Material de Lectura

 

Sin embargo, las raíces de la danza moderna mexicana también se hallan en acciones más auténticas, alejadas del prurito artístico. La educación nacionalista requería de la salida de misiones culturales hacia el interior de la República, misiones que a la vez de investigar, involucraran al pueblo en los avances de la visión y la cultura revolucionarias y enseñaran a los campesinos a leer y escribir. Los maestros de danza Marcelo Torreblanca, Luis Felipe Obregón, Humberto Herrera y el Chato Acosta recabaron materiales dancísticos regionales de enorme importancia que más tarde traducirían y presentarían al inmenso hábitat metropolitano. Un grandioso festival de danza folclórica tuvo lugar durante la inauguración del Estadio Nacional en 1924.

Miguel Covarrubias10 concede la misma importancia en la manipulación de elementos mexicanos o mexicanistas a estas manifestaciones culturales y al teatro de revista, sumamente arraigado en la tradición mexicana. Si bien es cierto que las coreografías mistificadas, los elementos ornamentales, los telones pintados y los implementos escenográficos van utilizando motivos, figuras y música del México indígena, es éste un hábito que no se pierde en ninguna de las manifestaciones artísticas (debiéramos decir pseudoartísticas) de las clases medias mexicanas. Al fenómeno lo podemos detectar en la actualidad. Para estos sectores de la población, migrantes campesinos más o menos recientes, indigenismo implica provincialismo y la mayor parte de los habitantes de las regiones urbanas, sobre todo en las décadas de los veinte y de los treinta, consideraban estos motivos del terruño, locales, como elementos a los cuales podían arraigar su nostalgia y recuperar en mínima parte su perdida provincia.

La orientación nacionalista, sin embargo, no organizó sistemáticamente una labor de reconsideración, reconstrucción y recuperación de las danzas indígenas. Sólo núcleos contadísimos de artistas e investigadores intentaron fundamentar sus acciones en conceptos científicos, entendiendo que las expresiones propias de otras épocas sólo resultan valederas en su originalidad y en su pureza, y que la extracción del pasado sólo es válida cuando las piezas y obras se muestran tal como eran en un principio, sin variaciones o estilizaciones. Posteriormente, la vuelta al indigenismo habría de dejar de ser una búsqueda para convertirse en afán de salvación y de sentimientos de culpa, anhelo con no pocos elementos de angustia. Desde el punto de vista dancístico, se planteaba una separación tajante, que aún subsiste, entre la danza folclórica y el ballet clásico. Por su propia naturaleza, el ballet clásico sólo podía incluir el tema mexicano si violentaba sus normas técnicas y la tradición temática de sus producciones. Por su parte, la danza folclórica, como sucede en todo el mundo, exigía una paciente labor de investigación y, para sobrevivir auténtica, planteaba una limitación en sus aspectos creativos y técnicos. Aun en la actualidad, las danzas indígenas y folclóricas exigen, más que imitaciones (que jamás pueden alcanzar el nivel de los originales), registro. Sin embargo, para los futuros artistas de la danza moderna (bailarines y coreógrafos), el ballet clásico era, en la década de los veintes, la única vía de aprendizaje, la única satisfacción para su necesidad de preparación técnica, el único acceso hacia la obtención de un cuerpo dispuesto para la creatividad y/o la habilidad interpretativa, aunque ésta fuese dirigida exclusivamente hacia el tema mexicano.

 
 
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         Nellie Campobello: mexicanización del ballet clásico.

 
 
