Material de Lectura

 

  

Miranda
El alter ego de Katherine Anne Porter



“Debe tener unos sesenta años, pero hay que ver qué coqueta es. Se comporta como una pizpireta quinceañera sureña. Es tan poco seria que resulta difícil de creer que escriba algo. Cree que soy un bailarín fantástico y me hace bailar con ella sin parar, y es horroroso porque ella no tiene ni la menor idea; no sabe dar un paso”,1 dijo Truman Capote, refiriéndose a Katherine Anne Porter, en la primavera de 1944, cuando coincidieron en Yaddo, colonia de artistas próxima a Saratoga Springs, donde se admitía fácilmente a los huéspedes presentando programas de trabajo. Les organizaban horarios fijos y les propiciaban diversiones. Katherine, que en realidad tenía cincuenta y cuatro y aún era bonita, chispeante y admiradísima por el resto del concurso,2 consideraba a Truman un trepador pegado a sus faldas. Y lo censuró nuevamente al año. Guionistas en Hollywood, ella lo encontró en Los Ángeles —comisionado para un reportaje— ufanándose de que había almorzado con Greta Garbo y Charlie Chaplin. No hubo simpatía entre los dos. Ambos hicieron cuentos notables ambientados en el sur profundo de los Estados Unidos; sin embargo, quizá en aquella ocasión robaban cámara y sin hacerse los intelectuales ni empeñarse en filiaciones políticas o tesis preconcebidas, construían cada uno a su manera personalidades que los convertían en mitos literarios frente a sus respectivos entrevistadores. Nutrían una frivolidad aparatosa que Capote debió haber reprobado primero en sí mismo.

Ello no obstante, Porter sostuvo siempre que vivía calladamente ajena a los pensamientos del público sobre sus actitudes y su obra. Afirmaba que le preocupaba más descubrir sus emociones y propósitos para poder hablar de seres reales. Al revés de Capote, narrador talentoso y mago autopublicitario empeñado en forjar frente a sus interlocutores frases brillantes, quien logró escribir A sangre fría con éxito clamoroso; Katherine Anne Porter, narradora talentosa y periodista distinguida desde los veinticinco años, repetía banalidades en sus conversaciones cotidianas y nunca consiguió lanzar un best-seller ni ser una de las escritoras más leídas de su país, aunque algunos textos suyos fueron llevados a la pantalla. Eso sí, recibió numerosos reconocimientos y, para vivir, múltiples ofertas de empleo que le robaron energías. En 1931 y 1938, le concedieron la beca Guggenheim. En 1958, sucedió a William Faulkner como profesora residente en la Universidad de Virginia, y de allí pasó a Santa Bárbara y a Stanford,3 lo cual la volvió una maestra de las que llamamos con dispensa de grado, al carecer de títulos académicos, pero cuyos nombres enriquecen las plantas docentes de las instituciones. Sus Cuentos completos merecieron el premio Pulitzer 1966, y el total de su obra le valió la entrada a la Academia Americana de Artes y Letras y la condecoración más importante que otorga el Instituto Nacional de Artes y Letras de los Estados Unidos.

Nació bajo el credo metodista en una granja de Indian Creek, Texas, el 15 de mayo de 1890. Según comentaba, por su lugar de origen los europeos se extrañaban de que no llevara penachos de plumas.4 La nombraron Callie Rusell por una amiga de su madre muerta muy joven. Tuvo cuatro hermanos, de los cuales Johnnie falleció siendo bebé. Tuvo también el cabello negro y ensortijado que la distinguía del resto de la familia, y una larga y tumultuosa vida extendida hasta el 20 de septiembre de 1980. Había cumplido noventa años y padecía serios problemas de salud. Los estudiosos de su obra intentaron seguir su árbol genealógico, cosa importante para ella, empeñada en parentescos con el coronel Andrew Porter, cuyo padre llegó a Pensilvania el año de 1920. Incluso en una tesis autobiográfica escrita para Twentieth Century Authors (1940), afirmó que entre sus ancestros favoritos estaba Daniel Boone, el notable pionero de Kentucky; sin embargo, después se convenció de que su descendencia no era directa. Hacía así una mezcla medio fantástica de sus antecesores y la creía empeñosamente, sin importar que sus biógrafos revelaran un comienzo triste gracias a la prematura muerte de su madre víctima de tuberculosis o neumonía o fatiga por parir cinco hijos en corto tiempo. El padre, Harrison Boone Porter, necesitó ayuda inmediata de su propia madre, que ya había criado a nueve muchachitos y, no obstante, se mostró “conforme a su deber cristiano, genuinamente efectiva”. Vino a Indian Creek, se encargó de las obligaciones cotidianas y de los nietos que luego acarreó consigo 140 millas hacia el sur, hasta su propio hogar en Kyle, un poblado establecido apenas diez años antes como parada ferroviaria entre San Marcos y Austin.

Idealizando a su difunta mujer, Harrison cayó en una depresión que lo volvería un apático, un hombre colérico y tiránico incapaz de resolver fuertes compromisos. Le heredó a su hija el padecimiento crónico de su tristeza y fue una figura masculina lo bastante abrumadora como para impedirle un futuro matrimonio estable. Al envejecer, Katherine, siempre vanidosa y frívola, profundamente insegura de sí misma, dueña de una aguda sensibilidad crítica que demandaba devociones fanáticas, acentuó sus deficiencias tornándose hostil, violenta e incontrolable. Sin embargo, en el año de 1965, durante una entrevista que sostuvimos en dos cómodos sillones del Hotel del Prado5 —desaparecido después del sismo que en 1985 devastó el Distrito Federal—, me dijo que estudió con un profesor particular dentro de su casa, y pasó después a escuelas privadas y a conventos en el sur de los Estados Unidos; y que desde los seis años descubrió su vocación de niña prodigio redactando historias e ilustrándolas con lápices de colores. Que leía ávidamente cuanto estaba a su alcance. Que sus familiares no eran ricos pero tenían bibliotecas y amor por los compositores de música clásica. Y que después de los quince años decidió no explorar otras disciplinas, como la danza o la pintura, para las que tenía facilidades. La cosa no fue exactamente así, pero reconozco mi admiración por la escritora, célebre autora de notables narraciones. Porter era dueña de una complicada parafernalia: a las doce del día llevaba una enorme esmeralda en el dedo y se paseaba por los vestíbulos y corredores del hotel con un vestido floreado de gasa flotante y pamela en la cabeza, dándole órdenes a su obsecuente secretaria. Parecía una Scarlett O'Hara envejecida, desparramando las coquetas gracias de las que hablaba Capote.

El camino para realizarse mostró veredas más complicadas. Callie, que posteriormente cambió su nombre como homenaje a su abuela, modificando la C por K, creció en un páramo desierto. Fue una de las primeras personas nacidas en Texas dedicadas a la profesión literaria. Por alguna razón desconocida, su padre vendió las tierras y la familia quedó paupérrima, vistiendo casi harapos. Cuando pudo pagárselas, eso fomentó, luego, cuando pudo pagárselo el gusto de Katherine por las habitaciones elegantes, la ropa y las joyas costosas. Recibió una educación casera puritana y represiva que provocaba pueriles temores a los castigos de Dios y salpimentaba su erotismo dejándose retratar desnuda por sus maridos y amantes. Soñaba con casarse y tener una educación común y corriente desempeñando papeles femeninos tradicionales; pero odiaba a los ángeles de la domesticidad y cambiaba frecuentemente ideas al imaginarse convertida en abadesa, escritora o actriz, independiente y con perfecto control de su horizonte.

Tal vez su simpatía por México comenzó en un oficio eclesiástico baptista. Entraron algunos miembros de la colonia mexicana, vistos recelosamente por ser católicos, comunicarse en español y comer platillos extranjeros. Fueron expulsados de la iglesia y la abuela Kathy salió indignada y en compañía de toda su tropa. Esa abuela, con sus normas y virtudes, representó una figura sólida y amorosa en la infancia y le sirvió de modelo al escribir uno de sus mejores cuentos: “Calabazas para la abuelita Wheatherall”. Recordada en muchas entrevistas, al contarle anécdotas moralizadoras, Kathy le sembró, además, semillas literarias que germinaron en su imaginación.

Sus tías fueron también personajes ficcionables. Una de ellas, llamada Laredo por el lugar de su nacimiento, encarnaba su modelo de belleza femenina por antonomasia: tenía suave pelo negro y cutis de magnolia, elegía palabras domingueras y movía unas hermosas manos que en opinión de Katherine sólo se igualaban a las suyas. Por entonces era una especie de máquina fotográfica: almacenaba imágenes y sensaciones en diferentes rincones de su memoria donde, como sucede casi siempre, las modificó para los fines y efectos de sus textos. Contra toda evidencia, al final de sus días estaba convencida de que los Porter habían sido terratenientes aristocráticos. Aunque algún día le confió a una amiga: “Fui una niña infeliz y solitaria y no guardo memorias placenteras… Pero realmente no importa, porque mi infelicidad no venía de mis circunstancias sino de mí misma”.6 De cualquier modo, la muerte de su abuela marcó el fin de su primera etapa.

