Material de Lectura

 

NOTA INTRODUCTORIA


Yo descendí hasta el alma de la noche
y en sus abismos me senté; aquí estoy.


Llamada a los poetas.

Muera yo como Él quiere,
ya que viví a mi antojo y he pecado a
mi gusto.


Tabaida.


El artista refleja su medio ambiente y su época y, al hacerlo, aporta experiencias directa o indirectamente autobiográficas. ¿Qué distancia hay entre la realidad y una imagen que de ella se nos proporciona? Considerable, sin duda. Rescatemos a Beatriz real en el Ponte Vecchio, sobre el Arno florentino, y comparémosla con la Beatriz celestial del Dante. O las prostitutas francesas de Maupassant, Zolá y Toulouse Lautrec, durante algunas noches en la nave del Sena, la humilde taberna o en el cabaret escandaloso. Pensemos en los paisajes entrañables de Corot, Pissarro, Utrillo, Chirico; en las naturalezas muertas que reproducían rincones refectoleros de las casas de Abraham Van Beyeren, Chardin, Velázquez o Paul Cézanne; en los interiores domésticos pintados por Jan Steen, Pieter de Hooch o Jan Vermeer. Imaginemos a los atletas, quizá sus amigos o parientes de Miguel Ángel, Bourdelle o Rodin. ¿Qué relación pudieron tener las Electras de Esquilo, Sófocles y Eurípides con la Electra de la historia bien conocida en la antigua Grecia? ¿O la Fuenteovejuna superpuesta al modelo tomado por Lope de las tres órdenes militares de Rades y Andrade? Y pensemos en la cantidad de matices personales agregados a los dramas históricos de Shakespeare, la María Estuardo de Schiller, el Egmont de Goethe, la Juana de Arco de Shaw, la Emperatriz Carlota de Rodolfo Usigli, el Hölderlin de Peter Weiss y el Felipe Ángeles de Elena Garro. Y es que quien vuelve a crear no puede mantenerse al margen; participa y se incorpora, con lo que, aun sin quererlo, deja los originales atrás y la creación empieza de nuevo.

Alfredo R. Placencia no es una excepción. Al contrario, su poesía sirve a menudo para narrar problemas religiosos o mundanos del autor, para englobar el medio pueblerino que habita y las personas a quienes acusa o ennoblece, definiendo sus oficios o aún sus nombres.

Qué dura cosa es esta de creer, se lamentó alguna vez Placencia. Como sacerdote católico que tiene a quien lo escucha, se confía en el momento del poema. A veces sus obras se vuelven oscuras a fuerza de autobiograficidad. Y es que Placencia es un poeta sobre cuya vida nada se había investigado y una búsqueda por todos los pueblos en que él ejerció el sacerdocio revelaba, hasta hace poco, claves de esta poesía de confesor confesado.


Los tres primeros libros de Placencia fueron publicados simultáneamente bajo el signo de la Imprenta de Eugenio Subirana de Barcelona en 1924. Placencia estaba en ese tiempo desterrado, supuestamente por el clero, en los Estados Unidos. Antes se le había retirado el nombramiento de Cura y ahora ejercía un modesto presbiterio en Long Beach, Fillmore y Santa Paula (California). Actualmente resulta un misterio todo lo referente a su degradación religiosa. Sin embargo resulta fácil encontrar motivos conocidos por los que Placencia pudo tener problemas con el clero.

Durante su estancia en Temacapulín (1910-1912) se habló de relaciones amorosas entre Alfredo R. Placencia y Mercedes Martínez.

En 1913, como tenía Placencia dos armonios en la Vicaría de Portezuelo, decidió regalar uno de ellos a la iglesia de Los Guayabos, por lo que los lugareños manifestaron agriamente su inconformidad. Además, Placencia había iniciado la construcción de un templo que, debido a la pésima calidad del terreno, se vino abajo. Placencia salió de Portezuelo sin despedirse de nadie.

En 1914 tuvo varios encuentros a cachazos de pistola en Jamay, de donde salió sin recibir la orden superior de traslado.

En 1920 Placencia dejó Tonalá precipitadamente sin saberse con seguridad el motivo. Allí había procreado un hijo con Josefina Cortés, llamado Jaime.

En 1921 su viejo porfirismo le hizo tener violentas dificultades con los agraristas de Atoyac, quienes, azuzados por el Presbítero Atanasio P. Figueroa, hicieron huir a Placencia (disfrazado de mujer, según algunos supervivientes de aquella época) de una situación peligrosa. Esto lo narra él mismo en su poema El éxodo.

Como prueba de una nueva dificultad, deja este documento en el libro de gobierno de Valle de Guadalupe: En esta fecha, 19 de diciembre de 1922, calumniado vilmente ante su Ilustrísimo y Reverendísimo señor Arzobispo Francisco Orozco y Jiménez por mi antecesor el señor Cura D. J. Isabel García de ingrata memoria en este pueblo, entregué la parroquia que sólo goberné por ciento veinte días, al estimado señor Cura, discípulo y amigo mío Don Teodoro García Armas.

Luego, entre su salida de Valle de Guadalupe y la partida de Placencia hacia el destierro en los Estados Unidos hay un vacío que se intenta llenar con lo poco que él dice en poesía.

Me ha desterrado la crueldad del destino
y se ha puesto a apagarme las poquísimas lumbres.



Y más tarde:

He dejado la patria
por matar un recuerdo;
y me salió mentira mentira
dolorosa ese remedio.


