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Armando Torres-Michúa



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Múltiples son las cuestiones por dilucidar acerca de las particularidades de la pintura mexicana de los primeros cincuenta años transcurridos en este siglo. A pesar de la dificultad de tal labor, no deja de ser sorprendente que sean pocos los especialistas que se hayan abocado a su estudio. Los textos accesibles resultan escasos, incluso los que abordan la materia con profundidad.1 Como en la mayoría de los trabajos de esa envergadura, los resultados son más o menos discutibles, debido en parte a la falta de investigaciones parciales al respecto y a la misma complejidad del tema. La estructura de este escrito abandona la común y aceptada tesis de subdividir en generaciones a los artistas, por considerarla un criterio relativo que no se atiene a los hechos concretos. Por ejemplo, a un pintor como Tamayo (1899) habría que colocarlo estrictamente en la generación de los artistas nacidos a fines del siglo pasado como Siqueiros (1896). Su etapa formativa correspondería a la de los muralistas que firmaron el “Manifiesto del Sindicato” y aún a otros posteriores como a Jorge González Camarena (1908) o Juan Soriano (1920). Pero si nos atuviéramos a su época de madurez —en el sentido de que alcanzó su estilo propio—, habría que agruparlo entonces, con aquellos 20 y 30 años posteriores a su fecha de nacimiento como le correspondería.

En el presente ensayo se encontrará un panorama general de la Pintura Mexicana dentro de una estructura que procura facilitar, a grandes rasgos, el conocimiento de los asuntos primordiales. Es un folleto de divulgación. No se encontrará un enlistado de pintores, pues los directorios resultan inútiles y aburridos; sino capítulos que marquen los acontecimientos medulares de un desarrollo artístico que se independizó de ese constante afán de seguir corrientes o técnicas ya superadas en Europa, pero en boga en México a lo largo de casi cien años.

Era necesario en el arte, como en toda la cultura, un rompimiento con un atavismo proveniente de nuestra separación política de España. Buscar cauces artísticos propios que respondieran a nuestra idiosincracia —que no era ni prehispánica ni española—: mexicana. Romper con los lineamientos de la dominante cultura eurocentrista (para la que continuamos siendo un país periférico) a la que se vio todo el siglo XIX como un modelo digno de imitarse. La dificultad básica consistía en encontrar formas o manifestaciones nuevas que conservaran nuestra herencia dual histórica, lo indígena y lo hispánico, con autenticidad; abandonando la manida idea de que nuestra cultura se formó a partir de esos dos únicos componentes. Para integrar nuestro concepto de patria, intervinieron muchos otros factores de la civilización occidental que no fueron necesariamente ibéricos o indígenas. Es el caso de las innovaciones artísticas que influyeron en la pintura mural (Gauguin y el fovismo, Cézanne y el cubismo) que implicaba asimilar elementos del arte primitivo del Pacífico, del africano y hasta del racionalismo francés.

Una realista actitud, la de rescatar lo mejor de nuestro pretérito, sólo era posible por medio de una ruptura con las formas caducas del pasado artístico nacional. Las etapas que llevaron a realizar este deseo fueron las ideas y posturas de un grupo que fundaría el muralismo mexicano; el cual atrajo inmediatamente la consideración de los intelectuales y artistas de todo el mundo, sobre todo al extenderse por otros países americanos. Cabría preguntarse ¿cómo fue posible un movimiento de tal magnitud, en especial si las condiciones no parecían las más apropiadas? ¿Quiénes lo hicieron realidad? ¿Cuáles fueron sus consecuencias a largo plazo e inmediatas? ¿En qué puntos la reacción de nuestros compatriotas respondió a las aspiraciones de los muralistas?

Todas las manifestaciones artísticas, sea un estilo o movimiento, sea una obra o un artista, exigen siempre formas nuevas de ser comprendidas. Las referencias a las actitudes y trabajos de los artistas mexicanos de este período son intentos de interpretación contemporáneos, fruto de una postura crítica frente a sus ejemplos considerados más significativos, para así entenderlos mejor. No se encontrará ni un panegírico ni deseos de denigrarlos, simplemente valoraciones a la luz de enfoques y conocimientos históricos que no fueron posibles en el momento en que realizaron sus pinturas. Tampoco se encontrará un inventario, sino un análisis genérico de su labor tanto mural como de caballete.

De las pinturas que se realizaron pueden establecerse diversas vías para su apreciación: aspectos técnicos —formales, evolución de su estilo personal, lectura explicativa de motivos, interpretaciones alegóricas o simbólicas, confrontación forma-contenido, revisión de los particulares cambios en su pensamiento, examen de la ideología de las imágenes que proponen, comentario de sus aciertos estéticos, significado social de sus obras, sondeos del material del inconsciente, investigación de las influencias que conforman su pintura. No sería posible abarcarlas todas y se notará, de inmediato, el tipo de comentario que se sigue.
 



1 Tres son las obras serias al respecto: de Justino Fernández, Arte Moderno y Contemporáneo de México, México, UNAM, 1952, 521 págs. y La Pintura Moderna Mexicana, México, Pormaca, 1964, 211 págs. De Raquel Tibol, Arte Mexicano, Épocas Moderna y Contemporánea, México, Hermes, 1969, 439 págs.

 



Estos primeros cincuenta años de evolución pictórica, fueron una lógica consecuencia de los ideales que se manifestaron en el México independiente a lo largo del siglo XIX. Sus catalizadores, los movimientos sociales surgidos de las reivindicaciones políticas, concretadas en la revolución de 1910. El transformar los medios y el concepto de arte provocado por las modernas técnicas empleadas en pintura, la asimilación de los aportes de las vanguardias artísticas europeas y el rescate de la pintura mural, fundados en los intentos de cambio social y político, engendraron los principios de una nueva estética nacional entre los pintores de nuestro país.

A lo largo de la historia del México independiente, la pintura cobró preponderancia sobre las otras artes, debido a la disociación que existía entre los productores que respondían a necesidades concretas de la burguesía que los patrocinaba, y a las masas populares. Carecía de un amplio propósito que incluyera a todos los habitantes del país y respondía no a un programa orgánico, sino a supuestas cuestiones como el prestigio de sus impulsores o a una mera finalidad ornamental. La disposición paternalista del estado reforzó la actividad artística en general —y pictórica en particular—; en su conjunto, se destinó a satisfacer los gustos de las clases altas así como a la supuesta finalidad de asemejarse a la europea (que era la meta por alcanzar), fue, además, una respuesta a planteamientos de una crítica de las artes idealista y bien intencionada frente a la contradictoria realidad de la nación. Por eso, aquellos que penetraron con mayor lucidez estos problemas, asignaron a las artes plásticas una misión educativa de importancia y hasta la de procurar presentar temas, tipos o costumbres nacionales; antagónicos a otros, que imaginaban servían aún para expresar sentimientos religiosos o de mera índole decorativa.2

El nacimiento de México a la vida independiente no cambió radicalmente ni el estado de explotación y de miseria de las mayorías ni la dependencia cultural de nuestro pueblo, que continuó siguiendo lo que se creían patrones redentores europeos. Nuestro afán de modernidad renegará de lo peninsular para aliarse a otras influencias. La paz del porfiriato no modificó tales condiciones; al contrario, aceleró con el inicio de las concesiones a los extranjeros, la entrega económica al imperialismo, al igual que ejerció la represión en contra de campesinos y los incipientes grupos de obreros. Cada vez más ficticio, el estatus del país se debatió entre la miopía de un grupo y el descontento popular que cristalizó primero en huelgas, protestas y revueltas, hasta desembocar finalmente en el movimiento armado. Muchas de las demandas revolucionarias que se dirimieron en la lucha fueron incorporadas a la Constitución de 1917; pero lo más importante fue el cancelar modos de pensamiento decrépitos, el nacimiento de actitudes que implicaban el mejoramiento de las circunstancias de vida y un deseo de renovar, de modificar la cultura. Ese interés por “estar al día”, que mantuvo la vista en los países de Europa, hizo manifiesta la escisión entre nuestras peculiares características y el anacronismo de tal atadura. Su consecuencia inmediata fue el cuestionamiento de las bases sobre las que deberían fundarse las tareas culturales. En todos los terrenos surgieron respuestas contestarías a las posiciones del pasado.

Coincidente con el cambio de siglo, se efectuó una gran actividad en todos los aspectos de la cultura. Bajo el dictador Díaz, se produjo un desarrollo económico apreciable y que no se había logrado desde la Independencia. En parte era un fenómeno de crecimiento a escala mundial. En México acentuó los desniveles sociales, lo que provocó una intensa actividad reivindicatoria que se iniciaría en el campo de la cultura, pasó al del arte y, finalmente, alcanzó a la política misma.

El inicio de la Revolución de 1910 careció de un programa realista sobre los cambios sociales, culturales necesarios para la totalidad del país. Fue un programa político el que logró aglutinar el descontento popular y, en sus diversas etapas, surgieron las propuestas trazadas por las múltiples facciones e intereses conflictivos que terminaron, lógicamente, por combatirse. En esencia, se buscó repartir la riqueza, limar las desigualdades, garantizar los derechos elementales, como en las otras grandes guerras fratricidas: las revoluciones de Independencia y de Reforma. Lucha que en ese largo lapso maduró las ideas y propuso las modificaciones para transformar la enferma sociedad mexicana.

En el arte, la inconformidad era contra los métodos anticuados de enseñanza y el tipo de artistas que se formaban ahí. Los egresados de la escuela de Bellas Artes (la antigua Academia), interpretaban los intereses de un grupo minoritario, que por ello los cultivaba y les ofrecía honores y preseas. Los tiempos no se prestaban a mediatizaciones por el alto nivel de politización de los estudiantes; además de las presiones sociales que respaldaba un arte representativo de todo el país y no de una clase, por ello permaneció cerrada en varias ocasiones. Los artistas “fin de siglo” como Ruelas, Clausell, o Romano Guillemín no servirían de transición; porque, el primero gozaba sólo del favor de un círculo que deseaba ver en su postura simbolista, en su aferrarse a las técnicas pretendidamente modernistas, que en realidad no era sino virtuosismo, a un artista que reflejaba sus gustos con elegancia, en lugar de esa clara evasión de los proble-mas de su momento histórico concreto, el México de 1900. Respecto al empleo de corrientes como el impresionismo o el divisionismo de Clausell y Guillemín, no resultan de inferior anacronismo por ser menor el número de años de retraso. Su boga en México ignoraba que se había cancelado ya como vanguardia en ese tiempo.