A los once años de edad Katherine enfrentó nuevos conflictos; nuevas experiencias hacia los trece. Harrison Porter recibió una pequeña herencia monetaria de un primo y pudo inscribir a sus hijas en The Thomas School, establecida cerca de Woodlawn Lake, en San Antonio, que por entonces estaba lleno de políticos mexicanos exiliados. Katherine empezó a desarrollarse y a tener atractivos físicos. Actuó algunos papeles. Tomó lecciones de canto, base de un gusto que mantuvo toda su vida. A los catorce años, pagando veinticinco centavos, no perdía cuanto concierto daban los jueves las damas del club musical. Se embelesaba con las violas, los cellos y los segundos violines que las señoras tocaban y con las melodías que entonaban con habilidad. De ese colegio tomó además noticias iniciales de los clásicos ingleses, leídos con gran reverencia. A los quince años conoció a su primer esposo, John Henry Koontz, de mirada inexpresiva y facciones regulares y sin chiste. A los dieciséis años se casó buscando estabilidad financiera y emocional, porque el novio pertenecía a una estirpe de rancheros tejanos, en una ceremonia civil y en una boda doble. Su hermano Gay contrajo matrimonio esa misma mañana y de acuerdo con la fe de los Porter, ofició un obispo metodista.

Tal experiencia matrimonial duró alrededor de nueve desdichados años,7 hasta que ella demandó por golpes y malos tratos. No quedó embarazada, aunque en sus diarios vinculaba la idea de fertilidad a la feminidad. Esta desencantada unión, en la que cada uno sacó lo peor de sí mismo, estableció el patrón de las relaciones amorosas de Katherine, la mayoría, tontas y humillantes. Vivieron en Houston, donde se bautizó católica el 5 de abril de 1910,8 y en Corpus Christi, que le gustaba por la situación de su bahía con islitas, sus leyendas de tesoros enterrados en el fondo del océano y su atmósfera "latina" a causa de una nutrida población mexicana. Procuró escribir poemas y concluyó un cuento primerizo titulado “El anillo de ópalo”. Además, leyó autores contemporáneos como Gertrude Stein, cuyos títulos encontraba en una librería donde la principal oferta eran los periódicos y revistas expuestos al frente. Finalmente, la separación matrimonial, que su padre aprobó, le hizo ganar su independencia con estrepitoso gancho al hígado de su golpeador marido y un papel firmado el 21 de junio de 1915. Divorciarse en aquellas épocas implicaba batallas terribles de oscuras consecuencias. Katherine quería dormir diez horas diarias y tranquilizarse. No regresó a su casa por carecer de ella. En Chicago se desempeñó como extra de cine y, baja de defensas, sufrió una seria enfermedad bronquial de las que solían aquejar a su familia.9 La internaron en un sanatorio para tuberculosos, donde, para distraer sus ocios, contaba relatos maravillosos a las recluidas, y con las reacciones observadas redactó su primer reportaje.

Tales tormentas marcaron el inicio de una carrera cuyos primeros pasos fueron notas sobre representaciones teatrales para la revista Crítica. A poco, juzgó saludable el clima de Colorado y decidió establecerse en Denver. Deseaba conseguir empleo, escribir cuentos, viajar fuera de los Estados Unidos, y entró a Rocky Mountain News, periódico de amplia circulación. Ahí redactaba una columna que iba de acuerdo con sus inclinaciones, “Let's Shop with Suzanne”, la cual le redituaba dinero extra y visitas constantes a los almacenes de la ciudad. El ejercicio periodístico le dio oficio y un estilo afinado; pero estaba convencida de que no importaban los hallazgos estilísticos sino lo que expresaran. Las excursiones a las tiendas con su sobrina Mary Alice, a quien quiso maternalmente y cuya muerte sufrió lo indecible, en diciembre de 1918, le inspiraron “Una historia navideña”, que la revista Mademoiselle publicó cuarenta años después, en 1958, en una edición de lujo como regalo para sus lectores.

Durante toda esta temporada, inconsolable, Katherine ahorraba dinero dentro de un guante largo de soirée. Se proponía ir a Nueva York y escribir tan bien o mejor que cualquier otro norteamericano. En Greenwich Village encontró por primera vez a un conjunto de bohemios que desafiaban convencionalismos sociales. Trabajó como publicista en Nueva Jersey quejándose por bajar y subir tres horas diarias en subways, trenes y autobuses; pero seguía acumulando visiones. Le servirían para publicar sus libros con la mayor hondura y profundidad que emplearía cuando estuviera lista. Pensaba que sus experiencias no se comparaban a las de otros viajeros que andaban por Europa y Oriente buscando temas fuera del entorno conocido y conforme a la moda del momento. Pearl S. Buck, ganadora del Premio Nobel en 1938, es una muestra entre los de habla inglesa y lo mismo se diría de Ernest Hemingway o Scott Fitzgerald. Referente al extranjero, Katherine sólo había mantenido contacto con personas de la comunidad mexicana del Village, entre las que se encontraban el compositor Tata Nacho, pianista de un cabaret del rumbo, y el artista plástico Adolfo Best Maugard, interesado en las culturas azteca y maya, cuyos rasgos ornamentales pretendía llevar a sus dibujos. Porter incluso logró que Diaghilev montara un ballet mexicano con la Pavlova como estrella, escenarios de Best Maugard, música de Carlos Castro Padilla y una historia de amor situada en Xochimilco escrita por la propia Katherin. A la Pavlova le agradaron los resultados e interpretó el ballet en diferentes teatros. Hubo una temporada triunfal en la Ciudad de México el año de 1923; pero la obra jamás se representó en Nueva York. Katherine compensó este desencanto con un aprendizaje sobre historia y folclore mexicanos, ganó la simpatía de algunos hombres influyentes y obtuvo un puesto en Magazine of Mexico, una revista patrocinada por banqueros estadounidenses. Dicho trabajo le requería a Katherine cruzar la frontera.

En la década de los veinte, y un poco antes, México terminaba una guerra que pretendía transformaciones sociales. Si conservaban la vida, los hombres que se habían ido a la “bola” regresaban lentamente a sus pueblos. Se organizaba el reparto de parcelas entre los campesinos. Desde el Ministerio de Educación, José Vasconcelos —el agrarista, como lo llamaba Xavier Villaurrutia— entregó muros a los pintores para hacer frescos extraordinarios. Se combinaron entonces el genio y la ideología de intelectuales y creadores plásticos decididos a cantar una Revolución triunfante explicando sus causas, efectos y resultados. Ocurrió una especie de eclosión cultural en que se valoraba la arqueología, la comida y las artesanías mexicanas. Se encomiaban las decoraciones populares usuales en las fachadas e interiores de carnicerías y pulquerías, los juguetes de cartón o lámina, los hierros forjados, la talla en madera, las capitulares de los libros de coro, las iglesias coloniales, la orfebrería, los grabados de Manuel Manilla y José Guadalupe Posada, los tejidos y bordados indígenas, los retablos en hoja de lata, los Judas disfrazados de generales cuyas cananas de cohetes estallaban el Sábado de Gloria, los títeres de barro, las máscaras, los muebles inspirados en viejos diseños coloniales y puestos en circulación por Jorge Enciso. La arquitectura proclamaba el hastío de la curva. Las publicaciones ostentaban editorialistas como Diego Rivera, Gabriel Fernández Ledesma, Agustín Lazo, Carlos Orozco Romero, Roberto Montenegro, Miguel Covarrubias, filólogos como Pablo González Casanova, padre, arqueólogos como Enrique Juan Palacios, poetas como Salvador Novo y Carlos Pellicer. Se fraguaba con optimismo un nuevo estilo de vida. Aparecieron mujeres que tomaron parte en las brigadas vasconcelistas de alfabetización y destacaron en distintos campos del quehacer nacional. Llegaron algunos extranjeros (pongamos por caso a los fotógrafos Edward Weston y Tina Modotti, al muralista Jean Charlot o al periodista Carleton Beals) atraídos por un movimiento tan rico y exultante, cuyos pintores podían darse el lujo de proclamar en medio de alardes públicos la concepción del arte más grande y políticamente mejor encausado del mundo.

Katherine Anne Porter vino varias veces a México. La primera vez fue en 1920. Sus lazos con Adolfo Best Maugard la relacionaron con Manuel Gamio, Jorge Enciso, David Alfaro Siqueiros y Felipe Carrillo Puerto; quien la llevó al Lago de Chapultepec y a bailar al Salón México.10 Entusiasmada con los cambios sociales y artísticos que estaban ocurriendo, halló asuntos vigorosos para cobrar aliento y redondearlos hasta el final. Sin contar numerosos artículos y apuntes con cuya venta se mantenía;11 sin embargo, fueron varios sus cuentos resultado de las primeras visitas: “María Concepción”, “Violeta virgen”, “El mártir”, “Aquel árbol”, “Judas florido”, “Hacienda”, escrito ya en pleno dominio de sus fórmulas narrativas, y algunos otros.

