuestionándolo, el significado que ya nunca más será “original”. Con el simple cambio de la vocal “e” por la vocal “a”, la palabra “felicidad”, por ejemplo, puede devenir en “falicidad”, neovocablo a través del cual se asocia el falo con el significado positivo de la palabra inicial. En “Me rehuso a que no me reuses”, @diamandina borra la mudísima “h” de la segunda palabra que ahora, incluso sin guión entre sus partes, adquiere una dimensión erótica, si no es que sexual. En “Instrucciones para bailar matemáticamente: cuestión de seguir el algorritmo”, la incorporación de una segunda “erre” en la última palabra logra intercambiar, de manera por demás feliz, el ritmo del baile con la idea de método propio de la ciencia de los números. Un hashtag de #pornolibros (yo lo seguí en @viajerovertical o Herson Barona) lleva este ejercicio al paroxismo al cambiar letras en algunas palabras de ciertos títulos muy conocidos para producir un doble significado sexual. Culises, de Joyce, es uno de ellos, por ejemplo.

Existe un segundo método en el cual la palabra permanece intacta, pero cuyo cambio de posición en una frase bien conocida (un dicho popular, el título de alguna canción o película, por ejemplo) termina por producir resultados paródicos o epifánicos. @diamandina dijo alguna vez: “Engañifa. Albaricoque. No es por presumir, pero tengo felicidad de palabra”. La “facilidad” de la frase coloquial (tener facilidad de palabra) ha sido exponencialmente elevada a través de la “felicidad”, palabra que respeta las reglas de la ortografía, pero cuyo posicionamiento en esta oración no es “natural”.

Otros, como @viajerovertical, se valen de sus lecturas de filosofía para plantear cuestiones de teoría literaria, “¿La experiencia se conserva o se disuelve en el texto?”, y para llevar a cabo reflexiones personales sobre la memoria y, entre otras cosas, el amor: “Qué dolor el idilio en que uno solo es los dos amantes y el jardín y el pájaro”. De las interacciones con el inglés, los tuitescritores también cosechan sus frases de 140 caracteres. @diamandina lo logra otra vez, combinando las burbujas del champán con las del envoltorio de plástico en: “A manera de brindis hay que caminar sobre el bubble wrap”.

Lo que en sentido literal podría ser tomado como un error ya de conocimiento (el no saber las reglas ortográficas) o de mecánica (el típico “dedazo”), deviene en el universo de la tuitescritura, gracias al ingenio y al roce continuo con el hacer de las palabras, en breves frases con gran poder evocativo y, en su caso, paródico. He aquí la razón por la cual he llamado erotografía a estos juegos con ortografías alternativas que tanto caracterizan a los tuitescritores de hoy: el roce, el cuerpo a cuerpo con las palabras de todos los días. El placer. Ah, el placer de volver a leer, por fin, algo fresco. Nota final: la erotografía no tiene nada que ver, que yo sepa, con la más bien aleatoria ortografía del Twitter o twiter o tuiter o tuitah.


V. Turno nocturno


¿A qué tipo de documentos podría recurrir un antropólogo de finales del siglo XXI para desentrañar, y esto en su mayor detalle, la vida privada de hombres y mujeres de inicios del XXI? Si éste fuera el año 2092 y yo fuera ese antropólogo interesado en explorar los recovecos humanos tanto de la sentimentalidad como de la sexualidad de inicios de siglo, sin duda buscaría entre los registros de los TL de las cuentas de Twitter que, según noticias de no hace mucho, deberían estar catalogadas en los archivos del congreso norteamericano.

En el Twitter no se dice la verdad, eso se sabe. Pero en el Twitter se exagera o se imposta dentro de un contexto cultural que igual alimenta como encauza la imaginación que, de hecho, terminará por construir el personaje. Páginas atrás dije lo siguiente:

1.3. Porque el presente del tuit es desde antes un readymade, no hay tuit sincero.
1.3.1. Todo tuit es, desde antes, inverosímil.
1.3.2. El tuit confesional es una contradicción en términos.
1.3.3. Nadie hace en realidad tuit tease.
1.3.4. Alterproducido y alterdirigido, el tuit va de afuera hacia afuera.
I.3.4.I. El tuit es una escena.


Vayamos por partes. Sostuve ahí que un tuit (el mensaje de 140 caracteres que un tuitero escribe siempre dentro de un rectángulo en la parte superior de una pantalla) es un readymade para enfatizar la naturaleza mediada de su definición más propia. Un readymade, ese objeto encontrado y cotidiano que se despliega a través de una forma ya codificada, está siempre listo para usarse. Por esa y no por otra razón llegué a afirmar ahí que el tuit era inverosímil (en el sentido en que, si lo verosímil i. Adj., tiene la apariencia de verdadero; lo inverosímil debe tener entonces i. Adj., la apariencia de lo falso). Pero no me detuve ahí. Dije, y esto lo sostengo, que no hay tuit confesional. En otras palabras, dije ahí que, en tanto readymade, un tuit podría tomar la forma de lo confesional para así producir el efecto de revelación e intimidad que muchos asocian a la catarsis. De ahí, claro, que nadie esté en posición de hacer tuit tease. Aquí nadie se desnuda o, en todo caso, si alguien se desnuda entonces la desnudez es sólo un disfraz. El tuit, que se expone de nacimiento, se produce en el afuera (el lenguaje, la pantalla, el tablero) y se dirige, sin lugar a dudas, hacia el afuera y en el afuera: el timeline. El tuit es una escena pequeñísima.

