Material de Lectura

Arquitectura Barroca

Agustín Piña Dreinhoffer



Prólogo del Arquitecto Manuel Sánchez Santoveña



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Prólogo


La arquitectura barroca de Nueva España


Se ha dicho que el barroco hispanoamericano es un arle ornamental, superpuesto a rígidas estructuras arquitectónicas que no participan del mismo sentimiento estético. Por esa pretendida rigidez se ha negado la existencia de una arquitectura barroca hispanoamericana; lo que salva a las excepciones es la dinámica de su concepción espacial y volumétrica, ajena a la generalidad, por su geometría más compleja.

El barroco hispanoamericano se ha considerado como una mera provincia del arte español. Algunos opinan que se trata de un arte periférico, interpretativo, mas no creativo; que entiende los conceptos artísticos como buenamente puede, sin llegar a penetrar en el significado profundo de las estructuras y motivos formales que emplea.

Las manifestaciones arquitectónicas hispanoamericanas, sin embargo, no constituyen un grupo homogéneo, como tampoco lo son sus respectivas raíces. Las generalizaciones sobre los problemas críticos que plantean sólo pueden conducir a interpretaciones equívocas, puesto que las soluciones espaciales y formales se vieron afectadas por el clima, el paisaje, los materiales de construcción disponibles, la destreza técnica, la economía y las circunstancias sociales de cada región americana. Cierto es que existen rasgos expresivos que las hacen semejantes. Todas las arquitecturas de este continente, a partir de la Conquista, responden a un sentimiento vital implantado mediante la unidad de la religión, del idioma y de la arquitectura, entendida ésta en sus modos espaciales y estructurales. Pero tales instrumentos de la cultura están sobrepuestos a diversas concepciones cósmicas más o menos desarrolladas. Las maneras como se relacionan las culturas surgidas en América y la cristiana, establecen dialécticas existenciales muy diversas; en consecuencia, las expresiones artísticas responden fielmente a dichos procesos de integración entre dos mundos.

Es en el sentido del significado de las normas y no en el de los recursos formales per se, donde hay que buscar si la arquitectura novohispana responde, o no, a las concepciones esenciales del arte barroco. Si los contenidos estéticos son barrocos, las formas tendrán que serlo por fuerza.

El barroco de Nueva España no es un estilo de creación; sigue modelos formales y resuelve tipos estructurales provenientes de la metrópoli. Al tener que adaptarse a las peculiares circunstancias culturales de estas latitudes, se convierte en un arte de recreación, de invención sobre un material dado. Recogió los contenidos esenciales del arte barroco y les dio nueva y distinta vida. Hay en ello tanta creación como puede haberla en las variaciones sobre un tema musical, original éste del autor o no; todo depende de la imaginación con que sean tratadas.

Este acto de la vuelta a crear deviene del drama social, de esa dualidad que aspira a la unidad, señalada por Edmundo O’Gorman como el motor de los acontecimientos mexicanos. Si la Europa católica se resuelve en la angustia, ante el fenómeno de la Reforma protestante y el surgimiento de la burguesía, en Nueva España, la angustia vital tiene origen en el proceso de aculturación, en la convivencia cotidiana de dos modos de entender la existencia, casi antagónicos. Es ésta la angustia que nace de la incertidumbre por la salvación eterna del alma; es la angustia del paganismo oculto tras las formas cristianas; es la angustia ante la muerte de los antiguos dioses y el desamparo.

En Nueva España se dan ambos sentimientos; se entrelazan y desembocan en ese hiperespañolismo, reconocido por Fernando Chueca Goitia como el tono fundamental de la vida hispanoamericana.

El barroco europeo es retórico, para persuadir a los fieles del catolicismo y súbditos de los reyes absolutos. El barroco novohispano tiene la misma misión persuasiva en el ámbito de los españoles; en el ámbito de los indios fue acogido como el modo de persuadir y conjurar a las fuerzas naturales, encubiertas bajo los símbolos del santoral católico, impregnados de sentido mágico. En cualquiera de los casos, el mensaje es político; en el Viejo Mundo dirigido a pueblos de larga tradición cristiana; en el Nuevo, a las gentes de reciente cristianismo y de persistente pensamiento mágico.

El barroco es un estilo de propaganda y, mediante lo sensorio, incita las experiencias y emociones. Éste es el tema fundamental propuesto a los artistas y éstos, apasionadamente, buscaron y encontraron los recursos para mover las fibras sensibles más profundas de los espectadores-actores. Acudieron a la integración de las artes plásticas; pintura, escultura y arquitectura conforman un todo, en donde los límites entre las artes son indiscernibles y donde no puede faltar elemento alguno sin ruptura de la entidad. La voluntad de riqueza expresiva se extiende a todos los aspectos de la existencia y la convirtió en la mise en scène del drama, en el que se entreveran la vida y la muerte, los placeres y los trabajos, el anhelo de Dios y el incipiente racionalismo filosófico, la magia y la liturgia, el misterio y la fe.

Ya no importan más los límites precisos de las formas; una, casi sin sentido, se funde en la otra. Más que la geometría —oculta y presente a la vez— interesa la atmósfera, que permite el enlace de los cuerpos; de aquí, la ilusión del movimiento en la especialidad y en la plástica. Importa la dinámica de la subjetividad, no la precisión de lo objetivo.