Por su época y sus concepciones estéticas, Katherine no pensaba siquiera en el feminismo o la “literatura femenina”. No hubiera entendido la conciencia de género o la idea de que las mujeres escribieran de forma distinta. Creía que todo escritor produce obras desde lo que es: su lengua, sus sueños, su clase social, sus lecturas, su pericia, sus vivencias, su manera particular de percibir las cosas. Consideraba, probablemente, que el género era un ingrediente más entre los muchos que componen la mirada del artista. Respecto a ella, por ejemplo, sus cuatro fracasos matrimoniales podrían ser explicados como consecuencia de haber asumido un destino literario anteponiéndolo a cualquier otro con sinceridad, con el deseo de adentrarse en situaciones y personajes para cumplir los propósitos planeados antes de iniciar un relato. Por casualidad, encontró en México los estímulos que necesitaba para ser cuentista. Había hecho, sin éxito, numerosos intentos previos, hasta que descubrió un argumento rico y estimulante y la manera de tratarlo; pero nunca entendió realmente las complejidades de una raza y una sensibilidad tan diferentes de las suyas. Se mantuvo distante, a la expectativa, afilada, advirtiendo cuanto se le presentaba y sin aceptarlo por completo. Pero al contarlo reflejó la atmósfera de una época que fijaría las evoluciones futuras de México durante el siglo XX. Si Katherine conservó siempre su condición de extraña paseándose en distintos ambientes de un país enigmático hasta para los propios mexicanos, no olvidó sus vivencias juveniles ni los rostros de sus amigos. Guardó una de las cámaras fotográficas de Tina Modotti cuando ésta fue expulsada al caer asesinado Julio Antonio Mella. Y en su magistral y extensa novela La nave de los locos (1962), construye grandes metáforas de los seres humanos sobre el planeta —quizás una alegoría de su propio destino— y presenta protagonistas cosmopolitas que conviven durante una travesía marítima que parte de Veracruz hacia Alemania.

Su primer cuento publicado, el año de 1922, fue “María Concepción”. En él reconstruye una anécdota que afirmaba haber presenciado cuando conoció a su protagonista echando tortillas sobre un comal caliente, rodeada por una barda de órganos espinosos. Completó incidentes con la ayuda de un arqueólogo aficionado, dueño de una tienda en las afueras de la Ciudad de México, William Niven,12 quien aparece en el texto con otro nombre. En su negocio, este personaje vendía cuentas de jade, pajaritos de barro, puntas de obsidiana extraídas de sus excavaciones, posiblemente de Teotihuacan —cosa que nos parece indignante y que los comerciantes, principalmente extranjeros, explotaron como un negocio jugoso. Katherine terminó la redacción de su texto en diecisiete días de intensos esfuerzos, al cabo de cinco versiones sucesivas, y lo publicó en la revista neoyorquina Century, de la que recibió un pago de seiscientos dólares. Desde entonces, aseguraba —faltando a la verdad, porque todavía tuvo tropiezos y rechazos—, los editores ya no le presentaban problemas. Aceptaban, decía, una tras otra sus historias, incluso las que todavía no terminaba.13

“María Concepción” nos involucra a las primeras de cambio retratando a una joven empeñosa, enérgica, religiosa y capaz de cumplir felizmente cualquier negocio. Estimada entre sus vecinos al grado de que, llegado el momento, la defendieron formando un círculo en torno suyo. María Concepción no se doblegaba bajo el peso de doce gallinas vivas, amarradas por las patas y colgadas sobre su hombro derecho. Pulcra, cobijada con un rebozo azul, caminaba cargando además canastas de comida para su marido y otros peones ocupados en cavar zanjas en una exploración arqueológica comandada por un norteamericano. Estaba embarazada, orgullosa de haberse desposado por la iglesia, pagando ella los costosos trámites y arreglos. No sabía que le aguardaban el abandono, el odio y el crimen; aunque finalmente, con ayuda del pueblo entero, recuperó sus privilegios de esposa que ya había sufrido la prueba del desencanto.

Katherine delinea a sus personajes en el momento preciso y con la importancia adecuada para que su tensión narrativa no pierda fuerza. Alude a los alzados que todavía se incorporaban en las guerrillas, habla de los sorprendentes descubrimientos de nuestras ciudades enterradas, critica la falta de leyes para protegerlas. Se involucra con curanderos y campesinos descalzos que al parecer no temen morir. Intenta interpretar el inmenso enigma de espíritus y costumbres en su opinión “primitivos”. Es una visitante tomada por la sorpresa. Y logra relatos lo suficientemente emotivos para sugerirnos varias interpretaciones. ¿Había leído a Katherine Mansfield, aún poco conocida en Norteamérica?14 De cualquier modo, con sus historias ambientadas en México abría, casi simultáneamente, las técnicas y lineamientos del cuento moderno.

En su primer viaje hizo amistad con el poeta nicaragüense Salomón de la Selva, quien le dijo que había planeado seducir a una jovencita. Katherine lo escucho disgustada; pero alivió su molestia redactando “Violeta virgen”, publicado en Century, en diciembre de 1923. El relato describe interiores art-déco, jabones perfumados, el bosque de Chapultepec, automóviles transitando por la colonia Juárez y loros enjaulados en los puestos de los mercadillos o directamente ofrecidos en venta por los indígenas que los atrapaban. Enfoca a la clase media mexicana, de ojos azules, piel blanca y nariz afilada, que inculca a las niñas de los años veinte atavismos religiosos de una educación monjil. Esa clase media permanece convencida de que cualquier mujer cumple sus aspiraciones arrastrando velos blancos entre acordes nupciales. Katherine reconstruye incluso diálogos llenos de diminutivos que simulan una exquisita ternura ajena a cuanto ocurre fuera de la casa. Con perspicacia, malicia y sutileza, muy a lo Mansfield, prepara pausadamente su final abierto y construye un asunto soñado por muchas escritoras: “Plasmar los sentimientos de quinceañeras ardorosas, las apetencias femeninas despertando de sueños infantiles, los desconciertos adolescentes ante el impacto del primer beso amoroso”. Y, como sucede con “María Concepción”, el escrito es más rico e inspirador incluso que la idea original.

“El mártir” apareció también en Century, en 1923. Describe a un muralista enamorado de su modelo,15 por quien se mata comiendo desesperadamente para calmar sus angustias, hasta que sufre un paro cardíaco después de una tamalada en el café Los Monotes.16 Por su gordura y sus apetencias, el personaje recordaría a Diego Rivera. No por su desapego a la propia obra y a otros rasgos de su genio. En cambio Ramón, que hacía caricaturas de muchachas bonitas y las publicaba en revistas de modas, se basa claramente en Miguel Covarrubias, amante ocasional de Katherine —con quien, en compañía de Manuel Rodríguez Lozano, quiso organizar una exposición itinerante de nuestra plástica, aunque por falta de fondos acabó por vender las obras en Los Ángeles, a coleccionistas particulares encantados de comprar cuadros que pusieran notas verdes y anaranjadas en las paredes de sus nuevas mansiones.

Katherine partía siempre de experiencias personales inmediatas y retrataba camaradas y conocidos con mayor o menor fidelidad. Carleton Beals, captado por la lente de Tina Modotti en su varonil y decidida apostura, inspiró “Aquel árbol”, cuya escena se sitúa en el restaurante del Hotel Regis y traza una imagen psicológica: el dubitativo especialista en revoluciones latinoamericanas, a pesar de matrimonios y amoríos, sigue anclado a su tonta mujercita oriunda de Minneapolis, incapaz de entender nada de nada, con quien ha vuelto a casarse porque él es igual. Beals no queda bien parado, en cambio la autora pone el dedo en la llaga de los extranjeros despistados ante nuestra manera de ser y comportarnos.17

“Judas florido” le gustaba a Katherine por su valor autobiográfico. Descubrió el tema de manera sorprendente, según me dijo, y como ocurre casi siempre:

Contemplando a una muchacha norteamericana que enseñaba inglés a las afueras de la Ciudad de México. Era adorable, correcta en sus maneras y hermosa físicamente. Trataba a los niños con cariño. Un hombre que se hallaba cerca la miraba con insistencia tocando la guitarra. A primera vista la escena parecía muy inocente; pero descubrí en ambos una serie de sensaciones complejas. “Judas florido” no pretende pintar México ni retratar a una sola persona. Para construir mi personaje recurrí a cinco o seis mujeres distintas. Para el masculino a seis o siete hombres y mi cuento intentaba decir que debemos ser fieles a nuestras convicciones, mantenerlas incluso por encima de todo. La muchacha de la que me ocupo no supo hacerlo y el hombre no conocía siquiera sus ideales. Quería ser patriota y revolucionario siendo un explotador parásito de la sociedad. La joven a pesar de su buena fe no supo entender lo bueno y lo malo que le brindaban un país y una cultura distintos a los suyos… Me caló la situación, me llevó a escribir y comprender que el valor es la más importante de las cualidades en esta vida.18

De regreso a Nueva York, Katherine volvió a casarse. Esta vez con Ernest Stock, quien le contagió una gonorrea. Le extirparon la matriz y así acabaron sus esperanzas de tener hijos, pero no su compleja vida sentimental. Se ligó a Matthew Josephson, once años menor que ella, que la admiraba y quien posteriormente la describió —pequeña, de voz pausada, de antiguos modales efectistas— y le aconsejó reunir sus historias mexicanas y mandarlas a un editor: Harcourt Brace. Aunque Katherine aseguraba que había escrito varias de una sentada, solía reconstruirlas sin desanimarse, y logró terminarlas y enviarlas a la editorial. Después de algunas exclusiones y modificaciones,19 salió un libro limitado a 600 ejemplares que le dejaron 100 dólares de regalías.20

A finales de abril de 1930 se embarcó en La Habana rumbo a México. Se relacionó nuevamente con sus amigos. Carleton Beals y su esposa la acompañaron a Xochimilco, Cuernavaca y otros lugares de interés turístico. Alquiló primero un departamento en el centro de la ciudad lleno de plantas y amueblado con artículos comprados en el Monte de Piedad. Los resultados la entusiasmaron al punto de enviar cartas en las que invitaba a constantes huéspedes, multiplicados al mudarse a una casa de Mixcoac, donde pararon Hart Crane, poeta maldito víctima del homosexualismo y del alcohol, que se suicidó un año después, y Eugene Dove Pressly, quien sería su tercer y mejor esposo. Katherine cocinaba, ofrecía fiestas y durante seis meses de esterilidad literaria se divirtió tomando clases de música con Pablo O'Higgins y se angustió por su indisciplina. En una de sus reuniones, Moisés Sáenz le regaló un bello rosario de plata; en una más, conoció al director cinematográfico Serguéi Eisenstein, quien filmaba ¡Qué viva México! (1931) y la invitó a la hacienda pulquera de Tetlapayac, en el estado de Hidalgo, para atestiguar los avances.