Si al menos 80 por ciento de lo incluido en el párrafo anterior resulta sensato o al menos documentable, entonces es obvio que el antropólogo del 2092 no encontraría la verdad de las vidas sentimentales y sexuales de inicios del siglo XXI en ningún timeline. Lo que el antropólogo del futuro sí encontraría, sin embargo, sería la construcción colectiva de los límites de la así llamada vida íntima. El antropólogo, que en realidad era una antropóloga, por cierto, haría bien en cuestionar la veracidad de los datos a su disposición. Pero también haría bien en creerlos a pie juntillas con tal de llegar a dilucidar todos y cada uno de los elementos que se desplegaban antes para producir el terreno mismo de lo íntimo. Después de todo, como bien confirma Fernández Porta:

la intimidad es un concepto que fue construido por las clases acomodadas a finales del siglo XIX, para distinguirse de las clases populares. Estaba basado en la posesión de espacios cerrados (casas y habitaciones, pero también espacios sociales impermeables), que garantizaban un cierto refinamiento en la vida interior y relacional. En rigor ese concepto deja de existir a mediados del siglo XX con la extensión de las formas de espectacularización y publicidad.


El antropólogo que en realidad era una antropóloga leería, pues, los timelines de inicio del XXI. Si pudiera aconsejarla, le diría que se concentrara, sobre todo, en los tuits del turno nocturno. Se trata de la producción escritural de los insomnes y va de por ahí de las 11 de la noche a eso de las dos o tres de la mañana. Son las horas más frágiles: ahí el desvelado implora y borracho dice algo con apariencia de verdad. Casi todos los tuits del turno nocturno llevan de manera más o menos explícita la disculpa por lo que algunos denominan, no sin cierta altivez, su cursilería. @viajerovertical, un tuitero que se dedica casi exclusivamente a merodear las ideas contemporáneas del amor desde su punto más nostálgico suele reírse de sí mismo en este aspecto. Algunos de estos tuits son divagaciones o revelaciones más o menos disfrazadas sobre el tema de lo sexual. @altanoche, desde Hermosillo, diría cosas como ésta: “Tengo ganas de meterme a la cama. Pero no a la mía”. @reiben, un joven escritor tijuanense, ha llegado incluso a tuitear una secuencia de pornotuits que incluyen imágenes de mujeres atadas a una silla mientras otros dos se dedican a tener sexo violento frente a sus ojos. Que lectoras como @_manchas_ o, @DianitaGL o @javier_raya se inmiscuyan en la narrativa fragmentaria del TL para pedir mano en el momento de elegir a qué personaje interpretar no deja de tener su gracia. La antropóloga lo comprobará más bien pronto: incendiados y risueños, los tuiteros de inicios del siglo XXI estaban dispuestos a dar cobijo y a apropiarse de secuencias o personajes para provocar el deseo. @ciervovulnerado merece una mención aparte. Desenfadada por principio de cuentas, dueña de un dominio jocoso de la blasfemia popular, esta tuitera de Xalapa no tiene empacho en mencionar por su nombre a las partes del cuerpo que se refiere. Tampoco le tiembla la mano cuando retrata a su familia —su hermano también tuitea— ni mucho menos cuando describe sus encuentros (imaginarios o no) con diferentes parejas. @hiperkarma, una tuitera de Monterrey, pone en juego el lado más bien queer de la moneda. Incluso @MiguelCarbonell, quien usualmente tuitea sobre temas sociales, especialmente relacionados con el derecho, no pierde la oportunidad de citar a Sabines o de expresar su nostalgia o de emitir suspiros en los tuits de medianoche.

Algo huele a fresco ahí y es por eso que uno sabe que no se trata de Dinamarca. La antropóloga, que acaso sí fuera a fin de cuentas un antropólogo, haría bien en leer con cuidado y reír con ánimo ante las desveladas anticonfesiones o, mejor dicho, des-confesiones, de las que se hace esa intimidad que, en nuestra era, va de afuera hacia fuera. El fin del círculo.


VI. Contra la calidad literaria


Pretender discernir la así llamada calidad literaria de un texto digital utilizando las normas y rituales que emergieron históricamente para analizar textos impresos en papel es como pedirle al chico salvaje e intenso que sea tu novio, con la secreta y malévola intención de que pronto se convierta en el señor de la casa. O viceversa. Tanto forma como contenido constituyen una unidad dinámica, definida por una serie de interdependencias mutuas, de ahí que el medio o soporte en que se escribe un texto importe, y mucho. No digo nada nuevo cuando digo que ningún texto brota de la nada. Por más genial que sea su autor, la elaboración de un texto involucra la participación del cuerpo y de la serie de tecnologías —del rudimentario cincel al ordenador contemporáneo, pasando por el multifacético lápiz— que hacen posible la existencia concreta de la escritura. Esas tecnologías y esos cuerpos son ciertamente históricos, productos sin duda de contextos volátiles y jerárquicos en los que la escritura ha jugado papeles distintos. No es del todo sorpresivo que una época de cambios radicales, como la que vivimos ahora en pos de la revolución digital, ocasione ansiedad y desconfianza entre los voceros del statu quo. Es la voz de esta ola de neoconservadores la que se alza cada vez que se esgrime, como si fuera esencial y no histórico, natural y no contingente, el escabroso asunto de la calidad de lo literario.

