Material de Lectura

Margo Glantz

Cortés y Malinche


Notra introductoria
de Ignacio M. Sánchez Prado


Selección de la autora


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Nota introductoria

 

Las diversas contribuciones de Margo Glantz a la literatura mexicana, tanto creativas como críticas, son inconmensurables. Glantz es autora de dos de los libros más importantes de la narrativa mexicana de los últimos cuarenta años: Las genealogías (1981), un hito en la escritura autobiográfica y en la literatura judeo-latinoamericana, y El rastro (2002), una novela cuya arquitectura musical la convierte en una de las obras más formalmente inteligentes de la literatura mexicana de este siglo. A estas obras maestras se agrega un corpus de libros extraordinarios, que muestran el vasto rango prosístico e intelectual de su autora. Entre ellos, encontramos el magnífico despliegue literario de los afectos en Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador (2005), que encuentra su origen en el volumen Zona de derrumbe (2001) y que comparte personajes con El rastro. También es posible subrayar sus libros recientes, la gozosa crónica Coronada de moscas (2012) y Yo también me acuerdo (2014), ejercicio de mnemotecnia literaria en el que sigue Glantz a Georges Perec, Joe Brainard y otros precursores que han acudido al género oulípico de comenzar cada frase del libro con la expresión que les da título. Se podría decir, si uno se permite otro gesto oulípico, que al hablar de Margo Glantz hablamos de dos personajes que confluyen en su pluma y su voz: una querida interlocutora con la que sus lectores nos relacionamos desde el rango de los afectos, y una aguda pensadora y lúcida ensayista con la que debatimos desde las ideas y la razón. Estas personalidades son discernibles pero indivisibles: coexisten en distintos grados de equilibro en sus novelas y ensayos. En libros como Saña (2007), que recoge ensayos y cabos sueltos escritos a lo largo de treinta años, o La polca de los osos (2008), libro de gran calado intelectual en el que coexisten el cuerpo y la memoria, la inteligencia crítica y originalidad intelectual de la pensadora son formulados desde la belleza estilística y el registro afectivo de la prosa de la interlocutora.

Este Material de Lectura recoge dos textos de una vertiente más de la obra de Margo Glantz, su obra como crítica literaria. Las obras que nos ha otorgado en este género han contribuido a algunas de las discusiones más intensas del quehacer crítico (como sucedió en su texto sobre la onda), y ha contribuido a dilucidar la obra de una variedad de autores mexicanos, desde la época colonial hasta la contemporánea. Recogidos en libros como Borrones y borradores (1992), Repeticiones (1979) y Esguince de cintura (1994), los trabajos de Glantz en la crítica literaria son notables, porque resisten esas desafortunadas distinciones heurísticas que insisten en deslindar el "ensayo creativo" del “ensayo crítico” y del “ensayo académico”. Si acaso, en la obra crítica de Margo Glantz, existe la demostración fehaciente de que el pensamiento crítico habita espacios de intersección entre el estilo, las ideas y la investigación. Sus trabajos sobre Sor Juana o sobre Cabeza de Vaca son tan notables por su rigurosidad como lo son por su legibilidad y, en el encuentro de ambas, emerge el tipo de iluminación sobre el pasado que constituye el estándar más alto de todo crítico. El primer ensayo incluido aquí, “Ciudad y escritura”, utiliza las Cartas de relación de Hernán Cortés para explorar los paralelos entre espacio y escritura, así como el rol de la escritura colonial en la “fundación mítica” del territorio americano, su paso de y a la escritura, elaboración en la que Glantz lleva a un punto de tensión la tesis de la “invención de América” de Edmundo O’Gorman. Glantz observa: “en el acto mismo de la rebelión de Cortés está inscrito el proyecto de fundar una ciudad”. El entretejido entre la rebelión y la fundación en la estructura escritural de las cartas de relación es revelado por la interpretación de Glantz en un trabajo crítico y una escritura rigurosa que se fundan en la sensibilidad hacia las minucias del lenguaje, la lucidez que identifica las consecuencias textuales e ideológicas de pliegues de la historia y el diálogo cuidadoso y sin concesiones con sus predecesores y contemporáneos en la crítica. Publicado originalmente en la revista académica Hispamérica y reproducido en Borrones y borradores, “Ciudad y escritura” es uno de los grandes textos críticos de Glantz y de la crítica mexicana, por la relevancia y carácter iluminador de su lectura y por su ilustración del potencial de una escritura crítica sin remilgos, que no participa en las arbitrarias subdivisiones genéricas que suele imponérsele al ensayo. Por su parte, “La Malinche: la lengua en la mano” ofrece al lector una potentísima reflexión sobre el icónico personaje fundacional de Malintzin o doña Marina, en el que confluyeron distintos circuitos de poder de género y de lenguaje en el proceso de colonización. Haciendo una cuidadosa arqueología y genealogía textual, tanto en obras del siglo XVI como en lecturas modernas y contemporáneas de dichas historias, Glantz libera a la Malinche de los clichés heredados por siglos de estereotipos y superficialidades y nos presenta un personaje intenso y fascinante, cuyo complejo lugar en la historia cultural contemporánea amerita urgente revisión. Publicado en la revista académica Dispositio en 1993 y por Debate Feminista en 1994, y reproducido posteriormente en el libro La Malinche, sus padres y sus hijos en 2001, “La Malinche, la lengua en la mano” ha ilustrado la enorme fluidez de los textos de Glantz en su circulación entre espacios de lectura académicos y no académicos, desde la revista especializada hasta la editorial comercial. Juntos, los dos ensayos que se ofrecen al lector aquí confirman la importancia de Glantz en el panorama crítico y literario de nuestra época y nuestro continente.

 

Ignacio M. Sánchez Prado


Ciudad y escritura: la Ciudad de México
en las Cartas de relación de Hernán Cortés


Rescatar o poblar


La diferencia esencial entre la expedición emprendida por Cortés con el objetivo concreto de conquistar las tierras ignotas, bautizadas luego como la Nueva España, y las expediciones que precedieron a la suya, la de Hernández de Córdoba y la de Grijalva, puede sintetizarse en esta disyuntiva: rescatar o poblar.

Rescatar es el simple acto de comerciar, intercambiar baratijas por oro y cabotear con precaución por la costa del Golfo de México, tal como lo habían hecho sus antecesores, por mandato expreso de Diego Velázquez. El propósito de Cortés es mucho más ambicioso; según sus propias palabras, su intención es “calar hondo en la tierra y saber su secreto”; desobedecer las instrucciones de rescatar —definidas expresamente en las capitulaciones firmadas con Velázquez—, trocar el objetivo de la expedición y, como afirman sus enemigos, “alzarse con el Armada” para empezar a poblar. Pero, ¿cómo empezar a poblar sin fundar una ciudad?

En efecto, en el acto mismo de la rebelión de Cortés está inscrito el proyecto de fundar una ciudad. Una vez que ha empezado a “calar” el terreno y a explorar en el “secreto” de la tierra, Cortés, al hacerse requerir por sus soldados como capitán general y, ante notario, justificar el nombramiento, hace visible su designio secreto: poblar equivale a conquistar. Y para poblar, insisto, es necesario fundar una ciudad. No es exagerado ni gratuito afirmar que la Conquista de México se hace explícita en el instante mismo en que Cortés funda, el 22 de abril de 1519, la Villa Rica de la Vera Cruz en un lugar cercano al actual puerto, llamado originariamente Chalchihuecan: los regidores y alcaldes que firman la llamada primera Carta de relación o “Carta de Cabildo” explican que, por convenir al servicio de “vuestras majestades”, Cortés se ha dejado “convencer” y ha aceptado el requerimiento de sus hombres, que le exigen trocar el signo de la expedición, desconocer el nombramiento otorgado por Velázquez y pretender que está directamente al servicio del rey: “Y luego comenzó con gran diligencia a poblar y a fundar una villa, a la cual puso por nombre la Rica Villa de la Vera Cruz y nombrónos a los que la presente suscribimos, por alcaldes y regidores de la dicha villa, y en nombre de vuestras reales altezas recibió de nosotros el juramento y solemnidad que en tal caso se acostumbra y suele hacer”.1

Para Cortés, la Conquista es como esas hachas de dos filos que esgrimen los indígenas y describe Bernal: uno de los filos es la acción, el combate, la batalla; el otro, la escritura. La primera ciudad novohispana, la Villa Rica de la Vera Cruz, es una ciudad imaginaria, una ciudad escriturada en un libro de actas ante escribano. Es la primera escena de una comedia en donde Cortés es requerido por sus hombres para convertirse en capitán general de una armada que intentará conquistar y poblar, privilegio que hasta 1518 conservaba solamente Diego Colón, hijo del Almirante. A partir del 13 de noviembre de ese mismo año, esa misma merced se le concede a Diego Velázquez: la audacia de Cortés no tiene límites; tampoco la de sus alcaldes y regidores, quienes ante escribano se toman libertades que sólo al rey corresponde otorgar. Con ese nombramiento, Cortés delimita una jurisdicción citadina, un ente imaginario sin sustancia de facto, de bulto, cuya realidad proviene de una legalidad ficticia respaldada por oficiales nombrados por él, quienes, como la misma ciudad, son el producto de un acto de escritura pergeñada por el Conquistador. La prueba la da Bernal cuando, al relatar de manera “verdadera” la historia de la Conquista, se niega a dar a los conquistadores “el apellido” que luego tuvieron. Bernal relata sólo lo acaecido, sólo lo que ha visto como testigo: “¿Cómo puedo yo escribir en esta relación lo que no vi?”.2 Una esencia fantasmática, la ciudad escriturada, abre la puerta de la realidad: Tenochtitlán, ciudad verdadera que sí ocupa un lugar en el espacio. Una realidad simbólica sustituirá a una realidad mítica.


