Material de Lectura


Grupo 1: Formas tradicionales

 
 
La cerámica
Los textiles
Las lacas
 
Todas las piezas que aparecen en este primer grupo pueden catalogarse como auténticas muestras del arte popular de México, dado que todas son artesanías populares tradicionales, tanto por la técnica de su manufactura, como por su forma, su decorado y su uso.

Éste es el caso, por ejemplo, de toda la cerámica de una cochura, lisa, decorado al pincel o pulida, que mantiene inalteradas su forma y decorado tradicionales: cántaros, jarros, ollas, cuyas características de diseño y precio se adaptan todavía a las necesidades de los consumidores, generalmente habitantes de las zonas rurales que compran estos objetos para su uso cotidiano.

En el caso de los textiles, si bien es cierto que las formas tradicionales continúan haciéndose —huipiles, quesquémetl, fajas, morrales y blusas—, la calidad en el tejido en el bordado o en los tintes es tan diferente actualmente, que las piezas que aparecen en este grupo bien pueden considerarse también como objetos que requieren de protección y apoyo.

La cerámica
 
La cerámica, barro modelado y endurecido al fuego, surgió de las manos del hombre hace más de 10 000 años a.C. Su aparición, junto con el pulimento de piedras, la invención de la agricultura y la domesticación de animales, marca la transición del paleolítico al neolítico y sienta, además, las bases de nuestra cultura.

Son muchas las leyendas que intentan explicar el nacimiento de la cerámica. Quizás la más aceptada es aquella que dice que el hombre recubrió sus cestas con barro para hacerlas impermeables y que al colocarlas accidentalmente junto al fuego, descubrió que el barro se endurecía y podía por sí mismo servir de recipiente. Nosotros preferimos la versión del poeta que dice que "un mediodía, a la orilla del agua, jugando con el barro, el hombre hizo la primera vasija". Sea como fuere, lo cierto es que, al abandonar su vida nómada y obtener la primera cosecha, el hombre descansó de su incesante búsqueda de alimentos, pero se enfrentó en ese preciso momento con la necesidad de almacenar su grano y su agua. Desde entonces, son innumerables las necesidades que el hombre ha satisfecho con la fabricación de cerámica, desde la simple preparación o guarda de alimentos hasta las más complejas necesidades rituales, religiosas y decorativas.

Dada la abundancia y variedad de las arcillas disponibles y la facilidad en el aprendizaje de su rudimentaria técnica, la cerámica ha sido en todas partes del mundo y a lo largo de la historia de la humanidad una forma de expresión común y de enorme riqueza, pues a través de los siglos el hombre ha inventado diversas técnicas e instrumentos para producirla de acuerdo con su tradición, su época y su geografía, lo que le ha permitido crear igualmente una gran cantidad de estilos, formas y decorados que reflejan el carácter propio del artesano, de su tiempo y de su comunidad, convirtiendo a los objetos de barro en auténticas manifestaciones del arte de cada pueblo.

México es un país de larga tradición ceramista y hoy día la alfarería es aún la actividad artesanal más difundida en su territorio, pues existen muchos centros dedicados a la manufactura de piezas de barro para satisfacer la amplia demanda de este tipo de objetos y son miles las familias dedicadas a la producción de loza. Es indudable que la vigorosa supervivencia de esta actividad se debe a que tiene una profunda raíz que se remonta hasta nuestros más antiguos orígenes como pueblo. Desde mucho antes de la Conquista española, iniciada en la segunda década del siglo XVI, la cerámica era ya una actividad relevante de los pueblos asentados en la porción territorial que ahora se conoce como Mesoamérica, pues mediante ella se satisfacían las ingentes necesidades de la vida cotidiana, se representaba a dignatarios, sacerdotes, guerreros y personajes, y se rendía culto a los dioses. Gracias al extraordinario talento de los alfareros de aquel tiempo, hoy podemos conocer con cierta precisión la apariencia física, la vivienda, la indumentaria, el peinado y los adornos corporales y hasta el ideal de belleza física de algunos grupos étnicos. Hasta la fecha, quedan incontables muestras del adelanto técnico y artístico así como de la inagotable fantasía de los alfareros precolombinos, como las extraordinarias vasijas del occidente, de una infinita variedad de formas; las urnas y figurillas zapotecas del actual estado de Oaxaca; las finas y extraordinarias piezas de la zona maya, en el sureste; y como todo lo que se descubre día con día, incluso en la ciudad de México, mediante excavaciones o al paso de los arados y de las máquinas que construyen los caminos y las obras públicas, pues todo el país está virtualmente cubierto de vestigios arqueológicos.