Katherine estuvo allí, pero, como acostumbraba, únicamente tomó notas y apuntes. Hizo una especie de reportaje cuentístico estructurado muy a la moda actual, en que los géneros se contaminan, y lo publicó bajo el título de “Hacienda”. Tiene un interés histórico porque aporta una visión subterránea durante el rodaje de la legendaria película, concebida en cuatro episodios que pretenden la riqueza de una sinfonía o la monumentalidad de una decoración mural. Eisenstein se apoyaba en su ayudante Gregori Alexandrov y en su camarógrafo Eduard Tisse. Su fama auguraba un prodigio fílmico. Agustín Aragón Leyva y Adolfo Best Maugard fueron sus consejeros especiales, y en viajes cortos y esporádicos disfrutaban el apabullante escenario de vastas llanuras sembradas de magueyes, y se hospedaban en la casa grande, construida con amplias alcobas, patios generosos y enormes galeras para los tinacales. Utilizarían también el abundante material tomado en Yucatán y el Istmo con intenciones de articularlo desentrañando nuestros complejos misterios arqueológicos que, bien lo sabemos, desconciertan a los viajeros por su naturaleza variada y enigmática y por sus diversos tipos humanos. Además de las costumbres, las tradiciones, los símbolos intrincados, quería consignarse el pasado indígena y colonial, el deslumbrante barroco de ángeles, racimos de uvas y diablos estofados. No se omitían los complicadísimos elementos del mestizaje místico, ni el ceremonial precolombino salpicado de sangre y muerte en los sacrificios ancestrales, en los cristos escarnecidos y en las corridas de toros. Se trataría de coordinar una gran cantidad de secuencias.

Nunca emplearían actores profesionales, sino personas comunes y corrientes. Y planeaban terminar esa parte en tres o cuatro semanas viviendo en la hacienda hospitalaria, gozando de absoluta libertad. Se fotografiaba a pleno sol para conseguir claroscuros intensos y contrapuestos. Si amanecía nublado se suspendían las tomas; pero la temporada fue avara en días soleados. Y los cineastas aprovechaban las horas consignando escenas en cientos de tarjetas con las que se atestaba un archivero.

Localizaban elementos característicos de la vieja arquitectura rural, amplios portones, cocheras, almenas o modalidades interesantes del panorama árido y agresivo. Por las tardes, la casa grande se llenaba de visitantes, algunos huéspedes jugaban ajedrez o planteaban discusiones estéticas. Alexandrov tocaba al piano canciones sentimentales y Eisenstein dibujaba exquisitos autorretratos encerrado en su habitación.21 Por supuesto, los costos estipulados antes de iniciar el rodaje subieron como la espuma, lo que desesperó a los productores y el magnífico proyecto quedó en excelentes y dispersos fragmentos que no se orquestaron.

Katherine disfrazó los nombres. Hubiera sido mejor que no lo hiciera: el escrito tendría más valor histórico contundente; pero dejó un sagaz testimonio de la locura en torno a esta notable filmación. Dispuesta a fijarse en detalles pequeños y significativos, “Hacienda” fue una suma de sus experiencias sobre México. Las demás historias concretaron aspectos más singulares: “María Concepción” ahonda en el problema de los indígenas explotados; “Violeta virgen”, en los ricos conservadores; “Judas florido” revive aspectos ocultos del movimiento político posrevolucionario; “El mártir” enfoca con cierta ironía mal asentada los mitos pictóricos; “Aquel árbol”, a los corresponsales de los que había montones trabajando para publicaciones extranjeras. En “Hacienda” conjugó todo. Como Eisenstein, que imitando un sarape de Saltillo se propuso franjas de colores chillones para capturar diferentes estratos sociales casi imposibles de juntar, Katherine Anne Porter sintetizó un microcosmos: la producción pulquera, norteamericanos ricos exponentes del capital, artistas locales, a los que nombró Carlos y Betancourt, inspirados en Castro Padilla y Best Maugard, intelectuales indiferentes que conservaban una actitud de no pertenecer a ningún lado.

“Hacienda” es uno de sus pocos cuentos escritos en primera persona; enfatiza sus últimas conexiones con México en un consabido ritmo rápido y brillante, una prosa astuta y un desencanto evidente al comprobar que la lucha armada no había tenido mejores resultados. Los ricos continuaban gobernando propiedades soberbias y los pobres seguían conformándose con que las milpas crecieran para no morirse de hambre. Además, estaba harta, con los ansiados estímulos momentáneamente agotados y sufriendo esa melancolía que nunca la abandonaba e impulsaba a viajar y a no quedarse demasiado en un mismo sitio. “Era imposible permanecer hasta mañana en aquel ambiente letal”, consignó en una de las frases finales proponiéndose la huida.

En Veracruz, un norte iracundo derribó varios árboles y postes de luz e interrumpió el curso de los elevadores en los hoteles; pero no impidió que Katherine, acompañada de Pressly, se embarcara en el SS Werra hacia Francia.


Cuando Katherine Anne Porter leía El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, anotó en los márgenes del libro las impresiones de una boda. Convirtió en concretas ideas abstractas y tesis que darían cuerpo y voz a un movimiento feminista justo y necesario como el canon de la misa católica, pero aunque nadie lo ignora, nunca fue una feminista ni convicta ni confesa y tampoco practicante. Procesaba mentalmente conceptos filosóficos, los repensaba, y para ella resultaba natural relacionarlos con los actores y detalles principales de la ceremonia a la que había asistido, en la que observó al novio radiante, el vestido de la desposada, los padrinos de ambos y a una serie de niñitas cargando canastas llenas de pétalos esparcidos como lluvia de rosas. El ejemplar del libro existe, junto con los apuntes que inspiró, entre otros papeles conservados en el fondo de manuscritos de su obra y que consultan los estudiosos. Se llama Katherine Porter Room y está en la Universidad de Maryland, dentro de la Biblioteca McKeldin, donde se encuentra también una serie de fotografías. Incluso muchas tomadas por ella misma durante su estancia en México con una cámara que perteneció a su amiga Tina Modotti; además, hay retratos suyos de Henri Cartier-Bresson y otros de George Platt; medallas, reconocimientos, doctorados honoríficos de otras universidades, actas matrimoniales, avisos de divorcios y el conjunto general de sus papeles; pero esa boda y las notas al margen del volumen podrían descubrirnos los métodos que usaba para escribir. Era esencialmente una hacedora de cuentos que culminaron en su célebre novela La nave de los locos —traducida por algunos como La nave del mal, atendiendo a simbologías medievales—, que le valió su mayor éxito, el cual persiguió durante 22 años trabajando a intervalos. Las primeras críticas periodísticas fueron adversas, y sin embargo triunfó definitivamente al sobrevenir la versión cinematográfica y las múltiples ediciones subsecuentes.


Mientras esto ocurría, Katherine se mantuvo, de alguna manera ya lo dije, casi 60 años dando cursos, pergeñando reseñas, artículos políticos, páginas comerciales, corrigiendo textos ajenos y dictando conferencias —como “Defensa de Circe”, ante un grupo de oceanógrafos encantados de oírla conjugar ciencia marítima con la poesía de los mitos griegos. Aceptó, además, varios empleos inexplicables. Fue actriz, maestra de baile, cantante de antiguas baladas escocesas. Por ello, cuando pudo, formó una pequeña fundación para ayudar a escritores serios que practicaran la literatura artísticamente y, a pesar de hacerlo, aceptaran encargos para sostenerse y pagar el pan de cada día.

En un oscuro y difícil proceso, redactaba narraciones. Frente a ellas, todos sus demás esfuerzos, incluso algunos brillantes, perdían importancia y nunca le hubieran proporcionado el lugar que ocupa en la literatura universal; porque en vez de ser una mujer de pensamiento filosófico era una narradora que respondía a intuiciones y estímulos. En sus entrevistas aseguraba que fraguaba tramas mentales hasta sin saberlo.