El indigenismo historicista del pasado siglo, que fue en su momento un reflejo de la consolidación de la ideología de liberalismo, típica “filosofía burguesa”,3   culminó en los temas (edificios coloniales, frutos del país, objetos artesanales) y procedimientos modernos (luminosidad, soltura del pincel, empaste rico) de Saturnino Herrán. Artista al que puede situarse como un verídico antecedente que recoge la tradicional identificación del paisaje, los tipos, las costumbres y el folclor (pues en ese orden histórico se presentaron) con la mexicanidad. Es la culminación de todos los romanticismos pictóricos del siglo XIX desde la vertiente temática, y no obstante de relativa vitalidad reformadora.

Para el nacimiento de una pintura fielmente mexicana que respondiera a las condiciones precisas de la evolución de nuestra sociedad, es la determinante influencia no de un pintor o de una corriente pictórica, sino de un notable grabador que encarna en su obra un aliento renovador en el concepto de la función del arte: José Guadalupe Posada. Es por su radical postura crítica frente a la realidad social, estética; su evidente carácter popular en el sentido de arraigo en las masas; facilidad de comunicación visual (de lectura) al encontrar eco en ellas y plantear con un lenguaje llano las vicisitudes inexploradas del acontecer diario de nuestro pueblo; quien marcará con su afán innovador y su apego a las causas populares, el pensamiento de los principales propulsores de un movimiento plástico nacionalista.

Se han querido ver antecedentes del muralismo mexicano en la pintura mural de los pueblos indígenas precortesianos (teotihuacanos, mayas, zapotecos); en la ornamentación de los muros de iglesias y conventos de la arquitectura novohispana del siglo XVI; en la pintura academicista del siglo XIX. Respecto a nuestros antepasados indígenas no deja de ser un idealismo, ya que en los años veinte era casi desconocido en su totalidad este importante género pictórico, consecuencia de los insuficientes descubrimientos arqueológicos. En lo que se refiere a la decoración mural de los edificios religiosos, en esa fecha aún no se conocía la importancia y la extensión, como tampoco los grandes ejemplos conventuales. Los anhelos por revivir la pintura mural en el siglo XIX son un legado del prestigio de esas composiciones en el Renacimiento italiano —considerado la etapa culminante en la historia del arte— heredad común a todas las naciones que integran la llamada civilización occidental.

Muy conocidos son los intentos por recobrar ese prestigioso género pictórico en el siglo XIX; Delacroix, Puvis de Chavannes, en Europa. Juan Cordero es en México el único que puede citarse con justicia, por haberse apartado de la temática religiosa en un mural alegórico de la doctrina positivista: Triunfos de la Ciencia y el Trabajo sobre la Envidia y la Ignorancia, en la Escuela Preparatoria de Barreda, principal difusor del positivismo en el país. Los antecedentes directos residen en la actividad de dos grandes artistas (el Dr. Atl, Francisco Goitia) y en las confluencias de dos corrientes de actividad que pugnaban por instaurar la pintura mural y, que al unirse lograrían una verdadera revolución artística.4




2 Vid: Ida Rodríguez Prampolini, La Crítica de Arte en México en el siglo XIX, México, UNAM, 1964, 3 vol. (Estudios y Fuentes del Arte en México).
3
Tanto los miembros de los partidos Liberal como los del Conservador, del siglo XIX, profesaban esa doctrina.
4 La actividad del Dr. Atl y José Clemente Orozco, en México, y el decisivo encuentro de David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera en Europa, son esas dos corrientes a las que se alude.

 



Gerardo Murillo (1875-1964) más conocido como el Dr. Atl, orientó primero sus prácticas hacia el terreno de las búsquedas técnicas, interesado por las calidades que se obtenían del color y no satisfecho con los productos comerciales, inventa medios de pintar desconocidos hasta entonces. Combinaciones de pigmentos solubles en ceras, petróleo, resinas o simple agua. Inventos de los que todavía se recuerdan los colores-Atl y las acuarresinas. Indispensable será su esfuerzo experimental, que contagió a muchos de sus colegas, con el fin de proponer soluciones personales a los problemas plásticos; de ahí su importancia, que sumada a su tarea de divulgación (producto de su aprendizaje en Europa) y de concientizador entre los jóvenes, lo llevaron, junto con José Clemente Orozco a fundar el Centro Artístico, cuyo propósito no era otro que el de pedir muros al gobierno donde se pintaran composiciones murales. Al borde de conseguir su demanda estalló la Revolución. Atl regresa a Europa. No le correspondería ya a él realizar ideales tan arraigados en la conciencia de numerosos artistas; pero la idea circulaba y no sólo era de ellos.

Conocida y chusca es una anécdota del gobierno porfirista: uno de los festejos para celebrar el centenario de la Independencia, fue una muestra de pintura española (!), ignorando a los artistas mexicanos (anécdota que da una idea de la desorientación que se vivía en materia cultural por ese entonces). La reacción de algunos de ellos (entre los cuales sobresalían el Dr. Atl y José Clemente Orozco) fue la de exigir efectuar una de artistas nacionales. Este acontecimiento sirvió para concientizar a los profesionales y a los estudiantes. Continuó la serie de intentos por expulsar a los maestros academicistas: el catalán Antonio Fabrés, el primero; seguido por los mexicanos Leandro Izaguirre, Germán Gedovius y Antonio Rivas Mercado, puntos culminantes en la lucha de la mayoría de los estudiantes por democratizar y darle un impulso moderno a los estudios de arte. La decadencia de la enseñanza artística en la Escuela de Bellas Artes (nombre con el que se había rebautizado a la antigua Academia de San Carlos), las envejecidas teorías y técnicas manejadas por maestros; así como los politizados movimientos estudiantiles de ese centro, buscaban un cambio sustancial en la dirección de sus tareas, y provocaron el estallido de una huelga de alumnos que obligó a cerrar entre 1911 y 1913 los anacrónicos departamentos del antiguo y prestigiado instituto. Parte del descontento lo había fomentado el Dr. Atl con sus acciones perturbadoras, al hacerlos conocer los realistas cambios de los movimientos artísticos antitradicionales en el continente europeo.

El interés primordial de los huelguistas consistía en exigir una drástica transformación en los medios y materias que deberían enseñarse. Para solucionar el conflicto se nombró director a don Alfredo Ramos Martínez, las consecuencias fueron a la vez, negativas en cierto modo y positivas en otro. Su formación europeizada lo llevó a la exaltación de las vanguardias artísticas europeas, de gran prestigio entonces. No obstante, a Ramos Martínez se debió el instaurar la primera Escuela al Aire Libre, en Santa Anita, establecimiento que daría resultados fructíferos y, gracias a esas experiencias, pronto se fundarían talleres de educación artística similares. Interrumpió estos ensayos de aprendizaje la guerra civil; los estudiantes se dispersaron al incorporarse a otras tareas, muchas de ellas revolucionarias, como dedicarse a la colaboración en trabajos periodísticos, o para abandonar el país.

“Una vez concluida la lucha armada, los pintores volvieron a sus actividades con ideas más amplias, variadas y radicales en cuanto a sus propios objetivos. Ya sólo necesitaban los medios para expresar su nuevo sentido de la vida y para entregarse por completo a la renovación del arte.”  A partir de 1920, en que Vasconcelos llega a la rectoría de la Universidad, Ramos Martínez, vuelve y reorganiza una nueva Escuela al Aire Libre en Chimalistac, trasladada luego a la Hacienda de San Pedro en Coyoacán, a la que llegan estudiantes de diversas edades y de distintas partes de la ciudad. El éxito se debía a la curiosidad que despertaba el trabajo a la vista, las exposiciones continuas y, fundamentalmente, a la entrega de materiales y asesoría gratuitos. Fundadas en idénticos principios, se abrieron nuevas escuelas en 1925. La sencillez de los métodos de estudio adoptados terminó por atraer a numerosos alumnos de todas las clases sociales, bajo el cuidado de un responsable y un ayudante. Teóricamente se les dejaba en libertad de expresarse y sólo se les ayudaba a “comprender y expresar el mundo físico que los rodeaba”.6

Aquellos talleres se trasladaron en 1927 a los barrios de Nonoalco y San Pedro, se convirtieron en los Centros Populares de Educación Artística Urbana. Tenían como fin buscar la identificación de los estudiantes con su medio, ayudados por sus directores, entre los que se contaban Ramón Alba de la Canal, Joaquín Clausell, Francisco Díaz de León, Gabriel Fernández Ledesma y Fernando Leal.7 Estos centros de educación artística respondían a la necesidad de encontrar nuevas vías expresivas y producir obras de raigambre mexicanista; clima intelectual que se vivía con autenticidad por esos años. No es extraño que en 1926 Alfredo Ramos Martínez llevara una colección de pinturas de esos incipientes artistas a Europa; donde recibieron el ansiado espaldarazo que siempre se había buscado en el extranjero. A decir del notable escritor Alfonso Reyes despertaron la curiosidad de afamados artistas, entre ellos se encontraba Picasso, lo que no impidió que —casi una década después— desaparecieran los centros artísticos del panorama de la cultura nacional, al no encontrarles sentido ni el gobierno ni la sociedad mexicana de su momento (1934).

Para Raquel Tibol “la Escuela al Aire Libre se transformó muy pronto en un taller de improvisación sin disciplina ni programa, viciado de espontaneidad y autodidactismo y, consecuentemente, retardatario para la definición profesional del artista. Pero sembró inquietudes estéticas, fervor creativo y rompió el cerco de la Academia popularizándola”.8 En cambio, según Silvia Pandolfi: “Nunca se ha dado la debida importancia a esas escuelas, que fueron uno de los movimientos básicos del desarrollo del Arte Contemporáneo Mexicano. Tampoco se ha reconocido debidamente la labor de los pintores que impulsaron un método de enseñanza tan revolucionario para su época. Después de Vasconcelos y Pruneda, nadie auspició la actividad de este tipo de educación estética para el pueblo, frente a los intereses y las influencias de otros movimientos más desarrollados. La mayor parte de sus estudiantes, siendo de posición humilde no pudieron seguir su desarrollo independiente y alcanzar el mundo de los pintores profesionales.”9

El ensayo populista que significaron las Escuelas al Aire Libre no era la manera adecuada para producir artistas con un sólido concepto del mundo; no obstante, atrajo la curiosidad de numerosos productores que vieron la obligación de incorporar el trabajo experimental y los motivos de la vida diaria de nuestros compatriotas; los cuales, alejados de las ciudades, conservan usos y tradiciones diferentes de los urbanos. Las costumbres de la metrópoli mexicana reflejaban los hábitos y las modas de sus equivalentes europeas, especie de lunares en el mapa de la República, no así los poblados o villorios en donde, quizás por atavismo, se negaban a adoptarlas.