Esta gran tradición alfarera del México antiguo no podía perderse con la Conquista. Antes bien, la incorporación, como ya mencionamos, de nuevas formas, técnicas y elementos aportados por los españoles, vino a intensificar poderosamente el arte de la alfarería nativa y lo que después de la Conquista se produjo en este campo adoptó características que reflejan las influencias básicas que le dieron cuerpo.

Hasta la fecha, la cerámica mexicana conserva los elementos de su herencia hispana, no sólo por lo que respecta a la técnica, que se ha conservado casi intacta hasta nuestros días, sino también por lo que toca a formas y decorados, patentasen ciertos tipos de cerámica, como en la mayólica guanajuatense o en la llamada talavera poblana y en toda la gama de cerámicas vidriadas. Pero aflora también en ella, de manera evidente, la herencia indígena. Por ejemplo, en el uso de la decoración al pastillaje, muy común en la época precolombina, en ciertas piezas que mantienen su forma secular, como en los cántaros de agua, o en el gusto de los artesanos por la decoración recargada y compleja.

En la actualidad, se producen diferentes tipos de cerámica, desde la alfarería de una cochura, que es la que conserva las formas más antiguas, hasta el moderno gres de gran fuego, pasando por la cerámica pulida, la vidriada y la policromada. Hay centros que fabrican alfarería muy rudimentaria, modelando las piezas a mano o mediante un torno primitivo. Generalmente, este tipo de alfarería se quema al aire libre, en piras colocadas al ras del suelo y recubiertas con trozos de leña o boñiga de res que hace las veces de combustible. Los hornos de adobe o de ladrillo y el torno mecánico, este último desconocido en América antes de la Conquista, se emplean en otros lugares para hacer distintos tipos de loza. Pero es necesario advertir que el uso del torno está poco difundido pues abundan más los centros alfareros que trabajan a mano y al molde.

Aunque los procesos de fabricación son similares en todas partes, el decorado y el colorido son siempre distintos y permiten identificar la procedencia de cada pieza. Gracias a ello podemos reconocer el lugar de origen de las piezas que hoy se producen.

Hasta hace pocos años, los alfareros se habían mantenido dentro de la tradición en lo que respecta a la técnica, el decorado y la forma, pues manufacturaban con escasas variantes, las formas clásicas, principalmente las de tipo doméstico para uso cotidiano. Empero, a últimas fechas, se ha detectado un sensible desplazamiento hacia la producción de piezas decorativas y suntuarias en vez de las formas tradicionales. Se dejan de producir las cazuelas, los botellones, los jarros, los cántaros, para sustituirlos por nuevos diseños, algunos de gran belleza, pero que obviamente no son ya para el uso de la gente de escasos recursos económicos.

Es así como la cerámica, al evolucionar, pierde una de sus características esenciales, la utilidad cotidiana, para convertirse en artículo de consumo para grupos de ingresos medios y altos de las zonas urbanas.

Los textiles
 
En general, en este campo se distinguen tres grandes líneas: la de la indumentaria elaborada por los distintos grupos aborígenes de varios estados, principalmente Oaxaca, Guerrero, Puebla y Michoacán; la de las prendas de origen mestizo, como los rebozos y los gabanes; y una tercera, integrada por los sarapes, cobijas, tapetes y alfombras de lana.