Una fundación mítica



Podríamos precisar: antes de ser una ciudad escrita (o literaria), la Villa Rica de la Vera Cruz es, cuando se funda, una ciudad escriturada: su inserción en documentos notariales, su carácter de ordenanza legaliza la nominación de Cortés como conquistador, la transforma en un documento legal, en una de sus armas para consolidar la empresa, la justificación jurídica de su traición. Su transmutación en escritura se produce para nosotros cuando don Hernán resume el acta notarial en la crónica y nombra en ella, como si se tratara de un cuerpo concreto y verdadero, a la Villa Rica de la Vera Cruz. Inscribirla en el papel la crea, le da vida, como en la Biblia se hace la luz. De la misma forma, Cortés hace desaparecer, al nombrarlas en su Crónica, a varias de las ciudades del territorio dominado por los mexicas, y las convierte en ciudades españolas antes de haberlas conquistado, mediante el simple recurso de sustituir los nombres nativos por los cristianos: operación muy a menudo efectuada en las Cartas de relación, como lo demuestra, por ejemplo, la cita siguiente: “Y con este propósito y demanda (conocer a Moctezuma y desbaratar su imperio) me partí de la ciudad de Cempoal que yo intitulé Sevilla” (pág. 32).3 El procedimiento de bautizar ciudades para cristianizarlas y apropiárselas tiene una larga genealogía que, en América, proviene de Colón, sofisticada y refinada en Cortés. La escrituración de Veracruz cumple su cometido, legaliza ante sus soldados su nombramiento, le confiere la autoridad que necesita para poblar-conquistar y le permite que estén “todos ayuntados en nuestro cabildo” (pág. 19). Sin parar mientes en que el sitio elegido es inhóspito e insalubre y la fundación y población ficticias —pero escrituradas—, la ciudad fantasma ha cumplido su cometido. Más tarde, en junio de 1519, se abandonaría y se funda otra Veracruz cerca del río Pánuco.

Muy económico como siempre y troquelando lo que para él tiene un valor estratégico, Cortés, en la segunda Carta de relación, explica que deja en la nueva ciudad, cuya fundación no ha consignado, a ciento cincuenta hombres y dos caballos, “haciendo una fortaleza que ya tengo casi acabada” (pág. 32). El camino de la victoria se ha iniciado: la primera ciudad española concreta, la segunda Villa Rica de la Vera Cruz, es simple y llanamente una fortaleza (como aquellas otras primeras ciudades fundadas en las Antillas y en la Tierra Firme por sus antecesores). La construye Alonso García Bravo, el alarife que habría de edificar la Ciudad de México sobre las ruinas de Tenochtitlán.4

Las ciudades de la desenfrenada conquista no fueron meras factorías, reitera Ángel Rama en su Ciudad letrada. Eran ciudades para quedarse y por lo tanto focos de progresiva colonización. Por largo tiempo, sin embargo, no pudieron ser otra cosa que fuertes [...] más defensivos que ofensivos, recintos amurallados dentro de los cuales se destilaba el espíritu de la polis y se ideologizaba sin tasa el superior destino civilizador que le había sido asignado.5

Si la primera ciudad creada en la Nueva España es una escritura notarial, Tenochtitlán, en la escritura, es mítica. Lo sabemos también por los cronistas, y gracias a los informantes indígenas, quienes conformaron los relatos de los misioneros: fray Diego Durán relata cómo, en su peregrinación en busca de la ciudad prometida, los aztecas llegaron a una fuente

[...] blanca toda, muy hermosa [...]. Lo segundo que vieron, fueron que todos los sauces que aquella fuente alrededor tenía, eran blancos, sin tener una sola hoja verde: todas las cañas de aquel sitio eran blancas y todas las espadañas alrededor. Empezaron a salir del agua ranas todas blancas y pescado todo blanco, y entre ellos algunas culebras del agua, blancas y vistosas.6

Ese espacio maravilloso, deslumbrante, revela, según Sahagún, la consumación de la profecía: “De cómo los mexicanos avisados de su Dios, fueron a buscar el tunal y el águila y cómo lo hallaron y del acuerdo que para edificar el edificio tuvieron”.7 Durán señala un sitio paradisiaco e impoluto, Sahagún subraya su carácter de espacio sagrado sobre el que se construirá un templo. La ciudad escriturada por Cortés podría ser a lo sumo fantástica por su carácter imaginario y porque en lugar de estar asentada en un territorio concreto está asentada en un libro de actas; en realidad es un proyecto político, una nueva visión del mundo, un tratado de apropiación y la segunda ciudad fundada por él, la otra Villa Rica de la Vera Cruz; es, repito, antes que nada un enclave estratégico. Oposición definitiva remachada en la literatura. La segunda Veracruz es una ciudad histórica; la Veracruz escriturada y la Tenochtitlán cosmogónica son un puro acto de escritura, donde lo inexistente se funda y lo destruido se consolida y resucita. Ambas definen antes que dos modalidades de escritura dos visiones radicalmente opuestas del mundo. Cortés inaugura lo que según Rama será la ciudad letrada del barroco, y los otros cronistas reconstruyen un mundo calcinado, el precortesiano.


La estrategia como metáfora

Significativamente, cuando, por fin, después de múltiples peripecias y posposiciones angustiosas, la ciudad de Tenochtitlán aparece ante los ojos maravillados de los españoles, Cortés la describe jerarquizando sus preferencias, y aunque asegure que “la pasión es la cosa que más aborrezco”, se contradice acudiendo a la hipérbole como verbalización incompleta de su entusiasmo. Al contemplar por primera vez la gran urbe, dice:

Porque para dar cuenta, muy poderoso señor, a vuestra real excelencia, de la grandeza, extrañas y maravillosas cosas de esta gran ciudad de Temixtitán [...] sería menester mucho tiempo, y ser muchos relatores y muy expertos; no podré yo decir de cien partes una, de las que de ellas se podrían decir, mas como pudiere diré algunas cosas de las que vi que, aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos, no las podemos con el entendimiento comprender (págs. 61-62).


La incapacidad de verbalizar la maravilla termina en el silencio. Lo que las palabras pueden describir es lo concreto, aquello que “el entendimiento sí puede comprender”; comienza con la topografía y señala las “ásperas sierras” que rodean al llano donde están las dos lagunas, la de agua salada y la de agua dulce; habla ahora el político, el militar; descubre los múltiples peligros a los que los españoles estarían expuestos si no toman medidas estratégicas, primero para prevenir sorpresas en una ciudad cuya estructura acuática las propicia, en gran medida, por los numerosos puentes que cruzan sus calles de tierra y de agua, permitiendo el “trato”, es decir, un organizado y admirable comercio, pero también las emboscadas. Cabe aquí hacer una digresión: en el plano llamado de Cortés, enviado por éste a Carlos V, descrito por Pedro de Mártir de Anglería y publicado en Núremberg en 1524 junto con la segunda y tercera Cartas de relación, la ciudad parece inexpugnable; tanto, que Durero la toma como modelo arquitectónico de la ciudad ideal, punto de partida de los arquitectos visionarios del Renacimiento. De nuevo realidad y “desfiguro” se juntan permitiendo un muy débil margen de diferenciación.8

La inexpugnabilidad aparente de la ciudad y la conciencia del peligro aceleran una operación singular. La resumo y explico sus antecedentes: inmediatamente después de la fundación de la segunda Veracruz, la ciudad-fortaleza, Cortés cumple la hazaña de “quemar sus naves”. En su peculiar estilo, a la letra dice:

Y porque demás de lo que por ser criados y amigos de Diego Velázquez tenían voluntad de se salir de la tierra, había otros que por verla tan grande y de tanta gente y tal, y ver los pocos españoles que éramos, estaban del mismo propósito, creyendo que si allí los navios dejase, se me alzarían con ellos [...] tuve manera cómo, so color de que los dichos navíos no están para navegar, los eché a la costa por donde todos perdieron la esperanza de salir de la tierra (págs. 32-33).