Debido a la teatralidad, a la búsqueda de las experiencias sensorio-espirituales, al contacto con los valores superiores, el arte barroco tiene que ser monumental. Por la monumentalidad se impone, con fuerza, a los sentidos exacerbados por el boato en que se desenvuelve la existencia. El barroco abarca todo: el arte, las costumbres, el pensamiento, la religiosidad. Si los sentimientos y propósitos del estilo dan su modo de ser a la ornamentación —y así parece expresarlo el consenso general con respecto al arte hispanoamericano— también deben guiar los desarrollos arquitectónicos, donde se apoya y tiene razón de ser el exorno.

La concepción del espacio barroco novohispano tiene por tema fundamental las secuencias, lineales y angulares, en las que alternativamente la espacialidad se expande y contrae, para lograr los efectos sensoriales perseguidos por la voluntad de arte de los siglos XVII y XVIII.

La arquitectura civil responde siempre a un patrón, constituido por la serie zaguán-patio-escalera-recintos privados. Cualesquiera que sean los programas específicos de los edificios, o las circunstancias topográficas, económicas y sociales, dicha secuencia es el elemento rector de las estructuraciones formales y espaciales. En el transcurso de las partes, que obligan al movimiento e impiden la contemplación estática, se presentan los contrastes, a veces violentos, de la luminosidad y en el manejo de la escala. Así, se expresa el dramatismo y la dinámica del estilo; los elementos plásticos —el ornamento entre ellos— refuerzan la intención espacial. El clímax de la secuencia se encuentra en la escalera, donde las vueltas y revueltas obligan a una intensa vivencia de penetración en el espacio; son escaleras que ascienden y, aunque también sirven para lo contrario, en la ascensión tienen su fundamental razón de ser.

El tipo de la iglesia novohispana de los siglos XVII y XVIII —planta en cruz latina, cúpula en el crucero, coro alto a los pies de la nave y capillas laterales— aunque tenga antecedentes manieristas, es una estructuración espacial que responde a las categorías formales del arte barroco.

La concepción también es secuencial y obliga a un recorrido por el sotocoro, la nave y el crucero, hasta llegar al presbiterio. En el camino se presentan las contracciones y expansiones de la espacialidad, establecidas por valores distintos de escala y luminosidad. Esta secuencia, además, suele ser múltiple, debido a la existencia de las capillas secundarias —incorporadas simultáneamente o con posterioridad a la fábrica del templo— que se constituyen en resonancias del espacio principal y son parte indivisible de la compleja estructuración, casi aleatoria.

Todavía más rica y efectista es la espacialidad cuando en ella aparece la virtualidad formal, creada por el vuelo de los entablamentos o por los prominentes perfiles de los retablos, que se amplían a medida que ascienden. De una manera o de la otra se construyeron estructuras imaginarias, bajo las construidas efectivamente, y se logran inquietantes efectos de transparencia. A esta ilusión debe sumarse la sugerida inmaterialidad de los límites construidos del espacio, lograda con la vibración de los retablos dorados, o de las yeserías a veces combinadas con espejos incrustados, que refuerzan las sensaciones de transparencia e inmaterialidad.

La volumetría exterior refleja fielmente el contenido. Cuerpos de compleja geometría en el detalle y sencilla en las envolventes; perfiles mixtilíneos que recortan el cielo; superficies fragmentadas y contrastes de texturas, unas de suave vibración y, las otras, enérgicas y de calidades escultóricas. Negaciones deliberadas de la expresión tectónica, que buscan la integración de las masas construidas con la atmósfera y el paisaje; y el uso del color, cubriendo la totalidad de las superficies…

La arquitectura novohispana de los siglos XVII y XVIII se construyó con espacios, volúmenes y superficies fragmentados y contrastados; la unidad ambiente y formal se logra mediante las sensaciones dinámicas y los desarrollos en profundidad; utiliza como recursos rítmicos el claroscuro y la luz inundante; persigue el ilusionismo, lo fantástico y la subjetividad. Todo ello estructurado para crear el efecto de monumentalidad y, mediante ésta, el logro de los propósitos sociales y religiosos que dieron nacimiento al arte barroco; un arte caracterizado por su libertad y por su capacidad de adaptación a las necesidades expresivas de las diferentes culturas y geografías.

Las interpretaciones formales de las categorías estilísticas van más allá del uso de espacios y volúmenes generados por elipses. En estos puede identificarse una modalidad y el estilo, sin embargo, también puede encontrar expresión en el uso de una estereotomía menos compleja. Ésta es la que prefirió la arquitectura novohispana, quizá por razones de economía constructiva —que no necesariamente implica un costo menor—; quizá por razones derivadas de una superior voluntad de arte, que se da como trasfondo de las sucesiones estilísticas.

La arquitectura barroca de la Nueva España asimiló los contenidos de la estética del siglo XVII y al crear las formas les dio un nuevo significado, para ajustados a los requerimientos expresivos de una sociedad compleja en su cultura y en su religiosidad. Creó un arte evasivo en la apariencia y en sus principios formales, pero contundente en el recuerdo y en las moradas de la conciencia.

 
Manuel Sánchez Santoveña
 

 


La Arquitectura Barroca

 

Con los primeros años del siglo XVII, la vida en el Virreinato de la Nueva España sufre una transformación al desaparecer las circunstancias que le habían dado carácter durante los años inmediatamente posteriores a la Conquista. Por una parte, se estabiliza política y económicamente y, por otra, se concluye la labor de evangelización que había dado el sello distintivo al siglo XVI. Esto se refleja en el ambiente de tranquilidad en que se vive durante esos años, lo que permite el desarrollo de las artes a un alto nivel.