Tal como lo argumenta John Guillory en Cultural Capital: The Problem of Literary Canon Formation, la literatura en cuanto tal surgió hacia finales del siglo XVIII para darle nombre al capital cultural de la burguesía. Con el término “literario” se describía, así, una forma de escritura históricamente determinada y culturalmente significativa. Aunque a lo largo del XIX y por la mayor parte del XX la categoría de lo literario fungió como un principio organizativo dominante en la formación del canon, su poder hegemónico decayó hacia fines del XX e inicios del XXI. Son varias las razones de este declive pero Guillory enumera, al menos para el caso de Inglaterra, tres: la institucionalización del inglés vernáculo en las escuelas primarias del siglo XVIII; la polémica en favor de la nueva crítica modernista instituida en las universidades; y la aparición de una teoría del canon que suplemento el currículum literario en las escuelas de posgrado. La literatura, pues, no es un sinónimo de buena escritura o de escritura de calidad. La literatura es el nombre que se le ha dado a una cierta forma de escritura que se publicó en papel, usualmente en la forma de libros, y que se constituyó en elemento hegemónico para la formación de cánones a lo largo del periodo moderno. Si una forma de escritura no es literaria sólo quiere decir que es producto de otra era histórica y de prácticas tanto sociales como tecnológicas distintas a las dominantes durante la modernidad. No quiere decir que su calidad sea mayor o menor, sino que responde a condiciones y expectativas de suyo distintas. Y, como tales, habrá que aprender a leerlas.

La calidad, definida como el conjunto de propiedades que permiten juzgar el valor de algo, no es, por otra parte, inherente al texto. No hay nada, de hecho, inherente al texto. No hay nada que venga del texto sin que esto haya sido invocado por el lector. Mejor dicho: lo único inherente al texto es su cualidad alterada. El texto no dice ni se dice; el texto se da, lo que, en este caso, significa que se da a leer. El texto se produce ahí donde se erigen el tú y el yo. El texto existe cuando es leído y es justo entonces, en esa relación dinámica y crítica, que existe su valor. Como argumentaba Charles Bernstein respecto de la tan polémica definición de lo que es o no la poesía en uno de los capítulos que componen The Attack of the Difficult Poem, “un poema es una construcción verbal designada como poema. La designación de un texto como poema incita una cierta forma de lectura pero no nos dice nada acerca de la calidad del trabajo”. Lo mismo podría argumentarse para lo literario. Sólo una visión esencialista y, por lo tanto, ahistórica, haría de lo literario un sinónimo de calidad. Sólo una visión conservadora, es decir, atada fuertemente al estado de las cosas y las jerarquías propias de esas cosas, querría la repetición incesante de sólo un modo de producir textualidad.

¿Por qué habría de pedírsele a todo texto que parezca como si hubiera sido escrito con la tecnología y los estándares de conducta de sus congéneres del XIX? Pues porque una pequeña elite temerosa de perder los cotos de poder que refrenda su estética lo sigue argumentado aquí y allá en la plaza pública. Por mi parte, estoy convencida de que todo mundo tiene derecho a seguir escribiendo su versión propia del texto del XIX, ciertamente. Lo que esos neoconservadores no pueden hacer ya es esgrimir una noción de lo literario, que es histórica y contingente, como si se tratara de un estándar natural o intrínseco a toda forma de escritura. Seguiré siendo una admiradora de Dostoievsky hasta el último de mis días y, con seguridad, parte de mi trabajo seguirá produciéndose en papel, pero de la misma manera me entusiasman, y mucho, las posibilidades de acción que traen al oficio de escribir las transformaciones tecnológicas de hoy. Investigar esas posibilidades junto a una comunidad activa y vociferante que ha tomado a las plataformas digitales por asalto es una de las alternativas más interesantes actualmente, entre otras cosas porque no hay reglas escritas, porque las estamos haciendo todos en el día a día. Si, como dijo Gertrude Stein, la única obligación del escritor es producirse como contemporáneo de su época, explorar las distintas formas de composición de una era es más una vocación crítica que una opción basada en el mero gusto personal.

Cito lo que Kathy Acker dijo en “Writing, Identity, and the Copyright in the Net Age,” cuando digo que

necesitamos recobrar esa energía que la gente tiene, como escritor y como lector, cuando envía por primera vez un e-mail por internet; cuando descubre que puede escribir cualquier cosa, hasta las más personales, incluso para alguien a quien no conoce. Cuando descubre que los que no se conocen pueden, sin embargo, comunicarse.

En eso andan, produciendo ese diálogo, desde Kenneth Goldsmith (Uncreative Writing. Managing Language in the Digital Era) hasta Vicente Luis Mora (El lectoespectador), desde Vanessa Place (Notes on Conceptualistas) hasta Damián Tabarovsky (Literatura de izquierda). Y eso, francamente, me parece más interesante que andar midiendo qué texto se parece más al texto del XIX que el temeroso censor neoconservador guarda en su cabeza.

1 Graciela Romero y Alberto Chimal, “El viajero del tiempo y la chica del ya fue en mi TL”, en “La Cámara Verde”, Periódico de Poesía, núm. 37, marzo de 2011: http://www.periodicodepoesia.unam.mx/index.php?option=com_content&view=article&id=1687.
2 Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas”, en http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v17/ludmer.htm.
3 Tamara Kamenszain, La boca del testimonio. Lo que dice la poesía, Norma, Buenos Aires, 2007.