Para andar en “tierra firme” son fundamentales los caballos, cuyo papel en la Conquista ha sido muy a menudo esclarecido. Menos relevancia se ha dado en este contexto al binomio agua-tierra firme, cuya resolución concreta estaría patente en la mancuerna bergantines-caballos, disuelta durante un tiempo por la decisión de Cortés de dar al través sus naves y entrar desembarazado de su peso en el inmenso territorio que, en breve, y bautizado por él, se conocería como la Nueva España. Una vez en la tierra prometida, apoderado provisionalmente del objeto de su deseo, la ciudad de Tenochtitlán, Cortés, previsor, calcula de inmediato que

[...] por ser la ciudad edificada de la manera que digo, y quitadas las puentes de las entradas y salidas, nos podrían dejar morir de hambre sin que pudiésemos salir a la tierra; luego que entré en la dicha ciudad di mucha prisa en hacer cuatro bergantines, y los hice en muy breve tiempo, tales que podían echar trescientos hombres en la tierra y llevar los caballos cada vez que quisiésemos (pág. 62).


Estamos como en el teatro isabelino: en Macbeth la selva avanza, en Cortés el mar penetra en tierra firme. Pero lo más impresionante, sobre todo si lo comparamos con la ciudad actual, es que se trata de un hecho verdadero: cuando describe la laguna salada, el Conquistador señala cómo “[...] crece y mengua por sus mareas según hace la mar todas las crecientes, corre el agua de ella a la otra dulce tan recio como si fuese caudaloso río, y por consiguiente a los menguantes va la dulce a la salada (pág. 62)”.

La acción de construir los bergantines, concebida como simple estrategia, termina por convertirse en una especie de profecía histórica, y lo que Cortés intenta evitar al construir las naves, definitivas luego en la gran batalla final, se revierte sobre los mexicanos: son ellos los que, al ser quitadas las puentes y cegadas las entradas de las calles, perecen de hambre junto con su ciudad. Debido al gran abismo que existe entre la concreción y la hipérbole, se propicia en la Conquista una metáfora singular y, como decía en su interesante estudio Beatriz Pastor,9 la realidad se ficcionaliza.


Un minucioso proceso: cegar el agua


La populosa ciudad se destruye gracias al implacable mecanismo que consiste en cegar las calles de agua y hacerlas “tierra firme”, al tiempo que se quitan los puentes, se asolan y queman las casas, se organizan los ataques desde el lago, a bordo de los bergantines y los caballos vuelven a circular libremente por las calles cegadas como circulaban antes de llegar a Tenochtitlán. La imagen se vuelve macabra: la operación iniciada con palas y azadones se acelera al final del sitio, y son los cadáveres de los habitantes de la ciudad los que en lugar de las piedras, la madera y el carrizo, usados por los españoles para cubrir las zanjas, rellenan los estratégicos canales:

Y como en estos conciertos se pasaron más de cinco horas y los de la ciudad estaban todos encima de los muertos, y otros en el agua, y otros andaban nadando, y otros ahogándose en aquel lago donde estaban las canoas, que era grande, era tanta la pena que tenían, que no bastaba juicio a pensar cómo lo podían sufrir [...] y así por aquellas calles en que estaban, hallábamos los montones de los muertos, que no había persona que en otra cosa pudiese poner los pies [...] (pág. 161).


La conquista cambia totalmente la fisonomía de la ciudad. Bernal recuerda con nostalgia...

y diré que en aquella sazón era muy gran pueblo, y que estaba poblada la mitad de las casas en tierra y la otra mitad en el agua; ahora en esta sazón está todo seco, y siembran donde solía ser laguna, y está de otra manera mudado, que si no lo hubiera de antes visto, dijera que no era posible, que aquello que estaba lleno de agua esté ahora sembrado de maizales.10


Lo que Alfonso Reyes en la Visión de Anáhuac llamaba la lenta labor de desecación del Valle de México, ha sido definido mejor por Cortés, autor de la estrategia de la cegazón, estrategia que de manera implacable fue perfeccionándose a lo largo de los siglos hasta producir la ciudad más grande y contaminada del mundo, el páramo en que vivimos hoy.


Intermezzo: la ciudad moderna



La nueva ciudad se reconstruye desde 1522 sobre las ruinas de la primera. Para el 15 de mayo de ese año Cortés dice con orgullo que la ciudad está ya “muy hermosa”, aunque él no vuelve a habitarla sino hasta el verano de 1523; mientras, vive en Coyoacán, ciudad situada en tierra firme.

En su admirable libro Arquitectura mexicana del siglo XVI, George Kubler demuestra que México fue siempre una ciudad populosa: “La comunidad insular albergaba una población de cincuenta a cien mil personas entre 1522 y 1550; en consecuencia era la ciudad más grande del mundo hispánico y sobrepasaba a muchas de las capitales europeas”.11 Esta descripción sigue siendo válida pero con signo negativo. Cortés se preocupa sobre todo por la arquitectura civil, por la futura ciudad de los palacios. Las construcciones religiosas a cargo de los misioneros no se equiparan con los edificios particulares, al grado que, para 1554, cuando Cervantes de Salazar escribe sus Diálogos latinos, Alfaro, uno de los personajes, exclama al ver la Catedral: “Da lástima que en una ciudad a cuya fama no sé si llega la de alguna otra, y con vecindario tan rico, se haya levantado en el lugar más público un templo tan pequeño, humilde y pobremente adornado”.12

Desde el principio, Cortés piensa en una ciudad moderna y estratégica: la inicia construyendo las atarazanas:

Puse luego, por obra, como esta ciudad se ganó, de hacer en ella una fuerza en el agua, a una parte de esta ciudad en que pudiese tener a los bergantines seguros, y desde ella ofender a toda la ciudad si en algo se pudiese, y estuviese en mi mano la salida y entrada cada vez que yo quisiese. Está hecho tal, que aunque yo he visto algunas casas de atarazanas y fuerzas, no la he visto que la iguale (pág. 197).


Pero en realidad las atarazanas son una especie de museo para alojar a los bergantines, casi reliquias personales; situadas, como antes la ciudad prehispánica, mitad en el agua y mitad en tierra firme, ya no protegen contra nada. La idea de la fortaleza con que se inicia la fundación de la Nueva España se reproduce de nuevo en la muy noble Ciudad de México, pero apenas como otra forma de teatralidad y para mantener la vieja costumbre, instaurada en las Islas y en la Tierra Firme. Las verdaderas fortalezas son las casas particulares, las de los conquistadores, quienes han recibido como premio sus solares. La ciudad en sí, una de las primeras ciudades modernas en el mundo, carece de murallas.


La reconstrucción en la escritura


Entre la Villa Rica de la Vera Cruz, ciudad nacida en la escritura, y la Ciudad de los Palacios, ciudad concreta, se inscribe Tenochtitlán, ciudad de la memoria. De igual manera que las antiguas culturas de la Nueva España y sus cosmogonías resucitan en la obra de los cronistas, la labor inexorable de destrucción, el timbre de mayor gloria de que pueden alabarse los conquistadores, según Las Casas, se neutraliza en cierta forma gracias a la escritura. A pesar de que le falta lengua para hacerlo es Cortés quien mejor reconstruye a Tenochtitlán a lo largo de las páginas de las Cartas de relación: sólo se mata lo que se ama. En Bernal la descripción es diferente, es obvio, no tiene la inclinación política que hace de su jefe el gran estadista que conocemos. Parco al grado de ser severo y cuidadoso, en la medida en que sus Cartas de relación, sobre todo las tres primeras, determinarán su posición frente a Carlos V, Cortés se desmanda cuando habla de Tenochtitlán y, proporcionalmente, el espacio que le dedica en su segunda carta es inmenso. Después de los asuntos estratégicos, vitales para la Conquista, lo que más atención le llama es el mercado, porque en él se despliega con mayor perfección “el primor, las maneras y policía de una nación que, asombrosamente apartada de otras naciones de razón”, puede superarlas así. Compara lo que ve con lo que ha visto en Sevilla y en Córdoba, y señala que en ese espacio cabe dos veces Salamanca. Bernal, modesto, recuerda su propia ciudad, Medina del Campo, pero añade que varios soldados viajeros que han estado en Constantinopla y en Roma estiman que Tenochtitlán las supera.