Coincide esta época con el periodo barroco, que surge en Europa, al menos parcialmente, como una de las consecuencias del triunfo del catolicismo después del Concilio de Trento y la aparición del poder absoluto del siglo XVII a mediados del XVIII. En la Nueva España se inicia con cierto retraso, alrededor de 1630; pero, en cambio, sus últimas manifestaciones son contemporáneas del neoclasicismo y algunas de sus consecuencias llegan hasta muy avanzado el siglo XIX, en lo que Francisco de la Maza ha llamado “barroco republicano”.

En México, la causa principal que favoreció la expansión del barroco fue el auge económico que tuvo lugar con el desarrollo de la agricultura y el descubrimiento y la explotación posterior de yacimientos de minerales preciosos. Ello permitió la acumulación de grandes riquezas que a su vez propiciaron el arte. La sociedad que residía en las poblaciones importantes y disponía de amplios recursos facilitó los medios para la creación y el sostenimiento de las expresiones artísticas. A diferencia de lo ocurrido en el siglo XVI, en que las grandes obras arquitectónicas se habían levantado con la participación por igual de la Corona y los encomenderos de los indios, en el periodo barroco las obras más importantes se deben a la devoción o a la ostentación de particulares y al gran poder económico del clero tanto regular cuanto secular. Como la iglesia era la única que estaba en posibilidad de emprender grandes fundaciones, a ellas se deben en su mayor parte los más importantes monumentos que se construyeron a lo largo del periodo barroco.

Otras causas que favorecieron al arte de esta época en proporción muy importante fueron, como queda dicho, el fin de la evangelización y la secularización de las parroquias. Tales fueron las razones para que las órdenes mendicantes volviesen a sus conventos a seguir su vida normal, alterada por las especiales condiciones del siglo XVI. Al no tener que convivir con los indios, sus nuevos monasterios se levantan en las poblaciones, mientras que los antiguos son administrados por el clero secular al convertirse en parroquias. Puede decirse que, lo mismo en lo religioso que en lo civil, las ciudades adquieren importancia primordial.

 


Caracteres del Barroco Mexicano

 

Hay ciertos caracteres que dan personalidad al barroco novohispano, tanto en la composición de los edificios cuanto en el aspecto formal. Los más notorios son los siguientes:

Las plantas son de gran sobriedad y muy pocas veces se expresa en ellas la movilidad del estilo. Por lo contrario, casi siempre muestran un absoluto estatismo en la arquitectura religiosa igual que en la civil. En las iglesias hay una marcada predilección por la forma de cruz latina, que se convierte en típica de las parroquias y de los templos de los conventos de frailes, o de una sola nave sin crucero, que se emplea en la solución de las iglesias de monjas. En la arquitectura civil, los planos cuadrangulares, resueltos alrededor de patios, y obligados a su forma por la composición urbanística, son los más comunes.

Dos elementos destacan en los edificios religiosos: la cúpula y la torre. Ambos, y principalmente la cúpula, definen su perfil, al grado de que se puede, sin temor a exagerar, decir que no hay dentro del arte barroco otro país en que se dé mayor importancia a este elemento. El tipo básico es la cúpula sobre tambor octagonal, rematada por una linternilla, como en Santa Prisca de Taxco; pero hay multitud de variantes, haciendo cilíndrico el primero de ellos para que quede simulado por las ventanas (El Sagrario, México), o haciendo gajos en el casquete, como sucede en Regina (en la ciudad de México, también).

La torre o las torres son de importancia semejante a la de la cúpula. Suelen ser bastante elevadas, en contraste con la horizontalidad de las masas de la iglesia, excepto en los lugares altamente sísmicos, como en Oaxaca, cuya catedral presenta torres que apenas destacan en la masa del edificio.

Se componen de un cubo y, sobre él, varios cuerpos en los que se colocan las campanas. Dominando el remate, hay una pequeña cúpula con su correspondiente linternilla. El cubo casi siempre es liso, y su apariencia es la misma del cuerpo de la iglesia (Catedral de Puebla), pero a veces se refuerza su expresión mediante elementos decorativos, como las cadenas almohadillas en las esquinas (La Santísima, ciudad de México), o los almohadillados cubren todo el cubo (Tepotzotlán, Estado de México), valorizando la superficie, como también sucede en San Hipólito, ciudad de México; en este caso, por medio de ajaracas de argamasa. En Ocotlán, Tlaxcala, el recubrimiento y los cilindros que se adosan al cubo le dan un aspecto peculiar.

Los cuerpos de campanas colocados sobre el cubo pueden ser en número variable. Su forma también varía, ya que los hay de planta cuadrangular como los de la Concepción en la ciudad de México, y octagonal (Regina, ciudad de México, las del Carmen de San Ángel, Balbanera y Encarnación), son ejemplos típicos.

Dentro del aspecto formal, merece citarse en primer término la importancia que se da a la decoración de los enmarcamientos de los vanos, lugares en que se manifiesta principalmente. A reserva de desarrollar, poco más adelante, con mayor amplitud este tema, ejemplificaremos aquí la concentración exterior de los decorados con la portada de Santa Clara de Querétaro y las ventanas de la Valenciana en Guanajuato.

