Material de Lectura

La arquitectura religiosa

 

La etapa final del periodo barroco es de intensa fiebre constructiva. En la época que se podría designar como “churrigueresca”, que conjunta la popularidad del estilo con los medios económicos necesarios para realizarlo, es cuando, quizá con la salvedad del siglo XVI, más edificios religiosos se levantan en la Nueva España. Por ello, al llegar las nuevas ideas clásicas, está saturado de iglesias el país, y son pocas las que hacen falta. Por otra parte, no alienta ya el extraordinario impulso religioso que se expresó por medio del barroco, sino que ha sido reemplazado por el racionalismo filosófico exteriorizado en las formas clásicas.

No se puede, por lo tanto, hablar de la arquitectura religiosa neoclásica con la misma extensión con que lo hemos hecho con la del siglo XVI o con la barroca, sino que es preciso referirse a ejemplos aislados, que no por pocos dejan de ser significativos.

Ante todo, debe hacerse notar —y esto es válido también para la arquitectura profana— que la devoción, podría decirse el fanatismo, con que acogen el nuevo estilo la mayor parte de sus intérpretes no logra despojarlos totalmente del espíritu barroco. Incluso se podría agregar que lo exacerba, pues en muchas ocasiones los edificios neoclásicos son más barrocos aún que los barrocos. Fuera del Pocito y Santa Brígida, que ya no existe, la planta religiosa con más movimiento es la de Loreto, y la solución del Carmen de Celaya es, en planta, igual a la de las parroquias de los siglos XVII y XVIII.

En algunos casos, la intervención del neoclasicismo se limita a transformar obras barrocas, total o parcialmente. En la iglesia de monjas del convento de Jesús María, en la ciudad de México, el interior se recubre de órdenes y elementos clásicos, afectando, por lo menos parcialmente, el tratamiento espacial. En el exterior también se cambian las portadas por otras de un sobrio orden dórico que resaltan extraordinariamente en la fachada, por su volumetría diferente a la barroca. La Iglesia de San Francisco, en Puebla, del siglo XVI, es otro ejemplo, en el cual se trató de dar expresión clásica hasta a las nervaduras de las bóvedas.

Pero la mayor parte de las veces las modificaciones no son tan radicales. Se limitan al cambio de retablos; se destruyen los churriguerescos (San Lorenzo), de “mal gusto”, y se sustituyen por los de “buen gusto”. Los hay de todas categorías y calidades: unos magníficos como los de San Agustín, en Salamanca, Santo Domingo y la Profesa, éstos en la ciudad de México, y otros de mala calidad y pobre inspiración, que son los más abundantes, tratan de aparentar riqueza imitando mármoles y otros materiales que en realidad no existen. Tales retablos son tan numerosos que no es necesario citar ejemplos concretos; casi en cualquier iglesia hay uno por lo menos y, cuando se levantan en gran número, llegan a alterar profundamente las realidades espaciales, sin mencionar la disminución de calidad que puede representar (San Francisco en Celaya, San Agustín en Querétaro, Tochimilco, etc.).

En otras ocasiones, se trata de obras totalmente nuevas, como sucede en el Carmen, de Celaya, tal vez como hemos ya dicho, la mejor obra de Tresguerras, en que el arquitecto sigue la disposición anterior y tradicional de cruz latina con cúpula en el crucero. Al frente, agrega una torre única sobre el pórtico de entrada, la que a la vez valoriza el acceso principal y acusa la simetría de la composición, olvidándose de la espadaña que tradicionalmente disponían los carmelitas en forma asimétrica. La portada lateral, ya nos hemos referido a ella, recuerda más el barroco de Borromini que la corrección clásica.

También Tresguerras hizo la Iglesia de Teresitas, en Querétaro, la que tiene una expresión ya definitivamente neoclásica y unitaria entre el interior y el exterior. Está compuesta a base de un pórtico jónico, tan correcto como frío.

Un tercer ejemplo que consideraremos en la ciudad de México, es la Iglesia de Loreto, que constituye el máximo exponente de la arquitectura religiosa neoclásica en la capital. Su planta, barroca fundamentalmente, recuerda soluciones francesas. Está compuesta a partir de un gran elemento central, al que se abren las capillas, en forma de nichos semicirculares, el ábside y el nártex y se cubre con una gran cúpula, elemento fundamental, tanto interior como exterior-mente, que afirma la centralización del conjunto. La fachada pertenece también al neoclasicismo, aunque su composición no deja de responder al espíritu tradicional. El relieve, con ornamentación a base de trofeos, destaca en los paños laterales de la puerta principal.

Por último, y aunque sea mucho insistir, hacemos referencia de nuevo a los elementos neoclásicos de la Catedral, a los que se debe su unidad, gracias al genio de Tolsá. Los segundos cuerpos y remates de las torres, obra de Ortiz de Castro, lo mismo que hemos visto en los casos anteriores, conservan parcialmente el concepto barroco. El cuerpo es de planta octagonal, como era frecuente en el barroco, pero inscrita en un cuadrado, lo cual hace que se vea de una extraordinaria ligereza. Los remates, en forma de campana, sustituyen al cupulín acostumbrado en los siglos XVII y XVIII. Más tarde, ya contemporánea a las guerras de Independencia, la intervención de Tolsá significa nuevas aportaciones neoclásicas al rectificar el perfil de la cúpula y rematarla con la esbelta linternilla, y al unificar los exteriores mediante el remate que forman balaustradas y macetones, así como el coronamiento de la portada central con el reloj y las estatuas de la Fe, la Esperanza y la Caridad, todas de su mano. En la provincia también encontramos el Santuario de Chalma, en este estilo neoclásico.