El templo es descrito por el Conquistador con admiración y con horror; es comprensible, los sacrificios humanos parecen corroborar su necesidad de destruir esa cultura. Los palacios de Moctezuma sobrepasan todo lo que la imaginación pueda elaborar, y lo que le atrae específicamente es la facultad con la que los artesanos indígenas “contrahacen” todo lo que existe bajo la tierra, en orfebrería y en arte plumaria. Esa facultad de la contrahechura —¿podrá decirse así?— es muy significativa si se advierte que Moctezuma, además de los zoológicos donde se albergan todos los linajes de animales del reino, tiene encerrados en recintos especiales a los seres contrahechos. Contrahacer es “hacer una cosa tan parecida a otra, que con dificultad se distingan”, dice la Real Academia; a la vez, lo contrahecho es lo deforme, lo torcido, una desviación de lo natural. Instalados en un museo, los seres contrahechos sólo sirven para ratificar el orden. Quizá Cortés hubiera deseado poseer el talento de esos artesanos que contrahacían las obras de natura, cuando trataba de reproducir en sus Cartas la grandeza de la ciudad que destruyó. Con su pluma, copia “del natural”, a la manera de los artesanos, la ciudad que tanto admiró; la contrahace, es decir, la recrea, le da vida en la escritura, pero, consciente de que lo real no regresa, en la cuarta Carta, desde su palacio, construido en lo que antes fuera el palacio de Moctezuma, resume con nostalgia:

Es la población donde los españoles poblamos, distinta de la de los naturales, porque nos parte un brazo de agua, aunque en todas las calles que por ella atraviesan hay puentes de madera, por donde se contrata de la una parte a la otra. Hay dos grandes mercados de los naturales de la tierra, el uno en la parte que ellos habitan y el otro entre los españoles; en estos hay todas las cosas de bastimentos que en la tierra se pueden hallar [...] y en esto no ha falta de lo que antes solía en el tiempo de su prosperidad. Verdad es que joyas de oro, ni plata, ni plumajes, ni cosa rica, no hay nada como solía [...] (pág. 197).


Aparta lo extraño, lo indígena, “con un brazo de agua”, pero no puede resguardarse de la nostalgia, verdadera, como lo es también la destrucción: ni la primera ciudad fundada por Cortés, la Villa Rica de la Veracruz, ni Tenochtitlán existen ya: pueden revivirse gracias a su pluma, y pasar a formar parte de la fama, esa tercera vida, la que precisa de las letras para perpetuarse, o de la contrahechura. ¿Pues qué otra cosa es la escritura sino una contrahechura de la realidad?

1 Hernán Cortés, Cartas de relación, Porrúa, México, 1976 (en subsecuentes referencias a las Cartas de relación, la paginación se incluirá en el texto principal y corresponderá a esta edición de 1976). Es importante consultar “La ciudad ordenada”, primer capítulo de La Ciudad letrada de Ángel Rama (Ediciones del Norte, Hanover, 1984, pág. 8) sobre la fundación de ciudades durante la conquista: “Una ciudad, previamente a su aparición en la realidad, debía existir en una representación simbólica que obviamente sólo podían asegurar los signos...”. Comparado con los otros cronistas de la Conquista, y con sus predecesores en la conquista de las islas y Tierra Firme, Cortés se revela como un político moderno. Este dato, ahora muy reiterado, se advierte en esta idea suya de prefigurar la ciudad simbólica antes de su existencia real, que de manera concisa e inteligente fue formulada por Rama. Por su parte, Todorov piensa que: “Es impresionante el contraste en cuanto Cortés entra en escena: más que el conquistador típico, ¿no será un conquistador excepcional?...”: Tzvetan Todorov, La Conquista de América, la cuestión del otro, Siglo XXI, México, 1987, pág. 107.
2 Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España, Patria, México, 1976, pág. 144.
3 Las ciudades indígenas suelen desaparecer muy a menudo en el cuerpo de las crónicas antes de su verdadera desaparición histórica. Abundan, tanto en Cortés como en Bernal y otros cronistas, datos al respecto. Me he conformado con citar una nota muy corta. Cabe agregar que este procedimiento forma parte de una especie de prontuario oral o escrito del que se valen los conquistadores para efectuar sus conquistas. Cortés es quizá quien, como Bach, refina al máximo los procedimientos para hacerlos ejemplares.
4 José Luis Martínez, Hernán Cortés, FCE, México, 1990, pág. 389.
5 Ángel Rama, op. cit., pág. 17.
6 Fray Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España y Islas de la Tierra Firme, Editora Nacional, México, 1951, t. I, cap. IV.
7 Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, Porrúa, México, 1956, t. III, Libro X.
8 José Luis Martínez, op. cit., pág. 310.
9 Beatriz Pastor, El discurso narrativo de la Conquista: mitificación y emergencia, Ediciones Casa de las Américas, La Habana, 1983.
10 Bernal Díaz del Castillo, op. cit., pág. 239.
11 George Kubler, Arquitectura mexicana del Siglo XVI, FCE, México, 1982, pág. 76.
12 Francisco Cervantes de Salazar, México en 1554, UNAM. México, 1984, pág. 48.

La Malinche:
la lengua en la mano


Calar hondo para descubrir el secreto de las tierras recién descubiertas, parece haber sido una de las preocupaciones esenciales de Cortés. Esas frases se repiten a menudo en la primera Carta de relación y en la segunda. En el pliego de instrucciones que Diego Velázquez entrega a Cortés, antes de salir de Cuba, se lee:

Trabajaréis con mucha diligencia e solicitud de inquirir e saber el secreto de las dichas islas e tierras, y de las demás a ellas comarcanas y que Dios Nuestro señor haya servido que se descubrieran e descubrieren, así de la maña e conversación de la gente de cada una dellas en particular como de los árboles y frutas, yerbas, aves, animalicos, oro, piedras preciosas, perlas, e otros metales, especiería e otra cualesquiera cosas, e de todo traer relación por ante escribano.1


Y es obvio que no es posible calar hondo ni descubrir secretos si se carece de lengua, es decir, de intérprete. La primera buena lengua indígena que Cortés obtiene es Malinalli, Malintzin o Malinche, esa india que, como él dice, “hubo en Potonchán” (pág. 45).

¿Cómo hacer para descubrir el secreto que también a ella la encubre? Todos los cronistas la mencionan a menudo, con excepción de Cortés, quien sólo una vez la llama por su nombre, en la quinta Carta de relación (pág. 242). Coinciden, además (incluso el marqués del Valle), en señalar que Marina formaba parte de un tributo o presente entregado al Conquistador después de la batalla de Centla, a principios de 1519; en dicho tributo se incluyen veinte mujeres para moler maíz, varias gallinas y oro.2 Forma parte de un paquete tradicional o, mejor, de un lote, semejante al constituido para el trueque o rescate, pero en el que por lo general no entran las mujeres; cuando ellas se añaden al lote, es un símbolo de vasallaje (los cempoaltecas “fueron los primeros vasallos que en la Nueva España dieron la obediencia a su majestad”), aunque también puede ser de alianza, como puede verse luego en las palabras del cacique tlaxcalteca Maxixcatzin: “démosles mujeres [a los soldados principales de Cortés] para que de su generación tengamos parientes”.3

López de Gómara formula de esta manera el intercambio:

Así que, pasado el término que llevaron, vino a Cortés el señor de aquel pueblo y otros cuatro o cinco, sus comarcanos, con buena compañía de indios, y le trajeron pan, gallipavos, frutas y cosas así de bastimento para el real, y hasta cuatrocientos pesos de oro en joyuelas, y ciertas piedras turquesas de poco valor, y hasta veinte mujeres de sus esclavas para que les cociesen pan y guisasen de comer al ejército; con las cual pensaban hacerle gran servicio, como los veían sin mujeres, y porque cada día es menester moler y cocer el pan de maíz, en que se ocupan mucho tiempo las mujeres [...]. Cortés los recibió y trató muy bien, y les dio cosas de rescate, con lo que holgaron mucho, y repartió aquellas mujeres esclavas entre los españoles por camaradas.4


En este caso específico, las mujeres cumplen un doble servicio: acompañarán al ejército para alimentarlo y funcionarán como camaradas de los oficiales, eufemismo usado por López de Gómara para no mencionar su verdadero papel, el de concubinas o barraganas, contrato sospechoso, o para usar un término más moderno, el de soldaderas. En realidad, como se dice en el texto, son esclavas: “Los primeros conquistadores y pobladores europeos aplicaron la institución de la esclavitud de los indios de México por dos vías principales: la guerra y el rescate”, explica Silvio Zavala.5

Desde el inicio de la Conquista, uno de los recursos para conseguir intérpretes era apoderarse de los indios, para que, como califica de las Casas, “con color de que aprendiesen la lengua nuestra para servirse dellos por lenguas, harto inicuamente, no mirando que los hacían esclavos, sin se lo merecer”.6

Si sólo hubiese cumplido con la doble función antes mencionada, Marina hubiese caído en el anonimato, al añadir a su género otra cualidad, la del bilingüismo, es decir, conocer tanto el maya como el náhuatl, y también por ser de natural “entremetida y desenvuelta”, según palabras de Bernal, acaba refinando su papel, para trascender la categoría del simple esclavo.