Tenía un hambre insaciable de admiración y reconocimiento, quizá porque nunca tuvo los hijos deseados, todo lo apostó a la carta de su carrera y no estaba muy segura respecto de su propio genio; sin embargo, sabía crear atmósferas basándose en singularidades que cobraban importancia a la hora de plantear el desenlace, y parte fundamental de sus relatos salía en sucesivas ediciones. A manera de baraja, los combinaba reuniendo unos y dejando fuera otros, así lo hizo desde su primer libro; pero seguramente por sus hondas raíces autobiográficas incluía siempre “Antigua condición mortal” y “El viejo orden”. Por fin, los Cuentos reunidos de Katherine Anne Porter, integrados al catálogo de Harcourt en 1965, los reúne todos. En la presentación de esta edición dijo: “Despedirse es morir un poco (en todos los idiomas que logro leer); sin embargo, mi adiós a estas historias resulta feliz, constituye una renovación de su vida dejarlas prolongar su tiempo bajo el sol, y eso es más de lo que cualquier artista espera”.22 Las consecuencias fueron los merecidos y ya citados premios.

Según ella, no se había propuesto una carrera literaria, pero paradójicamente fue obstinada y persistió, con intermedios y distracciones, hasta el 18 de septiembre de 1980, cuando recibió, dos días antes de su muerte, los primeros ejemplares de su ensayo sobre Sacco y Vanzetti, The Never-Ending Wrong, dedicado a William Wilkins, su último secretario y amigo sentimental, cuarenta años menor, quien con una enorme paciencia la ayudó a continuar su carrera o al menos a mantenerse con la ilusión de hacerlo.

Katherine Anne leía mucho y procuraba estar al tanto de lo que publicaban sus contemporáneos; aunque aceptaba pocas influencias y negaba las que le atribuían, citaba autores que había descubierto en la biblioteca de su familia: Dickens, Scott, Thackeray, Milton, Pope, Dante, Shakespeare, el diccionario del doctor Johnson. En cambio, se consideraba deudora de Lawrence Sterne por Tristram Shandy y su virtuosa pericia para que el gran estilo pareciera algo tan sencillo como una copa de agua bebida en una tarde veraniega; además, reafirmaba su inclinación por dos autoras alejadas de sus propias fórmulas, Charlotte Brontë y Virginia Woolf, con Cumbres borrascosas y Al faro, respectivamente, novelas, en su opinión, perfectas. Perfectas también en la opinión de generaciones involucradas con las letras...

Convencida de que un profesional considera indispensable el dominio técnico, equilibraba la balanza admitiendo que el don literario es una predestinación divina y quizá un talento heredado. Afirmaba que en su familia tenían notables escritores de epístolas y narradores orales. En varias entrevistas sacaba a relucir esto en plural, no mayestático sino que abarcaba una tribu familiar. Su “nosotros” abrazaba a la parentela de la que formaba parte, se sentía orgullosa, y repetía su historia en conversaciones íntimas y en muchos cuentos. Decía que O. Henry (William Sidney Porter) era primo segundo de su padre, y presumía a Horace Porter porque durante sus ocho años de embajador en París buscó los huesos de John Paul Jones, héroe de la Independencia Norteamericana, pesquisas que le sirvieron para redactar un volumen curioso. La ampulosidad de Katherine en tal sentido estaba ligada a su índole más entrañable, a pretensiones y frivolidades nunca despreciadas, como si la sostuviera una eterna y burbujeante conciencia de singularidad; como si haber crecido en la pobreza y en un clan donde se hablaba de tiempos gloriosos con caballos cepillados, algodonales, fincas y demás esplendores, la hubiera inclinado a las posesiones materiales y al boato. Eso explica su extravagancia al adquirir, tan pronto tuvo el dinero necesario, esa soberbia esmeralda de veintidós quilates rodeada de brillantes que llevaba en el dedo. Lo había anhelado desde niña viendo las joyas de su tía Ione. Aparte, montó una casona llena de antigüedades en la que invirtió parte del éxito económico que le dio el cine.

Igual que otras literatas distinguidas, como casi todos los seres humanos, tenía virtudes y contradicciones. Le costaba mucho estar tranquila, no conservaba amistades profundas salvo, quizá, con algunos familiares. ¿Había idealizado al Adán de la vida real que inmortalizó en su novela corta “Pálido caballo, pálido jinete” con el que quizá pudo entenderse verdaderamente? Resultaba imposible saberlo, incluso para ella misma, porque las uniones de la vida real son más complicadas aún que las de papel y tinta. Quedó atrapada en un patrón emocional que se repetía cada cinco años y culminaba en relaciones con hombres que pasaban por su vida sin dejar en apariencia demasiada huella, pero sí el deseo de buscar un sustituto; lo cual duró hasta un último idilio platónico con su abogado, Barrett Prettyman, que coleccionaba autógrafos de autores famosos y la ayudó a redactar sus disposiciones testamentarias mientras ella le escribía cartas rubricadas “con amor y ansiedad” antes de la firma. Incluso a los setenta y ocho años le redactó estas líneas: “…Si te sientes inseguro, lo tomo a desdén porque dices que no distingo de otro a un hombre guapo apenas lo veo: para mí eres el más delicioso y atractivo que nunca he conocido y amo cada rasgo de tu rostro”.23 Creía que al enamorarse se experimenta un estado de elevación espiritual. En consecuencia, se volvía más fácil cualquier tarea, incluso escribir. Y con el mismo criterio tomaba decisiones para resolver momentáneamente esa depresión que arrastró toda su vida a pesar de que sabía ocultarla con una chispa aparente y actividades imparables ya aludidas: viajaba, cambiaba de domicilio, dictaba conferencias por las que cobraba tarifas irregulares, pues “según el sapo era la pedrada”, y solía conformarse con cincuenta dólares. Quería mucho a sus sobrinos, se empeñaba en inculcarles sus pasos y se enfurecía, por ejemplo, si a uno de ellos no le daban en la representación escolar el papel de Daniel Boone, el famoso colonizador del Oeste; empeñada como estaba, sin mucha razón y como recalcan todos sus estudiosos, en considerarlo su antepasado, sabiendo que tal vez era una más de sus invenciones, pues no existían ni existirán pruebas al respecto. Así estiraba las ramas de su árbol genealógico hasta George Washington y la sociedad de los Cincinatos. Y luego, con una sinceridad conmovedora olvidaba lo dicho y afirmaba que no tenía demasiadas ambiciones en ningún sentido.

La abuela que la crió ocupaba un sitio de honor en sus recuerdos. Sus cuentos varias veces giraron en torno a esta vieja matriarca, eje del grupo formado por caballeros de levita y damas almidonadas. Y la abuela, con sus claros ojos hundidos en las cuencas de una calavera apenas revestida por restos de piel apergaminada y un cuello sostenido en un delgadísimo resorte, sobrevive, entre otros documentos, posando vestida con cofia negra, enlutada y ostentando su capacidad de mando gracias a la certeza del deber cumplido, sin experimentar dudas, aferrada a la idea de que las normas establecidas le señalaban decisiones convenientes. Katherine dejó su versión de ese retrato al decir: “Debajo de aquel tocado, su anciano rostro pálido de rasgos firmes, mostraba una calma majestuosa”.24 Tendía así las líneas necesarias para pintarnos una personalidad apegada a costumbres jamás quebrantadas y una firme voluntad capaz de fincar tres ranchos en tres estados de la Unión Americana: Texas, Louisiana y Kentucky. Describía a una mujer de hierro que inspiraba en sus nietos emociones complejas. En su relato “La fuente” se permitió confesar sentimientos encontrados con habilidades muy suyas para mostrar ambas caras de una moneda. Dijo:

…era como la única realidad en un mundo que, faltando ella, les parecía desprovisto de orden y refugio, ya que su madre había muerto hacía ya tanto tiempo que sólo la mayor de las niñas la recordaba vagamente. Pero tenían también la sensación de que la anciana era tiránica y deseaban librarse de ella.25


A sí misma se consideraba vivaracha, berrinchuda, ultrafemenina, preguntona, y redactaba estampas con una prosa cuidada y eficaz. Decía convencida: “hay que hablar sencillamente en un lenguaje que entienda un niño de seis años y que sin embargo conserve matices, implicaciones y atractivos para la inteligencia más elevada”.26 Recordaba a su difunta madre, a su padre y hermanos, a su larga parentela. Se embarcaba en una ensoñación y reconstruía episodios de su niñez destinados a la página literaria, alzando la vista en “El circo”, describió unos tablones sostenidos por vigas transversales que formaban un óvalo. Luego, rindió su impresión periodística en un excelente texto de esas imágenes fotografiadas por Tina Modotti, las carpas que tanto gustaron a los poetas estridentistas y que María Izquierdo pintó con sus animales y trapecistas.

Pero, el circo de sus primeros recuerdos confesaba que le había causado terror con sus payasos de cejas picudas, cuya sonrisa fingida escondía la sordidez del mundo. La asustaron los alambristas que emocionaban al público amenazando con estamparse sobre la pista. Y la niña que generalmente amaba las sedas y los anchos cinturones de satén abandonó el espectáculo a grito pelado; colgada del brazo de su criada negra, Dicey, quien se fue enojada por dejar tan magníficas diversiones, que constituían una oportunidad de esparcimiento irrepetible, y la recriminaba por tomar en serio los alardes de cuerpos descoyuntados que sabían equilibrar su peso desde el centro de la arena o por esquivar a los enanos de barbitas lanosas y ojos dorados y mansos. Esta narración profundiza en el abismo del alma infantil con una segunda lectura.

