Material de Lectura

marcoantoniomontesdeoca.jpg Marco Antonio Montes de Oca
Un balance



Selección y nota
de Ulalume
González de León


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Montes de Oca: un balance

 

Desde sus primeros poemas, que datan de los tiempos en que era estudiante de secundaria, Montes de Oca asumió la “fatalidad” de ser poeta con una inocencia y una confianza que nunca perdería del todo a pesar de momentos en que la duda, el escepticismo, las inquietudes despertadas por la realidad social e histórica, abrieron grietas inevitables en su Parcela en el Edén —título significativo de uno de sus libros que podría ser el nombre del mundo intemporal, “original”, fundado con su obra. Creo que algunas constantes de esta obra, aunque pueda estudiarse en ella una clara evolución, invitan más bien al balance final de su totalidad. En otras palabras, tengo una imagen de ella en la que prevalecen, sobre aquellas decepciones intermitentes, el designio de recrear un mundo anterior a la memoria; sobre las variaciones de tono, la voz de la fe y del entusiasmo; sobre las búsquedas formales, el dominio de las imágenes y su combinatoria.

Ya el (des)orden alfabético en que estaban presentados los poemas de Poesía reunida (primer recuento de lo escrito hasta entonces —12 libros— que hizo M. de O. en 1970), al anular la cronología o volverla difícilmente reconstruible, proponía, para mí, ese balance —y con él el descubrimiento de que el poeta habla del tiempo anterior a la memoria con mayor fluidez (y eficacia) que cuando habla del presente; de que lo importante en esta obra es, finalmente, la catarsis en que el sufrimiento se muda en humo y resplandor.*

¿Cuál será el balance final? Creo que M. de O. será recordado por un contrapunto de luces y sombras que acaba por disolverse en luz entera. ¿Se llamará Delante de la luz cantan los pájaros su próximo recuento de poemas, como él me lo anunciara un día (dándome la razón)?

Hay poetas que buscan su propia voz a tientas y a tropiezos. M. de O. se instaló de golpe en plena poesía. Pero ningún poeta puede planearse a sí mismo, sino obedecer a lo que es, dentro de él, honda imposición ineludible. El joven M. de O. rehuyó todo lo que sentía “programado”, tanto las pretenciosas búsquedas de una perfección formal antepuesta como meta a la del vuelo, como el afán de dar cátedra de moral o filosofía a contravuelo, en textos “emplumados” —con deleznable chapopote— de mal adheridos destellos de lirismo. Dije que desde el primer momento se entregó al ejercicio de la poesía con inocencia y confianza. Ambas se dan juntas: la inocencia es confiada y la confianza es inocente; pero se quedan en ingenuidad o equivocación cuando no están respaldadas por el don poético. Y M. de O., sin equivocarse, creyó siempre en su don, aun en los momentos —como veremos— en que todo lo demás era puesto en duda. Hay inocencia, incon-taminación, en su indiferencia inicial a todo lo que no fuera voltaje lírico, esa carga sui generis del idioma por la cual, poundianamente, el poeta-en-ciernes había identificado ya a la poesía auténtica; confianza, también, en que la carga interior correspondiente, anterior a las palabras, debía fluir sin censuras. No le importó que sus primeros poemas fueran torpes hasta la ignominia siempre que brotaran espontáneos como un castillo de hongos buscando la luz; el don acabaría por imponerse y ya vendría, con el tiempo, el abandono vigilado que exige la creación poética. También sintió, muy pronto, que su obra sería trascendencia del drama interior; que en poesía, cuando el infortunio nos toma por su cuenta, es fácil restituir al mundo oleajes de indecible amargura; y eligió la Fundación del entusiasmo (título de otro de sus libros), la búsqueda de absolutos, para contribuir (tarea más ardua) a la felicidad merecida por todos. El poema confesional le parecía una fácil descarga de enorme pobreza; sabía que el ser sólo puede enriquecerse cuando sale de sí mismo para indagar el universo, lo otro y los otros, e incorporarse una experiencia que aumenta su esencia y lo transforma.

Por un momento, el poeta quiso ceñir la inspiración a una disciplina y se adhirió al grupo de los “poeticistas”, fundado a principios de los cincuenta por Eduardo Lizalde y Enrique González Rojo (entre otros). Este movimiento pretendía racionalizar en forma “científica” las técnicas que permiten crear imágenes poéticas. Pero si M. de O. conservó de aquella experiencia el gusto por la claridad y la originalidad de la imagen, pronto rechazó una mecánica que inhibía a la inspiración, nuestra única manera congénita de volar.

Desde su primer libro, M. de O. asombra a los críticos por la facilidad con que brotan y se acumulan en sus poemas las imágenes más inéditas. Pero los críticos no ven entonces más allá de lo que llaman “exuberancia imaginativa” del poeta. Hay, en efecto, sobreabundancia (Al diablo con las ornamentaciones y las normas de severidad, admitirá M. de O. en un texto muy posterior). Pero la proliferación de metáforas no es gratuita: una secreta correspondencia la justifica y articula. Simultáneamente a un viaje de ida, a una inmersión en el todo y una percepción asombrada de cuanto nos rodea, se produce ese brote incontenible de imágenes por el cual lo percibido se vuelve digestible, i.e. subjetivo, y en viaje de regreso puede entonces alimentar al espíritu. El poema cuaja en el punto de coincidencia de dos “revelaciones” (o certidumbres estrictamente poéticas): la de la coherencia y la armonía presentes en el universo tras la apariencia caótica que le confieren la riqueza y la diversidad de las cosas, y la de la armonía y la coherencia que alcanzan las asociaciones aparentemente más arbitrarias de la fantasía ya que por ellas, al andarse por las ramas, el poeta llega a su propia penetralia. En el nivel inmediato, el tejido de imágenes del poema entrega esa coherencia como movimiento, como oleaje que prospera en un sentido único. En un nivel de mar de fondo, como función del deseo de expresar las grandes urgencias con que el hombre avanza hacia su propio centro. En el primero de estos niveles, aun cuando cada imagen tiene el valor de un hallazgo y puede ser leída por separado, sucumbimos al efecto incantatorio del torrente ininterrumpido de imágenes y el poema tiene ya, por lo menos, la consistencia de un clima sostenido. También percibimos que su unidad está menos en su secuencia anecdótica que en la complejidad de enfoques y estímulos que la suscitan. En el nivel subyacente, el texto se entrega a una lectura más atenta. En todo aquello que brota en la metáfora, los seres vivos o la piedra o el cielo o la estrella, todo un mundo visual, terrestre y aéreo (articulado por el deslizamiento de algún símbolo, como el del colibrí-Cristo en el que se aúnan la tradición indígena y la cristiana), la realidad se anima, se espiritualiza; se unen, como los bordes de una herida, los del abismo que separa realidad e imaginación, y nos preguntamos quién sueña a quién, si es la fuerza del sueño la fuerza del sueño la que transforma herraduras en anillos de Saturno, o es el turno de la realidad/ y a ella le toca vendarse las pupilas/ adivinar a quien la vive. La suma de esas metáforas, de esos poemas, es además la primera parte de una metáfora cuyo segundo término es el hombre. Y en el centro de esta totalidad, platónicamente, está la metáfora del recuerdo; ser es recordar, ir a las fuentes, al origen, a la leyenda. Para llegar a sí mismo, M. de O. hace lo que Gabriel Zaid llama “lo contrario de ir donde se va”; necesita espacio y lo abre —en el poema largo; en un notable ensanchamiento del vocabulario poético que no hace concesiones a ningún gusto preestablecido; en la pluralidad de sentidos que tienen las palabras.