Una formación clasicista, nada sobresaliente, fue la de Francisco Goitia (1882-1960), quien después de completarla con una estancia de cerca de ocho años en Europa, regresó para incorporarse a los combates de las causas populares. Su aportación fundamental en el terreno plástico, consistió en haber pintado los dos primeros cuadros con temática de la contienda que vivía el país:10  El Baile de la Revolución (1916) y El Ahorcado (1917). Obras que resultaron decisivas para el desenvolvimiento ulterior de la pintura nacional. En general, sus trabajos denotan la consideración que experimentaba por los asuntos de la gente común, sin duda, producto de la cercanía con la que experimentó las dolorosas condiciones de vida de los pobres que supo plasmar en capitales formas visuales. A pesar de la sencillez con la que abordó la realidad circundante, es un preludio de la obra muralista.11

Todas las inquietudes sentidas dentro de nuestras fronteras por lograr un cambio en la trayectoria del arte; desde el Centro Artístico, fundado por el Dr. Atl y Orozco, las huelgas y protestas por modificar la enseñanza academicista, hasta el establecimiento de las Escuelas al Aire Libre, consolidaron una novedosa imagen de lo que debería ser el arte de nuestro país. Si en 1910 había abortado el proyecto de realizar obras murales, el regreso de Europa de David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera, llamados por Vasconcelos años más tarde, fortaleció las condiciones intelectuales que llevarían a su nacimiento.




5 Silvia Pandolfi, Catálogo de la Exposición Escuelas al Aire Libre y Centros Populares de Pintura, Monclova, Museo Biblioteca Pape, 1977, pág. 3.
6
Silvia Pandolfi, op. cit., pág. 3.
7 Ibidem, pág. 4.
8 Raquel Tibol, Arte Mexicano, Épocas Moderna y Contemporánea, México, Hermes, 1966, pág. 244.
9 Silvia Pandolfi, op. cit., pág. 5.
10 Raquel Tibol, op. cit., pág. 250.
11 Su desinterés por la fama y el dinero lo llevaron a efectuar trabajos que lo alejaron del “mundo artístico” y a convivir con los grupos marginados.


De dispar trayectoria y formación, el grupo de artistas entusiasmados por la pintura mural coincidieron en la necesidad para México, de un arte monumental con fines políticos y de sentido acendradamente nacionalista y popular. Dos acontecimientos singulares provocaron el inicio del movimiento muralista mexicano: 1) La protección que les brindó José Vasconcelos, primero como rector de la Universidad y, después, como secretario de Educación Pública del régimen de Obregón al concederles muros en los edificios públicos. 2) La redacción por D.A. Siqueiros en 1922, de la Declaración Social, Política y Estética, conocida como el Manifiesto del Sindicato de Obreros, Técnicos, Pintores y Escultores12 apoyado con firmas de nueve de sus miembros, incluida la de su propio autor.13 El documento era una respuesta a situaciones históricas del momento, pero muchos de sus principios se difundirían con rapidez y trascendieron su estricto marco histórico-social.14

A las razas nativas humilladas a través de los siglos; a los soldados convertidos en verdugos por sus jefes; a los trabajadores y campesinos azotados por los ricos; a los intelectuales que no adulan a la burguesía.

Estamos de parte de aquellos que exigen la desaparición de un sistema antiguo y cruel, dentro del cual tú, trabajador del campo, produces alimentos para los gaznates de capataces y politicastros, mientras mueres de hambre; dentro del cual tú, trabajador de la ciudad mueves las fábricas, tramas las telas y creas con tus manos las comodidades para rufianes y prostitutas, mientras tu cuerpo se arrastra y se congela, dentro del cual tú; soldado indio, abandonas heroicamente la tierra que trabajas y das tu vida interminablemente para destruir la miseria que se abate hace siglos sobre tu raza.

No sólo el trabajo noble, sino hasta la mínima expresión de la vida espiritual y física de nuestra raza, brota de lo nativo (y particularmente de lo indio). Su admirable y extraordinariamente peculiar talento para crear belleza: el arte del pueblo mexicano es la más sana expresión espiritual que hay en el mundo, y su tradición nuestra posesión más grande. Es grande porque siendo del pueblo, es colectiva, y esto es el porqué nuestra meta estética fundamental es socializar la expresión artística que tiende borrar totalmente el individualismo que es burgués.

Repudiamos la llamada pintura de caballete y todo el arte de los círculos ultraintelectuales, porque es aristocrático, y glorificamos la expresión del Arte Monumental, porque es propiedad pública.

Proclamamos que dado que el momento social es de transición entre un orden decrépito y uno nuevo, los creadores de belleza deben realizar sus mayores esfuerzos para hacer su producción de valor ideológico para el pueblo, y la meta ideal del arte, que actualmente es una expresión de masturbación individualista, sea el arte para todos, de educación y de batalla.

Hacemos un llamamiento general a los intelectuales revolucionarios de México para que, olvidando su sentimentalismo y zanganería proverbiales por más de un siglo, se unan a nosotros en la lucha social y estético-educativa que realizamos.

El tono del manifiesto era no sólo vehemente, sino revolucionario por haberse nutrido de las ideas de Marx y Lenin, sin carecer de ciertas frases demagógicas, mas convincente dentro de lo que pretendían. Su naturaleza extremista afectaba tanto al plano político como al estético y nunca fue bien visto por los círculos liberaloides o pretendidamente democráticos. Su novedad radica en el enfoque con el que propone un arte militante, incluso subversivo en su demanda de colectivizar los medios y el disfrute artístico (como al oponer la pintura monumental a la de caballete). La conflictiva de una sociedad que había producido teorías socialistas, pasaba por vez primera al campo de las artes, al rechazar la producción individualizada y hacer patente el compromiso de una conciencia social en el quehacer plástico, para devolverle su verdadero significado dentro de la comunidad nacional. Arte para todos y no para un grupo. Con fines didácticos, porque al reconocer en los variados pobladores de nuestro país “sensibilidad y talento innatos”, quería mostrarles sus tradiciones y costumbres en su unidad histórica y, claro, politizarlos; pues toda obra debería tener un valor ideológico para nuestro pueblo. El reconocimiento de un compromiso moral del artista normaría las tareas que en este terreno se realizaron por lo menos hasta 1950, lo que implicó que algunos rechazaran esta misión política y social, como Roberto Montenegro, Carlos Mérida o Rufino Tamayo, después de haberla ensayado. Por otra parte, el desgaste natural de estos postulados al enfrentarse con una creciente burguesía cada vez más poderosa y por ello influyente en todos los ámbitos, obligará a volver, poco a poco, a las criticadas prácticas de antaño. El condicionamiento histórico-social no era el más apropiado; sin embargo, se produjeron algunas de las obras de mayores méritos y calidad estética de nuestro siglo.

Las tres primeras obras murales fueron ensayos y no sirvieron para los fines propuestos por sus autores. Diego Rivera pintó a la encáustica15 el Anfiteatro Bolívar con una alegoría cristianocientificista a la que correspondió, naturalmente, una mezcolanza de estilos: del Renacimiento italiano al simbolismo. J.C. Orozco ensayó la técnica del fresco en el corredor norte del edificio de la Preparatoria (ex colegio de San Ildefonso) con argumentos filosóficos que después cubrió para incluir otros temas (se conserva una madre desnuda con su hijo cuya ascendencia se encuentra en las madonas italianas del siglo XV). D.A. Siqueiros, en las escaleras del patio chico del mismo edificio, practicó las técnicas de la encáustica y el fresco. También la temática era disímbola ya que se veían escenas líricas al lado de composiciones de solidaridad con los trabajadores, de incipiente crítica a las desigualdades sociales. Sus convicciones eran las más firmes y el resultado fallido, principalmente por su escaso dominio de las técnicas, aunque el vandalismo y la incuria jugaron un papel de bastante importancia para su casi total destrucción.

No sería el único caso. Múltiples agresiones sufrieron los murales de los artistas de este movimiento. Era el momento de reflexionar, de juzgar las intenciones y sus consecuencias. Paréntesis necesario que permitió notar el acierto de cuatro obras simultáneas a las tres ya citadas que introdujeron imágenes costumbristas y de nuestra historia: La Fiesta del Señor de Chalma, de Fernando Leal; Fiesta de la Virgen de Guadalupe, de Fermín Revueltas;16 La Conquista de Tenochtitlan de Jean Charlot17 y la remembranza de El desembarco de los españoles, de Ramón Alba de la Canal. Todas ellas en el venerable recinto de la modificada —por don Justo Sierra— Escuela Preparatoria. Obras, sin lugar a dudas, de menor eficacia en sus propuestas estéticas, que ofrecieron, sin embargo, un camino que se seguiría con presteza. La gran pintura mural pública sólo podía certificar la oportunidad y la conveniencia de ese genuino sendero.

Inútil sería citar a todos los autores y la enorme actividad que desplegaron en oficinas gubernamentales, escuela, sindicatos, etcétera. Es probable que se hayan destruido más de la mitad de las composiciones que se realizaron en cerca de treinta años. Algunas tienen mayor interés histórico, otras no han logrado evitar el envejecimiento de su lenguaje plástico, no pocas no se terminaron y, en cambio, ciertas fueron destruidas por ignorancia, por no considerarlas ya “de moda” y hasta por motivos ideológicos porque se juzgaron inadecuadas. Curioso —y no por azar— que siempre se invocaron motivos extraestéticos (como fue el caso de la pintura naturalista del siglo XIX); al muralismo, lo han atacado desde las vertientes más insólitas.

Los desacuerdos respecto al camino a seguir fueron varios y las polémicas aparecieron de inmediato. Muchos artistas se adhirieron poco después y participaron en la crítica y la producción, tomando partido por éstas o aquellas ideas; no obstante, sea por coincidencia de intenciones, por claridad, por afinidad estética o por necesidad histórica, la mayoría de los muralistas se acercaron a la forma expresiva que consagró a Diego Rivera. No fue por supuesto accidental, se debió probablemente a que su manera de pintar recogía, en ese momento, las inquietudes de los tiempos. Es en el muralismo y más exactamente en la obra de Diego Rivera, que se encuentra el origen de la Escuela mexicana de pintura; pues fueron los epígonos de ésta o los seguidores de los aspectos que popularizó el primero, que nacieron del debate y que implicaban, en los más conscientes, un punto de arranque y jamás una meta. Pero pasemos a un examen de las actitudes de los principales artistas y de aquellos logros de sus obras que las hicieron perdurables. Quizás sea irreverente iniciarlo con un señalamiento que debería, a estas alturas, ser verdad de Perogrullo: la asombrosa desigualdad en la calidad pictórica de los tres afamados muralistas.