En el interior, el afán por la ornamentación adquiere aún mayor importancia. Los retablos, y hasta la totalidad de los paramentos de los muros, reciben a veces, como sucede en Puebla, Tlaxcala y Oaxaca, decoraciones en yeso que se pueden considerar típicas del barroco mexicano de los últimos años del siglo xvii y primeros del xviii. La Capilla del Rosario, de Puebla, y el Camerín de Ocotlán, en Tlaxcala, ejemplifican de manera admirable este tipo de decoración. Los retablos llegan a cubrir, en otras ocasiones, el interior en su totalidad, creando impresiones visuales de carácter pictórico; Tepotzotlán, Estado de México, es uno de los ejemplos más destacados de esta abundancia de retablos.

Toda esta ornamentación, tanto exterior como interior, tiene un carácter atectónico, es decir, no forma parte de la estructura. Son elementos que se sobreponen a lo constructivo, que es muy simple, y por eso mismo permiten que una misma estructura pueda recibir distintas vestiduras, en las que se manifiesta el gusto por lo decorativo, tanto indígena como español.

Vamos a considerar enseguida los principales géneros de edificios religiosos, civiles y militares, que se levantan en México durante el periodo barroco. 

 


Edificios Religiosos

 

Empezaremos por los conventos de frailes; éstos, como ya lo hemos dicho, gradualmente abandonan los pueblos indígenas, tras de haber hecho el primer esfuerzo, el mayor, de evangelización, y se recluyen en sus monasterios urbanos.

A diferencia de lo que acontecía en el siglo XVI, no encontramos durante el barroco una gran unidad de soluciones; influyen y no poco en esto las limitaciones que imponía la forma y la situación de los terrenos disponibles. Por esta causa y por no estar relacionados directamente con los trabajos para evangelizar, se abandona también la orientación oriente-poniente de las iglesias, las que se sitúan en forma semejante a la del siglo XVI, con respecto al convento y al atrio, si bien aquél aumenta de tamaño y éste se reduce, al no requerir albergar grandes multitudes.

Los templos siguen siendo de una nave, pero aparece el crucero coronado por la cúpula y las torres en fachada, aunque algunas órdenes, como la del Carmen en San Ángel, la remplazan por una espadaña situada lateralmente. En muchas ocasiones se agregan capillas a la nave única, de eje perpendicular o paralelo a ella, que corresponden a devociones particulares de cada orden: los dominicos a la Virgen del Rosario, por ejemplo.

De los conventos, una buena parte ha desaparecido en el siglo pasado al aplicar las Leyes de Reforma, y en algunos casos, solamente los restos muestran las soluciones. En la ciudad de México sobrevive el magnífico de San Francisco, techado y adaptado a templo protestante en la calle de Gante; en Celaya, Guanajuato, el dedicado a San Francisco; en Querétaro, los de San Agustín y San Francisco, y el de la Merced en la ciudad de México, el cual, siendo de extraordinaria calidad, se encuentra aislado, al perderse la mayor parte del convento, y sólo subsiste el claustro. Existen sin embargo algunos otros en diversas partes del país.

La solución arquitectónica de los conventos no difiere en mucho de la forma consagrada por la costumbre desde la Edad Media. El edificio se colocaba indistintamente a uno u otro lado de la iglesia, y constaba de las mismas partes que ya se analizaron al hablar de los conventos del siglo XVI. Sin embargo, hay ciertas variantes muy ilustrativas del espíritu de la época barroca. El claustro ya no es el centro de la vida del conjunto, sino uno aislado, ya que el edificio consta de múltiples alas que se constituyen en forma abierta, en contraste con la forma cerrada del siglo XVI. En la ciudad de México tenemos un ejemplo admirable de esta composición en el Convento de Churubusco.

 


Conventos de Monjas

 

En los últimos años del siglo XVI empezaron las fundaciones de conventos de monjas, ubicados siempre en las poblaciones de importancia. Constituyen uno de los tipos más característicos que podemos encontrar en la arquitectura del siglo XVII.

Algunas ciudades, como la propia capital, Puebla, Morelia, Querétaro, etcétera, materialmente se cubrieron de estos monasterios, producto de la piedad y los votos de las personas de grandes recursos, así como de las dotes de quienes entraban en ellos. En muchos casos la abundancia de construcciones cercanas impedía seguir un plan uniforme en su composición o en la orientación de sus iglesias, el elemento más característico de esos conjuntos.

La iglesia de un convento de monjas planteaba un problema especial, y su solución es admirable por el funcionalismo que muestra. El principal problema que surge al planear una de estas iglesias es que deben ser abiertas al público y para uso de la comunidad en forma simultánea. Esto impone una división muy clara de espacio y circulaciones para el pueblo y las monjas, puesto que éstas no podían de ninguna manera ser vistas por el pueblo y menos mezclarse con él.

La solución fue colocar la única nave de la iglesia paralela a la calle. De esta manera, desde el convento se tenía fácil acceso a ella por uno de los costados, y los fieles entraban y salían por el opuesto. Un atrio angosto de toda la longitud de la iglesia servía de espacio intermedio entre el templo y la vía pública. A menudo se colocaba en esquina, de tal modo que el ábside, plano, quedaba hacia dicha esquina, y los pies hacia la mitad de la calle. En esta parte se levantaba la torre única, y sobre el tramo anterior el ábside, que podía o no formar crucero (aunque, de haberlo, éste era siempre muy pequeño), se levantaba la cúpula. La comunicación con el exterior se establecía por medio de dos puertas separadas por un contrafuerte la mayor parte de las veces.