Hasta aquí la imagen de M. de O. que se impone, en mí, a otras imágenes más “históricas” o más “accidentales” —lo cual no significa que el poeta se haya instalado en ella ni que sea yo ciega a los cambios que van enriqueciendo su obra, a la inquietud que lo lleva a explorar nuevas formas, a la sensibilidad que lo hace estar alerta a solicitaciones más temporales que la de recuperar, en la consagración del instante, una dicha que también es la única versión a nuestro alcance y a nuestra escala de la eternidad deseada.

Hay en M. de O. una apertura y un ahondamiento progresivos de la subjetividad. Como lo señala Ramón Xirau, no se encierra en el solipsismo: su “subjetividad puede y debe entenderse como forma de la comunidad. Ser subjetivo, por decirlo cerca de Kierkegaard, es ser subjetivo hacia los demás”. Si M. de O. piensa que la poesía es aditivo esencial del orden viviente, elemento añadido al ser, es cierto, pero que una vez asimilado aumenta su misma esencia, quiere compartir esta experiencia, no sólo con el “tú” de sus poemas de amor sino con todos los hombres. Hablé antes de solicitaciones “históricas”: su desazón ante la condición humana lo ha llevado a veces a escribir poemas como “A bayoneta calada”, o los dedicados a Allende, el 10 de junio, el Che Guevara. También llamé “accidentales” esas solicitaciones: los recién mencionados no son ni sus más frecuentes ni sus mejores poemas. No caen, sin embargo, en las fáciles concesiones del manifiesto político, e ilustran así una convicción de su autor: lo absurdo de abaratar el contenido poemático en función del supuesto bajo nivel de las masas, ya que la cultura diluida y adaptada a finalidades bastardas no interesa a nadie.

Otro terreno en que la evolución del poeta es visible, es el de la búsqueda de una mayor concisión del lenguaje. Tiene ésta felices resultados desde Las fuentes legendarias y Pedir el fuego, hasta los textos mejor logrados de Se llama como quieras y Las constelaciones secretas. La siento, en cambio, más “programada” en Lugares donde el espacio cicatriza, un ensayo de poemas visuales acompañados por “antidiscursos” que los comentan y que frisan en la escritura automática. Este libro deja abiertas algunas dudas: ¿qué ilustra a qué: los textos más convencionalmente “escritos” a los visuales, o viceversa? Los comentarios —lo que las propias invenciones sugieren— podrían indicar una suficiencia de poemas “concretos”, aunque el autor aclare que son creaciones paralelas a éstos y no explicaciones. Y las soluciones gráficas no son ni impecables ni lo bastante sorpresivas como para justificar la insistencia en una aventura que ha perdido novedad. El libro habla, en todo caso, de las inquietudes de M. de O.; es para mí una “curiosidad” que éste puede darse el lujo de incluir en una obra sólida, sin que ésta pierda nada por ello. También me parece “accidental” en el balance del que brota la imagen definitiva del poeta.

Quiero señalar, por último, la ampliación del repertorio de tonos que se produce en los últimos libros de M. de O.: inclusión más frecuente del humor, indecisión, decepción y aun afán de olvido; pero sobre todo lo que podría parecer una infiltración progresiva de la duda. El escepticismo, visible ya en sus primeras obras, estaba neutralizado sin embargo por el fervor de la “plegaria”, por la fe en la bondad humana, por la convicción de que no ha muerto la inocencia, de que siempre se gana, de que no se pierde. Después, el feliz frecuentador de abismos parece no fiarse ya del todo de su paracaídas de imágenes espléndidas. Por ello, tal vez, se vuelve menos visionario y más introspectivo; deja que lo conozcamos decepcionado, triste, capaz de reírse de sí mismo, dispuesto a caer. Pero la duda, a pesar de todo, no llega a minar su confianza en la poesía: si el hombre se muere de resucitar en vano, puede transformar la gratuidad de la existencia en fiesta definitiva. La aceptación de la caída es en M. de O. la de un Ícaro que añade más papel a las alas de Leonardo y sabe, al menos, que lo que escribe en ese papel no se borra.

 

 

Ulalume González de León


 

 

 

 

Marco Antonio Montes de Oca (1932), obra poética: Ruina de la infame Babilonia (1953); Contrapunto de la fe (1955); Pliego de testimonios (1956); Delante de la luz cantan los pájaros (1959); Cantos al sol que no se alcanza (1961); Fundación del Entusiasmo (1963); La parcela en el Edén (1964); Vendimia del juglar (1966); Las fuentes legendarias (1966); Pedir el fuego (1968); Poesía reunida (1971); Se llama como quieras (1974); Lugares donde el espacio cicatriza (1974); Las constelaciones secretas (1976).