Si el Manifiesto significó una toma de conciencia ante las contradicciones que se daban en el país, tuvo la ventaja de no imponer criterios plásticos. Se produjo un asentimiento sobre un tipo de pintura naturalista —por ser la más fácilmente comprensible para las mayorías— que cada creador interpretó a su manera. De un realismo más acusado en Siqueiros, la de Rivera presenta un tipo de figura sintético y decorativo, que se convertirá en formas de agudo expresionismo en la de Orozco. No son sino tres muestras, de muchas otras que podrían obtenerse, que fueron y son juzgadas aún hoy, como los ejemplos más destacados del movimiento. Los murales de Amado de la Cueva, Jean Charlot, Xavier Guerrero, Fernando Leal, Paul O’Higgins, Alfredo Zalee y Leopoldo Méndez, entre otros, mantuvieron un nivel a la altura de su compromiso. De interés y sin artificialidad, los hemos visto poco y mal, por el resplandor y prestigio que acompañó a los iniciadores más conocidos. Es necesario estudiarlos de nuevo con esmero y resaltar aquellas obras de primer orden que se han olvidado, redescubrirlas en su real alcance plástico, salvarlas del olvido y de su posible aniquilación.



12 El Machete, 15 de julio de 1924.
13 Los firmantes del documento fueron: D.A. Siqueiros (Secretario General), Diego Rivera (Primer Vocal), Xavier Guerrero (Segundo), Fermín Revueltas, J.C. Orozco, Ramón Alba Guadarrama, Germán Cueto y Carlos Mérida. Apud: Rafael Carrillo Azpeita, Siqueiros, SEP, 1974 (SepSetentas).
14 El texto del manifiesto está tomado de la versión de Raquel Tibol, Siqueiros, México, UNAM, 1961, pág. 230. El último párrafo de: Rafael Carrillo Azpeita, op. cit., pág. 32.
15
Técnica pictórica que consiste en la aplicación de colores de cera que se calientan para que fundidos se apliquen sobre la superficie.
16
Ambas de asuntos religiosos con raíces en las peculiaridades festivas de nuestro pueblo.
17
Con idéntico afán experimental al emplear el fresco con incrustaciones metálicas.

 



Diego Rivera tuvo una extensa, compleja formación en la que ensayó numerosas formas de pintar antes de emprender su primera obra mural.18 Se inició en el academicismo de fines de siglo. Continuó con elementos de la pintura realista española para después intentar la asimilación del impresionismo, de las posturas de Cézanne y Gauguin, del fovismo, del arte expresionista alemán y también del cubismo. Algunos de sus cuadros denotan influencias de artistas contemporáneos de su estancia europea (1896-1921): Picasso y Modigliani, por ejemplo. La tajante división que le gustaba hacer entre su obra mural y sus pinturas de caballete no es del todo arbitraria; así, se distinguen tres géneros fundamentales: retratos (niños y mujeres por lo regular), paisajes y escenas costumbristas (vida de los campesinos y de las clases marginadas de las ciudades). Sus cuadros forman una parte de importancia en su producción y no son obligatoriamente acríticos. Su peculiar gusto por exaltar la fisonomía y vestimenta típica fue, en una primera etapa, un modo de combatir el pensamiento malinchista de las clases altas; aunque su nacionalismo terminó por ser asimilado (por ejemplo en los retratos folcloristas de damas adineradas) y cayó en un pintoresquismo de grandes posibilidades mercantiles; de ahí, sus ideales indigenistas, folclóricos y arqueologizantes que no están exentos de atractivo y de belleza, pero que no supo ya manejar como un instrumento de combare ideológico.19

La recuperación del mundo popular (colorido y formas de la artesanía, rasgos de la población indígena mayoritaria, trajes típicos), fueron el centro de su quehacer pictórico. En una primera fase los empleó como documentos artísticos. En una segunda, al enriquecerlos con su aguda concepción de la realidad mexicana, produce las obras más notables de su pintura de caballete, reflejando nuestras tradiciones ancestrales (como la supervivencia de lo indio que mezclaba con los aportes hispánicos). Periodo de lucha contra las modas extranjeras y las ideas claudicantes del sector burgués de visión más estrecha. El tercero, por la repetición de temas y motivos cayó en el estereotipo, y en el final, los ejemplares producidos por contradicciones ideológicas —la entonces imperante y la suya propia—, explicarían en parte algunos de sus desniveles estilísticos y conceptuales; formalismos que se oponen al significado de algunas de sus obras murales de mayor trascendencia.20 No se propuso Diego Rivera, inventariar todos los aspectos de la vida nacional. Su pintura se transformó paulatinamente en un enfrentamiento con la cambiante sociedad mexicana y el proyecto que él había concebido para sus trabajos, se aprecia en un proceso de radicalización, así como en ensayos de unir forma y contenido dentro de un contexto que mostrara nuestro proceso histórico. Se le ha criticado su anecdotario, cuando este aspecto era no sólo consciente sino el fundamental de una labor que le llevó toda su vida. Rivera cuenta con detalle aspectos que consideró básicos para despertar las conciencias de sus contemporáneos, como la exposición de los hechos históricos de importancia y alcanzar una meta: la emancipación del país, la exaltación de nuestra nacionalidad y el convencimiento de la bondad de una sociedad colectivista. Es anecdótico porque relata —lo que se debió a una intención didáctica— inconsciente de la impopularidad de este tipo de obras. Para Rivera la pintura fue un medio de impartir lecciones de historia, de moral social; por ello provocó tantas controversias y, aún hoy el rechazo, específicamente de aquellos murales que son, como apuntó con certeza Raquel Tibol, una cartilla marxista.21 De las veintidós composiciones que realizó —en ocasiones subdivididas en distinto número de tableros—, sobresalen algunas con una mayor potencia expresiva, su más alto nivel plástico o la audacia de sus propuestas políticas. El análisis de esas imágenes descubre significados ideológicos que revelan su verdadero sentido; por ello, en vez de inventariar sus murales, comentaré algunos que cubren su trayectoria y en los que se comprueban las modificaciones de su forma de pensar por la notoria influencia de la cambiante sociedad mexicana.

La creación fue la temática escogida para la decoración del Anfiteatro Bolívar, primera de las obras del muralismo y del artista. Se caracteriza por el eclecticismo formal y la mezcolanza de símbolos de la iconografía cristiana (toro, león y hombre alados, águila de Patmos) con alegorías cientificistas (energía primaria, célula original). La contradicción es obvia: origen espontáneo de la vida o creación. A lo confuso de la propuesta: reunir valores religiosos absolutos como son las “virtudes teologales” a conceptos de una clara relatividad (conocimiento-ciencia), corresponde la ambigüedad formalista, el arcaizante simbolismo (cercano a la decoración mural del paraninfo de la Sorbona, de Puvis de Chavannes) con elementos del sintetismo (bidimensionalidad y hieratismo); mexicanistas (fisonomías, rebozos) y la vegetación rusoniana (Rousseau). De acuerdo a las teorías del italiano Antonio Gramsci, el arte debe ampliar el conocimiento científico que se tiene de la realidad o al menos, proveer de información correcta, se comprenderá que toda apología de este mural es una manifestación o exaltación formalista, en la que se cae con facilidad por la belleza de muchos de los motivos. No existen en los frescos del Salón de Actos de la Escuela Nacional de Agricultura, en Chapingo (1926-1927), tales confusiones. Unificados, paralelos el desarrollo natural y el político, conducen a la misma meta: el aprovechamiento de la tierra por el hombre. Es un producto tanto del positivismo de su educación como de un aliento panteísta modificado por la concepción dialéctica de la existencia. La interacción entre el hombre, el mundo natural y la comprensión de la lucha de clases, conducirá a la explotación de los productos de la tierra, no a la de nuestros semejantes.

Diego Rivera utilizó no alegorías sino metáforas plásticas que hacen convincente su lenguaje artístico. He aquí algunas: brazos que al cruzarse forman el símbolo de la revolución proletaria (la hoz y el martillo); los óculos del antiguo recinto convertidos en capullo, sol fruto; la mujer, por su capacidad de encerrar en su vientre el germen de vida, es por analogía la tierra fecunda… Poema biofílico que se convierte en un alegato contra la explotación del hombre por el hombre: semilla, la revuelta; muerte del campesino revolucionario, la lucha en flor; la paz instaurada por obreros, campesinos y soldados, el triunfo de la revolución socialista. Del nacimiento de la vida a la auténtica hermandad. Diego Rivera logró en los frescos de Chapingo conferir a la efigie del campesino mexicano la condición de héroe socialista, sin excesos debidos al populismo o a exageraciones populacheras. No por accidente la controvertida concepción de las pinturas de la escalera del Palacio Nacional (1929-35), coincidieron y coinciden aún, con la visión gobiernista de nuestra historia, excluido —claro está— el muro de la izquierda. Pasado, actualidad y porvenir de nuestra nación en una síntesis memorable y apoteósica. En este mural se conjuga la dialéctica con idealizaciones históricas que no carecen de expresividad. No es accidental el rompimiento de nuestros hábitos de lectura por el artista. La inversión obedece a un gesto político y alerta sobre el desenvolvimiento cronológico-visual. Al centro, los acontecimientos que nos forjaron como mexicanos. Del lado derecho, una idealización del mundo indígena y un rescate de los valores positivos, herencia de los nahuas (toltecas y mexicas). Del otro lado, un ideal, una esperanza; el equitativo mundo colectivista del mañana. El enaltecimiento de las culturas precolombinas es resultado de la identificación de la mexicanidad con lo indio. Peculiaridad que erigió como baluarte frente a la penetración colonialista, amenazante ya por ese entonces y centro de la estética de toda su producción. El adoptar una temática y glorificación de lo mexicano, por los artistas de aquel periodo, respondió a situaciones concretas de su medio, de ahí la popularización de las imágenes de las obras de Rivera.