Entremetida y desenvuelta


Pero me detengo un poco: ¿qué es, en realidad, un o una lengua? En el primer Diccionario de la lengua castellana, Covarrubias lo define como “el intérprete que declara una lengua con otra, interviniendo entre dos de diferentes lenguajes”. A partir de esto haré unas observaciones pertinentes, que se deducen de las fuentes históricas, y es bueno tomar en cuenta:

1. Antes de tener lengua, los españoles se entienden con los naturales usando una comunicación no verbal, “diciéndoles por sus meneos y señas”, según de las Casas7 o Bernal Díaz del Castillo “y a lo que parecía [...] nos decían por señas que qué buscábamos, y les dimos a entender que tomar agua”.8

2. Luego, al apoderarse a la fuerza de los naturales “para haber lengua”, no se espera una verdadera comunicación. De las Casas expresa verbalmente sus dudas acerca de Melchorejo: “traía el Grijalva un indio por lengua, de los que de aquella tierra había llevado consigo a la isla de Cuba Francisco Hernández, con el cual se entendían en preguntas y respuestas algo”;9 de quien también dice Gómara: “Mas como era pescador, era rudo, o más de veras simple, y parecía que no sabía hablar y responder”.10

3. Por su peso cae que el lengua debe saber hablar, “declarar una lengua con otra”, “intervenir”. Ni Juliancillo ni Melchorejo, los indios tomados durante el primer viaje de Hernández de Córdoba, y distinguidos así con ese diminutivo paternalista, son capaces de cumplir al pie de la letra con su oficio de lenguas, que por otra parte no es el suyo. Tampoco lo pueden hacer la india de Jamaica, sobreviviente de una canoa de su isla que dio al través en Cozumel, y que ya hablaba maya, ni el indio Francisco, nahua, torpe de lengua,11 encontrados ambos durante el segundo viaje, el de Grijalva.12

4. El sexo de las lenguas que se eligen es por regla general el masculino, con algunas excepciones: la recién mencionada, la india jamaiquina, por ejemplo, y la Malinche. El Conquistador Anónimo afirma que los mexicas son “la gente que menos estima a las mujeres en el mundo”.13 En consecuencia, sólo por azar se piensa en ellas, como bien lo prueba su escasez.

5. Los prisioneros de rescate o de guerra utilizados como lenguas suelen ser deficientes, proceden de mala fe (“y creíamos que el intérprete nos engañaba”);14 no sólo eso, los indígenas vueltos lenguas a fuerza, traicionaban: “E aquel mensajero dijo que el indio Melchorejo, que traíamos con nosotros de la Punta de Cotoche, se fue a ellos la noche antes, les aconsejó que nos diesen guerra de día y de noche, que nos vencerían, que éramos muy pocos; de manera que traíamos con nosotros muy mala ayuda y nuestro contrario”.15

6. Consciente de esto, y advertido por los primeros expedicionarios de que algunos españoles, hombres barbados, están en poder de los naturales de Yucatán, Cortés dedica esfuerzos consistentes para encontrarlos. El resultado es la adquisición de “tan buena lengua y fiel”,16 Jerónimo de Aguilar, cautivo entre los mayas.

7. Salidos de territorio maya, el antiguo cautivo español ya no sirve como intérprete: “Todo esto se había hecho sin lengua [explica Gómara] porque Jerónimo de Aguilar no entendía a estos indios”.17 En ese momento crucial aparece Malintzin, “ella sola, con Aguilar, añade el capellán de Cortés, el verdadero intérprete entre los nuestros de aquella tierra”.18 Malintzin, la india bilingüe, entregada por Cortés a Alonso Hernández Portocarrero, muy pronto alejado de esta tierra como procurador de Cortés en España y quien la deja libre, en ese mismo año de 1519, al morir en la prisión española donde lo había puesto el obispo Rodríguez de Fonseca, amigo de Velázquez y enemigo jurado de Cortés. La mancuerna lingüística se ha sellado. Su ligazón es tan intensa que fray Francisco de Aguilar los fusiona, habla de ellos como si fueran uno solo, “la lengua Malinche y Aguilar”,19 y el cronista mestizo Diego Muñoz Camargo los une en matrimonio, desde Yucatán: “habiendo quedado Jerónimo de Aguilar [...] cautivo en aquella tierra, procuró de servir y agradar en tal manera a su amo [...] por lo que vino a ganarle tanta voluntad, que le dio por mujer a Malintzin”;20 y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl reitera: “Malina andando el tiempo se casó con Aguilar”.21 En realidad, es Cortés quien de ahora en adelante está ligado indisolublemente a la Malinche, “Marina, la que yo siempre conmigo he traído” (pág. 242). Se ha formado un equipo perfecto de intérpretes sucesivos, tal como se ve dibujado en un códice inserto en la Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala, de Muñoz Camargo: “El indio informa, Marina traduce, Cortés dicta y el escribiente escribe”.22

8. Cortés no necesita un simple lengua, necesita además un faraute. En las Cartas de relación esa palabra se repite varias veces: “dándoles a entender por los farautes y lenguas” (pág. 16). López de Gomara especifica que cuando Cortés advirtió los merecimientos de Malintzin, “la tomó aparte con Aguilar, y le prometió más que libertad si le trataba verdad entre él y aquellos de su tierra, pues los entendía, y él la quería tener por su faraute y secretaria”.23 En ese mismo instante, la Malinche ha dejado de ser esclava, ha trocado su función de proveedora —moler y amasar el maíz— y de camarada —ser la concubina de un conquistador— para convertirse en secretaria y faraute de Cortés. Lo ha logrado porque es, recuerda Bernal, de buen parecer, entrometida y desenvuelta.


Y aquí se dijo dijo entremetido el bullicioso


¿Qué es entonces un faraute, palabra casi desaparecida de nuestra lengua? Un faraute es, con palabras de Covarrubias:

el que hace principio de la comedia el prólogo; algunos dicen que faraute se dijo a ferendo porque trae las nuevas de lo que se ha de representar, narrando el argumento. Ultra de lo dicho significa el que interpreta las razones que tienen entre sí dos de diferentes lenguas, y también el que lleva y trae mensajes de una parte a otra entre personas que no se han visto ni careado, fiándose ambas las partes dél; y si son de malos propósitos le dan sobre éste otros nombres infames.


La Real Academia concuerda con esas acepciones y agrega una que a la letra dice: “el principal en la disposición de alguna cosa, y más comúnmente el bullicioso y entremetido que quiere dar a entender que lo dispone todo”. Como sinónimo inscribe la palabra trujamán que, según la misma fuente, “es el que por experiencia que tiene de una cosa, advierte el modo de ejecutarla, especialmente en las compras, ventas y cambios”.

No cabe duda de que todas esas acepciones le quedan como anillo al dedo a la Malinche. Una de las funciones del faraute es entonces la de lanzadera entre dos culturas diferentes. En parte también la de espía, pero sobre todo la de intérprete de ambas culturas, además de modelador de la trama, como puede verse muy bien cuando en el Diccionario de la Real Academia se agrega: “El que al principio de la comedia recitaba o representaba el prólogo y la introducción de ella, que después se llamó loa”. Y es en este papel justamente que aparece Malinche en la tradición popular recogida en el territorio de lo que fue el antiguo imperio maya.24

Un faraute puede muy bien ser entrometido. “Entremeterse [vuelve a explicar el diccionario de Covarrubias] es meter alguna cosa entre otras, que en cierta manera no es de su jaez y se hace poco disimularla y regañar con ella. Entremeterse es ingerirse uno y meterse donde no le llaman, y de que aquí se dijo entremetido el bullicioso.” Malinche ha demostrado que sabe las dos lenguas, es decir, se ha entremetido entre los españoles y los indios y ha enseñado su calidad: es por lo tanto bulliciosa. En una carta que escribe a Carlos V, fray Toribio Motolinía se expresa así de fray Bartolomé de las Casas: “Yo me maravillo cómo Vuestra Majestad y los de vuestros Consejos han podido sufrir tanto tiempo a un hombre tan pesado, inquieto e inoportuno y bullicioso y pleitista”.25

El bullicioso es el inquieto que anda de aquí para allá, suerte de lanzadera, de entremetido, de farsante. Todo bullicioso es hablador y Malintzin lo es, ése es su oficio principal, el de hablar, comunicar lo que otros dicen, entremeterse en ambos bandos, intervenir en la trama que Cortés construye. Cumple a todas luces con el papel que se le ha otorgado: es lengua, es faraute, es secretaria, y como consecuencia, mensajera y espía.