* Todas las frases o palabras subrayadas son de M. de O. (prólogo a Poesía reunida o citas de sus poemas).
 
 
Poseía reunida: presencia del milagro, Suplemento cultural de Siempre!

 

 


 

COLIBRÍ, ASTILLA que vuelas hacia atrás
y te detienes
y en picada avanzas
contra el pecho milenario del perfume:
En tus manos encomiendo
las generaciones todavía plegadas a mi carne,
las llamaradas de nieve en el diamante
y la coraza de súplicas que protege a la ruina
contra el definitivo polvo.
En tus manos y alas encomiendo
al siempre silencioso, al poeta
que rasga sus vestiduras hasta el hueso
y acoge a sus espectros
y les trasmite nueva niebla
soplando una canción entre sus labios secos.
En tus manos encomiendo al niño marinero
que crece cuando le falta piel
para tatuarse el perfil de cuanto sueña;
pues no le duele al revés del párpado
su propia carne viva,
ni el hombre al hombre,
ni la sal a las heridas del mar.
En cambio los niños
sufren lacerantes vértigos
cuando a punto de nacer,
—completamente vendados por un vientre—
sólo contemplan la luna
cuando su madre bosteza.
Por lo menos un niño sufre,
pasa las de Caín y las de Abel
cuando en la fiesta en que el adulto se complace,
deshila o masca un pezón de trapo,
en el sofá que doran por igual
sus bucles y el siglo xviii.
Mas yo voy a halarte de tus lágrimas,
niño de huesos y encajes,
flama, lumbre abovedada
que no decreces cuando más te brilla la cabeza.
Y a ti, niño sin zapatos ni pan,
te alzaré por el lóbulo de la oreja,
—asa por donde otros toman tu pequeña malicia—
para extraerte de tu overol,
ese caracol azul pegado en las esquinas
donde tu hambre se enrosca
junto a la pupila de los ricos.
Voy a librarte de los espejismos que cortan.
Sabe que hay para ti inéditos lugares,
países envueltos en celofán
y luces nacidas en el arco iris
que empapelan de mariposas la carne al descubierto;
hay altos pinos que ahorran caminatas a la lluvia,
juncos alzándose en llanuras de espuma
donde uno parte golpeándose en un cuadril
y monta escobas de rubios belfos
que van a buscar cebada al horizonte.
Entretanto, olvidaré fastuosos convoyes que riegan zafiros
    mientras avanzan;
olvidaré funámbulas imágenes que atraviesan el aro
incendiado de una mirada;
pero tú, colibrí, nunca olvides a los niños.


Aprisa fuego, nube, espuma invencible
que soportas meteoros en tu pecho:
álzate más aún,
calza los invisibles coturnos del halcón
y ve si el ojo como el pez,
salado para la única travesía memorable,
al epitafio de todo esplendor supera;
di si habrá siempre polvo sobre el polvo,
espinas sin fin emponzoñando
ese aire de oro que guarece a los lactantes.
Aprisa fuente, borbollón, agua en ristre,
hombre súbito de mica:
ábrenos camino a la venerada complacencia del sol;
pues el corazón merece ser inmortal
y lo que muere,
tiene poco tiempo para volverse eterno,
para llevar dos ejemplares de cada alegría
a su bamboleante Arca de Noé;
poco tiempo para morir
con la mano del mundo entre sus manos
o retratarse en la yerba,
flanqueado por la familia
y el apacible colibrí.
Mas si la pluma pierde al pájaro,
que alivie su nostalgia
montando en la cola de la flecha;
si la puerta del cielo ya no se abre
que el cucú regrese y con alas de madera la entorne
nuevamente.
Cuando haya anemia en el sol
y lívida se torne la pradera,
que el amor nos extienda su dulce contraseña
y entremos a los talleres de la luz
entre formas hambrientas de menos forma,
entre ausentes pegasos
que calzan herraduras de flores,
por si alguna vez hubieran de pisar
las atropelladas impurezas de la tierra.
Tan hondo como las estaciones
las criaturas se disfrazan.
No es fácil que un palo ya ceniza
abra las valvas de los astros,
ni que haya en alguna parte
sonajas que despierten a los moribundos.
Tal vez entre gastados poliedros de una sola cara,
se libere lo que es inútilmente libre
y al fin el barco perdido en el Sahara,
cruce mareas inmóviles,
olas de arena fija.
Tal vez, no sé, pero quizá
uno se procure la dicha de ver al mundo como no es,
el cuidado que nos merece la torre desde que es un
ladrillo,
la fuerza, la suplicante fuerza
que no es dolor sino paciencia,
paciencia para limpiar el lirio limpio,
la ola de tiempo que descarna
y lava hasta la invisibilidad
la ropa íntima del fósil.
En esa paciencia
crecen los sencillos héroes
que no fastidiaron a sus huesos
con monumentos pesadísimos.
Ellos redujeron al tigre a su última mancha,
inflaron huesos hasta la escultura
y polvearon de nuevo las apagadas mejillas de Neptuno.
Tras ellos una transparencia se alzó
como bocanada de celofán en el eje de las cuevas;
el éter vio sus fronteras
al amparo de noctívagos hachones;
de las perlas salió la gota de bruma
infundida por la tarde
y hasta la incandescencia transparente
se querellaron entre sí las joyas.
Los sencillos héroes hicieron añicos
sus escafandras de corcho
y los escarceos en la superficie;
con sus manos blindaron al mundo
y gracias a su desolada insistencia
se aclimataron en la tierra
especies casi extintas de rocío.
Ellos fueron naipes sobre castillos izados a pulso,
diques de agua frente al infierno encrespado.
Guardaron el silencio más difícil
con un topo vivo emboscado en el pecho;
mas no parecían llevar más allá del fin
al delfín de sus hazañas;
desfalcados por su abundancia de virtud,
semejaban un vellón sin esperanza de cordero.
Sin embargo, para siempre se mecen ahora
en la rama de aire que habita el colibrí.