Sureña por tradiciones, Porter no condenaba la esclavitud o al menos la entendía de modo peculiar, cosa que la obligó a dar explicaciones sobre algunos cuentos como “El testigo”, cuyo personaje principal es un esclavo convertido en criado, lo mismo que varios trabajadores del rancho de su abuela; sin embargo, un personaje, tío Jimbilly, no olvidaba el esclavismo, los azotes con correas de cuero sobre las espaldas de los rebeldes, el pellejo y la carne separados de los huesos. Katherine exponía hechos sin dar juicios. Quizás así manifestaba su opinión; pero jamás se hubiera imaginado que Obama llegaría a ser presidente de Estados Unidos, y se preocupaba, más que por las injusticias cometidas contra una raza, por la verosimilitud de los diálogos a cargo de un viejo gastado y chocho. Sostuvo siempre que sus raíces familiares y parte del encantador ambiente en que se había criado y que le proporcionaba una veta invaluable de la cual extraía motivos de inspiración para señalar algunas actitudes de sus personajes, la acostumbraron a ver el asunto esclavista con naturalidad. Incluso por referirse en la revista Time (28 de julio de 1961) a los maravillosos esclavos y compañeros, recibió una carta airada de Pauline Young, perteneciente a la Organización Nacional Pro Mejoras de la Gente de Color, señalándole que no se reconciliaban ambos términos; sin embargo, en “El viejo orden” Katherine sintetizaba la vida de su abuela en unas cuantas líneas y enfocaba sus lazos con Nannie, una negrita que le habían regalado como compañera de juegos. Ambas mantuvieron lazos profundos y amamantaron a numerosos hijos. Se vincularon entre sí guardando las distancias consabidas y compartieron penas y alegrías. Durante su vejez disfrutaron ocios dedicándose a una labor tradicional en esa parte del planeta: cortaban trozos de tela con formas de triángulos, tiras y cuadros para unirlos luego a lienzos de terciopelo o tafetán. La seda amarilla del forro constituía el final de una labor antes de guardarla en un baúl. Esa unión de parches convertidos en colchas o cojines era el pretexto cotidiano al invocar un destino que hubiera sido amargo para las dos de no haberse tenido una a la otra. Indagaban causas que habían regido el desarrollo de sus vidas sin rebelarse ni esperar respuestas. Mientras sus manos ensartaban agujas y elegían materiales, reconstruían los momentos más sobresalientes relacionados con amigos y conocidos. Aceptaban la infancia como un periodo de preparación para la edad adulta, en la que se habían dedicado, sin desviaciones de ningún tipo, a educar hijos o nietos o cualquier infante que hubiera quedado bajo su tutela. Como subtema, en ese texto de gran aliento por su extensión y sus propósitos, surge un esclavismo “benévolo” y atroz con negros tendidos bajo los árboles, jugando seven up y comiendo sandías durante el verano; con Nannie, que se somete sin chistar a la voluntad de su ama y la escucha reverente hasta el día en que la esclava cayó muerta pisando el umbral de una puerta cuando visitaba a su nuera.

Katherine describía las historias entrelazadas desde la óptica de los hacendados sureños que perdieron tierras y liberaron por ley a sus trabajadores, manteniéndolos cerca como iletrados carentes de privilegios. Esta situación vuelve a manifestarse en “La última hoja”. Nannie, exhausta por haber asumido cargas cada vez más pesadas, solitaria, silenciosa y encorvada, se quejaba al anochecer pidiéndole a Dios el descanso eterno. Había obtenido una cabaña desocupada en la granja, allí fumaba una pipa de maíz y vendía sus costuras. De ser una esclava liberada pasó a ser una anciana bantú. Se mantenía sentada en los peldaños de la entrada para respirar tranquila rehusando unirse nuevamente al tío Jimbilly, su marido y padre de su prole por disposiciones de sus patrones. Y lo más curioso es que Katherine, una escritora tan capaz de adentrarse en los sentimientos humanos, se asombrara porque la anciana dispusiera sus últimos meses como se le diera la gana.

“La sepultura” se basa en un juego compartido por su hermano Paul, cuando la supuesta riqueza familiar había desaparecido junto con algunas hectáreas vendidas por necesidad. Vestían percales e iban al cementerio familiar, que exhibía siniestros agujeros rodeados de rosales enmarañados y arbustos descuidados. Se metían dentro de algunas tumbas excavadas y vacías y desmoronaban la tierra entre las manos para buscar tesoros. Katherine descubrió una paloma de plata que había sido cabeza de tornillo de algún ataúd; Paul, un anillo barato. Los rifles Winchester, que desde temprana edad usaban para cazar animales indefensos, reposaban cerca, dispuestos a tomar su papel decisivo en la anécdota desenlazada con el asesinato de una liebre encinta. Los gazapitos cubiertos de sangre no lograron nacer y los hermanos guardaron por años una vergüenza que los alejaba y unía con un secreto compartido. Miranda, su alter ego, fue la manera como se autonombró repetidas veces; lo recordó mucho después en algún pueblo mexicano, cuando un vendedor le puso enfrente su charola llena de masitas azucaradas con forma de pájaros, corderos, cerditos y conejos. De clara índole autobiográfica, “La sepultura” le sirvió para exorcizar esa experiencia.

Sostenía que un estilo se encuentra con reglas inventadas, sin imitar a nadie, porque las huellas digitales señalan el camino de una persona y no se parecen a las de ninguna otra. Estaba convencida de que sus contemporáneos eran —como ella misma lo era— individualistas discutidores, siguiendo rutas trazadas en beneficio de su obra. Aseguraba que no se puede ser artista y trabajar colectivamente, que el creador enfrenta sus metas de manera personal. Afirmaba también que nada carece de significado y que debía ofrecer su propia idea del mundo, pues en su opinión un buen cuento debe tener dos o más lecturas, como lo demostró siempre: la escrita en letras de molde y las que quedan revoloteando en el espíritu de quienes leen, que los detalles mínimos y fugaces inadvertidos para el común de las mortales esconden sentidos ocultos y únicamente un artista logra rescatarlos. Buscaba, pues, sus estímulos, su universo creativo, a pesar de conceder mucho tiempo a sus amoríos, fiestas y viajes. Por todo eso, no dio a las prensas escritos iniciales ni procuró que circularan entre allegados suyos, considerándolos carentes de valor. Hasta que publicó un primer cuento. Después —era otro de sus mitos— no cambiaba palabras y se atenía a los elogios o al rechazo. Detestaba que la consideraran una estilista a pesar de su destreza. Argüía que el estilo es una emanación propia. Sus mejores páginas demuestran una notable capacidad y describen sabiamente las muchas experiencias que le pertenecían y recreaba. En su infancia y primera juventud encontró repetidas veces motivos de inspiración. “Antigua condición mortal” señala ya su incuestionable maestría. Dividido en pasajes, que complementan entre sí varias visiones sobre una de tantas consejas familiares, cuenta primero (1885-1902), la breve historia de su tía Amy, una belleza caprichosa muy celebrada por sus contemporáneos que casó con su eterno enamorado y primo segundo llamado Gabriel y murió misteriosamente a las seis semanas de la boda —en la que no vistió de blanco. ¿Suicidio? ¿Tuberculosis? ¿Descuido? ¿Pérdida de la inocencia? La pregunta queda en el aire, donde se desvanece todo lo sólido. Nadie se ocupa de aclararla porque las cosas son más fáciles cuando el tiempo las desdibuja lentamente y las disfraza. Lo fundamental es, tal vez, el contrapeso de los silencios. Lo que expone y lo que calla consiguen la misma importancia, revelan un enigma y a la vez hablan de nuestra inevitable condición mortal; sin embargo, en los años que el relato abarca, se entendía como regla de honor el cerrado panorama de las mujeres que debían casarse vírgenes o tomar un compañero poco deseado cuando ellas ya no lo fueran. Todo se insinúa con pinceladas tenues bajo la avidez de Miranda, que andaba por distintos lados, con su hermana cómplice, tratando de entender cuanto la rodeaba, de interpretar lo que oía, de aprender patrones de belleza y conducta.

Katherine permaneció fiel a esos primeros estímulos y pasó el resto de su existencia modificándolos en su fantasía, adaptándolos a sus necesidades estéticas, otorgándoles un aura, magnificando la riqueza e importancia familiares desaparecidas casi por completo antes de su nacimiento. Sus orígenes la marcaron, aunque todavía siendo menor de edad se fugó para aceptar un matrimonio prematuro e inconveniente del que pudo zafarse pronto y al que no se refirió sino en “Antigua condición mortal”, porque trabajó ese cuento largo como una de las colchas cosidas por su abuela, en la que en cada parche enfocaba a sus parientes y el forro de seda amarilla representara la revelación final. Le permitió decir, hablando de sí misma: “Sabía ahora por qué se había evadido hacia el matrimonio, y sabía además que iba a evadirse también del matrimonio, y que no iba a permanecer junto a nadie que fuese una amenaza de limitación para sus propios descubrimientos…”.27 Los otros pasajes de este cuento ocurren en 1904 y 1912. El segundo tiene estructura circular. Miranda había cumplido doce años y, junto con su hermana María, salió del colegio para ir con su padre al hipódromo. Entonces conocieron al comentado tío Gabriel, un maltrecho jugador empedernido y borracho cuya apariencia rompía los esquemas románticos que se habían hecho. Gordo, con los cachetes colgantes, iba mal trajeado y tenía ojos vencidos y risa melancólica parecida a un lamento. Se había vuelto a casar. Añoraba a su esposa muerta, fabricaba la desdicha constante de la segunda, y el día del encuentro ganó una carrera que pagaba cien a uno las apuestas gracias a las patas heroicas de una yegua que terminó con hemorragia nasal y el corazón a punto de estallarle. Prueba de que a Gabriel los premios gordos se le presentaban una sola vez y fugazmente.