Habían de ser sordas y mudas


Parece ser que las niñas y las muchachas mexicas no hablaban durante la comida; además se les sometía “a una especial parsimonia en el hablar”, al grado que Motolinía tenía la impresión de que “habían de ser sordas y mudas”.26 De ser esto una regla general, la figura de Malinche es aún más sorprendente. López Austin aclara:

En ciertos sectores de la población urbana las mujeres adquirían una posición de prestigio al abandonar las penosas y rutinarias actividades intrafamiliares para participar en las relaciones externas. Así, existe la mención de que las mujeres pertenecientes a familias de comerciantes podían invertir bienes en las expediciones mercantiles. Las fuentes nos hablan también de mujeres que llegaron a ocupar los más altos puestos políticos, y en la historia puede aquilatarse la importancia de personajes como Ilancuéitl, que tuvieron una participación de primer orden en la vida pública. Sin embargo, en términos generales, la sociedad enaltecía el valor de lo masculino.27


Si bien la excesiva pasividad que por las fuentes escritas por los misioneros podría deducirse, en relación con las mujeres, ha sido muy controversial, el hecho escueto es que no se tiene noticia de ninguna otra mujer que, durante la Conquista de México, haya jugado un papel siquiera parecido al de la Malinche. En la crónica del clérigo Juan Díaz, capellán de la expedición de Grijalva, se hace mención de un hecho singular durante una transacción de rescate: “El dicho cacique trajo de regalo a nuestro capitán un muchacho como de veinte y dos años, y él no quiso recibirlo [...]”.28

Más tarde, sin embargo, Grijalva, que nunca quiere recibir nada, como reitera Díaz, acepta “a una india tan bien vestida, que de brocado no podría estar más rica”.29 Aunque por este dato pudiera inferirse que también se incluían los esclavos varones como parte de un rescate, lo cierto es que en las crónicas sólo he encontrado esta excepción, y en la inmensa mayoría de los casos se hace únicamente mención de lotes de muchachas entregadas como esclavas. Entre ellos, el tantas veces mencionado obsequio de veinte doncellas, entre las cuales se encuentra Malintzin. Como regla general, aunque con excepciones, las otras mancebas se mantienen en el anonimato.30 Más sorprendente es entonces, repito, el papel primordial que jugó en la conciencia no sólo de los españoles sino también de los indígenas, al grado de que, como es bien sabido, Cortés era llamado, por extensión, Malinche. Diego Muñoz Camargo la enaltece grandemente:

mas como la providencia tenía ordenado de que las gentes se convirtiesen a nuestra santa fe católica y que viniesen al verdadero conocimiento de Él por instrumento y medio de Marina, será razón hagamos relación de este principio de Marina, que por los naturales fue llamada Malintzin y tenida por diosa en grado superlativo, que ansí se debe entender por todas las cosas que acaban en diminutivo es por vía reverencial, como si dijéramos agora mi muy gran Señor —Huelnohuey—, y ansí llamaban a Marina de esta manera comúnmente Malintzin.31


Si el sufijo tzin aplicado a Malinalli (que en náhuatl quiere decir varias cosas, cuyo significado es simbólico y hasta esotérico, como por ejemplo una trenza, una liana, una hierba trenzada) equivale al reverencial castellano doña, Malinche ha adquirido verdadera carta de nobleza.32 Señora o doña, mujer muy honrada y principal, reverenciada acatada, de buena casta y generación, Marina va adquiriendo estatura divina entre los naturales, como consta también en varios códices, por ejemplo, los fragmentos del Códice Cuauhtlatzingo donde, al reseñar los triunfos de Cortés, aparece doña Marina, ataviada como la diosa del agua, Chalchiuhtlicue,33 y en el Lienzo de Tlaxcala, su colocación en el espacio del códice y sus ademanes revelan que ocupa una jerarquía de gran autoridad. Este dato podría quizá remacharse, como hace Brotherston en su texto, con los numerosos códices en donde Marina es personaje esencial, confirmando así la tradición en que se basa Muñoz Camargo para hablar de ella como si fuera una diosa. Pienso que a pesar de la ritualización de los comportamientos en la sociedad náhuatl, y por tanto del estrecho margen de acción que parece corresponderle, la mujer debe haber tenido mucho peso en la sociedad mexica. Sin embargo, no me parece probable que se deifique a una mujer que cumple simplemente con las reglas de su cotidianidad, aunque ésta haya sido totalmente violentada por la invasión de los españoles. Sólo puede deificarse a alguien excepcional, y por lo general cuando las mujeres descuellan se tiende a deshistorizarlas y a convertirlas en mitos: la deificación es una de las formas de la mitificación. Marina acaba representando todos los papeles y es figura divinizada entre los naturales, y reverenciada por los españoles. A pesar de relativizar su elogio, cuando lo inicia diciendo: “con ser mujer de la tierra”, la admiración de Bernal es enorme: “qué esfuerzo tan varonil tenía, que con oír cada día que nos habían de matar y comer nuestras carnes [...] jamás vimos flaqueza en ella”.34 Diego de Ordás testifica en Toledo, el 19 de julio de 1529, a fin de que Martín Cortés, el hijo bastardo del conquistador y la Malinche —entonces apenas de seis años y legitimado unos meses atrás—, recibiera el hábito de Caballero de Santiago: “[que] doña Marina es india de nación de indios, e natural de la provincia de Guasacualco, que es la dicha Nueva España, a la cual este testigo conoce de nueve o diez años a esta parte [...] e que es habida por persona muy honrada e principal e de buena casta e generación”.35

Figura legendaria, personaje de cuentos de hadas cuando se la hace protagonista de una historia singular, extrañamente parecida a la de Cenicienta: hija de caciques, a la muerte de su padre es entregada como esclava a los mayas, y como toda princesa que se precie de serlo, la sangre azul recorre con precisión su territorio corporal, presta a descender como Ión en Eurípides, José en la Biblia, Oliver Twist en Charles Dickens, o Juan Robreño en Manuel Payno, para habitar la figura del niño expósito, figura por esencia deambulatoria, aunque al mismo tiempo ocupe quizá el hierático lugar de las damas de la caballería o la escultórica imagen de las predellas medievales.36 ¡Quién sabe! Concretémonos ahora a su figura de lengua.


La de la voz


En las crónicas españolas, Malinche carece de voz. Todo lo que ella interpreta, todos sus propósitos se manejan por discurso indirecto.

En la versión castellana editada por López Austin del Códice florentino, Marina ocupa la misma posición en el discurso que ya tenía en los demás cronistas, es enunciada por los otros. Esta posición se altera justo al final: los dos últimos parlamentos corresponden en su totalidad a Marina. Lo señalo de paso, sería necesario intentar explicar esta discrepancia.37

En general, y en particular en Bernal, las expresiones utilizadas van desde lo más general como: “según dijeron”, “y dijeron que”, “y digo que decía”, “les preguntó con nuestras lenguas”, “y se les declaró”, “les hizo entender con los farautes”, “y les habló la doña Marina y Jerónimo de Aguilar”. Más tarde se van refinando las frases y se especifica mejor la función de los lenguas: “Y doña Marina y Aguilar les halagaron y les dieron cuentas”, frase en donde se advierte que los farautes no sólo ejecutan lo que se les dice, sino una acción personal. Y se puede culminar con esta explicación de Bernal: “un razonamiento casi que fue de esta manera, según después supimos, aunque no las palabras formales”, en la que se maneja la idea de que Malinche ha interpretado a su manera los mecanismos de pensamiento y las propuestas de los españoles.

La interpretación es una acción consistente y continua. Su existencia es evidente. Se infiere en muchos casos o se subraya en muchos otros. Y, sin embargo, en el cuerpo del texto se oye la voz de Cortés —y la de otros personajes— cuando se dirige a sus soldados, es decir, cuando no necesita interpretación; pero también cuando la necesita, esto es, cuando se dirige a sus aliados indígenas o a sus enemigos mexicas, por interpósita persona, la intérprete.