 


 

Desapropiadamente: escribir con otros hoy

I. Una poética de la desapropiación


Reescribir es una práctica a través de la cual se vuelve a hacer algo que ya había sido hecho con anterioridad, eso es cierto. También es cierto que el proceso de reescritura deshace lo ya hecho, mejor aún, lo vuelve un hecho inacabado, o termina dándolo por no-hecho en lugar de por hecho; termina dándolo, aún más, por hacer. Reescribir, en este sentido, es un trabajo sobre todo con y en el tiempo. Reescribir, en este sentido, es el tiempo del hacer sobre todo con y en el trabajo colectivo, digamos, comunitario e históricamente determinado, que implica volver atrás y volver adelante al mismo tiempo: actualizar: producir presente.1

Cuando un escritor decide utilizar alguna estrategia de apropiación —excavación o tachadura o copiado— algo queda claro y en primer plano: la función de la lectura en el proceso de elaboración del texto mismo. Esto, que la literatura ha preferido guardar o, de plano, ocultar bajo el parapeto del genio individual o de la creación en solitario, la reescritura muestra de manera abierta, incluso altanera, en todo caso productiva. La lectura queda al descubierto aquí no como el consumo pasivo de un cliente o de un público (o peor aún: de una carencia de público), sino como una práctica productiva y relacional, es decir, como un asunto del estar-con-otro que es la base de toda práctica de comunidad, mientras ésta produce un nuevo texto, por más que parezca el mismo. Ya lo decía Gertrude Stein cuando decía “una ñor es una ñor es una ñor”: la repetición siempre implica variaciones: no hay repetición propiamente dicha.

Cuando esto sucede, cuando la lectura se convierte en el motor explícito del texto, quedan expuestos los mecanismos de transmisión, a lo largo del tiempo y a través del espacio, que la cultura escrita utiliza y ha utilizado para su reproducción y para su encumbramiento social. Ojo: la reescritura no descubre ni inventa esos mecanismos; la reescritura contribuye a que queden al descubierto, a la vista de todos, abiertos también a las habilidades y los fines de esos otros. Presa monumental. Un sistema como el literario, que tanto se ha beneficiado de las jerarquías que genera el prestigio o el mercado, en cuya base misma yace la noción de una autoría genial, sólo puede reaccionar ante tal exhibición, intrínsecamente crítica, con ansiedad generalizada y, en casos extremos, con demandas legales para proteger la propiedad —entendida ésta en su sentido más amplio, como una propiedad económica y como una propiedad moral—. Las buenas maneras y el buen gusto, dos nociones francamente clasistas, pertenecen, sin duda, al reino de lo propio: eso que se comporta con propiedad; eso que resulta siempre lo apropiado.

Apropiar, sin embargo, es sólo una forma de la reescritura. Tal como ha quedado claro en acusaciones de plagio que han ocasionado ya tantos escándalos en España o en México, así como en Colombia, el apropiacionista, es decir, el que vuelve propio lo ajeno, todavía no escapa, acaso en muchos casos todavía ni se plantea escapar, de los procesos de circulación del capital que facilita y es facilitado a su vez por la misma noción de una autoría genial y solitaria, es decir, desconectada del quehacer de la comunidad. Es con bastante frecuencia que las estrategias de apropiación, muchas de ellas diseñadas y utilizadas para minar el monumento de la autoría romántica, han resultado en una confirmación, y no una subversión, de la misma. El autor como DJ, el autor sampleador (de caminos), el autor que mezcla: todos nuevos estereotipos románticos, si no es que francamente heroicos, de su oficio.

El autor que pretende hacer pasar como propio de su autoría el texto de una autoría ajena ha dejado el sistema autorial intacto. Éste es el caso del plagiario. El autor que, con base en un sistema jerárquico, apropia textos de autorías no prestigiosas —como es el caso de documentos de archivo o de textos transcritos de la tradición oral— sin siquiera preocuparse por trabajar con o aclarar que su proceso escritural es producto de una coautoría ha dejado, también, el sistema autorial intacto. Éste es el caso del apropiacionista. De ahí que sea del todo relevante, y esto por motivos tanto estéticos como políticos, que los autores a los que les interese hacer estallar la base misma de esas altas murallas de jerarquía y privilegio detrás de las cuales se resguarda una literatura mansa y apropiada aprendan ahora a hacer ajeno lo propio y a hacer, de la misma manera, ajeno lo ajeno.

Desapropiar significa, literalmente, desposeerse del domino sobre lo propio. Hay palabras clave en esta definición real. Están, por una parte, los vocablos que remiten, sin duda alguna al respecto, a las relaciones de poder que atraviesan y marcan todo texto. Renunciar a lo que se posee: eso significa desposeerse. En este caso, la desposesión señala no sólo el objeto sino la relación desigual que hace posible la posesión en primer lugar: el dominio. Una poética de la desapropiación bien puede involucrar estrategias de escritura que, como las apropiacionistas, ponen al descubierto el andamiaje de tiempo y el trabajo comunal, tanto en términos de producción textual como en tiempo de lectura, pero necesariamente tienen que ir más allá. Ir más allá quiere decir aquí cuestionar el dominio que hace aparecer como individual una serie de trabajos comunales —y todo trabajo con y en el lenguaje es, de entrada, un trabajo de la comunidad— que carecen de propiedad. Señalar y problematizar puntualmente procesos coautoriales, vengan éstos acompañados de los grandes nombres canónicos o de las autorías no prestigiosas para el sistema literario, y propiciar formas de circulación que evadan o de plano subviertan los circuitos del capital fincados en la autoría individual son sólo dos formas de poner en práctica una poética de la desapropiación. La otra forma, la forma básica, es desentrañar críticamente las prácticas de comunalidad que significan y le dan sentido a todo texto.