La indumentaria indígena se caracteriza más que por la variedad de sus formas, por la belleza de sus bordados. En realidad, el vestido indígena es muy sencillo, tanto para el hombre como para la mujer, pues ambos usan pocas prendas pero muy adornadas. Sin embargo, puede afirmarse que los hombres tienen una marcada tendencia al abandono de sus ropas tradicionales y son muchas ya las comunidades en donde los varones han perdido su indumentaria, al contrario de las mujeres, que la han conservado en mayor grado debido, principalmente, a la funcionalidad de sus prendas básicas: la falda o enredo, el huipil y el quesquémetl. Estas prendas, de origen prehispánico, han sobrevivido a través de las centurias y actualmente tienen una distribución geográfica que en forma muy general, coincide con el huipil en el sur y con el quesquémetl en el altiplano y en el norte.

La falda es una pieza de lana o algodón de diferentes largos y anchos, ya lisa, ya listada, que se enrolla a la cintura de las mujeres indígenas, sostenida con fajas o ceñidores. A veces, se arregla en múltiples dobleces que le dan cuerpo y caída.

El huipil es una prenda de forma rectangular, con aberturas para la cabeza y los brazos. Puede hacerse en distintos largos y anchos, con decoración multicolor bordada o tejida, en alguna de las muchas técnicas que dan variedad y belleza a los textiles indígenas. Algunos se hacen de una sola pieza ancha; otros se forman de dos o tres lienzos unidos con listones.

De forma triangular, el quesquémetl sirve para cubrir el pecho o la cabeza. Comúnmente, consta de dos rectángulos de tela tejida y bordada, unidos por su parte corta a manera de dejar una abertura para la cabeza. Según los códices y las figurillas prehispánicas, era usado antiguamente por personas de alto rango.

Ambas prendas, el huipil y el quesquémetl, son sumamente prácticas, pues se pasan rápidamente por la cabeza y las mujeres ataviadas con ellas conservan toda la dignidad y nobleza de su raza.

No obstante, también es preciso consignar que las generaciones jóvenes van dejando de lado poco a poco su ropa tradicional sustituyéndola por prendas de uso común, lo cual es una lástima pues con ello se pierde uno de los valores que dan cohesión a los grupos indígenas.

En la manufactura de dichas prendas se emplea el rudimentario telar prehispánico, llamado "telar de cintura", que consiste de una urdimbre o conjunto de hilos atados a dos palos, cuyo número va en función del ancho que pretende darse al tejido. Uno de esos palos se ata con una cuerda a un árbol o poste y el otro se fija a la cintura de la tejedora, que trabaja sentada sobre un petate colocado en el suelo. Otros palos intermedios abren y cierran los hilos para atravesar una bobina, en tanto que con una espada o machete de madera se aprietan los hilos de la trama. Este telar lo emplean generalmente las mujeres.

Los rebozos y gabanes, que constituyen la otra línea de la indumentaria, no son de origen indígena, sino que aparecieron durante la Colonia. El rebozo es la prenda femenina por excelencia desde entonces, sobre todo en la provincia, en donde se usa profusamente como abrigo, adorno, lujo, cuna, cobija y mortaja. Aunque su forma es parecida, una tira de distintos largos y anchos, sus colores y dibujos son muy variados, desde los simples hechos en lana o algodón, en colores lisos o listados, hasta los de dibujo muy complicado, que se logra por medio del entintado de los hilos anudados o mediante el bordado. Los más conocidos son los de Tenancingo, en el Estado de México, importante centro productor de este tipo de prendas, y los rebozos de seda de Santa María del Río, de gran finura y belleza. Sin embargo, por su demanda tan generalizada, también se hacen otros de diferentes calidades en Michoacán, Guanajuato, Guerrero y otras entidades.

Si bien los rebozos son iguales en cuanto a su forma y la técnica de su manufactura, su valor radica tanto en el material empleado como en el diseño de su dibujo y en el empuntado de sus extremos. Sobre todo en esto último, pues el rebozo, al salir del telar, necesita terminarse. En esta labor, que realizan únicamente mujeres, se llegan a tardar hasta dos meses para acabar una pieza, ya que el empuntado se hace a mano, anudando los hilos sueltos que quedan en ambos extremos, para formar dibujos.