De Poesía Reunida

 

 


 

A la custodia del reino natural

 

Termina la hilandera con su hilo
y sigue con sus manos,
tejiendo sólo tejiendo
doradas guirnaldas para las sienes sin medida.
Y sonríe la joya entre las comisuras del cofre,
cunde su fabuloso esplendor de nebulosa a nebulosa,
de civilización a civilización abriendo
como un ariete sin reposo
o una impávida corriente de miradas,
el camino que enardece al girasol enamorado.
Porque es el turno de la realidad
y a ella toca vendarse las pupilas
y adivinar a quien la vive;
dígalo si no cada milagro,
cada letra incrustada más allá de donde el hierro
la grabó,
la pena evaporada
como la frescura del vino entre la mancha y el mantel,
la piedra y el silencio que se esfuerzan en la misma
estatua.
Dígalo si no
la fuerza del sueño que transforma herraduras en
    anillos de Saturno,
la fuerza del sueño que abre pavorreales de jade entre
las olas.
Alta es nuestra fábula sin duendes,
invisible el espejo que ningún moribundo empaña;
breve la noche en que habremos de pulir
la faz de las constelaciones,
con la estopa, la prisa
y la eficiencia de los ángeles.
Talada por un aletazo la fuente se desploma.
Alanceados por la música divina
los charcos, como si fueran monedas de plata se
incorporan y se ponen a rodar en plena calle.
Trepada sobre los zancos del ingenuo papalote
el alma se para de puntillas y profiere su secreto al éter
    memorable.
Sobrevive el viento al molino
y en el ojo aplanado de la ventana
los rostros pasan, el vidrio queda;
queda la fugaz maravilla atrapada en el rabillo del ojo del
profeta,
entre la espesura queda el rumbo ilustre que han
tomado nuestros sueños,
la estrella que ilumina su propia ciudad,
la estrella que contra el cielo se vuelve y lo refleja.


No importa, de veras no importa adivinar
en este momento para qué sirve la cabeza;
no importa dónde nos pongamos el sombrero,
no importa si me tomo una cucharada de perfume
en vez de la medicina de las cuatro.
Algo terrible pasa
cuando los dioses demasiada confianza nos otorgan,
cuando los hombres vuelan,
queman, encabezan terribles minerías;
sombras de materia igual
vomitadas por distintos cráteres.
Al arribo de la noche el tigre se ha manchado por
completo,
ruedan los huesos del lecho, malheridos,
y ya nada quiero en esta fúnebre extensión
que ofrece una guadaña para cada hormiga.
Nada, ni relucientes arados para quien ha terminado
    el surco con las uñas,
ni la sarta de águilas en el cuello de la estación
degollada,
ni cortinajes de cascada en el umbral de un paraíso
demolido.
Sólo quiero la rebanada aleteante de un crespón,
murciélago de trapo anunciando muerte
a la entrada del planeta.
Sobre los túneles que como una boa de argamasa
parecen devorar al ferrocarril,
y en todas partes, en cada pie de ciempiés, en cada
    anillo del gusano,
en los hoyos del salero,
en cada hexágono de la piel del caimán,
entre el filo y el resto del cuchillo,
entre la alfombra y la madera polvorienta,
se encuentra la señal que nos veda el paso,
el tatuaje floreciente que azulea
incendiando la transparencia y volviendo suya nuestra
piel.
Y cerca del invierno donde he plantado hierba
demacrada
y expuesto llanuras a otras mortales palideces,
pasa el serafín comido por sus alas,
pasa el hombre que es una hebra más,
un rabo en la agitación de estiércoles,
un blanco, un abisinio más contrario al ala.
Mi mano ya es comba todo el tiempo,
pide intensamente lo perdido,
tal escudilla que pongo bajo la luna generosa,
desarmado y triste,
mientras mi suerte se esconde
en un seto gris tupido de ásperos fantasmas.
¿A dónde vamos, alma, cuerpo,
siameses unidos por un tridente,
si un sol atizado con miradas
apenas nos sostiene?
Día vendrá en que a fuerza de cargar el cuerpo terrible
    de la belleza
los hombres del crepúsculo cedan.
Será el día en que los hijos nazcan a pocos minutos de
los padres
y con los cartílagos todavía muy endebles
asuman su puesto en las barricadas.
Bajo un rayo lento
o una estalactita sin prisa por el suelo,
la madurez para la muerte nos oprime.
Y entre todos, el afanoso demente civilizado
descuella por su fervor al fuego negro:
por los intestinos de cristal del alambique se interna,
por los agudos túneles del serpentín se desliza;
todo lo investiga el minucioso infame,
busca la cuadatrura del milagro
en la vacía infinidad tranquila;
a bordo de cabalgatas lunares se desplaza,
hurga entrañas de la constelación remota
y aún más allá:
donde ni baldosas de viento existen
ni existe el grueso blindaje de los conquistadores,
ni grutas que el silbo de una distante flecha desmorona.
Y mientras revientan sin explosivos los continentes
y una roja escarcha de jueves santo
hiere el muro tibio de las frentes,
tú, afanoso demente, necesitas más:
blanquear nuestras venas con la harina
que a los gusanos embellece
y ver si en Marte son posibles nuestras tumbas.
Tal una procesión descontenta de difuntos
cambiando su definitiva muerte
por otra, en apariencia más profunda.
Pero todo esto es cosa del diablo de la palabra.
Del omnímodo diablo que en las infinitas recámaras de
    arena se recuesta
para urdir cepos llameantes, húmedas mazmorras
    empapeladas de lama,
trampas de poderosas sílabas y cerrojos,
helados rascacielos de palabras.
El discurso patrulla el aire con su invisible langosta de
sonidos
y con pájaros que por falta de espacio,
turbiamente, unos a otros se acuchillan con las alas.
La palabra está ennegrecida como el pasamanos
que las razas frecuentan.
Manoseada, cargada de creencias,
lustrada hasta la desaparición de sus bellísimas
    láminas de esplendor,
se hincha la palabra como un huesudo armario
que en vez de camisas contuviera
larvas como puntas de taladro
para ahuecar el corazón de la luz.
¿Y para esto, sólo para hincharnos de huecas promesas
escribimos sobre el vidrio más enrarecido
y desechamos la pluma quebradiza, el gis del alcatraz,
y usamos en su lugar la garra viva de alguna pantera,
el mástil de naves imposibles,
la piedra más entusiasta del cráter más furioso?
¿Sólo para que las trompas de caza no fueran
    presentidas por el ciervo
y creciera la traición y nuestras más sagradas heridas
    se voltearan para mordernos,
hundimos el relámpago
en la yugular de una noche que duraba demasiado?
Sí, nada más para el olvido hemos escrito,
nada más para el olvido
hemos atrapado lucientes migraciones con la sombra
    del muñón
y dispuesto que nuestra mente sea un eterno
    invernadero de centellas
y un secreto hospital que envarille las patas
de la garza rota.
Para eso nada más, para soltar andanadas que nadie
    escucha
hemos descuidado el jardín de nuestra casa,
el gozo entre recién nacidos,
cuyas manos tan breves, pueden jugar a las canicas
con los frutos del pirú,
cuyos cuerpos tan breves, pueden refugiarse en una
    hoja de parra
como detrás de un biombo.
Todo fue tan inútil como adornarse
con satélites de humo
y con las negras palabras inconsistentes;
fue ensangrentarse la cara con betún, fingir,
emplumarse el cabello con aureolas enmohecidas y
    rajar las perlas
en busca de un tesoro más hondo.
¿Te acuerdas?
Luciérnagas había que deslumbraban al incendio.
El aguacero caía sobre el barco de papel sin desdoblarlo
y vanamente sola, triste, nunca vuelta
sobre el hombro y orgullosa,
al compás de ciertos címbalos
la doncella daba clases de frialdad al páramo
sin que el fervor de sus amantes decayera.
Ahora, en cambio, gimen estatuas acribilladas por la
nieve;
dondequiera hay, existe,
la conspiración de ruiseñores en voz baja.