II. Comunidad y comunalidad


Se nos ofrece que la comunidad llegue, que nos ocurra algo-en-común, eso, a decir del filósofo francés Jean-Luc Nancy, es la escritura.2 Al definirla así, al colocar en una relación tensa y por venir, dependiendo siempre de otro (“se nos ofrece”), al acto de escribir y la experiencia de la comunidad, Nancy se inscribe de manera singular en esa larga conversación a través de la cual lectores y autores analizan y cuestionan los lazos que los unen y, al unirlos, los hacen posibles. Carne y hueso. Presencia. Después de todo, argumenta Nancy, “el escritor más solitario no escribe sino para el otro. (Aquél que escribe para lo mismo, para sí mismo, o para lo anónimo de la masa indistinta no es escritor.)”3 Insiste: “El ser en cuanto ser en común es el ser (de) la literatura”.4

No son pocos los autores contemporáneos a los que les preocupa la relación entre la escritura y la comunidad. De hecho, el interés suele emerger con mayor frecuencia entre aquellos que forman parte de las propuestas más alertas a los cambios que ha ocasionado la revolución digital, así como a las más conscientes en el contexto actual de necropolítica en el que se llevan a cabo. Una cosa es enunciar una preocupación, sin embargo, y otra cosa muy distinta es elaborar textos que encarnen esta relación o que contribuyan, de manera crítica, a este enlace. Una cosa es cierta: lejos ya de la dicotomía que dominó, y calcificó, mucho de esta conversación a lo largo del siglo XX, los autores de hoy no hablan ya del arte por el arte, por un lado, y del arte comprometido, por el otro. Al contrario, el pensamiento que vincula la relación entre la escritura y la comunidad pasa por puentes complejos que involucran tanto a la producción como la distribución del texto, planteando preguntas que, más que con la subjetividad, atienden a la comunalidad que lo hace significar en cuanto tal, en cuanto texto —asuntos que hoy por hoy son y siguen siendo de relevancia tanto estética como política.

La definición misma de comunidad, aunque implícita en un buen número de estos estudios, no deja de ser, por otra parte, un mero sobreentendido. Hay una línea de argumentación, sí, que va de Benedict Anderson y sus Comunidades imaginarias a Giorgio Agamben y La comunidad que viene; de Maurice Blanchot y La comunidad inconfesable a Jean-Luc Nancy y La comunidad inoperante. Se trata de un pensamiento que ha dejado atrás cualquier consideración del individuo y que entiende los procesos de subjetivación como activas prácticas de desidentificación, tal y como lo argumentaba Jacques Ranciére, usualmente involucrando la resistencia con identidades impuestas por otro para conformar así un estar-en-común dinámico y tenso, en todo caso, inacabado. Pensar la comunidad, que es pensar el afuera del sí-mismo y la aparición del entre que nos vuelve nosotros y otros a la vez, es una tarea sin duda de la escritura. Acaso esa sea, en realidad, su tarea, de tener una. Su razón de ser, de tener sólo una.

Sin embargo, en pocos sitios de esta discusión filosófica acerca de la comunidad que toca, y no de manera tangencial, a las prácticas de escritura, se trae a colación los procesos, tanto históricos como culturales, a través de los cuales tal comunidad se produce. Ésta, sin embargo, ha sido una de las preocupaciones fundamentales de una corriente de pensamiento que emerge y cuestiona la comunidad creada y vivida desde hace siglos por los pueblos indígenas de América Latina, especialmente en la así llamada Mesoamérica dentro de la cual se encuentra el estado mexicano de Oaxaca. El propósito de este texto es, pues, acercar el concepto y la experiencia serrana (mixe) de comunalidad a la discusión que, en el mundo occidental europeo, explora críticamente las relaciones entre ésta y la escritura. Lo hago así porque un punto nodal en la producción de la comunalidad de los pueblos mesoamericanos es el concepto y la práctica del trabajo colectivo, comúnmente conocido como tequio —una actividad que une a la naturaleza con el ser humano a través de lazos que van de la creación a la recreación en contextos de mutua posesión que, de manera radical, se contraponen a la propiedad, y lo propio del capitalismo globalizado de hoy.

Algo semejante, ésta es mi argumentación, se proponen ciertas escrituras contemporáneas empeñadas en participar en el fin del reino de lo propio a través de estrategias de desapropiación textual que evaden o, de plano, impiden la circulación del texto (a menudo en forma de libro) en el ciclo económico y cultural del capitalismo global. Se trata de maneras políticamente relevantes de entender el trabajo del escritor en cuanto tal, es decir, en cuanto trabajo —uno que, viéndoselas de cerca con el lenguaje común, se encarga de producir y reproducir tanto significado como significante—. Se trata, así entonces, de entender el trabajo de la escritura como una práctica del estar-en-común en la cual o a través de la cual se exponen, a decir de Jean-Luc Nancy, las singularidades finitas que la conforman. Se trata, finalmente, de entender a la escritura siempre en tanto reescritura, ejercicio inacabado, ejercicio de la inacabación, que, produciendo el estar-en-común de la comunalidad, produce también y luego entonces el sentido crítico —al que a veces llamamos imaginación— para recrearla de maneras inéditas.