El interior presentaba igualmente caracteres particulares. Era necesario dividir de manera clara el espacio destinado a las monjas del que ocupaba el pueblo. Por esto, el coro, reservado a las religiosas, experimenta un gran desarrollo, y en ocasiones su tamaño es casi igual al de la nave, con la particularidad de ser doble, es decir, en dos pisos. El coro se aislaba de la nave por medio de rejas tras las cuales corrían cortinas que impedían toda vista al interior de la clausura. Las monjas cuyo estado de salud les impedía la asistencia al coro podían oír la misa desde una tribuna situada cerca del presbiterio y aislada por una celosía.

Aunque en la mayor parte de las iglesias de monjas se ha perdido la disposición original del coro, quedan todavía algunos ejemplos magníficos: en Santa Clara, de Querétaro, posiblemente es donde esta disposición llega a su mayor esplendor, gracias a haber conservado no solamente los coros con sus rejas, sino también los ricos retablos. Exteriormente, en la mayor parte se puede ver la disposición especial de las fachadas; cabe citar, en la ciudad de México, la Encarnación y Santa Teresa, y en Querétaro, Santa Rosa y Santa Clara, con sus cúpulas, torres y portadas.

Es muy interesante el tratamiento del interior en estas iglesias. Aunque en apariencia es unitario, presenta una compartimentación característica al dividirse en dos espacios aislados: nave y coro, y este último también en otros dos, el bajo y el alto.

 


La Arquitectura del Clero Secular

 

La arquitectura del clero secular presenta también caracteres distintivos barrocos. El tipo y número de iglesias se multiplica para satisfacer las necesidades de mayores núcleos de población. En las catedrales de México y Puebla se continúan en el nuevo estilo las obras iniciadas en el siglo XVI. La Catedral de México fue dedicada en 1656, y casi con el siglo se terminó el interior con el magnífico coro. La de Puebla se dedicó en 1618 y se concluyó prácticamente a principios de la época barroca, gracias principalmente a la actividad del obispo Palafox.

Después de la catedral, el tipo de edificio más importante para el clero secular es la parroquia, que constituye, igualmente, uno de los tipos arquitectónicos de solución más uniforme del barroco mexicano y que alcanza su máxima expresión en el siglo XVII.

La solución en planta de la parroquia es de una nave con crucero, cerrándose éste con la cúpula. El ábside es plano y las techumbres a base de bóvedas de cañón, de arista o por lunetos. Flanqueando la fachada se colocan dos torres iguales, entre las que se sitúa la puerta, y hay otra lateral de importancia secundaria. El coro, lo mismo que en las iglesias de frailes y en las del siglo XVI, está colocado sobre la entrada principal. El bautisterio y la sacristía se suelen colocar entre los brazos del crucero y la cabecera y es frecuente que se agreguen capillas en forma paralela o haciendo ángulo con el eje principal. Hay múltiples ejemplos de este tipo de solución: La Santa Veracruz, en la ciudad de México; Santa Prisca de Taxco, la única que conserva aún su unidad barroca, con sus múltiples retablos, que en esta época llegan a cubrir totalmente los muros; Dolores Hidalgo, Guanajuato, y otras por todo el ámbito de lo que fue la Nueva España.

Idéntica solución a la de las parroquias tienen las iglesias votivas, con la única diferencia de que tras el altar se encuentra el camerín donde se guardan las vestiduras de la imagen venerada en la iglesia. El Santuario de Ocotlán, cerca de Tlaxcala, constituye uno de los ejemplos más importantes de este tipo de iglesias: camerines como el de San Miguel Allende, Guanajuato, y el de Tepotzotlán, Estado de México, presentan una interesante solución espacial independiente del gran desarrollo de la ornamentación y nuevamente expresiva del sentimiento mudéjar.

El tipo menor, por su tamaño, aunque no por su importancia, lo constituyen las capillas, que no son sino iglesias de dimensiones mínimas, sostenidas por la piedad de los gremios o de los particulares. Su forma y su tamaño son muy variables. Las más pequeñas pueden ser de planta octagonal, como la de la Concepción Cuepopan en la ciudad de México, que se corona con una cúpula, y no se distinguen de los templos más que por su tamaño. Así es la de Tlaxcoaque, en la ciudad de México, y otras. Por último, otras presentan soluciones verdaderamente barrocas en planta y alzado, como el Pocito, en la Villa de Guadalupe, tardía muestra del estilo barroco, ya contemporánea del Neoclasicismo, pues fue construida en 1791 por Francisco Guerrero y Torres. Aunque se inspiró en un grabado de Serlio que representa un templo romano, su interpretación no tiene nada de manierista ni de clasicismo antiguo, sino que responde totalmente a la movilidad barroca, que alcanza en esta obra su apogeo.

 


La Arquitectura Civil

 

Si las riquezas acumuladas por los terratenientes se reflejan en la arquitectura religiosa por la aportación de medios que para levantar los templos proporcionaban sus donaciones, también encuentran adecuada expresión en las mansiones que construyeron para propia comodidad. Los palacios urbanos rivalizan en esplendor con las iglesias y contribuyen a que las ciudades adquieran una nueva expresión acorde con la época de auge.

Lo mismo que la arquitectura religiosa, la civil presenta una jerarquía de soluciones que va desde el palacio urbano, la residencia de los nobles, hasta la “casa de vecindad”, habitación de los humildes, pasando por las casas solas, de renta, etcétera. Cada una de ellas presenta una solución semejante en lo que a forma de vida se refiere, pero diferencias en cuanto al esplendor con que se manifiesta. Además, tampoco parece haber, hablando siempre desde el punto de vista de la solución arquitectónica, discrepancias notables con respecto a los edificios del siglo XVI, salvo naturalmente, en el aislamiento de la calle, que ya no era necesario en los siglos XVII y XVIII.