Pero el mar conviene a todos.

*

En el mar la voz comienza por el eco.
El mar exhorta navíos con suaves empellones de bestia
maternal,
orientando sus travesías hacia playas donde, son piedras
las piedras;
no fetiches esculpidos con el tallido supersticioso de las
uñas,
tampoco losas frías en pugna con la espiga, ni piedras
    de sacrificio;
sino piedras surgidas a la custodia del reino natural.
En este reino seremos un dios fragmentado en
muchas almas.
En ti, paraíso abrumador
habrá la luz de siempre celebrando el natalicio de los bosques
y aniversarios de la aparición de un pájaro más alto que su vuelo;
ahí los trozos de mezclilla desteñida serán como
banderas,
ahí tu imagen futura se pone túnica de espejos,
se abre paso en la noche con un gusano de fósforo en
la mano
y tira del cordel de la luz hasta que el día se viene abajo.
Cuando te ausentas, el velo de la cascada se parte en dos
y el río que pule guijas, frotándolas con el pálido
    reverso de su sangre,
en su diezmada soledad esconde el rostro.
Pero si te quedas a dormir a nuestro lado,
el arpa de cabellos más blancos es siempre la más pura
y el árbol y la noche crecen juntos.
Háse encumbrado la ilusión hasta ella sola.
Contraria a todo,
nacida al revés como el vástago difícil o la lluvia o el
milagro,
nos promete ahora la tierra prometida,
que es la de antes,
la nunca abandonada,
la que nos guarda cuando los entorchados de lujo
    crecen hasta volverse alas,
o cuando una astilla de silencio atraviesa para siempre
los amargos labios del poeta.

De Poesía Reunida

 

 


 

III

 

No en palabras de amante que el tiempo vuelve
mentirosas,
sino en orgullo,
el héroe al dios iguala.
Y es que la vida abraza nuestro divino nivel
cuando reside en el desarrollo y no en el fruto,
cuando está en el movimiento y no en la flecha,
en el rastro que deja la rodante naranja y no en el árbol,
en el memorable, alucinado viaje que sólo un niño
    emprende a veces.
Así el instante a la vida otorga el ser,
porque con instantes,
con arrugas que al siguiente vuelco de la ola ya no
están,
brotará alguna vez el sólido poema.
Lento al principio, como flecha que un gallo arrastra,
torpe, como el contoneo del pingüino en la pista
del circo,
tembloroso, como el zigzagueante manubrio que lleva
    un oro atravesado
entre los cuernos de metal,
y ágil, definitivamente ágil
cuando el verso vaya como los humildes veleros
    impulsados por una camisa blanca,
o los zapatos de oro de las hojas
que sin conducir a nadie, viajan.
Y tú señora que haces temblar al pez después de muerto,
que pones en cabestrillo los rayos lunares heridos en la
    montaña;
adorable señora que refuerzas las peceras resquebrajadas
con los esparadrapos de tus lágrimas,
míranos aunque no nos reconozcas.
Y que el mundo de oro que yace amortajado entre mis
    viejos cuadernos,
vuelva a sonreírme.
Que las piedras abandonen el muro al son de la vihuela
y tu invisible semáforo detenga mis pisadas
en la orilla movediza.
Considérame, oh poesía, como un rojo caracol pegado
    a tu torre incandescente.
Acércate a mí con los senos reventando de agua marina
y una flor extraña nadando en los ojos.
Has venido a la guarida de un hombre desacostumbrado
    a respirar y a vivir.
Infla entonces este mundo, más arrugado que
una bellota,
y que en tus hombros se reclinen las pagodas
como grandes racimos de cabecitas de pájaros.
Comienzo a callarme.
¿De qué seguiría hablando si todo leva anclas,
si el aire atravesado en la noche por un estilete de finas
    larvas luminosas,
se levanta desde temprano y purifica la cima azul?
¿De qué hablar si no del hombre,
loco de alegría, valsando con su propia sombra
cuando a la nieve le nace un hijo tan puro como ella?
Tal es mi plegaria comenzada en diciembre,
en el mes más amado de las estrellas,
cuando toda invocación es dos veces escuchada.