III. Estar-en-común: comunidad y comunicación


Tal como la comunalidad de los pueblos mesoamericanos, la comunidad a la que se refiere Nancy en La comunidad inoperante no es una mera acumulación de individualidades (el individuo, eso lo ha dejado claro desde el principio, no es más que “el residuo de la experiencia de la disolución de la comunidad”) ni una combinación histórica de territorio y cultura. La comunidad, al menos en su acepción moderna, es “el espaciamiento de la experiencia del afuera, del fuera-de-sí” Siguiendo de cerca a George Bataille, pero alejándose de él tan pronto como la comunidad queda reducida a la comunidad de los amantes, Nancy se apresura a crear un eje que va de la comunidad a la comunicación (vía el concepto de éxtasis), de la comunicación al reparto (vía el texto), y de ahí a la interrupción del mito que es toda escritura. Entre una cosa y otra opera, por supuesto, la inoperancia.

Porque la comunidad se hace de singularidades, es decir, de seres finitos, Nancy rechaza la posibilidad de fusión presente en la comunión, y mejor enfatiza, en cambio, el lugar de la comunicación, no entendida ésta como un vínculo social intrasubjetivo (a la manera de Habermas, por ejemplo), sino como el lugar de la comparecencia que “consiste”, dice él, “en la aparición del entre como tal: tú y yo (el entre-nosotros), fórmula en la cual el “y” no posee valor de yuxtaposición sino de exposición”.5 La experiencia de la comunidad es, pues, una experiencia de finitud. Y, por ello, la comunicación que hace a la comunidad es su reparto, es decir, su manera de interrumpir e interrumpirse, su modo de suspenderse. Su inoperancia.6

Aunque Nancy intercambia con asombrosa facilidad las palabras escritura y literatura, habla y oralidad —elementos con los que los pensadores mixes han sido, por fuerza de la práctica propia, mucho más cuidadosos— en La comunidad inoperante el lazo entre la escritura y la comunidad no es aleatorio ni menor. La escritura, de hecho, vendría “a inscribir la duración colectiva y social en el instante de la comunicación, el reparto”.7 De ahí que lo que la escritura comunica no sea sino “la verdad del estar-en-común”.8 Se trata de una inscripción del estar-en-común, el estar para el otro y por el otro y, por eso, añade después: “... [h]acer, del modo que sea, la experiencia de la comunidad en cuanto comunicación: aquello implica escribir”.9


IV. Trabajar en común: comunalidad y escritura


Es en varias ocasiones a lo largo del escrito que Nancy insiste en que a la comunidad no se le produce. La comunidad, dice, no es en tanto obra. A la comunidad se le experimenta: aparece en el límite mismo de su ser que es el estar-con-otros. “No se trata de hacer, ni de producir, ni de instalar una comunidad”, asegura. “Se trata de inacabar su reparto”.10 Incluso, trayendo a El capital a colación, Nancy insiste en que

lo que Marx designa aquí es la comunidad en tanto que formada por un articulación de “particularidades”, y no en tanto fundada por una esencia autónoma que subsistiría por sí misma y que reabsorbería y asumiría en ella a los seres singulares. Si la comunidad “se establece antes de la producción”, no es como un ser común que preexistiría a las obras, y que tendría que ser puesto en operación, sino que es en cuanto a estar en común del ser singular.11

De ahí que, en su ontología la comunidad en tanto comunidad inoperante, el sustrato último o básico sea la comunicación, la interrupción o el suspenso que expone la finitud de las singularidades que se reparten. Esto ha hecho pensar a varios, especialmente a Damián Tabarovsky en Literatura de izquierda, en la escritura como una comunidad negativa que mantiene su distancia tanto de la obra (academia) o de la circulación (el mercado) para dirigirse así exclusivamente “al lenguaje”. Es de suyo interesante que en su reenunciación de la comunidad inoperante de Nancy, Tabarovsky privilegie los libros “sin público”, término con el que sujeta al lector en el lugar del cliente, o en un no lugar fuera de la comunidad, allá, en un circuito ajeno a las singularidades finitas de la comunidad interrumpida y en suspenso que es la comunicación inoperante.

Los antropólogos de la comunalidad, a quienes también les interesa la escritura aunque, sobre todo, la tradición oral, reconstruyen la comunidad “como algo físico”, a saber, “el espacio en el cual las personas realizan acciones de recreación y transformación de la naturaleza, en tanto que la relación primera es de la tierra con la gente, a través del trabajo”.12 Además de tener y reproducir una forma de existencia material, la comunidad también responde a una existencia espiritual, formando así ejes horizontales (“l. Donde me siento y me paro; 2. En la porción de la Tierra que ocupa la comunidad a la que pertenezco para poder ser yo; 3. La Tierra, como de todos los seres vivos”) y ejes verticales (l. El universo; 2. La montaña; 3. Dónde me siento y me paro). La comunidad deviene en comunalidad con base en una serie de características que Floriberto Díaz denomina como inmanentes: una relación con la Tierra que no es de propiedad sino de pertenencia mutua basada, además, en el trabajo, entendido éste “como una labor de concreción, que finalmente significa también recreación de lo creado”.13 Puesto que el bien común es lo que define derechos y obligaciones, el trabajo que sustenta la producción y reproducción de la comunidad en tanto comunalidad es el trabajo colectivo, gratuito, obligatorio que se conoce como tequio. Sus variaciones incluyen: “el trabajo físico directo, la ayuda recíproca, la participación en fiestas (donde se pone enjuego la compartencia de la comunidad) y el trabajo intelectual”.14 Todas y cada una de las formas de este trabajo colectivo constituyen eso que Nancy denominaba como “la inscripción del estar-en-común, el estar para el otro y por el otro”. Por eso todas ellas aseguran un lugar en la comunidad a través de la obtención de respetabilidad, la cual asegura la posibilidad de participar en varias formas de servicio para la comunidad, que son las formas de autoridad local y, eventualmente, como “cabeza de mando” en las asambleas comunitarias donde la organización y el sistema de justicia se llevan a cabo.