La primera escuela oficial de danza que se organiza en México queda establecida como dependencia del departamento de Bellas Artes de la Secretaría de Educación Pública en 1932. Aún en la actualidad lleva el nombre de Escuela Nacional de Danza. A la cabeza de ella estaban Carlos Orozco Romero y Carlos Mérida.11 Los conceptos que sustentan a esta nueva organización resultan, aunque sui-generis, dueños de una saludable disposición a lo antiacadémico.12 Lo difícil era hacer hincapié en la tendencia mexicanista o nacionalista mediante un sistema técnico que permitiera la vinculación productiva de la danza con la cultura nacional. Tal vez el contacto realizado por Carlos Mérida en Europa, durante las décadas anteriores, con las nuevas tendencias de la danza moderna, permitió que apuntaran en esta escuela de danza algunos procedimientos renovadores, pues no anquilosó la enseñanza exclusivamente en el ballet clásico, y sí permitió una interesante diversificación: Nellie Campobello enseñaba ballet clásico, Gloria Campobello bailes mexicanos, Hipolite Zybine (que se separó de una compañía de ballet ruso) mostraba los procedimientos del arte coreográfico, Rafael Diez enseñaba bailes populares extranjeros y Evelyn Heasting baile teatral. Se concedió especial importancia al desarrollo de las aptitudes plásticas y musicales de los alumnos: Agustín Lazo y Carlos Orozco Romero se ocupaban del taller escenográfico y Francisco Ramírez enseñaba música popular. Los distintos grupos, además, contaban con excelentes pianistas, acompañantes y ejecutantes: Ángelo Tercero, Consuelo Cuevas y Jesús Durón.13 La influencia de la Duncan exigió, por otra parte, que los alumnos fuesen iniciados en las danzas griegas, el baile acrobático y la pantomima. Aparte de algunos cenáculos y academias particulares que, por así decirlo, presentían la incorporación de la danza al nuevo arte de México, es esta escuela de danza oficial, de la cual se hace director Carlos Mérida en 1934, la que atrae fundamentalmente a las nuevas generaciones.14 De ella habrían de surgir algunas cualidades fundamentales y ciertos defectos esenciales de la danza moderna mexicana.

Con el tiempo, la Escuela Nacional de Danza habría de convertirse en feudo exclusivo de las hermanas (Nellie y Gloria) Campobello. Algunas jóvenes ansiosas de iniciarse en la danza, pasarán por allí como una ráfaga.15 Otras recibirán la preparación que deseaban o que podían recibir.16 Con las Campobello habrían de trabajar personalidades como José Clemente Orozco y Martín Luis Guzmán en las escenografías y los guiones. Se intentaba en esta Escuela el surgimiento de un ballet mexicano que se fundamentara en la danza clásica.17 Este tipo de danza produjo obras singulares como el “ballet de masas” 30-30,18 presentado en el Estadio Nacional el día del soldado ante la presencia de un nutrido público y del presidente Lázaro Cárdenas. Posteriormente, en sucesivas temporadas el recién creado Ballet de la Ciudad de México de las Campobello ofreció obras de la misma orientación: Alameda 1900, Fuensanta, Umbral y otras de factura neorromántica como La siesta de un fauno. En 1945 y 1947 aún sobrevivía esta mezcla de tendencias pues en un mismo programa el Ballet de la Ciudad de México ofreció Presencia, Clase de ballet, El sombrero de tres picos, Obertura republicana, Ixtepec, Circo Orrín, Giselle, etc.19 Esta corriente híbrida y un tanto utópica sobrevive hasta nuestros días en algunas academias particulares.


10 Miguel Covarrubias, p. 104.
11 “Carlos Mérida (1893), guatemalteco radicado en México desde 1919, aporta al primer tramo del muralismo mexicano una caperucita roja, en la Biblioteca Infantil de la Secretaría de Educación, y al posterior desarrollo de la pintura mexicana, las inquietudes formalistas e invencionistas. Todos los hallazgos del vanguardismo europeo se tamizan en sus pinturas, esmaltes, acuarelas o piedras policromadas, adquiriendo, en su exquisita elaboración, un sello de antigüedad americana.” Raquel Tibol, pp. 272-273.
12 Antonio Luna Arroyo, p. 18.
13 Antonio Luna Arroyo, p. 18.
14 Antonio Luna Arroyo, p. 19.
15 Alberto Dallal, “Entrevista a Guillermina Bravo, 1974”.
16 Covarrubias registra a los siguientes artistas como “producidos” por la Escuela Nacional de Danza: Fernando Schaffenburg, Lupe Serrano, Armida y César Bordes, Guillermo Keys, Raquel Gutiérrez, Rosa Reyna, Martha Bracho, Nellie Happee, los hermanos Silva y Gloria Mestre. Miguel Covarrubias, p. 105.
17 Luis Bruno Ruiz, pp. 86-87.
18 Según Luis Bruno Ruiz (p. 85) “apareció el 30 de noviembre de 1931”.
19 Luis Bruno Ruiz, pp. 86-87.