Consideremos primeramente la casa de más alta categoría, el “palacio”. Aunque rara vez se designan con ese término durante la época barroca, los hay efectivamente. Se trata de edificios que no pueden catalogarse sino como palacios, pues son casas fuera de lo común, que sólo pueden ser mantenidas por los recursos casi ilimitados de propietarios muy ricos.

El “palacio” barroco siempre se resolvía alrededor de patios, dos por lo menos. Uno, el principal, tenía tanta importancia o más que las habitaciones, y en él se desarrollaba la ornamentación en gran escala. El otro, de servicio, era más modesto. Ambos tenían por objeto formar centros alrededor de los cuales se desarrollasen los núcleos de la casa, la habitación y el servicio, lo mismo que ayudar a la iluminación de las piezas. Podían los palacios constar de dos o tres pisos; y muchas veces los dos inferiores, planta baja y entresuelo, actuaban como basamento y destacaban la importancia del piso alto, donde residían los propietarios.

La planta baja se destinaba a los locales de servicio, pero no propiamente a los de la casa sino a los relacionados con las actividades de los dueños. Ahí se instalaban las oficinas de sus negocios, las bodegas o almacenes de lo que en ellos se producía, y en el patio trasero, cochera y caballerizas. También de ahí arrancaba la escalera, de amplitud y formas monumentales, que comunicaba los dos pisos.

En el entresuelo, estaban, de haber este piso, las habitaciones que ocupaban los administradores de las haciendas en las épocas en que venían a la ciudad a dar cuenta de sus manejos. Sobre la fachada se aprovechaban ambos pisos para las accesorias “de taza y plato” llamada así por tener la habitación del arrendatario sobre el local comercial, las cuales producían rentas que aumentaban el caudal del señor, o que, al menos, permitían el mantenimiento de la casa.

El piso superior estaba reservado a lo que con propiedad se puede llamar la casa. En él se ubicaban las habitaciones privadas, cuyo número y dimensión estaban en relación directa con la categoría de sus propietarios, pero entre las que nunca podía faltar el salón, donde se tenían las recepciones; el comedor, situado en un lugar de no mucho predominio, y las recámaras, unidas por puertas una tras otra. En el patio de servicio quedaban las cocinas, los sanitarios y las habitaciones de los criados.

En ocasiones había un torreón sin función práctica, pero como recuerdo de los que, con carácter defensivo, en el siglo XVI a veces sirvieron como fortalezas en las pequeñas guerras que se declaraban entre sí los vecinos, mismas que motivaron su prohibición. Esta prohibición no surtió efecto total, ya que a lo largo de la época virreinal los torreones son elementos constantemente presentes en la arquitectura civil.

Las fachadas expresan los interiores. La entrada principal se enmarca con gran portada que, a la vez que le da importancia, anuncia la categoría de quienes habitan el palacio al rematar con los blasones de la familia. Los vanos de la planta baja, correspondientes a las tiendas, denotan por su proporción el uso de esos locales, y los de la alta, en los que en ocasiones no se sigue un ritmo definido ni entre ellos ni con los del piso bajo, en forma de balcones, acusan la intimidad de las habitaciones.

Así son los “palacios” de la ciudad de México y de Puebla, coronados los poblanos con una gran cornisa volada y con los muros recubiertos de ladrillo y azulejo, mientras en los de la capital predomina el tezontle, que contrasta con los marcos de puertas y ventanas de cantera gris. Podemos citar, como ejemplo típico poblano, la Casa del Alfeñique, y de casas capitalinas, las de Heras y Soto, la de Calimaya, la del Marqués de Jaral de Berrio, conocido como Palacio de Iturbide; la del Marqués de San Mateo de Valparaíso, hoy Banco Nacional de México; todas ellas de tezontle y cantera, la del Conde del Valle de Orizaba, la “Casa de los Azulejos”, cuyo tratamiento ornamental es semejante al de las casas de Puebla y un reflejo de la persistencia del mudejarismo.

La casa de menor categoría, por lo general para ser rentada y conocida como “casa sola”, tiene una solución semejante a la del palacio, aunque lógicamente en escala menor. Estas construcciones suelen agruparse de dos en dos, de tal modo que coincidan sus patios, formando un “par de casas” y aprovechando ambas la luz de los patios, que prácticamente son uno solo dividido por un muro. Alrededor de este tipo se distribuyen, en la planta baja, los despachos, bodegas y cuartos de servicio, y en un segundo patio, las caballerizas y pajares. En el piso alto, hacia la calle, la sala; a lo largo del patio, las recámaras, y paralelo a la sala, en la crujía del fondo del patio principal, el comedor. La cocina y los sanitarios se sitúan en el patio posterior.

El tipo de habitación más modesta es la casa de vecindad. Consta de un pasillo descubierto, con viviendas a ambos lados. Éstas se componen de dos piezas y cocina, a veces con un pequeño patio privado. Cuando tienen dos pisos, la escalera se encuentra al fondo.

Hubo también en el periodo barroco otros tipos de edificios civiles, los dedicados al gobierno. Entre ellos destaca el Palacio de los Virreyes, levantado como símbolo del poder real, en la Plaza Mayor, hoy de la Constitución. La composición general es semejante a la de las casas en lo que se refiere a la importancia de los patios, alrededor de los cuales gira toda la composición. Aunque modificado muchas veces, la última agregándole un piso más, muchos de sus elementos son los originales.