La voz es el atributo principal, o más bien literal, de la lengua. Quien no tiene voz no puede comunicar. Designar al intérprete con la palabra lengua define la función retórica que desempeña, en este caso, la sinécdoque, tomar la parte por el todo: quien se ve así despojado de su cuerpo, es solamente una voz con capacidad de emisión, y es la lengua, obviamente, la que desata el mecanismo de la voz. La voz no es autónoma y, sin embargo, por razones estratégicas y por su mismo oficio, la lengua es un cuerpo agregado o interpuesto entre los verdaderos interlocutores, el conquistador y los naturales. En los códices es la Malinche la que aparece intercalada entre los cuerpos principales. Este mismo hecho, el de ser considerados sólo por su voz, reitera la desaparición de su cuerpo o, mejor, lo convierte en un cuerpo esclavo. Si refino estas asociaciones, podría decir que además de tener que prescindir de su cuerpo —por la metaforización que sufren sus personas al ser tomados en cuenta sólo por una parte de su cuerpo—, actúan como los ventrílocuos, como si su voz no fuese su propia voz, como si estuvieran separados o tajados de su propio cuerpo. Esta aseveración se vuelve literal en una frase de fray Juan de Zumárraga, cuando, furioso ante los desmanes del lengua García del Pilar, enemigo de Cortés y aliado de Nuño de Guzmán, exclama:

aquella lengua había de ser sacada y cortada —escribía el obispo al rey— porque no hablase más con ella las grandes maldades que habla y los robos que cada día inventa, por los cuales ha estado a punto de ser ahorcado por los gobernadores pasados dos o tres veces, y así le estaba mandado por don Hernando que no hablase con indio, so pena de muerte.38


La mutilación a la que se les somete se subraya si se advierte que, sobre todo en el caso específico de la Malinche, este cuerpo —entre sujeto y objeto— debe, antes de ejercer su función, bautizarse.39 La ceremonia del bautizo entraña de inmediato el abandono del nombre indígena y la imposición de un nombre cristiano. En el caso de Malinche, ella deja de ser Malinalli para convertirse en Marina. Curiosamente, esta alteración de la identidad, el ser conocido por otro nombre, es decir, convertirse en otra persona, que en los lenguas indígenas anteriores —Melchorejo, Juliancillo, Francisco y aun en Aguilar— significa también cambiar de traje, comporta una extraña mimetización onomástica en la crónica de Bernal.

El conquistador es rebautizado y adquiere el nombre de la esclava, es el capitán Malinche y ella deja de ser la india Malinalli para ser nombrada solamente Marina por el cronista. Bernal sabe muy bien que utilizar un apodo para designar a Cortés produce extrañeza en los lectores. Por ello, aclara de esta manera:

Antes que más pase adelante quiero decir cómo en todos los pueblos por donde pasamos, o en otros donde tenían noticia de nosotros, llamaban a Cortés Malinche; y así le nombraré de aquí adelante Malinche en todas las pláticas que tuviéramos con cualesquier indios, así desta provincia como de la Ciudad de México, y no le nombraré Cortés sino en parte que convenga; y la causa de haberle puesto aqueste nombre es que, como doña Marina, nuestra lengua, estaba siempre en su compañía, especialmente cuando venían embajadores o pláticas de caciques, y ella lo declaraba en lengua mexicana, por esta causa: le llamaban a Cortés el capitán de Marina, y para ser más breve, le llamaron Malinche.40


Pero no se queda allí la cosa, las transformaciones onomásticas se siguen produciendo, siempre en vinculación con Marina, como si el hecho de haber sido Malinalli y luego Malintzin —otra transformación fundamental dentro de la otra cultura—, es decir, dejar de ser esclava para convertirse en señora, en tzin o en doña, hiciese que los sustantivos lengua, faraute o intérprete también se modificaran y recibieran una nueva denominación, la de Malinches, transformación que a su vez había sufrido el nombre de Malintzin en la defectuosa captación fonética que los españoles tenían de ese nombre. Esta hipótesis mía parece comprobarse con las siguientes palabras de Bernal que completan su explicación sobre estos significativos cambios de nombre:

y también se le quedó este nombre —Malinche— a un Juan Pérez de Arteaga, vecino de la Puebla, por causa que siempre andaba con doña Marina y Jerónimo de Aguilar deprendiendo la lengua, y a esta causa le llamaban Juan Pérez Malinche, que renombre de Arteaga de obra de dos años a esta parte lo sabemos. He querido traer esto a la memoria, aunque no había para qué, porque se entienda el nombre de Cortés de aquí adelante, que se dice Malinche.41


Cualquiera diría, después de esta larga justificación bernaldiana que, desde el momento mismo en que doña Marina se vuelve uno de los factores esenciales para efectuar la Conquista, el adjetivo o apellido Malinche que se le da a Cortés se vuelve el paradigma del intérprete. Para remachar este razonamiento mediante la identificación de la palabra Malinche con la dualidad traidora-traductora que se le atribuye y que se concentra en la palabra malinchismo: los nombres utilizados anteriormente para designar su oficio —faraute, lengua, intérprete— carecen de eficacia para calificarlo. Sabemos también, y aquí se ha mencionado, que en náhuatl Malinche quiere decir “la mujer que trae Cortés”, el sufijo agregado a su nombre denota posesión.

Retomando el hilo: vuelvo a plantear la pregunta que hice más arriba. ¿Por qué, entonces, Marina, la de la voz, nunca es la dueña del relato? Su discurso, soslayado por la forma indirecta de su enunciación, se da por descontado, se vuelve, en suma, “un habla que no sabe lo que dice”, porque es un habla que aparentemente sólo repite lo que otros dicen. Su discurso —para usar una expresión ya manoseada— es el del otro o el de los otros. La palabra no le pertenece. Su función de intermediaria, ese bullicio —y recordemos que la palabra bullicio implica de inmediato un movimiento y un ruido—, es una respuesta a la otra voz, aquella que en verdad habla, porque permanece: la voz escrita.

¿Será que al pertenecer Marina a una cultura sin escritura, dependiente sobre todo de una tradición oral, es la enunciada, en lugar de ser la enunciadora? ¿Acaso al haberse transferido su nombre a Cortés, el poder de su voz ha pasado a la de él? ¿Acaso, por ser sólo una voz que transmite un mensaje que no es el suyo, no significa? Apenas reproduce la de aquellos que carecen de escritura, según la concepción occidental, en voz “limitada —como dice De Certeau—, al círculo evanescente de su audición”. Esta ausencia en la enunciación —este discurso indirecto, oblicuo, en que desaparece la voz de Marina— contrasta de manera violenta con la importancia enorme que siempre se le concede en los textos.


Cortar lengua


En su Crónica mexicana, don Hernando de Alvarado Tezozómoc describe así el asombro de Moctezuma al enterarse de las habilidades de Malinche:

y quedó Moctezuma admirado de ver la lengua de Marina hablar en castellano y cortar la lengua, según que informaron los mensajeros al rey Moctezuma; de que quedó bien admirado y espantado Moctezuma se puso cabizbajo a pensar y considerar lo que los mensajeros le dijeron: y de allí tres días vinieron los de Cuetlaxtlan a decir cómo el Capitán don Fernando Cortés y su gente se volvieron en sus naos en busca de otras dos naos que faltaban cuando partieron de Cintla y Potonchán, adonde le dieron al capitán las ocho mozas esclavas, y entre ellas la Marina.42


Tezozómoc, como sabemos bien, es un historiador indio, descendiente directo de Moctezuma, sobrino y nieto a la vez del tlatoani azteca. Se dice que en su crónica “la forma del pensamiento, incluso la sintaxis, son náhuatl”43 (557-558), si esto es así, es importante subrayar la expresión Cortar lengua que utiliza para sinterizar la supuesta capacidad de Malintzin para hablar el castellano. Cortar lengua podría asociarse con el sobrenombre que según Clavijero tenía también la joven “noble, bella, piritosa y de buen entendimiento, nombrada Tenepal, natural de Painalla, pueblo de la provincia de Coatzacualco”.44 Miguel Ángel Menéndez, citado por Baudot, afirma que Tenepal proviene de tene “afilado, filoso, puntiagudo, cortante”, y por extensión, persona que tiene facilidad de palabra, que habla mucho; tenepal podría asimismo originarse en tenpalli, palabra que Menéndez traduce por labio, y tenepal puede significar “alguien que tiene gruesos labios”, es decir, “que habla mucho”.45 Dentro de este contexto, parece evidente que la expresión Cortar lengua usada por Tezozómoc está vinculada a tenepal. No me es posible llevar más lejos las correspondencias, pero lo que en realidad me importa subrayar aquí es el diferente tratamiento que se le da a doña Marina en las crónicas de origen indio o mestizo y su enorme capacidad para la interpretación en una sociedad que, evidentemente, está vinculada con la tradición oral, y donde los códices necesitan de la palabra memorizada para interpretarse. Malinche ya habla castellano, al decir de Tezozómoc, desde el inicio del avance de Cortés hacia la capital mexica, y los españoles son aquellos hombres descritos por los viejos que

predestinaron como sabios que eran, que había de volver Quetzalcóatl en otra figura, y los hijos que habían de traer habían de ser muy diferentes de nosotros, más fuertes y valientes, de otros trajes y vestidos, y que hablarán muy cerrado, que no los habremos de entender, los cuales han de venir a regir y gobernar esta tierra que es suya, de tiempo inmemorial.46


En este contexto, parece meridiano que sólo puede penetrar en ese lenguaje cerrado —en esa habla apretada— quien tenga la lengua filosa y los labios muy gruesos para poder cortar lengua. Y esa habilidad tajante, esa capacidad de hendir, de abrir aquello que está cerrado, en este caso un lenguaje, sólo puede hacerlo una diosa. Así convergen en este punto dos de las expresiones entresacadas y subrayadas por mí dentro de las crónicas que he venido analizando: para calar hondo en la tierra es necesario cortar lengua. Y en su papel de intermediaria, de faraute, la Malinche ha logrado atravesar esa lengua extraña, apretada, la de los invasores, aunque para lograrlo se sitúe entre varios sistemas de transmisión, los de una tradición oral vinculada con un saber codificado, inseparable del cuerpo e ininteligible para quienes prefieren la escritura de la palabra, para quienes han trasferido la lengua a la mano, o en palabras de Bernal: “Antes que más meta la mano en lo del gran Moctezuma y su gran México y mexicanos, quiero decir lo de doña Marina”.