Una terrible batalla, la gesta conquistadora, sirve de base al encadenamiento plástico de anécdotas en ascenso, que culminan en los cinco lunetos superiores de la pared central de la escalera. Rivera resalta escenas que sintetizan varias etapas de nuestra historia. Composiciones o figuras que funcionan como en los códices indígenas; fórmulas mnemotécnicas sobre los aspectos dignos de recordarse sea por negativos o ejemplares: la Colonia, las invasiones extranjeras, la Reforma, la Revolución de 1910. En la parte central del muro mayor, sobre la épica lucha entre indios y españoles, el águila con el pictograma del agua-quemada (atl-tlachinoli), sustitución del escudo de Tenochtitlan por el símbolo de la religión náhuatl. Sobre ella, las figuras de los héroes de la Independencia y, en la cúspide, los actores del momento crucial, los que servirán de transición a la temática del mural izquierdo y que se rescatan como antecesores de la verdadera lucha revolucionaria: el pueblo, el obrero; Zapata, el gran líder agrario y el dirigente socialista Felipe Carrillo Puerto. Es del enfrentamiento de las contradicciones internas de esa sociedad, de la explotación del trabajador por la alianza capital-iglesia-estado, lo que provocó la unión de obreros y campesinos, que incitarán a la revuelta y a la instauración de una sociedad igualitaria inspirados en la obra de Marx. En los monumentales frescos de la escalera del Palacio Nacional, Diego Rivera enalteció al indigenismo, al nacionalismo y al marxismo, como formas peculiares de apreciación histórica. La de mayor coherencia y la que permitirá la integración final, plástica e ideológica, es el enfrentamiento entre dos pasados, entre dos concepciones de la realidad y su síntesis en una nueva.

La obra mural del notable pintor mexicano se desarrolla en un lapso muy amplio (1922-1955). Más de treinta años, en ellos las condiciones sociales y políticas del país cambiaron al igual que el pensamiento del artista. Los frescos de Chapingo son producto de una etapa en la que la lucha en contra de la consolidación de la clase burguesa se acentuaba; época en la que aún se creía en la posibilidad de un cercano triunfo del socialismo, por ello plasmó las bellezas naturales y humanas sin exotismo. Partió de la exaltación del movimiento de 1910 como generador de una nueva era. En los murales de la escalera del Palacio (1929-35), muestra el ejemplo que a su juicio, debería seguirse: la revolución soviética. Creyó necesario insistir en los antagonismos de nuestra propia historia y evidenciar la explotación de los núcleos mayoritarios que siempre han sido indígenas. Esto explicaría en parte, su afán constante de enaltecer la figura del indio. Por supuesto sería conveniente relacionar los cambios de dirección en su vida política que, lógicamente influyeron en su concepción pictórica. Este aspecto siempre se ha ignorado tanto en sus biografías como en los estudios de su obra. Véanse dos típicos ejemplos: El Diccionario Porrúa o los prestigiosos estudios de Justino Fernández.22

El último ejemplo que emplearé, para terminar el examen de los cambios ideológicos implicados en sus obras, será la ornamentación con mosaicos italianos de la fachada del Teatro de los Insurgentes, de 1955. El carácter populista con el que ya se ve a la sociedad mexicana es patente en la escena de Cantinflas como intermediario entre los ricos que dan limosna a los pobres, así como en el decorativismo pintoresquista que triunfa sobre las ideas: las Venus del Preclásico como bailarinas; serpientes emplumadas de colorines; una china poblana que baila acompañada por una banda típica... entre rostros de héroes nacionales. Esta obra es producto de una excesiva simplificación histórica; pintura surgida de la observación de la vida diaria, de las carencias y de las tradiciones de los núcleos mayoritarios. Rechazada por motivos ideológicos, por incomprensión, por ignorancia, porque atentó contra las modas extranjerizantes. De ahí la ironía de la frase burguesa y antimexicana: “ser feo como los monos de Diego”, en pago del sarcasmo, de la fidelidad con la que los retrató. No sería inútil recordar que la burguesía sólo lo patrocinó por esnobismo o por inconsciencia. Recuérdense los casos del Rockefeller Center (destruido por mostrar el retrato de Lenin); el de los tableros del Hotel Reforma (hoy en el Palacio de Bellas Artes, ya que nunca se exhibieron en su sitio original) y el del Hotel del Prado, mural que se mantuvo tapado largo tiempo, hasta que el artista aceptó borrar la frase de Ignacio Ramírez, El Nigromante: Dios no existe. En los trabajos finales de su vida, el combativo Diego Rivera, cedió a las presiones de nuestra sociedad burguesa.



18 Armando Torres Michúa, “La Pintura de Caballete” en El Gallo Ilustrado de El Día, 11 de diciembre 1977.
19 Armando Torres Michúa. “Diego y sus claudicaciones pictóricas” en Los Universitarios, enero de 1978
20 Armando Torres Michúa, op. cit.
21 Armando Torres Michúa, “Obra Mural e Ideología” en La Semana de Bellas Artes, número 17, marzo 29 de 1978.
22 Diego Rivera pasó del Partido Comunista al trotskismo. Apoyó la reaccionaria candidatura de Almazán. Fue expulsado de la Tercera Internacional. Finalmente, arrepentido de sus contradictorios actos, pidió su reingreso y fue aceptado de nuevo en el Partido Comunista Mexicano.

 



A los escritos de J.C. Orozco se les ha otorgado más crédito que a su propia obra. Es falso que careciera de una profunda conciencia social y lo probarían la temática de sus trabajos: caricaturas políticas, anticlericales y, en especial, el hecho de haber cubierto sus primeros murales en la Escuela Preparatoria (abstracciones simbólicas) con temas que reflejaban los acontecimientos de su momento, al haberse ligado estrechamente con el espíritu de sus colegas. Quizás fue una actitud revolucionaria de otro orden, pues dirigió su rebeldía a labores pictóricas que tenían, para él, un profundo significado de denuncia, de acentos expresionistas que mantendría toda su carrera. Un índice de las materias que pintó podría resumirse en: ataques a la corrupción social, la demagogia, la miseria moral, la angustia, el dolor y la tragedia que impregnan la vida. Si su postura no se mantuvo constante se debió a la desilusión y a un cierto matiz anarquista de su personalidad.

En la Escuela Nacional Preparatoria (1922-27) sustituyó “asuntos filosóficos” como El nacimiento del hombre, la lucha con la naturaleza, hombre cayendo y Cristo destruyendo su propia cruz; por temas revolucionarios, El nacimiento (que fue el único que conservó), La destrucción del viejo orden, La trinchera, La huelga, La trinidad (campesino, obrero, soldado) y Obreros peleando entre sí. Lo destacado es la adecuación a su tiempo, al darse cuenta del papel que representaba el movimiento como un rescate de los principios por los que lucharon los revolucionarios; por ello, en los corredores del primer y segundo piso, acentúa la exhibición de los aspectos más patéticos de la lucha y la pobreza: el adiós a sus familiares de los obreros que parten a la guerra, la corrupción del poder, la soledad del paisaje mexicano. En la escalera representó El Origen del Mundo Hispanoamericano (que es más bien, el nacimiento de la mexicanidad entendida como el mestizaje español-indio). Cortés y La Malinche lo presiden entre alegorías de esa simplista “fusión de dos razas”, de “dos culturas”,23 con la que siempre se ha pretendido explicar la complejidad de nuestras peculiaridades, que no obstante, resultan convincentes pictóricamente. Orozco ensayó los temas históricos y revolucionarios en la Preparatoria y algunos tableros son excepcionales. Su personal concepto del sacrificio de unos campesinos mexicanos, que mueren en el combate por obtener una mejoría social, a los que transforma por medio de una alegoría que recuerda a Cristo crucificado, le da a esta escena la significación de un homenaje a los hombres al inmolarse en aras de un ideal. Es por medio de las relaciones de los elementos en el muro: rifle en alto, hombres desfallecientes con los brazos abiertos, que el mural se convierte en un símbolo de la lucha ante la injusticia y en uno de los más conmovedores y dramáticos testimonios pictóricos del movimiento mexicano.

Catarsis, de 1934, en el Palacio de Bellas Artes es una demoledora prueba de sus convicciones sociales, y por lo tanto políticas, que anularían su declaración escrita con la que intentó confundir a (burlarse de) sus contemporáneos, específicamente de la burguesía reaccionaria que lo halagaba y llenaba de elogios por entonces debido a su aparente neutralidad y acriticismo político. Concebido como unidad —y lo es visualmente—, presenta un colosal enfrentamiento entre dos hombres, dos grupos, dos conceptos diferentes del universo. Es una masacre en la que surgen las armas del pasado y del presente —puñal, rifles, bombas— en la que se aprecian los restos de esa hecatombe, significados por la horrenda mujer que se ha rebajado al prostituirse, al obtener ganancias materiales de su cuerpo. De ahí su fealdad y la mordacidad con la que fue plasmada. Obra insolente, nada derrotista, deja un resquicio a la esperanza: el futuro de la humanidad no será como su pasado ni como el presente.

La monumental figura de don Miguel Hidalgo como iniciador de reivindicaciones aún no logradas, en el Palacio de Gobierno de Guadalajara, es otra prueba de constantes preocupaciones del artista por las contradicciones políticas. El acto incendiario del monumental personaje continúa en los muros. En el centro son los obreros con banderas rojas que luchan entre sí, posible producto de la desolación y el escepticismo que causaron en Orozco el enfrentamiento de las facciones comunistas (Stalin-Trotsky) y que parecían traicionar las causas populares. En el del lado izquierdo retrató el “contubernio entre el clero y el militarismo” y en el de la derecha hay una especie de circo político en el que payasos de todas las ideologías muestran sus insignias”.24 El desencanto aparece, en ocasiones, en las obras del artista jalisciense y por la época en la que vivió no es extraño, pero su ideal de aferrarse a “grandes principios” o personajes históricos, confundió en no pocas ocasiones a su público.