Regida por la pertenencia mutua más que por la propiedad, y sustentada en el trabajo colectivo del cual depende su producción y reproducción, la comunalidad, acaso lógicamente, sospecha de la capacidad de la escritura para inscribir lo que Nancy llama la comunicación y su reparto. De hecho, Díaz sostiene que “una sociedad con lengua hablada parece que es más abierta a los cambios, menos autoritaria y dogmática, con capacidad de crítica”, argumentando al mismo tiempo que con la escritura “no se pueden expresar todos los sentimientos, ya que la lengua escrita es fría y dependiendo de cada lector, un escrito tendrá sentido o no”. Luego añade: “Es la lengua escrita la que refuerza y expresa un alto grado de dogmatismo, autoritarismo y de control de poder, ya que siempre ha sucedido que queda en pocas manos su uso y entendimiento”.15

Sin embargo, luego de cruentos debates en la comunidad, tuvo que aceptarse que la escritura de las lenguas indias “aumenta las posibilidades de comunicación entre los hablantes de una misma lengua... puede reforzar la identidad como base de unidad; es decir, la oralidad de nuestros pueblos se reforzaría con la escritura, con la cual se intercambiarían y mejor nuestras ideas e inquietudes... superando así la atomización”.16 Acaso como pocos ejemplos, la discusión que se ha llevado a cabo de manera relativamente reciente para producir el mixe como una lengua escrita alumbre el trabajo comunal que da lugar a la escritura. En efecto, no ha sido sino hasta 1983, en los seminarios denominados como “Vida y lengua mixes”, llevados a cabo en Tlahuitoltepec, que emergió “la propuesta de escribir de una sola forma todas las variantes de nuestra lengua. Para ello tendríamos que ponernos de acuerdo en un alfabeto lo más amplio posible”.17

Se trata, por supuesto, de un acto, como lo denomina Díaz, de muchos. Se trata, además, de un acto en la historia y con la historia donde misioneros y hablantes del siglo XVIII ocupan un lugar privilegiado junto a los promotores culturales y traductores de libros religiosos, especialmente la biblia, en épocas más cercanas. Se trata, pues, del trabajo de los hablantes de la comunidad y la serie de articulaciones que fueron capaces de establecer con antropólogos y lingüistas, con agencias del Estado y con organismos independientes para crear, de esta forma, un alfabeto, así como también las formas concretas, localmente determinadas, de su transmisión y enseñanza. Se trata del largo, dinámico, inarmónico y comunitario camino que la letra escrita recorre mientras se convierte, con el paso de la práctica y el uso colectivo, en un quehacer cotidiano con apariencia de ser, en las sociedades dominadas ya por la cultura escrita, algo no sólo natural sino también, acaso sobre todo, individual.

Esta disociación, que es histórica y es política, yace en el corazón mismo de una escritura que se percibe a sí misma fuera de la comunidad, como una torre de marfil desde la cual un vigía privilegiado avizora el pasado y el porvenir. Esta disociación que produce la impresión de individualidad —de autoría genial— es acaso la que atacaba Ulises Carrión también cuando, hacia la década de los setenta, se propuso recordar a los escritores su responsabilidad del y en el “proceso entero” de producir libros, es decir, en el proceso de producir lengua escrita. “En el arte viejo, el escritor se cree inocente del libro real”, aseguraba Carrión, poniendo especial énfasis en la marca de clase, en la marca jerarquizante, que conllevaba, y conlleva, tal decisión: “Él escribe el texto. El resto lo hacen los lacayos, los artesanos, los obreros, los otros. En el arte nuevo la escritura del texto es sólo el primer eslabón en la cadena que va del escritor al lector. En el arte nuevo el escritor asume la responsabilidad del proceso entero”.18

La reescritura, especialmente la reescritura desapropiada, pone de manifiesto y problematiza, de hecho, este “proceso entero”, esta “responsabilidad”.


V. Desapropiación: una poética de la comunalidad


Hasta no hace mucho, era común preguntarse, en el momento de analizar un texto, por el proceso de subjetivación que le daba sentido. Con esta pregunta, los analistas más contemporáneos dejaban atrás una búsqueda muchas veces rígida de inscripciones identitarias —de clase, género, raza o generación— para dar lugar a una exploración que sobre todo involucraba, y aquí sigo de cerca a Jacques Ranciére, el forcejeo dinámico que emprendía el sujeto en contra de identidades impuestas: un proceso que se conoce como de desidentificación o, en términos más caseros, de desclasificación.19

Una poética desapropiacionista invita a hacer ése y, sobre todo, otro tipo de preguntas. Puesto que el texto desapropiado lleva consigo las marcas del tiempo y el trabajo de otros, del trabajo de producción y del trabajo de distribución de otros, es decir del trabajo colectivo hecho junto con otros en el lenguaje que nos dice en tanto otros, y nos dice por lo mismo en tanto comunidad, es sólo justo que la pregunta que busca dilucidar el motor que hace significar a un texto no sólo se refiera a procesos de subjetivación sino, mayormente, a los procesos de comunalidad que le permiten enunciar y enunciarnos por virtud de su ex/istir. Aclaro: utilizo el término comunalidad, en lugar de comunidad, porque el primero hace hincapié en las relaciones de trabajo colectivo que se encuentra en el eje mismo de su existir como un afuera-de sí-mismos y como forma básica de un estar-con-otros. Ese trabajo colectivo, gratuito, de servicio, es lo que deja ver la reescritura cuando se le lleva a cabo desapropiadamente. Eso es, sin duda, lo que la vuelve amenazante para sistemas cerrados y jerárquicos que viven y predican el privilegio, el prestigio, el mercado. La ganancia en lugar de la compartencia.