1 Hernán Cortés, Cartas de relación, Porrúa, México, 1976, págs. 9, 10, 14 y 15 (como en el ensayo anterior, la paginación de cualquier referencia a las Cartas de relación se incluirá en el texto principal y corresponderá a esta edición de 1976). Cf. Beatriz Pastor, El discurso narrativo de la Conquista: mitificación y emergencia, 2a ed., Ediciones del Norte, Hanover, 1988, págs. 93 y 155.
2 Cortés indica en la quinta Carta, ya mencionada: “Yo le respondí que el capitán que los de Tabasco le dijeron que había pasado por su tierra, con quienes ellos habían peleado, era yo; y para que creyese ser verdad, que se informase de aquella lengua que con él hablaba, que es Marina, la que yo siempre conmigo he traído, porque allí me la habían dado con otras veinte mujeres” (Idem.). Cf. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España, Porrúa, México, 1976 [1983, 1992], págs. 87-88; y Andrés de Tapia, “Relación”, en Carlos Martínez Marín (ed.), Crónicas de la Conquista, Promexa, México, 1992, pág. 446. Menciona sólo ocho fray Francisco de Aguilar (Relación breve de la Conquista de la Nueva España, UNAM, México, 1988, pág. 67). También son ocho para Hernando de Alvarado Tezozómoc (“Crónica mexicana”, en Carlos Martínez Marín (ed.), op. cit., pág. 566), Francisco López de Gómara (Historia de la Conquista de México, Biblioteca Ayacucho, 1979 [1984], pág. 40), Fray Bartolomé de las Casas (Historia de las Indias, FCE, México, 1976 [1981], pp. 242 y 244), Diego Muñoz Camargo (Historia de Tlaxcala, Madrid, 1986, pág. 188) y Bartolomé Leonardo de Argensola (Conquista de México, Ed. Pedro Robredo, México, 1940, págs. 97-98).
3 Bernal Díaz del Castillo, op. cit., págs. 89 y 174.
4 Francisco López de Gómara, op. cit., págs. 39-40. La cursiva es mía, salvo indicación de lo contrario. 
5 Silvio Zavala, El servicio personal de los indios en la Nueva España, El Colegio de México / El Colegio Nacional, 1989, t. IV, pág. 199. Suplemento de los tres tomos relativos al siglo XVI.
6 Fray Bartolomé de las Casas, op. cit., 1981, t. III, pág. 208. 
7 Ibid., pág. 207.
8 Bernal Díaz del Castillo, op. cit., pág. 9.
9 Fray Bartolomé de las Casas, op. cit., 1981, t. III, pág. 204.
10 Francisco López de Gómara, op. cit., pág. 23.
11 Bernal Díaz del Castillo, op. cit., págs. 25, 34 y 36.
12 Cf. Margo Glantz, “Lengua y Conquista”, en Revista de la Universidad, UNAM, México, núm. 465, octubre, 1989.
13 El Conquistador Anónimo, “Relación de algunas cosas de la Nueva España...”, en Carlos Martínez Marín (ed.), op. cit., pág. 402.
14 Juan Díaz, “Itinerario de la Armada del rey católico a la isla de Yucatán.”, en Carlos Martínez Marín (ed.), ibid., pág. 8 y frag. 1-16.
15 Bernal Díaz del Castillo, op. cit., 1992, pág. 78.
16 Juan Díaz, op. cit., pág. 71.
17 Francisco López de Gómara, op. cit., pág. 46.
18 Idem.
19 Fray Francisco de Aguilar, op. cit., pág. 413.
20 Diego Muñoz Camargo, op. cit., pág. 189.
21 Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Historia de la nación chichimeca, Madrid, 1985, pág. 229.
22 Grabado reproducido en José Luis Martínez, Hernán Cortés, FCE, México, 1990, pág. 154.
23 Francisco López de Gómara, op. cit.
24 Cf. Mercedes de la Garza, “Visión maya de la Conquista”, en Mercedes de la Garza (ed.), En torno al nuevo mundo, UNAM, México, 1992, págs. 63-76. La Malinche se ha convertido literalmente en faraute o corifeo de una obra dramática sobre la Conquista de México: Pierluigi Crovetto, “Diálogo u original del baile de la Conquista”, en Guatemala Indígena, Centro Editorial José de Pineda Ibarra, Guatemala, 1992, vol. I, núm. 2. Allí “los personajes son doce caciques aliados y dos hijas del rey Quicab, a las que llaman Malinches, porque en un momento de la obra una de ellas ofrece su ayuda y sus favores a Alvarado”, y más tarde, en un canto entonado por ellas, narran la caída de los quichés: “Llanos del Pinal, si sabéis sentir, / llorad tanta sangre de que vestís [...]” (pág. 71).
25 Pierluigi Crovetto, I segni del Diavolo e I segni di Dio. La carta al emperador Carlos V (2 gennaio 1555) di fray Toribio Motolinia, Bulzoni, Roma, 1992, pág. 8.
26 José María Kobayashi, La educación como conquista, El Colegio de México, México, 1985, pág. 53.
27 Alfredo López Austin, Cuerpo e ideología, UNAM, México, 1984, t. I, pág. 329.
28 Juan Díaz, op. cit., pág. 13.
29 Idem.
30 La investigadora norteamericana Francis Karttunen habla en su ensayo “In their Own Voice: Mesoamerican Indigenous Women Then and Now” (en Suomen Antropologi, núm. 1, 1988, págs. 2-11) de algunas mujeres de principios del México virreinal, cuya conducta parece ser semejante a la de la Malinche en cuanto a su autonomía, su inteligencia y su actividad decisiva; la información aparece en unos huehuetlatolli (sabiduría antigua, máximas para el comportamiento habitual), documentos conservados en la Biblioteca Bancroft de la Universidad de California (Francis Karttunen y James Lockhart, “The Art of Nahuatl Speech: the Bancroft Dialogues”, en UCLA Latinoamerican Studies, Latin American Center Publications, Los Ángeles, vol. 65, núm. 2, 1987). Y Pilar Gonzalbo, por su parte, ha encontrado numerosos ejemplos de españolas criollas, mestizas e indias, cuya conducta es absolutamente emancipada y que contradice la idea general de que la mujer se encontraba supeditada de manera superlativa al hombre. Sin embargo, los campos de actuación estaban perfectamente delimitados.
31 Diego Muñoz Camargo, op. cit., págs.186-187.
32 Cf. Georges Baudot, “Política y discurso en la Conquista de México”, en Anuario de Estudios Americanos, Sevilla, vol. XIX, 1988, págs. 67-82.
33 Agradezco a Cecilia Rossell haberme comunicado este dato, también reiterado por Ángeles Ojeda.
34 Bernal Díaz del Castillo, op. cit., 1992, pág. 172.
35 Apud Manuel Romero de Terreros, Hernán Cortés, sus hijos y nietos, caballeros de las órdenes militares, Antigua Librería Robredo de José Porrúa e Hijos, México, 1944, págs. 14-15.
36 Cf. Sonia Rose-Fuggle, “Bernal Díaz del Castillo frente al otro: doña Marina, espejo de princesas y de damas”, en La représentation de l'Autre dans l'éspace ibérique et ibéro-américain, La Sorbonne Nouvelle, París, 1991, págs. 77-87.
37 Cf. Fray Bernandino de Sahagún, Historia general de las cosas en Nueva España, Conaculta / Alianza Editorial, México, 1989.
38 José Luis Martínez, op. cit.
39 El significado de bautizarse entre los indígenas sería, después de la Conquista, “ser destruido”. Cf. Mercedes de la Garza, op. cit., pág. 71: “preparad ya la batalla —le dice— si no queréis ser bautizado [como sinónimo de destruido]”.
40 Bernal Díaz del Castillo, op. cit., 1983, págs. 193-194.
41 Ibid., pág. 194.
42 Hernando de Alvarado Tezozómoc, op. cit., pág. 566.
43 Ibid (preámbulo de Carlos Martínez Marín).
44 Francisco Javier Clavijero, Historia antigua de México, Porrúa, México, 1976, págs. 299-300.
45 Miguel Ángel Menéndez, Malintzin en un fuste, seis rostros y una sola máscara, La Prensa, México, 1964, citado por Georges Baudot, op. cit.
46 Hernando de Alvarado Tezozómoc, op. cit., pág. 568.