El hombre, por su parte, utiliza el gabán de lana, que es una pieza rectangular con un orificio en el centro para introducir la cabeza. El gabán o jorongo, como también se le llama, es a su vez el abrigo del hombre del campo. Tiene, por eso, al igual que el rebozo, una gran difusión y se manufactura en muchos lugares, en gran variedad de dibujos y colores y siempre en telar de pedales. Quizás los más elegantes son los de San Francisco Xonacatlán, los de Santiago Tianguistenco y los que se producen en el Estado de México, precisamente en los límites con Michoacán.

Finalmente, la industria textil de tipo artesanal produce una enorme variedad de cobijas, sarapes y tapetes, en diferentes estados. Conviene destacar los de Teotitlán del Valle, en Oaxaca, y los de diferentes partes del estado de Guanajuato, como San Miguel de Allende.

En general, las prendas de abrigo y los sarapes, por su utilidad, tienen una amplia demanda y tienden a conservarse indefinidamente. Se nota, sin embargo, una notable baja en cuanto a calidad y cierta propensión de los productores de algunos lugares hacia la elaboración de tapices, en los que se copian pinturas de artistas consagrados en otros países.

Las lacas
 
La laca es una pintura con la que se impermeabilizan y decoran artísticamente diversos objetos de madera o de corteza vegetal, cajas, arcones, jícaras, polveras, costureros, charolas, etcétera, casi siempre con fines ornamentales. La pintura se prepara a base de tierras y pigmentos industriales que se aplican a la superficie de las piezas mediante un fijador, que puede ser aceite de semilla de chía o de linaza o grasa de gusano llamada "aje", ahora cada vez más escasa.

La técnica es siempre la misma: primero, se aplica el fijador a la madera y sobre éste las tierras y los pigmentos ya mezclados. Luego, la pintura se pule a mano o con un bruñidor de piedra para alisarla y fijarla a la madera.

Durante la época prehispánica, la técnica de las lacas se extendía a toda Mesoamérica y fue muy común en el México antiguo, según consta en diversos documentos que se han conservado hasta nuestros días, entre ellos el Códice Mendocino y la Matrícula de Tributos, en donde aparecen los nombres de los pueblos que pagaban tributo periódico en jícaras pintadas al reino de Moctezuma. Sahagún y otros cronistas de la antigüedad también mencionan en sus escritos la existencia de esta industria, lo cual confirma de manera fehaciente que las lacas modernas tienen antecedentes autóctonos que las convierten en una de las artesanías más antiguas y, por tanto, más tradicionales de México.

Antiguamente, se produjeron lacas en muchos lugares, pero en la actualidad ya sólo se hacen en las poblaciones de Olinalá, Temalacacingo y Acapetlahuaya, del estado de Guerrero; en Uruapan y Pátzcuaro, Michoacán; y en Chiapa de Corzo, Chiapas.

Olinalá es el centro laquero de mayor importancia en el continente americano, no sólo por el volumen y el valor de su producción, sino también por la belleza de su obra y por la extraordinaria técnica de su manufactura, que ha permanecido intacta a través de los siglos.

En este lugar se producen dos tipos de laca: la rayada y la dorada. La primera consiste en dos capas de pintura de distinto color aplicadas una sobre otra. Cuando la primera capa, que sirve de fondo, está seca, se aplica la segunda, y sobre ésta, cuando todavía está fresca, se raya el dibujo, utilizando para ello una espina vegetal inserta en el cañuto de una pluma de guajolote. Posteriormente se elimina la pintura sobrante para descubrir el fondo y hacer que resalten los dibujos, con motivos florales y animales.

La laca dorada es una capa de pintura sobre la que se pintan al pincel abrigarrados motivos florales de distintos colores. La parte más interesante del dorado, llamado así porque la decoración antigua ostentaba finos calabrotes de oro en hoja, estriba en las pinturas, semejantes al óleo, que se preparan en Olinalá por los propios artesanos con una técnica antiquísima que en otros sitios ya se ha perdido y en la cual interviene el "chámete" o aceite recocido de chía o de linaza, como secante.