De Poesía Reunida

 

 


 

Visión sobreviviente

 

Bullían bajo tu almohada las estrellas
como bajo la piedra los insectos.
El polvo dorado que dejan las mariposas en los dedos
llenó los graneros.
Eran blancos los lirios desde el comienzo de su tallo
y tú, caminando por un largo entarimado con reflejos,
cambiabas a cada instante
como el camaleón que se muda de vestido todas las
    horas del año.
Allí hubo de todo
como en un aquelarre dirigido por lémures hambrientos.
Y aunque el miraje delicioso se deshizo
igual que un puñado de arena entre la lluvia
o una medusa que se vuelve agua en un pañuelo,
tú sigues dispersando a los hombres en tu babel
de sencillez;
suprimes como siempre y de inmediato
el lugar donde reverdece la cizaña
y continúas la erección de castillos incipientes
jamás concluidos en la arena ni en el sueño.
Y es que la desaparecida visión vivió lo suficiente
para colmar tu manto y mi capa con sus frutos.
El sagrado espejismo ya no era indispensable:
sus cristales corren disueltos por nuestras venas
y es nuestro pecho su alimento y su velada eternidad.

De Poesía Reunida

 

 


 

La despedida del bufón

 

Se ajaron mis ropas de polvo colorido,
al fondo del mar mis vestiduras devolví;
ciego quedé junto al estanque,
junto al río desmayado por un coletazo de su propia
    espuma.

En vano busqué la imagen mía
mirándome en el espejo oscuro de los girasoles;
perdí el brillo inmortal liquidándolo a grandes sorbos
y también mi franela para limpiar la luna
y el puerto donde el atardecer cae de rodillas.

Perdí mis entrañables pertenencias,
mis lujos de hombre sin nada,
la mirada antigua que crecía
a la velocidad con que el tallo persigue su follaje.

¿Dónde quedarían mis palacios de agua con sueño,
dónde las enormes hojas blancas
que el invierno desprendió del mástil?

¿Las águilas del centro de la tierra,
los dulces inventos de aserrín,
mis bienes todos, apenas mensurables en latidos
    y alegría,
en qué pliegue del caos hallaron sepultura?

Damas y caballeros, piedras y pájaros:
es la hermosura de la vida lo que nos deja tan pobres,
la hermosura de la vida
lo que lentamente nos vuelve locos.

Oh señores, señoras, niños, flores:
mi corazón comparece por última vez ante vosotros,
se ajaron mis ropas de polvo colorido
al fondo del mar mis vestiduras devolví.

De Poesía Reunida

 

 


 

El ave desertora

 

A mediodía visito al porvenir
Por la mañana el porvenir me encanta
A todas horas quiero
Mi dotación de mariposas
Con ojos verdes
Pintados en las alas
Estoy en mi derecho
El cielo que pido es mío
Quiero ser otra y amanecer la misma
Denme mis bodas de fuego
Con la infancia ensimismada
Me voy me voy me voy
Soy el ave de cresta roja
Y huesos y alas transparentes
Ustedes entienden todo
No quiero abandonar a nadie
Lo siento dispénsenme
Me voy porque me necesito
Cascadas esbeltas de animales
Surgen de una sola nube
Ellos vendrán con panes como nieve
Ellos vendrán a sustituir
La tajada de sol que yo me llevo.

De Poesía Reunida

 

 


 

En esta mano flota el pez

 

Pasa el peje espada,
Al voltear la cabeza se ha matado;
Pasa el pez lámpara
Con todo su fósforo fundido;
El alma pasa, gravemente confundida,
Entre el pez de vidrio
Y la pecera recubierta con escamas.

Pasa la tristeza y cuando pasa
El hombre ciñe su parda corona de congojas
Y ni un solo hueso es perdonado.
He de ceñir esa corona
Asomado a mi boca,
Dudando entre caer y detenerme.

He de ceñirla
Aunque el valle se empiedre de manzanas
Y la herida se sonría
Con el grano de sal que la visita
O se despeñe el plexo solar
Entre las acrobacias de su hambre.

Y yo que juré pasarme la existencia
Elogiando la luz y sus suburbios,
No podría decir ahora,
Aunque lo sé desde hace tiempo,
La calle y el número donde la primavera vive.

Hay que saberlo, hay que mirar de fijo
Al gusano y su acordeón de baba:
Cuando nos invade la tristeza
Ni un solo hueso es perdonado.

De Poesía Reunida

 

 


 

Grandes peligros has pasado
Una vitrina de tigres se te vino encima
Mil veces los anzuelos
Te hicieron su pregunta de hierro
Te besaron con su pico enervado
Cuando la hierba crecía más aprisa que el incendio
Y a solas soportabas
La muerte de la primavera

Grandes peligros
Te lanzaron por una pendiente de púas y de lamentos
El caos era inmenso
En el vacío los caminos flotaban
Como enormes bufandas de arena
Pero ninguna creatura de la ira consiguió abatirte
Tu camino era hacia arriba
Oh esponjado zepelín de ensueños
Hacia arriba
Fuerza desterrada
Pájaro equivocado de planeta

No volverás a mi mano bumerang florido
No ahora que los ríos de sudor drenan la topera
Abandonada
Y el impaciente meteoro
Cava en un segundo su propia fosa
No volverás mientras los invitados enseñen
Pesados rostros de arena
Que ningún simún puede levantar

No ahora que la hidra del insomnio
Responde a cada tajo con una cabeza nueva
No ahora sino mañana
Día de Reyes que no registra el calendario
Mañana
Cuando la ciudadanía del milagro
Ya no sea tan dudosa en nuestras bocas
Y los balandros extiendan la capa de sus velas
Para que de inmensidad a inmensidad
Pase la reina que tú eres

Volverás y yo te recibiré
Como recibe el avaro
Una pluma y otra pluma hasta completar un águila
Rombo tras rombo hasta vestir un arlequín
Sueño tras sueño hasta inventar la vida
Selva sobre selva
Hasta componer un ramillete

Volverás cuando la sangre oculta remueva los tatuajes
Cuando las tanagras que hoy entierro hasta la cintura
Sean estatuas fogosas y elocuentes
Hasta entonces volverás a mi mano
Bumerang florido
Azor maravilloso

De Poesía Reunida

 

 


 

Propagación de la luz

 