En la tercera parte, Miranda había cumplido dieciocho años y recorrido los primeros escalones de su vida adulta, usaba argolla matrimonial y viajaba para asistir a las exequias del mismo tío que sería enterrado en Texas junto a su querida Amy, para rematar a su viuda con el episodio postrero de la infidelidad. En el trayecto en tren, Miranda encontró a la solterona prima Eva Parrington, cuya desventura fue tener dos enormes dientes frontales y una barbilla huidiza que intentaba contrarrestar convirtiéndose en maestra de latín y sufragista. Su apoyo al voto femenino le había valido cárceles y un resentimiento que brotaba a la menor provocación. Los comentarios revelan que Amy había desposado a Gabriel porque ya no era una señorita decente,y para suicidarse se bebió el frasco de la medicina que tomaba contra la tisis. Establece así un juego de espejos y curiosamente todavía se dejan muchas interrogantes a cargo de los lectores. La figura de Eva es un estereotipo que al basarse en realidades de la época adquiere originalidad. Originales son también los símiles; eficaces los diálogos, preciso el lenguaje, atinada la síntesis con la cual Katherine Anne Porter plasma personajes desenvueltos que transitan frente a nosotros convertidos en figuras de carne y hueso. Encuentra la palabra exacta y se sirve de ella para el escueto trazo psicológico o la pintura de escenarios. Un par de frases agudas y bien pensadas señalan el traqueteo de los vagones, los rechinidos de una tela, la humedad opresiva del pasillo, el diente mocho de una peineta en cuya cúspide tiembla una mariposa. El rechazo a su prima, vista con antipatía, no le impidió luego aseverar que la mente femenina y la masculina por lo regular entienden las cosas de manera diferente, ni dolerse de que cuando criticaban sus desatinos la consideraran típicamente mujer, y al comentar sus aciertos dijeran que parecía hombre. Lamentaba la educación dispersa que recibían las muchachas, la tendencia a mostrarse disponibles y prestar servicios cada vez que eran requeridas, y atribuía al género que le había tocado en suerte el haberse llevado tantos años en terminar una obra extensa, refiriéndose a La nave de los locos. ¿Había ya leído entonces El segundo sexo? ¿Quién podría saberlo? Pero su propia experiencia la impulsaba a decir lo que decía.

Solía escribir de un tirón las primeras versiones de sus narraciones, esa sentada podía durar catorce días en el caso de “Antigua condición mortal”; sin embargo, era imposible que se tratara de reglas matemáticas: algunos de sus relatos requirieron numerosas transformaciones y tardó en terminarlos, dejándolos olvidados antes de someterlos a cambios importantes. Finalmente, su novela le impuso de una vez por todas fórmulas lentas de acuerdo a los requerimientos de un género literario muy diferente al cuentístico.

“Pálido caballo, pálido jinete” es la joya de tres novelas cortas (que solían publicarse juntas). Escrito después de una catarsis, lo que los griegos nombran “día alumbrado”, descubre una relación ocurrida durante la Primera Guerra Mundial. A los veinticuatro años, Miranda trabajaba como periodista haciendo crónicas teatrales en un diario de Denver. Desde hacía diez días estaba enamorada de Adán, un hombre sano que nunca había experimentado dolores físicos ni enfermedad alguna. Hermoso dentro de su uniforme hecho por un buen sastre, se acababa de enlistar en el ejército y disfrutaba las semanas de asueto antes de partir hacia el frente bailando en clubes donde se escuchaba jazz y manteniendo un romance sin saber que la fortuna suele agazaparse para darnos sorpresas.

El texto empieza con una especie de vigilia parecida al delirio que Porter empleó en “Calabazas para la abuelita Weatherall”, uno de sus mejores textos. El principio prefigura el fin; sin embargo, se desliza subrepticiamente a la manera de una serpiente venenosa dejando signos de mal agüero escondidos en un encuentro afortunado. “Pálido jinete, pálido caballo” toma su título de un espiritual que los negros cantaban en las plantaciones, habla de la muerte que corta cabezas con su filosa guadaña. Había una epidemia de influenza que, según rumores, llevó a Boston un barco alemán. Por las calles pasaban entierros. Miranda se sentía agotada pero intentaba sobreponerse a un profundo sopor ante la promesa de encontrarse con Adán y disfrutar las horas que él tenía de permiso. El espejo le presentaba una apariencia ojerosa; sin embargo, acopiaba fuerzas y acudía a una redacción descrita como película de Hollywood, con su temible jefe masticando puros medio fumados, gritando a sus colaboradores, exigiendo mejores y más impactantes artículos. Junto a esto, surge el ambiente reinante encendido de patriotismo incluso en los teatros, los cafés, los Bonos Libertad comprados por múltiples ciudadanos, el racionamiento del azúcar y otros productos; las voluntarias de la Cruz Roja para repartir consuelos entre soldados heridos, yacentes en camas duras, con brazos vendados y piernas sostenidas por poleas. Miranda, que gracias a su enamoramiento caminaba por todas partes escondiendo sus agotados esfuerzos, cayó enferma de gravedad antes de entrar a un túnel negro. Adán la cuidaba, la asistía, la alimentaba con dulzura, y el resultado fue el contagio de la epidemia y la tragedia prematura. Entonces, el entorno quedó sumido en ese silencio sin ecos, emergiendo de la tierra al terminar un amor y sobrevenir la muerte.

¿Tuvo que pagar estas páginas al precio de una pena insuperable y quizá con una idealización que le impidió la felicidad al lado de otros hombres? Años después dijo: “Siempre he vivido por la ley del milagro”. De esa relación partió tal vez su indomable apego a los galanes, empeñada en hallar pareja. Y existen testimonios diversos de que ya envejecida coqueteaba con jóvenes y los nombraba Adán, como su protagonista.

“Pálido caballo, pálido jinete” se convirtió en el sólido escalón de un prestigio que había empezado con sus cuentos inspirados en México, un prestigio que consolidaron estudios hechos en distintas universidades. Sus métodos la obligaron repetidas veces a empezar casi cualquier narración por el remate, tal como lo demuestra el soberbio “Pálido caballo, pálido jinete”, que introduce escenas oníricas. No iniciaba sus narraciones hasta saber cómo terminarían. De acuerdo a sus propias confesiones, escribía el último párrafo y regresaba al principio buscando su meta, confiándose en la ayuda divina porque el desarrollo permanecía en regiones nebulosas. Anhelaba, claro, ese prodigio que ocurre cuando los cuentos se convierten en una especie de reconciliación con algo difícilmente explicable y profundamente sentido. Hay que insistir en que partía de experiencias reales, suyas o ajenas, aprovechadas al vivirlas o escucharlas. Las semillas germinaban obligándola a dejar su sociabilidad irredenta, a cambiar vida por literatura, para dedicarse a escribirlas pasándolas de lo abstracto al párrafo concreto y estimulante. En “Pálido caballo, pálido jinete” desbrozó ramas sueltas e innecesarias. Entró de lleno a la acción con un tono, una estructura, una galería de tipos perspicaces, una ambientación adecuada, símiles novedosos y, sobre todo, pudo comunicar la sorda tristeza que deja una ilusión destruida intempestivamente, una de esas paradojas de Dios apenas comprensibles para quienes sufren las consecuencias de un episodio similar, y que en este caso especial destruyen sin remedio una promesa aceptada como regalo afortunado.

Amiguera, buena anfitriona, capaz de agasajar a sus invitados incluso en la vejez, con menús exquisitos complementados con frutos de horno (ocho clases de bollos que al partirlos desprendían humillos olorosos a hierbas finas), Katherine jamás perteneció a grupos ni a capillas de ningún tipo, salvo quizás al empezar los años veinte, en que la Revolución Mexicana cosechaba triunfos y prometía un renacimiento social y artístico —sin que se la mencione demasiado en este sentido, K. A. P. participó en el movimiento revolucionario junto con otros compañeros atraídos por el muralismo y las campañas de alfabetización emprendidas en el país. Entonces su tierno y joven amante Miguel Covarrubias la caricaturizó acariciando a un sapito, arreglada a la última moda, inscrita en la vanguardia, el cabello corto ondulado y la naricita respingona.

