A la custodia del reino natural
Termina la hilandera con su hilo *
No importa, de veras no importa adivinar
en este momento para qué sirve la cabeza; no importa dónde nos pongamos el sombrero, no importa si me tomo una cucharada de perfume en vez de la medicina de las cuatro. Algo terrible pasa cuando los dioses demasiada confianza nos otorgan, cuando los hombres vuelan, queman, encabezan terribles minerías; sombras de materia igual vomitadas por distintos cráteres. Al arribo de la noche el tigre se ha manchado por completo, ruedan los huesos del lecho, malheridos, y ya nada quiero en esta fúnebre extensión que ofrece una guadaña para cada hormiga. Nada, ni relucientes arados para quien ha terminado el surco con las uñas, ni la sarta de águilas en el cuello de la estación degollada, ni cortinajes de cascada en el umbral de un paraíso demolido. Sólo quiero la rebanada aleteante de un crespón, murciélago de trapo anunciando muerte a la entrada del planeta. Sobre los túneles que como una boa de argamasa parecen devorar al ferrocarril, y en todas partes, en cada pie de ciempiés, en cada anillo del gusano, en los hoyos del salero, en cada hexágono de la piel del caimán, entre el filo y el resto del cuchillo, entre la alfombra y la madera polvorienta, se encuentra la señal que nos veda el paso, el tatuaje floreciente que azulea incendiando la transparencia y volviendo suya nuestra piel. Y cerca del invierno donde he plantado hierba demacrada y expuesto llanuras a otras mortales palideces, pasa el serafín comido por sus alas, pasa el hombre que es una hebra más, un rabo en la agitación de estiércoles, un blanco, un abisinio más contrario al ala. Mi mano ya es comba todo el tiempo, pide intensamente lo perdido, tal escudilla que pongo bajo la luna generosa, desarmado y triste, mientras mi suerte se esconde en un seto gris tupido de ásperos fantasmas. ¿A dónde vamos, alma, cuerpo, siameses unidos por un tridente, si un sol atizado con miradas apenas nos sostiene? Día vendrá en que a fuerza de cargar el cuerpo terrible de la belleza los hombres del crepúsculo cedan. Será el día en que los hijos nazcan a pocos minutos de los padres y con los cartílagos todavía muy endebles asuman su puesto en las barricadas. Bajo un rayo lento o una estalactita sin prisa por el suelo, la madurez para la muerte nos oprime. Y entre todos, el afanoso demente civilizado descuella por su fervor al fuego negro: por los intestinos de cristal del alambique se interna, por los agudos túneles del serpentín se desliza; todo lo investiga el minucioso infame, busca la cuadatrura del milagro en la vacía infinidad tranquila; a bordo de cabalgatas lunares se desplaza, hurga entrañas de la constelación remota y aún más allá: donde ni baldosas de viento existen ni existe el grueso blindaje de los conquistadores, ni grutas que el silbo de una distante flecha desmorona. Y mientras revientan sin explosivos los continentes y una roja escarcha de jueves santo hiere el muro tibio de las frentes, tú, afanoso demente, necesitas más: blanquear nuestras venas con la harina que a los gusanos embellece y ver si en Marte son posibles nuestras tumbas. Tal una procesión descontenta de difuntos cambiando su definitiva muerte por otra, en apariencia más profunda. Pero todo esto es cosa del diablo de la palabra. Del omnímodo diablo que en las infinitas recámaras de arena se recuesta para urdir cepos llameantes, húmedas mazmorras empapeladas de lama, trampas de poderosas sílabas y cerrojos, helados rascacielos de palabras. El discurso patrulla el aire con su invisible langosta de sonidos y con pájaros que por falta de espacio, turbiamente, unos a otros se acuchillan con las alas. La palabra está ennegrecida como el pasamanos que las razas frecuentan. Manoseada, cargada de creencias, lustrada hasta la desaparición de sus bellísimas láminas de esplendor, se hincha la palabra como un huesudo armario que en vez de camisas contuviera larvas como puntas de taladro para ahuecar el corazón de la luz. ¿Y para esto, sólo para hincharnos de huecas promesas escribimos sobre el vidrio más enrarecido y desechamos la pluma quebradiza, el gis del alcatraz, y usamos en su lugar la garra viva de alguna pantera, el mástil de naves imposibles, la piedra más entusiasta del cráter más furioso? ¿Sólo para que las trompas de caza no fueran presentidas por el ciervo y creciera la traición y nuestras más sagradas heridas se voltearan para mordernos, hundimos el relámpago en la yugular de una noche que duraba demasiado? Sí, nada más para el olvido hemos escrito, nada más para el olvido hemos atrapado lucientes migraciones con la sombra del muñón y dispuesto que nuestra mente sea un eterno invernadero de centellas y un secreto hospital que envarille las patas de la garza rota. Para eso nada más, para soltar andanadas que nadie escucha hemos descuidado el jardín de nuestra casa, el gozo entre recién nacidos, cuyas manos tan breves, pueden jugar a las canicas con los frutos del pirú, cuyos cuerpos tan breves, pueden refugiarse en una hoja de parra como detrás de un biombo. Todo fue tan inútil como adornarse con satélites de humo y con las negras palabras inconsistentes; fue ensangrentarse la cara con betún, fingir, emplumarse el cabello con aureolas enmohecidas y rajar las perlas en busca de un tesoro más hondo. ¿Te acuerdas? Luciérnagas había que deslumbraban al incendio. El aguacero caía sobre el barco de papel sin desdoblarlo y vanamente sola, triste, nunca vuelta sobre el hombro y orgullosa, al compás de ciertos címbalos la doncella daba clases de frialdad al páramo sin que el fervor de sus amantes decayera. Ahora, en cambio, gimen estatuas acribilladas por la nieve; dondequiera hay, existe, la conspiración de ruiseñores en voz baja. Pero el mar conviene a todos. * En el mar la voz comienza por el eco. De Poesía Reunida |