Formular los ejes de ese tipo de interrogantes seguramente requerirá más análisis. Pero adelanto aquí lo que puedo adelantar: que las preguntas evadirán la mera biografía intelectual del autor (los libros que leyó, las universidades o tertulias que frecuentó, la música que considera más influyente, el nombre de sus amigos más reconocidos) para concentrarse en las prácticas materiales que le vincularon al texto: desde su “ganarse la vida”, su “cómo” del trabajo cotidiano, hasta el sistema personal de decisiones estéticas y políticas que le permitieron elaborar éste y no otro libro, éste y no otro artefacto de la cultura. Imagino que las preguntas no sólo intentarán dilucidar las relaciones específicas que el cuerpo material de la escritora en su estar-con-otros —los datos más bien identitarios de clase y raza y género y generación, entre otros— sino que irán más lejos: irán hasta los resquicios últimos donde se cuece el brebaje de su comunalidad. Una de las primeras preguntas en este sentido tendrá que ser, sin duda, acerca del trabajo comunal (gratuito, obligatorio, en el lenguaje-en-común) que le da existencia al texto en el afuera-de-sí. Se trata de una historia de la lectura, sí, pero en realidad estamos ya hablando de otra cosa, como diría Antoine Volodine. Nuevamente, la pregunta habrá de escapar al terreno de la mera historia de las ideas o de la biografía intelectual. En su lugar, incitará la inscripción de datos de la historia social y, de suyo, comunal del libro. Si la lectura, como lo he repetido tanto, no es un acto de consumo pasivo sino una práctica de compartencia mutua, un minúsculo acto de producción colectiva, entonces en juego estarán no sólo los libros leídos sino, sobre todo, los libros interpretados: los libros reescritos, ya en la imaginación personal o ya en la conversación, esa forma de la imaginación colectiva. Y aquí habrán de hacerse preguntas que permitan volver visibles las huellas que esos otros han dejado, de una forma u otra, en las reescrituras y, luego entonces, en la versión final —que es la forma interrumpida— del libro mismo.

Lo que cada vez me queda más claro, sin embargo, es que la escritura de libros en comunalidad tendrá que vérselas, y esto de manera explícita, con la puesta en escena de la autoría plural. ¿De qué manera las figuras del narrador, punto de vista o arco narrativo, por ejemplo, tendrán que rehacerse para dar fe de la presencia generativa de otros en su mismo existir? ¿Qué soporte se habituará mejor a la develación continua del palimpsesto y la yuxtaposición intrínseca a cada proceso escritural? ¿Cómo será el así llamado aparato crítico cuando cada frase e, incluso, cada palabra, tenga que dar cuenta de su ser plural y pluralmente concebido?

Acaso no sería descabellado pensar ahora mismo en libros cuya sección de agradecimientos —el lugar por ahora destinado a reconocer el hacer del otro en la producción del libro— será incluso mayor a, además de estar entreverada con, la sección todavía conocida como cuerpo del libro. Acaso en la escritura que desde la comunalidad se antepone a los avatares de la necropolítica, no será impensable concebir libros que sean, y esto de manera abierta, eso precisamente: un puro reconocimiento, que es un puro cuestionar crítico, acerca de la relación dinámica y plural que hace posible, en primer lugar, su existencia.

¿Y qué otra cosa es reconocer sino puro agradecimiento?


1 Cfr. Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas, op. cit.
2 Jean Luc Nancy, La comunidad inoperante, Universidad Arcis-Escuela de Filosofía, Santiago de Chile, 2000, p. 82.
3Ibid., p.80.
4 Ibid., p. 81.
5 Ibid., p. 40.
Ibid., p. 41.
Ibid., p. 51.
Ibid., p. 52.
9 Ibid., p. 81.
10 Ibid., p. 45.
11 Ibid., p. 90.
12 Floriberto Díaz, “Comunidad y comunalidad”, en Floriberto Díaz. Escrito. Comunalidad, energía viva del pensamiento mixe, Sofía Robles Hernández y Rafael Cardoso Jiménez (comp.), UNAM, México, 2007, p. 39.
13 Ibid., p. 42.
14 Ibid., pp. 59-60.
15 Floriberto Díaz, “Guía para la alfabetización mixe. Pasos que deberá seguir el Animador para la Cultura y Educación Mixe (ACEM)”, en ibid., p. 261.
16 Ibid., p. 263.
17 Ibid., p. 269.
18 Ulises Carrión, El arte nuevo de hacer libros, Tumbona Ediciones, México, 2013, p. 39.
19 Jacques Ranciére, “Política, identificación y subjetivación”, en Aux bords du politique, Carissa Sims y Daniel Duque (trad.), La Fabrique, París, 1998.