También la Aduana de Santo Domingo y el Palacio de la Inquisición merecen citarse en este capítulo, ambos en la Plaza de Santo Domingo, en la ciudad de México, con dos grandes patios en cuya unión se levanta la magnífica escalera y una fachada severa y monumental. El segundo con la portada en ochavo en la esquina, caso poco frecuente, y el estupendo patio sin columnas en los ángulos, que debe haber parecido tan misterioso como el propio Tribunal.

Por último, dentro de este aspecto, las escuelas, de las que destacan dos: las Vizcaínas, laica, y San Ildefonso, de los jesuitas en la ciudad de México. Ambos son imponentes edificios en cuyas fachadas se sitúan muy altas ventanas para no distraer a los escolares con el ruido de la calle, y siempre resueltos alrededor de los imprescindibles patios, en los cuales la escalera forma un eje de composición y lleva, en el piso alto, al salón de actos, mientras que en el bajo se encuentra la capilla.

 


La Arquitectura Militar

 

Al hablar del siglo XVI dijimos que la ciudad de México, lo mismo que todas las de ese siglo en la Nueva España, era abierta, es decir, no amurallada. Pero las amenazas de los piratas ingleses, holandeses o franceses, que aún antes de la época barroca empezaron a atacar no sólo a las embarcaciones sino también las ciudades costeras, obligaron a levantar muros de protección en todo su perímetro, reforzados por bastiones o fuertes. Veracruz, donde han desaparecido, salvo dos, y Campeche, que conserva algo más, a pesar de la absurda destrucción de gran parte de la muralla, con pretextos del urbanismo moderno, son los ejemplos máximos de ciudades amuralladas. En Acapulco debe citarse el Fuerte de San Diego, y tierra adentro, la Fortaleza de Perote, que defendía la ruta a Veracruz.

Todos estos fuertes siguen tradiciones medievales que se renuevan en el Renacimiento, tienen planta en forma de polígono o estrella, que resulta más práctica para la defensa, aumentándose la protección por medio de puentes levadizos y fosos.

 


La Arquitectura Utilitaria

 

También en el periodo barroco, lo mismo que en el siglo XVI, fueron necesarias las obras hidráulicas. El abastecimiento de las poblaciones hizo necesario en algunos casos la construcción de acueductos desde los manantiales hasta las fuentes del interior de la población. En la capital se construyeron los de Chapultepec y Tacuba, ambos de origen prehispánico, de uno de los cuales se conserva un corto tramo de veintidós arcos en la Avenida Chapultepec; terminaban en fuentes, ya desaparecidas, salvo la del Salto del Agua, ahora colocada en la huerta del Convento de Tepotzotlán, Estado de México; la que se levanta en el lugar original es una réplica. Morelia y Querétaro pueden citarse como ciudades en las que todavía hay acueductos barrocos.

Es importante también el de El Sitio, Estado de México, dentro de los dominios jesuitas, imponente masa constructiva de enorme altura, que no fue terminada sino hasta después de la Independencia.

 


Aspecto Formal

 

El barroco novohispano no emplea las estructuras de gran movilidad que son propias de este estilo en Europa. Como consecuencia, los espacios tampoco participan de los caracteres barrocos. Pero, en cambio, algunos elementos arquitectónicos: torres, portadas y retablos, son de una opulencia tal que llevan el estilo hasta últimas consecuencias. Es aquí donde se encuentra, en su pleno valor, el espíritu que anima a la arquitectura de los siglos XVII y XVIII.

En un principio, tanto portadas como retablos son de carácter manierista. Órdenes y perfiles de gran corrección, que continúan la tradición del siglo XVI, se emplean en los primeros años del XVII. A mediados del mismo siglo empiezan a alterarse las proporciones y a tratarse con mayor libertad los elementos decorativos. Esta etapa se expresa en las portadas de la Catedral de Puebla, de gran sobriedad y corrección, y en las de los conventos de monjas de San Lorenzo y la Concepción, ambos en la ciudad de México; en ellas empiezan a manifestarse las libertades barrocas.

En la segunda mitad del seiscientos comienzan a diversificarse los aspectos formales en distintas regiones. En Puebla y Oaxaca se tiene predilección por la decoración en yeso, así como en otras zonas limítrofes. Se han citado la Capilla del Rosario y Santo Domingo en Oaxaca, y se pueden añadir a la lista el magnífico interior de Tonantzintla, Puebla, y las expresiones del barroco popular, con su máximo exponente, el Santuario de Tepalcingo, Morelos, cuya portada es un verdadero tratado teológico.

Hacia la misma época empieza a modificarse la columna, elemento fundamental de la composición. Por una parte se decora el fuste, bien a base de hacer onduladas las estrías (La Soledad de Oaxaca), decorar uno o varios de sus tercios, o llegar a convertirlo en un todo móvil, como sucede en la columna salomónica, lo que puede verse en la Catedral de Zacatecas; Santa Mónica en Guadalajara, y en Tianguistengo, Estado de México. Con los retablos sucede simultáneamente lo mismo.

En 1713 se inicia la edad de oro del barroco mexicano, con la construcción del Altar de los Reyes, en la Catedral de México, por el sevillano Jerónimo de Balbás, así como el Retablo del Perdón. Es ésta la época del churrigueresco, basado en la sustitución de la columna por el estípite (Tepotzotlán, Estado de México), apoyo formado por una sucesión de cuerpos geométricos: pirámides, cubos, etcétera, que se coronan con un capitel compuesto. La disposición de este retablo pronto influye en las portadas, que a partir de entonces se tratan como un retablo de piedra al exterior, y se extiende por toda la Nueva España, creando obras en las que pueden observarse matices regionales.