Como su abuela, procuraba imponer su voluntad en cuantos la rodeaban. Cambiaba pretendientes, creía por un momento que había encontrado el amor con el que sueñan las jovencitas. Después iba seis meses a París para revisar su colección de ensayos titulada The Days Before; se complacía entonces al pasearse nuevamente por la orilla izquierda del Sena y recorrer la Bastilla. Su renovado entusiasmo le duraba poco; pero mejoraba su humor y mitigaba su ansiedad. Durante su magisterio en la Universidad de Michigan, se desempeñaba sin seguir normas académicas. El director del Departamento comentó incluso que había sido una equivocación aceptarla en el cuerpo docente porque no era una scholar sino una escritora muy fina. Pero ella tomó el trabajo gracias a sus eternas dificultades económicas y su tendencia al derroche. La docencia le propiciaba, además, oportunidades de escaparse, evadir situaciones que por alguna causa volvía opresivas, entretenerse con sus discípulos. En la primavera de 1953 se instaló en una suite de Angell Hall. Allí, aburrida de las sosas cafeterías disponibles y fiel a su prestigio de excelente cocinera, preparaba en la estufilla carnes sazonadas con cebollas y especias, cuyos olores flotaban por los corredores y bajaban las escaleras hasta llegar a salones donde impartían cursos otros maestros, que levantaron sus quejas. Los aromas les impedían concentrarse; pero ella, impávida ante tales inconvenientes, ejercía dotes de actriz e impartía clases como representaciones teatrales. Encontraba recompensas en el cariño de sus alumnos, por quienes se preocupaba maternalmente.

Sus rutinas eran bastante comunes: se levantaba a las cinco de la mañana con buen ánimo, bebía café negro y retomaba el párrafo inconcluso de la jornada anterior en tanto no había ruidos y su espíritu permanecía con la ebullición necesaria para desenrollar el hilo mientras se agotaba la madeja diaria. Buena parte de su literatura recoge la idea de un orden universal patente al contemplar las constelaciones y estrellas iluminando la bóveda celeste. Sin embargo, cada quien adopta actitudes distintas, afirma sus derechos y comete errores al interpretar los motivos que guían a los demás. Esta parábola, analogía o como quiera llamársele, surge claramente en La nave de los locos, en “Pálido caballo, pálido jinete” y en otros momentos de su obra en que después de todo, como en la vida misma, uno encuentra su destino.

Se le sitúa entre los escritores pertenecientes al sur profundo de los Estados Unidos gracias, por ejemplo, a “Vino de mediodía” y a “Él”, en donde enfoca el miedo al qué dirán, la doble moral y los prejuicios absurdos; plantean las necesidades de las granjas, sus tareas cotidianas y las reacciones de los granjeros, que Katherine conocía a las mil maravillas por sus primeros aprendizajes en la propiedad de su abuela. Sus diálogos escuetos y eficaces, y la morosidad que tensa la acción hasta llegar al clímax, la agrupan de alguna manera —aunque ninguno de los dos le simpatizara— con William Faulkner y hasta con Truman Capote, que la consideraba banal no sólo por comportarse como si interpretara a la heroína de Lo que el viento se llevó, sino porque en su ensayo titulado Retrato del viejo sur describió el matrimonio idealizado de su abuela en Kentucky con un lujo traducido en inmensos y pequeños ramos de flores, charolas de plata, candelabros de cristal con cincuenta velas prendidas y múltiples sutilezas por el estilo. Cierto o no, ese tipo de detalles la engolosinaban y formaron parte de su personalidad incluso artística. Una personalidad que no cambió ni con sus noventa años a cuestas, porque solía decir: “no hay que abandonar la fiesta hasta que la fiesta termine”.

Con su capital mermado debido a los dispendios, rodeada de enfermeras, en olor de celebridad, llena de visitas y curiosos admitidos sin complicaciones para contarles intimidades y darles regalos costosos, llegó solitariamente a un final —al que todos llegaremos. Una parte importante de sus anécdotas pasó transmutada a su mejor literatura. Y cuando las sombras empezaron a cubrirla, su memoria le trajo, a manera de breves relámpagos, los capítulos más intensos de su apasionada vida, los rostros amados, las cenas y comidas en que descollaban sus excepcionales virtudes culinarias, el gusto por los vinos que cataba haciendo chasquear la lengua; las ceremonias en las cuales recibió doctorados honoris causa, aunque jamás asistió a una universidad, salvo, como presumía, para enseñar su arte, la visita a su madre en Indian Creek, donde ella nació bajo el signo de Tauro, la terrible noche en que, acompañada por otros colegas, esperó a las puertas de la cárcel la ejecución de Sacco y Vanzetti y vio apagarse la luz de la torre donde los ajusticiaron, sus varios matrimonios fallidos, sus paseos con Felipe Carrillo Puerto por los alrededores de Chapultepec, la imagen de Adán oliendo a jabón y esperándola en un café mientras ella terminaba su artículo, sus incontables enredos de mujer eternamente juvenil e invencible, que con la calidad de sus escritos escaló hasta el reino de los clásicos. O tal vez no recordó nada y calladamente se entregó a la oscuridad del sueño.


1 Gerald Clarke, Truman Capote. La biografía, traducción de Víctor Pozanco, Ediciones B, Barcelona, 1989, p. 111.
2 Carson McCullers intentó seducirla, con gran disgusto de Porter, que detestaba a las lesbianas. En Yaddo Katherine redactó su prólogo a la segunda edición de Judas florido y otras historias para Modern Library, 1940.
3 Refiriéndose a tales circunstancias solía decir: "Nunca asistí a la universidad hasta que me presenté como maestra". Véase Beatriz Espejo, Palabra de honor, entrevistas con escritores, gobierno del estado de Tabasco, ICT Ediciones, Villahermosa, 1990, p. 13.
4 Véase Beatriz Espejo, op. cit., p. 13.
5 La entrevista fue en inglés porque K.A.P. no hablaba español o lo había olvidado, a pesar de que apareció como traductora de El periquillo sarniento, para el cual escribió un extenso prólogo titulado "Notas sobre la vida y la muerte de un héroe". La traducción, dicen, fue realmente de Eugene Pressly. Consultar Ruth M. Álvarez, Katherine Anne Porter; un país familiar. Col. Miranda Viajera, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1990, 298 pp.
6 Carta a Erna Glover Johns, marzo 29 de 1937, en Joan Givner: Katherine Anne Porter: A Life. Revised Edition. The University of Georgia Press, Georgia (EE.UU.), 1991, 578 pp.
7 Sólo siete vivieron juntos.
8 En opinión de Joan Givner, Katherine adoraba el dramatismo de Christi las misas, la solemnidad litúrgica, los ritos en latín, la suntuosidad de las iglesias con sus ricos vitrales y sus altares recamados. Sus santas favoritas fueron Úrsula y Teresa de Ávila y hasta su vejez leyó Las Confesiones de San Agustín. Guardó un rosario sobre su buró (quizás el que le regalaron en México) y recibió la extremaunción.
9 Caía enferma de gripe en cada rompimiento o a resultas de las dificultades que se le presentaban en su vida cotidiana.
10 La conoció en casa de los Haberman, durante las celebraciones navideñas de 1920. Carrillo Puerto era un carismático delegado socialista que más tarde se convirtió en gobernador de Yucatán. En la misma fiesta estaba J. H. Retinger, consejero del líder laboral Luis Morones y amante por un tiempo de Katherine.
11 "En un patio mexicano" permite adivinar a la excelente y suspicaz escritora que sería.
12 En una reseña, "Entusiasta y aficionado", afirma que Manuel Gamio combatió a este extraño sujeto con fiereza, considerándolo una amenaza para la ciencia.
13 Probablemente me dijo eso bajo la euforia de ver La nave de los locos en versión cinematográfica con un elenco internacional: Vivian Leigh, Simone Signoret, José Ferrer, Lee Marvin, Oskar Werner, entre otros.
14 Hasta finales de los treinta escribió en The Southern Review una reseña en la que aseguraba que la había hecho con dificultades porque admiraba tanto a Mansfield como detestaba a su grupo de amigos.
15 El renacimiento pictórico nacional —cuya manifestación más notable eran los murales en edificios públicos, principalmente de México y Guadalajara—, fue apreciado inicialmente por unos cuantos críticos, entre los que se encontraban: Anita Bremen, Walter Patch, Alma Reed, Bertram D. Wolfe y la propia Katherine.
16 "Los Monitos" en el texto. Decorado por José Clemente Orozco, a pesar de ser un lugar sencillo, tenía una nutrida clientela de esnobs e intelectuales.
17 Sobre ese tema K.A.P. publicó en New Republic una reseña titulada "Ay, qué Chamaco" al aparecer el libro The Prince of Wales and Other Famous Americans (1925), colección de caricaturas hechas por Covarrubias, publicadas originalmente con éxito en Vanity Fair y New Yorker.
18 Beatriz Espejo, op. cit., p. 17.
19 Se quitaron "Violeta virgen", "El mártir" y "El ladrón" y se incluyeron: "Calabazas para la abuelita Weatherall", "Él", "La cuerda" y "Mágico", que pertenecen a otro ciclo.
20 Porter no apreciaba el arte de William Faulkner, pero debió reconfortarse al saber que la misma casa editorial había rechazado el manuscrito de El sonido y la furia.
21 Véase, entre otros, el testimonio de Gabriel Fernández Ledesma en: Judith Alanís Figueroa, Chavela Villaseñor. Exposición retrospectiva, Gobierno de Jalisco, Secretaría de Cultura, Guadalajara, 1998, pp. 33-37.
22 Joan Givner, op. cit., p. 45.
23 Joan Givner, op. cit., p. 89.
24 Ibid., p. 19.
25 Ibid., p. 199.
26 Beatriz Espejo, op. cit., p. 17.
27 Joan Givner, op. cit., p. 188.