En sí misma la luz es casi nada;
Apenas un poco de fiebre con la médula amarilla,
Un delgado espíritu a quien se vence corriendo una
Persiana:
Míralo huir entre torres que no tienen pies ni cabeza
Y en cuya base, transparentes perros de otro mundo
Ladran a la salida del sol, a los amuletos incomprensibles
Al ojo de venado que se curva como una opaca
    moneda embarazada
Y al perfume embanderado con plantíos de catedrales
    góticas.
Y nada más porque en sí misma es casi nada,
La luz, fragilidad que no se adensa, es ya nuestra
    primer mortaja
Y es vino alado que las manos embotellan como un vapor
    de madreselvas
Donde el pensamiento, con sobrentendido terror, aún
    nutre su lámpara desplegada
Y el as de corazones late cual si fuera verdadero
Entre campanas que toman la tranquila posición
de un seno
Cuando las huestes del ángelus mansamente se
    despeñan, corriente arriba,
Hacia el desnudo lugar en que la luz procrea más luz,
Mas nada con oro, árboles de varas mágicas, guitarras
Desangrándose por entre sus grandes ombligos de
sombra…
Y no diré demasiado que la luz en sí misma es casi nada
Pues una extraña saeta ha desunido mis mandíbulas
Y pasan por mi garganta helada las aguas de la muerte
Sin que la manzana de Adán se mueva apenas:
Quietas están las verdes paredes del mar rojo,
Crucificada la mano sobre su lira,
Paralizada mi aureola como abeja funeral,
Estancado el fuego de mis ardientes duermevelas,
Parado el péndulo que parte castillos de manzanas,
Detenida la enredadera del llanto, la caravana
    de cánticos,
El esponjado pan inmemorial que nunca se endurece;
Detenido yo, crucificado yo, desmayado para siempre
Porque la luz me abandona como a una hembra ya
Cabalgada,
Para seguir a los hijos del mito, siempre marciales y
Benignos,
Siempre enraizados en cuerpos tremendos que van de
    llama en llama
Acantonando sus voces en leyendas, profiriendo
rugidos
Entre glaciales túneles de trompetas
Y defendiendo a esa luz que en sí misma es casi nada.

1965
De Poesía Reunida

 

 


 

Consejos a una niña tímida
o en defensa de un estilo

 

Man be my metaphor
Dylan Thomas

Me gusta andarme por las ramas. No hay mejor camino para llegar a la punta del árbol. Por si no bastaran, me da náuseas la línea recta; prefiero el buscapiés y su febril zigzag enflorado de luces. Y cuando sueño, veo frontones apretujados de joyas donde vegetaciones de relámpagos duran hasta que enhebro en ellos conchas tornasoladas en el más profundo gozo. ¡Al diablo con las ornamentaciones exiguas y las normas de severidad con que las academias podan el esplendor del mundo!
Y tú, niña mía, no vengas a lo de ahora en la noche con un frugal listoncito en el corpiño y las manos desnudas. Quiero ver sobre la parva cascada de tu pelo, esa tiara de ojos verdes que hurté para ti cuando el saqueo y la sinrazón tiranizaron mis sentidos e irguieron en el osario las clarinadas del escándalo. Atrévete a venir vestida de exultación y de verano. Y si al pensar en los riesgos te inquietas, no hagas caso: piérdete en cavilaciones sobre la estructura íntima de Andrómeda. Levanta el cuello de tu abrigo. Mira de arriba abajo como una estrella desdeñosa. Y cuando estemos fuera, lejos de este mitin de notarios castrados; cuando tu cauda de vajillas rotas les haya perforado los delicados tímpanos, tú y yo nos complaceremos como nadie en un ramo de flores rústicas.

De Poesía Reunida

 

 


 

Las manos

Para mi hija Gabriela

Amo estas manos. Destinadas por Dios para concluir mis muñecas, también son las privilegiadas que te acarician y tañen. Ante unos ojos las desperezo. Elevo el dedo meñique, tallo para la luna, espiga rematada en coraza de cal. Elevo otro dedo, el cordial y, ya con ambos en movimiento, diseño para mis hijos, en un muro de pronto habitado, animales de vívida sombra. Los niños se asombran de que existan burritos negros capaces de correr por llanuras verticales, por la escoriada pared donde hasta hoy sólo moscas han reinado. Ellos están contentos de ver unas manos que contienen tantos animales como el Arca de Noé. Con esas manos entreabro el higo más dulce; cojo al pez en la curva de su rizo relampagueante. A veces mis manos llegan a juntarse tanto que entre ellas el cadáver de una plegaria apenas cabe. A veces las arrojo al espacio con tal ira o alegría que no me explico por qué se quedan enclaustradas en el ademán; no me explico muy bien por qué no vuelan.

 

De Poesía Reunida

 

 


 

El pan nuestro de cada día

 

Bajo la comba encapotada apenas hay uno que otro
    centelleo,
Un hedor de crisantemos desahuciados,
Una parte de mí mismo que nunca me acompaña
Y torres de nieve con azoteas metálicas
Y el gotear de pétalos que arrancan al salterio
Una póstuma queja de sus cuerdas.
Y entonces llega la visión
Al saco sin fondo de los recuerdos previos,
Al páramo donde la hoja es delgado labio
Que para gemir de verdad necesita una pareja;
Entonces llega el día en que la esperanza zigzaguea
En seguimiento de no sé qué pistas de colores
Y llegan las ganas de invocarte, espuma de piedra,
Esplendor sumergido, mortaja de águilas blancas
Girando en el centro de una lujuria que no tiene donde
    pasar la noche
Y que se hunde en témpanos de sombra movediza,
Cuando toda forma del presente es tiempo encarnado
Y la lengua se torna roja manecilla
Que relame números hasta dejar en blanco su carátula.
Y no sé qué otras cosas llegan
Pero de pronto nace una sandalia con plantilla de alas,
Aparecen el agua tibia, los soles blancos, las estrellas
    vivas,
El picotazo en la arena que crea un árbol de petróleo
Y muchedumbres sentadas en andamios de papel y
    viento
Y colinas plateadas yéndose a pique en el crepúsculo,
En el mediodía de cualquier instante maduro para cantar
O inundarse de espuelas hasta la cintura,
Entre brisas navales y tierra evaporada y momentos en
    que se puede ser herido
Por una esquirla de palabra humana,
Por semáforos glaciales que prenden todos sus ojos de
    consuno,
Por braseros donde brincan grandes sapos de fuego
    verde,
Por relámpagos de piel que ya han resonado en anchos
lomos planetarios,
Por la tierra firme que no es tierra firme para los pies
Sino para los ojos,
Por el hacha de las inminencias yendo y viniendo
    como un péndulo,
Por miles de metros de cielo que se gastan en uniformar
    un ejército de icebergs,
Por el éter que explora la garganta de los recién llegados
Y por otras cosas arrancadas suavemente
Al árbol del pan de cada día.