Partió de un anecdotario (La Conquista) para ofrecernos una acertada crítica al deshumanizado mundo mecanicista del presente en el Hospicio Cabañas. Obtiene de la antigüedad pretextos para realizar alusiones a la convulsa sociedad que se destrozaba (y se destroza aún hoy). Esa sociedad parecía ir hacia su fin, por lo que Orozco concibe un ascenso espiritual a través de la superación que significa la cultura. Esos hombres desnudos portadores de los adelantos científicos y artísticos culminan en el verdadero hombre que nace de su propio esfuerzo: “es el hombre el que escala la historia hasta encontrar la llama de su propio fervor universal; es el símbolo del contra-prometeo…”25 El hombre en llamas es una forma de expresar su confianza en la superación humana, ya que J. C. Orozco no alcanza a distinguir soluciones a esa serie de lacras sociales que señala. Los frescos de la Suprema Corte de Justicia de la ciudad de México (1941), son una burla de la actividad de magistrados y tribunales, del recinto mismo; son una fiel imagen de la justicia escarnecida, pero impotente para salvarla o descreído de que se pudiera hacerlo, describe con saña y un feroz sarcasmo las nefastas actividades que en nombre del derecho se efectúan en nuestra patria. Su fe en principios trascendentales lo hace concebir un rayo que castiga a los criminales. Probable que por ello, para la decoración mural de la Iglesia de Jesús Nazareno (inconclusa, 1942-44), se inspirara en asuntos religiosos, aunque el motivo original fuera la Conquista. Dios, ángeles y demonios se encontrarán al lado de símbolos apocalípticos: la prostituta de Babilonia, los jinetes del hambre, la guerra, la peste y la muerte, a los que actualiza con un maquinismo furibundo y bestial.

En estas cinco obras murales se ha intentado significar el poderío expresivo y la importancia de la pintura de J.C. Orozco. Sólo recordaré que en la New School for Social Research (New York, 1931), en la mesa de la fraternidad universal, el autor encaró el problema de la discriminación racial y el homenaje a líderes como Carrillo Puerto, Gandhi y Lenin. No existe, como puede comprobarse, apoliticismo en su concepción de la vida, aunque parte de su prestigio lo debe a su calidad de reformista. En sus imágenes se encuentra una ideología precisa: la equidad no es la que preside, después de todo, la realidad; sus ataques son no al sistema sino al gobernante; al poder, a la política en general. Por eso tiene más fama y es “mejor visto socialmente” a pesar de las atroces y despiadadas impugnaciones que contienen sus trabajos. Se le juzga menos peligroso sea porque su crítica que cronometra con un pasado histórico concreto (Maximiliano, los conservadores y el clero reaccionario en Juárez Redivivo, como lo bautizó Justino Fernández), sea que parezca abstracta (el maquinismo), o se equivoque intencionalmente su sentido al anotar una serie de estigmas existentes y que se cree, seguirán existiendo. No debe malinterpretarse la obra de Orozco, puesto que no es acrítica como gusta suponerse; en la mayoría de los casos se ha asimilado en aras de una rectitud ficticia y convenenciera. El autor jalisciense produjo excelentes ejemplares en retratos, alegorías históricas como la serie Los teúles, o religiosas: Cristo destruyendo su propia cruz. Lienzos, dibujos o grabados que unidos a sus caricaturas, muestran una sólida forma de interpretar el mundo. Rivera y Siqueiros proponen una salida: el socialismo. Por diversos motivos Orozco no lo hace, es uno de los móviles principales para que haya sido tan celebrado



23 Justino Fernández, La Pintura Moderna Mexicana, pág. 79.
24 Justino Fernández, op. cit., pág. 87.
25 Raquel Tibol, Arte Mexicano, pág. 288.

 



El más rebelde, el más inconstante y, tal vez, el más revolucionario y moderno de los muralistas fue Siqueiros. Su militancia política verídica, sin duda lo distrajo de su actividad plástica; debería entenderse que para David Alfaro Siqueiros el arte fue un medio de combate. Dogmático, fue capaz de revisar procedimientos, de plantear nuevas estrategias y de proponer dinámicas formas de encarar la pintura mural, amén de haber producido excelentes imágenes de carácter profundamente renovador. Ni es menos complejo que Orozco ni de menor coherencia en comparación a Rivera. Solamente se trata de personalidad y actitudes distintas.

Es el pintor crítico por excelencia por sus estrictas convicciones que no traicionó nunca. Ni veleta como Rivera, ni desesperanzado como Orozco. Al fin de cuentas pintó tanto como ellos y, al margen del gusto con el que se le ha procurado ver para juzgarlo, sus murales son tan elevados, por lo menos, como los de sus colegas. Desigual como ellos, se le ataca con más furia por la cólera que provoca. Nunca es decorativo, ni exalta dramas en abstracto. Va al grano, y el resultado es siempre un ataque frontal a formas de pensamiento consideradas por él caducas o reaccionarias. Ciertas de sus composiciones —al margen de sus hallazgos estéticos, que los tiene y muchos— son como los buenos discursos políticos: indignan, atacan, entusiasman, convencen al espectador o al oyente.

Su indigenismo (Madres Proletaria y Campesina, Entierro de un Obrero) no fue una mistificación paternalista, sino un rescate de formas del arte precolombino. Entiéndase recreación y no copia de un pasado que le pertenecía; un acto no de asimilar exóticos principios de artes lejanos revalorados; aunque también utilizó lo mejor de la tradición de la pintura europea (claramente el futurismo, el naturalismo) y el aprovechamiento del realismo social mexicano —del que fue uno de los creadores— no consistió en una adopción servil de la figura, tampoco en una simple moda de adoptar el realismo. Fue producto de una necesidad de comunicación al servicio de un ideal. Asimiló el intento y le dio cuerpo, sin necesidad de hacer cromos a la triste manera de los realistas soviéticos o del hiperrealismo capitalista. Retrasó su producción respecto a sus otros colegas, luego la acrecentó para recuperar con creces el tiempo perdido.

La comprensión global de la obra mural de Siqueiros es, con probabilidad, la más compleja. Primero, por ser la que más espacio temporal abarca (desde sus inicios en la Preparatoria hasta la terminación del Polyforum en los setenta). Segundo, porque obras capitales para comprender su producción se encuentran en el extranjero. Tercero, porque su afán innovador y experimental, al ensayar nuevos métodos acordes con las circunstancias de su época, hicieron desaparecer dos de sus obras monumentales. Cuarto, porque en un lapso tan amplio (más de cincuenta años) implica juicios que se apeguen a las circunstancias a las que intentó dar respuesta. Quinto, porque su evolución pictórica no es homogénea, al contrario, hay saltos entre determinadas obras debido a los cambios de su concepción artística. Sexto, porque algunas obras quedaron sin terminar y es en extremo difícil concluir sobre ellas. A pesar de todas las razones enunciadas, pueden marcarse los murales que cambiaron su pensamiento acerca de lo que debería ser una obra mural.

La obra de Siqueiros es una bella aventura en los estrictos campos de la política y la plástica. Su afirmación de que a un nuevo lenguaje corresponden renovadores vehículos expresivos fue el sustento de su aventura estética, y no es del todo correcta su opinión sobre la inutilidad de medios arcaicos, como él los llama, para realizar un arte monumental (puesto que no es en sí la técnica, sino su empleo y actualización lo que cuenta). Así, su afán por encontrar medios adecuados para una pintura dialécticosubversiva  (en sus propios términos), lo obligó a buscar salidas renovadoras como la utilización del duco, la piroxilina, la brocha o el cincel de aire, la pistola para cemento, el soplete de gasolina, e incorporar la cámara fotográfica, el proyector de diapositivas, como auxiliares en el trazo de referencia, para la posterior terminación de las superficies con materiales como el concreto coloreado, el silicato pulverizado y mezclado con cemento, etcétera.

La obra mural de Siqueiros se ha enfrentado penosas peripecias. Las de la Chouinard School of Art del Plaza Art Center, ambas en California, desaparecieron por desacertados procedimientos técnicos que impidieron su conservación por encontrarse al aire libre. El recinto de Homenaje a Allende y Patricios y Patricidas en la ex aduana de Santo Domingo, no se concluyeron. Después del artero intento por dañar el mural del Teatro Jorge Negrete (que tuvo que ser restaurado), puede temerse sean ciertos los rumores sobre la destrucción de Muerte al Invasor (en Chillán,* República de Chile). Sería uno más de los crímenes de la represión desatada por la dictadura pinofascista que sufre aquel país.

Esa aplicación de los principios experimentales que proponía para la pintura mural los realizó, por vez primera, en sus trabajos sudamericanos; procesos técnicos que ofrecen originales posibilidades, al conjugar la geometría, fondos muchas veces abstractos y figuras. Esas eurrítmicas composiciones son el resultado de concebir al espectador como centro dinámico y cambiante, integrado a la obra misma. (El tratamiento en el que une muros, techos y a veces el propio suelo.) Las obras pictóricas de D.A. Siqueiros se encuentran dominadas por un magno motivo central, por la repetición de elementos, el decisivo papel que juegan las texturas y el prodigioso manejo del escorzo.

La efectividad de las imágenes siqueirianas reside en el hecho de que la estructura no responde a meros planteos formalistas, al contrario, es producto de una afirmación de contenidos ideológicos. Cuauhtémoc contra el mito (celotex, tela y duco, de 1944) es, a pesar de su desmantelamiento en su lugar originario, una hermosa prueba que puede contemplarse en México (en el Tecpan de Santiago Tlatelolco, después de su reconstrucción bajo la dirección del artista). Proviene de proposiciones del mural chileno y del cuadro El centauro de la Conquista, que había pintado un año antes. Herido el centauro por un dardo lanzado por Cuauhtémoc, se encabrita y muestra una cruz-espada, alusión a las dos conquistas, la militar y la religiosa. La actitud triunfal del rey indígena contrasta con el derrotismo de su antecesor Moctezuma, quien parece implorar, sobre una pirámide, la ayuda celestial. Singular forma de interpretar la confrontación de las civilizaciones occidental e indígena y de apuntar la síntesis específica donde se originó la mexicanidad. El indigenismo de Siqueiros es histórico y no simplemente anecdótico.

En pleno apogeo del militarismo y de los excesos nazi-fascistas (1944-1945), Siqueiros realizó un tablero, en el Palacio de Bellas Artes, con el título de Nueva Democracia. La figura emergente de un robusto personaje femenino, tocado con un gorro frigio, con los brazos extendidos que parecen haber roto los grilletes que la sujetaban y el rostro con un grave gesto, producto de ese esfuerzo, simboliza la lucha contra la opresión. A su lado se ve un amenazante puño bajo el cual yacen los restos de un verdugo, identificable por el casco militar de corte hitleriano. A sus lados (y separadas del central), dos composiciones con imágenes de las Víctimas del fascismo. La oportuna crítica a las crueldades de la guerra es paralela a la calidad estética excepcional de las imágenes: vigor de la mujer, puño vengador, hombre flagelado.