Entre las innumerables obras de este tipo se pueden mencionar: la portada del Sagrario, ciudad de México; la de Tepotzotlán, Estado de México; junto con los retablos de San Francisco, de Puebla; el Templo de la Enseñanza, México; parroquia de Dolores Hidalgo, Guanajuato; e Ixtlán en Oaxaca.

Paralelamente al churrigueresco, en algunos lugares, como en Morelia, se desarrolla una composición muy sobria. Las portadas de la Catedral de esta ciudad son ejemplos de ello. En Puebla, se adopta la misma policromía que en la arquitectura civil, a base de ladrillo y azulejo, como se ve en Acatepec, y otros muchos ejemplos.

Por último, llega un momento en que la libertad de composición alcanza el límite. Desaparece todo sentido tectónico y principalmente los retablos, que por ser obras de carpintería se prestan más a ello, se tratan como elementos puramente decorativos de gran imaginación. En los retablos de Salamanca, Guanajuato, y en los de Santa Clara, Querétaro, encontramos altas manifestaciones de esta tendencia, que corresponde a otra, desarrollada simultáneamente en el Bajío, la que empieza a aceptar cada vez mayor número de elementos clásicos, anuncio de nuevos tiempos y la exteriorización de las ideas que, unos años más tarde, llevarían a la Independencia. Así lo vemos en San Felipe y Santo Domingo, en Querétaro ambos, y en la Casa de Allende y en la de los Condes de la Canal, en San Miguel Allende, Guanajuato, que constituyen la puerta de entrada a la arquitectura neoclásica que nos llega con fuerte sabor francés.

Antes de entrar de lleno al estudio del siguiente periodo de la arquitectura en México, considero oportuno hacer una breve aclaración relativa al término Barroco Novohispano o barroco mexicano.

Se ha dicho que “el estilo es el hombre”, es decir que todo hombre, cualquier hombre, tiene su propio estilo, su personalidad, y cuando esto se aplica a la arquitectura encontramos que el sentimiento vital de cada época tiene también un estilo propio, como consecuencia de las diversas inquietudes propias de cada momento histórico, las que se reflejan en su producción formal, en su arquitectura.

El estilo barroco en Europa como lo ha expresado admirablemente Werner Weisbach, es “El Estilo de la Contrarreforma”.

Pero saltan de inmediato las preguntas:

¿Es igual el hombre europeo del siglo XVIII al hombre de la Nueva España en ese mismo siglo?

¿Las causas que motivaron el barroco en Europa son las mismas que en la Nueva España?

Evidentemente que no, ni lo uno ni lo otro.

El “barroco” novohispano es la consecuencia formal de una actitud de propaganda dirigida al indígena, el que se refugia en las creencias mágicas de su religión pagana, pero que al ser destruida ésta por los conquistadores españoles, se ve en la necesidad de acogerse voluntaria o involuntariamente al cristianismo, con el fin de encontrar consuelo para su espíritu. La teatralidad del “barroco”, su fantasía y efectos impresionantes lo amedrentan en ocasiones, pero también lo atraen y él se entrega.

Contribuye a su formación no únicamente desde el punto de vista espiritual, sino también en el de su construcción, interpretando en un principio formas europeas y más tarde creando las suyas propias, las que surgen de su sensibilidad para decorar sus templos, como en el caso del Santuario de Ocotlán en Tlaxcala o en Tonantzintla, Puebla.

Esta interpretación y creación indígenas, imprimen al “barroco novohispano” una personalidad propia, una expresión nueva que crea un nuevo estilo, que ya no es el barroco, sino algo original, puesto que obedece a raíces culturales distintas y a una interpretación diferente.

Se ha hecho costumbre denominar “barroco mexicano” o “barroco novohispano” a la producción formal del siglo XVII y del XVIII, y creo que debemos seguirlo llamando así, de una manera convencional, entre comillas y ante la falta de una denominación más adecuada.

Es el mismo caso que en la arquitectura del siglo XVI en la Nueva España, que teniendo mucho de románico y de gótico, de mudéjar, renacimiento y manierismo, y que ya no es ninguno de estos estilos, sino algo peculiar, la arquitectura del siglo XVI en la Nueva España, y para la cual no disponemos de una denominación más precisa.

Lo que llamamos “barroco novohispano” se manifiesta en los siglos XVII y XVIII, pero se extiende a parte del siglo XIX, en lo que Francisco de la Maza ha denominado barroco republicano, término este que encierra, una grave contradicción, ya que si lo que llamamos barroco representa fundamentalmente lo español, mal puede existir un maridaje más absurdo que lo español-republicano en la Nueva España.

 



Ilustraciones

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Catedral de México; vista aérea.
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Casa de los Condes de Heras y Soto; fachada.
México, Distrito Federal.
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Iglesia de la Valenciana; vista aérea.
Guanajuato, Guanajuato.

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Vista interior de la Iglesia de San Agustín.
Salamanca, Guanajuato.

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Fachada del convento.
Tepozotlán, Estado de México.

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Catedral; vista interior.
Morelia, Michoacán.

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Vista interior del Templo de Guadalupe.
Morelia, Michoacán.

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Vista aérea de la Iglesia de la Compañía.
Puebla, Puebla.