De Poesía Reunida

 

 


 

Pedir el fuego

Un poema escrito para que lo lea por
radio mi amigo Salvador Elizondo

La primavera interna
Crece sobre un nido de pestañas
La primavera en general
Se va siempre cuando más la amamos
No es tan grande la primavera
Mucho más profunda
Es la memoria del deseo
El fuego que se marcha
Porque siendo el único alimento
Ya no quiere endulzar más carne cruda
El fuego que ofendido se marcha
Porque nadie ya lo ama
Pan desnudo
Verdad de a puño
Puño de verdades
Forma de espuma
Espuma de la nueva forma
Sí la primavera es nuestro huésped
Y nosotros a veces la habitamos
Pero la casa el himno el templo verdadero
Es la llama que perdemos
Al inventar o pedir el fuego.

De Poesía Reunida

 

 


 

Saber una cosa

Para Antonio y Margarita González de León

Entre catacumbas tanteo
Si soy o me parezco
O si planto unidades
Lejanamente durmiéndome
Con la cara hacia los huesos.

Tanteo este Globo
Cada vez más redondo
No por pureza
Sino por pura erosión.

Entre tanto
El futuro va pasando
Fruto irascible
Madrugada amarilla
Que inmóviles pero a la deriva
Nos lleva del deleite al embeleso.

                        Al tanteo sé una cosa:
                        Amar es el colmo de estar vivo.

De Poesía Reunida

 

 


 

Soy todo lo que miro

 

Huellas y más huellas
Sobre la nieve ultrajada
Mejor bañarse bajo la luz de un álamo
Ser todo cuanto miro
Niño de bruces en el pozo del sol.

Sorpresa blanca
Te acuclillas y saltas
Me lames la mano con tu llama
Mueves cabellos que se pegan al rostro con lágrimas
Vete de aquí sorpresa
Quema la selva de arpas
Y al viento que la hace gemir
Porque es su amante consumado.

Siempre no te vayas
Sorpresa
Déjame ser todo lo que miro
Tus pavos irreales me interesan mucho
Tus nubes que bajan sin convertirse en lluvia
Me interesan mucho.

A caballo persigo miles de pájaros
Requeridos para tejer al primer pegaso
Tus flancos incandescen
Entre la inmensidad y mi estupor
Coro de las anticipaciones
Tupida amarillez:
El mundo que nos prohíbe volar
Nos debe su propio vuelo.

De Astillas

 

 


 

Pausa

 

Interrumpes tu llamado
Para tomar aliento:
Por el cuerno de caza
Entre la corriente de violetas.

De Se llama como quieras

 

 


 

El sonido y la furia

 

Blancura sobresaltada:
La culata del tiempo
Golpea el hombro donde duermes.

Cuando voy por los rieles de tus muslos
El infierno se aplaca
Y ya no tengo tiempo de morir.

Desaparece el silencio y la sílaba que lo calla
Tú te levantas
El rojizo vello del día también se pone de pie:
Nadie sabe quién despierta a quién.

De Se llama como quieras

 

 


 

Fatalidad azarosa

 

Si un rayo cae
Le cae a Montes de Oca
Si una tripa se revienta
Pertenece a Montes de Oca
Si un caracol estalla
Es un oído de Montes de Oca
Los dioses mudos
Detestan a quien ciñe los cabellos de la noche
Con grandes peinetas de arcoíris
Montes de Oca sabe esto
Y sufre amablemente
Desde que el gallo persigna a las sombras
Hasta la misma hora del día siguiente.

De Se llama como quieras

 

 


 

El movimiento es perpetuo
mientras dura

 

El pasado no muere con los muertos
Helo aquí atollado pero en movimiento
Rueda hipnotizada
Roja homilía dispersa
Bajo el agua que sisea
Tiovivo que me ciñe
Como un abrigo de cristal cortado:
Esta es la cita
Este es el encuentro.

De Se llama como quieras

 

 


 

New York cut

Para Ramón Xirau

Puedo ver al silencio
Completamente muerto
Con un par de escobazos.

Pero el signo que se revuelve tras la pesada caperuza
Aquello que ara y al mismo tiempo germina
Lo claro
Lo que se llama claro
Nunca lo he podido ver.

Los dioses dictan a la noche
Lo mismo que nos decimos
A nosotros mismos:
El claror indiviso ha sido siempre
Su propio gato encerrado.

De Se llama como quieras

 

 


 

Otra naturaleza

 

Pasa de largo
El verdor vertiginoso
Ni con mi máscara de luna llena
Se da cuenta de que existo.

De Se llama como quieras

 

 


 

Comparecencia

 

Araña de tristeza
Ola conturbada
Entiérrame adentro del poema
Pero con un brazo afuera
Para que yo no olvide
Al viento que me olvida.

Quienes siempre estuvimos solos
Agradecemos al sueño su comparecencia
Lo que flagela no es el dolor sino el embeleso
Pues una fiera apenas rasga apenas mata:
El recuerdo asesina mejor
Cuando pregunta
Por qué seguimos vivos.

Enterradme oh aves amistosas
Con un brazo fuera de la tierra:
No quiero olvidar al olvido que me olvida.

De Se llama como quieras

 

 


 

Retrato

 

Las claridades parpadeantes
Echan vaho sobre su monóculo
Lo invisible se ve
Si uno calcula de dónde a dónde llega
Así entonces querida
No trates de borrarte:
Tu perfil es tu ausencia.

De Se llama como quieras

 

 


 

Siseo

 

Ni palabra ni garabato
Ni silencio ni sílaba
Río celofán acaso
Sólo visible
Por las igniciones
Las caudas que levanta

De su semen nace el aire
Nace mi antebrazo
Vencido por cinco frutos
Nace la isla de plumas
Sobre el deseo friolento
La invocación que nadie oye
Y da en el blanco
Porque el rezo es su propio fin.

De Las constelaciones secretas