Por una seguridad social completa para todos los mexicanos, en el vestíbulo del auditorio del Hospital conocido como “de la Raza”, es una primera cúspide de sus ideas sobre la impresión del espectador al que envolverá con su obra. Para ello, unió los tres muros con el techo y parte del piso, por medio de estructuras cubiertas con masonite. El empalme superior y el de la parte baja, se inclinaron y fueron curvados para concretar la unidad de las paredes en los que centraría visualmente la composición. Regocijada alegoría, a pesar del cadáver del obrero, salido de una modernista maquinaria y al que rinden tributo los otros trabajadores dispuestos a su izquierda. La parte superior es una visión urbana con rascacielos y una extraña construcción espiral. A la derecha, un grupo de mujeres (cuyas figuras se repiten hacia el fondo), parecen desfilar bajo un cielo cubierto de armoniosas nubes, encabezadas por una que lleva un chamaco en brazos y la otra, un manojo de espigas de trigo, también frutos de la vida natural aunque de diversa índole. Al centro —en lo que sería una de las esquinas— desciende un emblemático ente masculino desnudo, de una agilidad señalada por la estela que va dejando su cuerpo, cambiante según la posición y/o la altura que adopta el espectador. El sentido metafórico de este mural es evidente: el triunfo de las justas reivindicaciones sociales de los asalariados.

A la salida de su última estancia en la cárcel (cuatro años más de muchos otros que había sufrido ya por sus actividades políticas), D.A. Siqueiros trabajó con una intensidad admirable. Terminó dos de sus tres obras inconclusas y se aventuró en el ambicioso proyecto del Polyforum.

Sus preocupaciones por unir la pintura en un marco arquitectónico dieron por resultado las experiencias volumétricas polícromas, incorporadas a sus obras murales. Ya en El pueblo a la Universidad y la Universidad al pueblo (Torre de Rectoría de Ciudad Universitaria, 1956) se aprecia esta preocupación, si bien era un sencillo altorrelieve cubierto con mosaicos coloreados. En cambio, la transformación definitiva ocurre a partir de sus experimentos plásticos al recomponer y transformar murales iniciados algunos años antes de su injusto encarcelamiento, la respuesta es la reflexión que alerta frente a las repeticiones y las salidas fáciles dentro del muralismo. Por eso, en el Teatro Jorge Negrete de la ANDA, modifica la disposición previa ya iniciada, y con el pretexto temático de El Teatro en México, emplea la pantalla de una televisión como motivo para la continuidad de una serie de acontecimientos que reivindican las luchas sociales y atacan el sojuzgamiento de los pueblos (sacrificio de un obrero, represión, mujeres indígenas desposeídas originarias del Mezquital). Una totalidad concebida a manera de despliegue noticioso en el que los trazos colorísticos apoyan la tridimensionalidad producto del modelado.

En un gesto de lúcida congruencia modifica el estático y tradicional concepto organizativo y jerárquico del recinto dedicado a La Revolución contra la dictadura porfirista (1957, y continuada a partir de 1964), en el Castillo de Chapultepec. Unifica los tres principales tableros que, en su aislamiento, rompían el discurso y proyecta los diversos pormenores del relato en una sintética y expresiva reseña. El espectador contempla, de este modo, una sucesión de acontecimientos que se ligan por medio de recursos plásticos. La Huelga de Cananea, la muerte de un trabajador producto de las represiones gubernamentales, las condiciones de aislamiento de la oligarquía porfirista (el retrato del dictador, sus acompañantes de levita, sus mujeres vestidas con elegancia), en contraste con la miseria popular de las masas que acudirán al llamado de Zapata, el gran caudillo agrarista. El sintético tratamiento de los rostros o de los cuerpos, no evita el barroquismo de las escenas y así esta pugna de elementos formales dispares, señala la importancia de la otra; el enfrentamiento de las clases mayoritarias con sus explotadores. Sin ser un inventario de todos los sucesos, integra momentos culminantes de esta lucha que convierte en secuencias gráficas de acertada elocuencia. Aleccionador ejemplar que ilustra tanto en el aspecto histórico como en el estético. El visitante se ve obligado a seguir el desarrollo propuesto, a considerar el ambiente de luto, el significado de la ocultación de las circunstancias reales o la reflexión que produce el disímbolo conjunto de una realidad captada en su veracidad y contradicciones.

Complicada es la descripción y aún más el calificar La Marcha de la Humanidad en la Tierra hacia el Cosmos, en el Polyforum Cultural Siqueiros, por la multiplicidad de sus planteamientos. Iniciada en los muros exteriores del edificio, se continúa en el foro superior, de planta ochavada, y en ella culmina su novedosa propuesta de fusión, calificada por el artista como escultopintura, a la que añadió luz, voces y música coral y, además, un movimiento giratorio de la plataforma que sustenta al participante en este magno espectáculo. De sentido humanista, los tableros de asbesto y cemento policromados e incrustaciones de acrílico o metal, es todavía una obra que exige meditar y, probablemente, un mayor distanciamiento (que lograremos sólo con el tiempo) para fundamentar un juicio ponderado, al que no serán ajenos enfoques novedosos.

Produjo Siqueiros en la pintura de caballete, trabajos de una excelencia visual evocadora de nuestras realidades. Significativo y notable, en sus diferentes etapas, la línea que los conecta en la integridad de sus pesquisas por construir un firme realismo. Lejano de toda figuración anacrónica, incluida la originaria de los veinte de la pintura mural mexicana. De los años treinta se conservan algunos de acentos de sincero dramatismo como Víctima proletaria (1933), Niña madre (1935), El eco del llanto (1937). En la década siguiente, el impactante Autorretrato conocido como “El Coronelazo”, en el que combina el adusto rostro con la agresividad del puño extendido que tiende hacia nosotros, de 1943. Nuestra imagen actual, del 47, es un enigmático y corpulento varón que al extender sus brazos, parece significar nuestras carencias en el monumental escorzo de sus agresivas e implorantes manos. El personaje tiene cabeza de piedra (de una textura sorprendente) y con ello se presta a la polisemia de significados: una muy posible sería la incomprensión de ese momento. Rítmica aprehensión de la naturaleza vegetal se encuentra en Calabazas, del año 46, dentro de una línea iniciada en el pasado siglo** —la cosificación—, el artista la modifica y descubre el palpitar de la vida en los ondulantes y sensuales acentos con los que supo esbozarlas. Transcribe el paisaje mexicano sin obviedades. No copia; recrea y transforma con una pasión tectónica, las rocas del Pedregal, los cerros o barrancas desérticos y les confiere una calidad textural admirable e inesperada. Convierte el cielo en masas de colores sólidas o etéreas, juego con el que propone la espacialidad.

Y nada de mistificaciones, a pesar de que sean muy prestigiosos los autores que citan la frasecilla de que Siqueiros fue un pintor y un revolucionario, no un pintor revolucionario, Siqueiros fue innovador y combativo a la vez. El impetuoso temperamento de Siqueiros fue moldeado por las injustas condiciones sociales y políticas —que sufrió en carne propia— y por su extremista formación intelectual.



26 Vid: Rafael Carrillo Azpeita, op. cit., págs. 49 a 84 (Los Vehículos de la Pintura Dialéctico-subversiva).
* El 20 de mayo de 2004, se decretó Monumentos Nacionales los murales de Siqueiros, Muerte al invasor, y de Xavier Guerrero, De México a Chile, en la Escuela México de Chillán, Chile.
** El presente volumen es una reproducción de la edición original de finales de la década de 1970.   (N. de los E.)


De los pintores que tuvieron una producción importante en el lapso estudiado, cabría mencionar por último, a Frida Kahlo. Fundamentalmente realista, la autora transmite su concepción del mundo a través de sus modelos, a los que convierte en personajes de una realidad controvertible y contradictoria, como son sus propios trabajos. Su notable agudeza para captar las peculiaridades de nuestro país en aquella época (El camión, 1929, Unos cuantos piquetitos, 1935), con particulares apreciaciones que reflejan tanto a los representantes de las diferentes clases sociales, como un apego consciente a determinados principios populares e ingenuos, cuya muestra más palpable se encuentra en algunas láminas de su diario como Alas rotas, Danza al sol. Frida Kahlo empleó elementos tradicionales como juguetes, figuras artesanales o detalles de ponerles rostros al sol y a la luna, vestigios intranquilizadores se aprecian en el tratamiento de sus naturalezas muertas. Enigmáticas facciones de rostros en los frutos e insólitos objetos y letreros: Viva la vida, Naturaleza muerta bien muerta, la de la bandera mexicana, la de 1951 y La novia que se espanta de ver la vida abierta.

Los productos artísticos de esta pintora que mayor consideración han merecido, son aquellos que esconden significación simbólica. De niveles desiguales, las pinturas y las imágenes de Frida Kahlo como Frida y la cesárea o El marxismo dará la salud a los enfermos, resultan fallidas, porque en el primer caso se queda en la mera presentación del hecho y, en el segundo no va más allá de la expresión de un deseo personal, una esperanza sin apoyo teórico. Sus Autorretratos son básicamente de dos tipos, los que nos cuentan lo referente a su cotidianidad (los de 1926, 29, 30, el de la trenza, el de los moños, el de los chomites, el del pelo suelto) y los introspectivos, en los que descubre su tragedia interior. La pintura de Frida Kahlo se acerca, en ocasiones, al arte fantástico más que al surrealismo. Aun cuando Bretón “la descubrió” y le hizo conocer sus teorías, al intentar aproximarse a esa suprarrealidad que le proponía como la única, no cambió la esencia de sus trabajos, que en gran medida pertenecen al realismo maravilloso.

Ese peculiar mundo que propone Frida Kahlo en sus lienzos no es mera invención, únicamente lo aparenta por inusitado. Parece imaginario, mas para ella era verídico. Su forma de pintar y de expresarse. Uno de sus más grandes valores es haber aprehendido plásticamente la morbosidad con la que se veía a sí misma —y no era para menos. Rescató estéticamente sus temores y los trágicos acontecimientos que vivió (La columna rota, La venadita, los dos Autorretratos de 1943, el de la Omnipresencia de Diego, o el de la Acechanza de la muerte); así como certezas admirables sobre nuestros orígenes (Mi nana y yo, 1937); respecto a la dualidad del ser (Las dos Fridas, 1939) o sobre la creatividad humana (Raíces, 1943).
 

 



De varias y evidentes contradicciones nació la pintura mexicana de la primera mitad de este siglo: unir la herencia propiamente mexicana con la europea; nuestro peculiar pasado y su expresión en formas novedosas; el intento de conciliar la ideología democrático-burguesa de la Revolución de 1910 y los principios característicos del socialismo. Ese arraigo en nuestro presente que nos diferenciaba de otros países (tanto europeos como americanos), no era sino producto de una larga búsqueda de identidad histórica, cuya solución fue original y dejó de lado la preocupación por “estar al día” de los acontecimientos plásticos de la modernidad occidental —si bien, algunos de ellos fueron incorporados y otros trascendidos—, la continua lucha entre mexicanizar lo europeo o elevar lo mexicano a valor universal, fue superada gracias a la interacción de acontecimientos tan dispares como privativos de nuestra situación social concreta. El resultado fue un movimiento mural pictórico que extendió sus principios estéticos (producto de un evidente compromiso social de artistas nacionales) al grabado y a la escultura. El muralismo fue una síntesis de todas las contradicciones de la sociedad mexicana de su tiempo; por ello, su consecuencia posterior, al no encontrar las condiciones favorables a su desenvolvimiento cabal, fue el nacimiento de la llamada Escuela mexicana de pintura.27 Un grupo de artistas con decidida conciencia de clase e identificados con las carencias populares como Siqueiros, Rivera y aún el propio Orozco, asimilaron o convencieron a la mayoría de los productores, de la nobleza y ventajas del camino que marcaban.

Hoy puede pensarse en el equívoco que implicaba el ensayo populista de las Escuelas al Aire Libre, debido a la distancia y las experiencias posteriores que nos separan de ellas, pero no cabe duda de su valor decisivo en un momento en que era vital romper la inercia ante las esclerosadas prácticas y enseñanzas artísticas. La conjugación de numerosos talentos, las luchas revolucionarias y la influencia de las doctrinas socialistas de Marx y Lenin, permitieron un movimiento pictórico que propuso —ante las meras variaciones estilísticas— un arte dirigido a la colectividad, acabar con los sistemas de producción individualista, una tarea histórica revolucionaria, una meta estética y social. De ahí el interés que despertó entre los intelectuales y el eco en el extranjero. Mas no fue sólo la mirada, incluso se sumaron a sus actividades: aquí Jean Charlot, Paul O’Higgins y, fuera, múltiples artistas que trabajaron como colaboradores o ayudantes de nuestros pintores contratados para realizar ese tipo de obras.

Si el muralismo se dirigió a las masas, éstas no lo entendieron. Al proponerse la colectivización de los medios y su difusión, ni lo cumplieron ni pudieron lograrlo. Su deseo de emplear el arte como forma de enseñanza, de politizar fue rechazado por falta de unidad en los criterios para encarar una concepción de nuestros problemas o de nuestra historia, por encontrar antipopular la idea de obras didácticas, porque se fomentó por medio de la demagogia o la carencia de información y se patrocinó la falta de conciencia política; asimismo, se distorsionó la finalidad de la revolución. Su deseo por crear una genuina pintura mexicana, se enfrentó tanto a la indiferencia de unos, como al disgusto de las mayorías que no la comprendieron ni la apreciaron por el modernismo de su lenguaje, su difícil lectura e interpretación y porque los “patrones de gusto” los impone la clase dominante.28 Rechazado por motivos ideológicos, por ignorancia, por atentar contra las modas extranjerizantes y colonizadoras, los artistas no se percataron de que el muralismo al ser un arte emanado de la revolución y en sí mismo un fenómeno revolucionario (en su manera de concebir la producción y la finalidad social de las obras artísticas), entraría necesariamente en pugna con una sociedad que se disfrazaba con la careta de revolucionaria.29

Se le institucionalizó, se le convirtió en el arte oficial del gobierno que no sólo ganaba prestigio al prohijarlo, sino que lo empleó como una forma de pregonar su comprensión para los disidentes (lo que no implicó que en el terreno estrictamente político, los encarcelara o los combatiera). De ahí, la repetición, la imagen fácil, el estereotipo mexicanista y anecdótico de lo más pintoresco de nuestra historia patria y, especialmente de la Revolución (por ejemplo el mural del edificio del PRI), o del patrioterismo fácil. El verde, blanco y colorado iluminó el ocaso de un arte de batalla.

Además, debe tenerse presente que su afán innovador técnico, nada despreciable de parte de los artis-tas, se abandonó. El último recurso ensayado fue sustituir la pintura (construcción de la Ciudad Universitaria, en 1954) por piedras, mosaicos de colores, etcétera. Así, el muralismo, movimiento pictórico de enunciados y fines precisos, concluye entre actos declamatorios, obras superficiales o decorativas. Habría que esperar todavía intentos de rescate. La transformación del muralismo en una corriente histórica que nutriera nuevas formas de concebir las obras murales.

Problema de gran complejidad es el añadir cómo todas las clases sociales del país ayudaron a terminar con este movimiento: el gusto poco desarrollado de las masas, producto de su ignorancia, de su falta de conciencia (al no haber vislumbrado que sus legítimos intereses estaban con él), de sus gustos arraigados en la tradición y el no haberse cansado —al parecer— de constantes, triviales y vacuos academicismos figurativos. La labor de zapa de la burguesía, a la que no le convenía ver plasmados en los muros de los edificios públicos las verdaderas relaciones de clase o la crítica a sus instituciones. Además, los malos continuadores, los epígonos que seguían con fidelidad los cambios producidos por las nuevas políticas sexenales (como el desarrollismo) y que convirtieron —por estrechez, por falta de visión, por conveniencia— una pintura nacionalista en producto mexican curios, ya fuesen monumentales o cuadros de caballete. El paternalismo para ver el folclor, la artesanía, los trajes típicos —y hasta las costumbres autóctonas— en cuadros de amplio mercado, porque habían asimilado todo acto contestatario, lo cual satisfaría a las clases aburguesadas de éste u otros países.

El carácter subversivo de la pintura mural mexicana se anuló al pasar a lienzos de pequeñas o grandes dimensiones, donde las costumbres de nuestros pueblos eran el espectáculo (show business, dirían ahora). No hacía falta ni la cámara fotográfica, porque ese aparato puede captar la profunda realidad de una escena; en cambio, un cuadro lleno de colorines, colguijes, tianguis, magueyes, sombrerudos o mujeres con rebozo, se encuentra entre lo más trágico y malo de los continuadores de esa gran Escuela mexicana de pintura; idealizados, mejorados, distorsionados…, muestran aquello que se quiere ver y no todo lo que, al contemplar u observar se mira y se descubre.

Durante los cincuenta primeros años de este siglo no puede afirmarse que no existan otras concepciones del trabajo artístico, sólo que predominan las excepcionales y brillantes obras murales, los cuadros dignos, de alta calidad de la Escuela mexicana de pintura, o las deformaciones mercantilistas de la realidad nacional. Salidas colaterales que no enriquecieron el panorama global, sino diversificaron las posturas personales desde el punto de vista estético, pero casi en su totalidad subordinadas (inclusive las de Orozco, Siqueiros y Rivera) que sin dejar, en ocasiones, de ser opulentas visiones del mundo, encuentran su sitio únicamente por referencia a las obras monumentales, por ser ensayos, propuestas o continuaciones de la magna labor muralista.

El muralismo fue un interludio en el desarrollo del arte occidental. Experiencia única, irrepetible por ser un movimiento que trascendía las búsquedas estéticas. La mexicanidad no es fusión, mezcla o suma de dos realidades, sino síntesis de elementos contradictorios en diferentes porcentajes —según el caso—; por ello el nacionalismo de los muralistas a veces parece decorativo o exagerado, sin embargo, fue un tipo de pintura convincente dentro de sus propios cánones, porque sus soluciones no eran filosóficas, morales, jurídicas, etcétera, sino estéticas; aunque no excluyeron incorporar la lucha por una mejoría que abarcara a toda la nación. La vuelta a un realismo figurativo (en México más bien una continuación), no era necesariamente un anacronismo en el momento en que nació el movimiento, porque todo lenguaje academicista fue superado y un artista tiene el derecho —y aún el deber— de actualizar técnicas, formas, propuestas… Los movimientos internacionales debe-rán ser asimilados en la medida de su utilidad porque “el universalismo es una concepción falsa y pasada de moda”30 —yo diría colonizada y colonizadora, porque esconde el prejuicio del que se parte (la superioridad de una civilización o una cultura sobre otra). A estas alturas no necesitamos, para exaltar a nuestros artistas, medirlos con los extranjeros. En arte, las situaciones histórico-sociales concretas son las que rigen: “Así como el PRI representaba la revolución institucionalizada, el muralismo sobreviviente en el 50 era también la parodia del excelente y sólido ramo de alcatraces pintados por Rivera…”31 con dos décadas de anterioridad.

Una corriente se cancela por agotamiento formal, por repetitiva, pero ¿por qué anular un movimiento —como nuestro muralismo— si conscientemente va contra las corrientes o modas de otros países? ¿El patrón deberá necesariamente ser el que proponga el arte europeo occidental o el estadounidense? Regir el arte mexicano o el chino por lo que sucede en otras naciones es un absurdo. Con ese criterio sería imposible justificar a cualquier artista que fuera al rescate de las particularidades de cualquier país. Regionalismo o internacionalización es la falsa disyuntiva que se presentó a partir de 1950, problema que exige en nuestros días una toma de conciencia.




27 Movimiento Plástico Mexicano en términos de D.A. Siqueiros.
28 Armando Torres Michúa, Obra Mural, pág. 3.
29 Armando Torres Michúa, op. cit., pág. 2.
30 Marta Traba, Dos Décadas Vulnerables en las Artes Plásticas Latinoamericanas 1950-1970, México, Siglo XXI, 1973, 179 págs., pág. 13.
31 Marta Traba, op. cit., pág. 47.


Ilustraciones

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Diego Rivera, La sangre de los mártires, tablero en la
Escuela Nacional de Agricultura, Chapingo,*
Estado de México, 1926-1927.
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José Clemente Orozco, detalle del mural de la escalera
del Palacio de Gobierno de Guadalajara, Jalisco.
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David Alfaro Siqueiros, Muerte al invasor, del mural
Historia de Chile en Chillán. Piroxilina.

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David Alfaro Siqueiros,
El centauro de la Conquista, 1944.
 


* Por ley publicada en el Diario Oficial de la Federación el 30 de diciembre de 1974, se instituyó como Universidad Autónoma de Chapingo. (N. de los E.)