En Mi vocación de tísico precisa:

Mas pequé sin pensarlo, y no hallando señales
en mis ojos de mi arrepentimiento,
me ha desatado aquella su tempestad de males
y me arrancó a la patria sin ningún miramiento.


Y nos informa después sobre los efectos de ese destierro:

La impiedad de aquel clima, cuando está a llueve y llueve,
las brisas del pacífico, los grandes nubarrones…
todo eso me vendría como un alud de nieve
a enfermarme los bronquios y a atrasar mis pulmones…

Que me envuelve la tisis que siempre está bajando,
disfrazada de nieve.


Y más tarde recuerda:

fuéronme los amigos su favor retirando,
tal y del mismo modo que si mi amor manchara.


Y agrega sobre la experiencia de la culpa:

¿Tuve yo alguna culpa?, ¿qué le haría?...
Hurgando traigo aún la mano dentro
de la conciencia mía,
y, por más que he buscado, nada encuentro
de culpa todavía.

El Lic. Luis Vázquez Correa luchó siempre por imponer la teoría de un fuerte antagonismo entre el Arzobispo Orozco y Jiménez y Alfredo R. Placencia, por lo que éste fue arrastrado a un supuesto juicio eclesiástico. Además Correa y el novelista Lic. Agustín Yáñez, también amigo de Placencia, me informaron que, muerto éste, fueron quemados numerosos poemas inéditos de Placencia en el Arzobispado de Guadalajara. Al probar esa enemistad, podríamos confirmar el motivo por el que Placencia preferentemente fue destinado a los pueblos más miserables del estado de Jalisco.

El libro de Dios, El paso del dolor y Del cuartel y del claustro fueron los únicos libros publicados en vida de Placencia. Sin embargo habrían de conservarse otros textos reunidos en varios libros y también publicados en un tomo por la Casa de la Cultura Jaliscience en 1959: El vino de las cumbres, La franca inmensidad, El padre Luis, Varones claros, Tumbas y estrellas y La oración de la patria. Esos nueve libros reúnen la producción de toda su vida.

En ellos existen ciertos poemas místicos de una fuerza excepcional, poemas de una originalidad, una redondez y un chispazo incesantes. Supongo que, sin tener una vocación sacerdotal segura, Placencia conservó siempre una intensa religiosidad: esos poemas lo prueban. En ellos la piedra es un elemento básico, un autorretrato del apóstol (el Pedro bíblico). Ahí habla el sacerdote y el pecador o simplemente el hombre:

Mi horrendo disfraz de pecador.


Y se dice del frío, el miedo y la soledad. El acercamiento a Dios es por el dolor. El tono se acerca al del reto. El desafío y la ternura en ocasiones quedan plenamente identificados.

Otros poemas en alguna forma quedan cerca de la llamada poesía de provincia, pero con rasgos de un arcaísmo bíblico. Es perceptible alguna sensación de peligro muy paranoica que se va acentuando, y el autor nos deja escuchar sus repetidas lamentaciones. A veces Jeremías está presente en ellas.

El personaje magnético de su poesía, como en todo poeta místico, es Dios en El libro de Dios. Las figuras humanas más importantes son: la madre Doña Encarnación Jáuregui García (muerta en 1910) y el padre Don Ramón Placencia Flores, a quien debió la R. de su nombre (que fallece en 1896), en El paso del dolor; sus hermanos, el Teniente Higinio (1879-1916) y Cristina, "Sor Eulalia" (1877-1918), en Del cuartel y del claustro; el Sr. Cura Luis Navarro y Sedaño (muerto en 1919) en El padre Luis; y el hijo del poeta, Jaime Cortés (nacido en 1920), para quien fueron escritos algunos de los poemas cumbre del Padre Placencia, uno de ellos "Ad altare".

Pero, por encima de otros personajes humanos, el protagonista básico es el propio Alfredo R. Placencia, de aliento vigoroso y fuerte dramatismo. Sus matices dolorosos no dejan de trasmitirnos a ese Job autobiográfico, personaje bíblico que seguramente es una de las más notables influencias que Placencia recibió.


En todos los libros de Placencia se nos presentan dos caras en sus medios ambientes:

Primero asistimos a los interiores eclesiásticos, en los que descubre los estofados, el crucifijo redivivo en comunicación con el poeta, la obsesión de la llaga, de los huesos descoyuntados, la tierna Guadalupana, los ángeles, la elevación, la comunión, párrocos, monaguillos, el sacristán, lámparas votivas, cirios, incienso, rezos, el Breviario, la doble sillería, el coro, el órgano... Algunos de estos elementos salen de la iglesia y se proyectan en el paisaje rural.

La otra cara nos presenta lo mundano. Las mujeres de su vida sólo aparecen excepcionalmente en poemas donde se desdoblan las vivencias del poeta en figuras bíblicas: Adán y Eva, alguna versión muy libre del Cantar de los Cantares o en herméticas dedicatorias. Una de las excepciones: Almas enfermas en su parte número seis. La tentación sale a flote en otros poemas:

no verán sus hermanos
los escotes impuros de las hijas del mal.

Lo fundamental en su obra está en los interiores domésticos, amados siempre que ocupan un sitio en el pasado: alondras cantando en sus aleros, abejas, el granado de rebelde fertilidad, naranjos en flor, el pan, jaulas de pájaros, el hogar y, primordialmente, padres y hermanos. Ésta es la imagen del bien y la felicidad perdida, sobre todo cuando están relacionados con la niñez.

Vienen igualmente las visiones pueblerinas: calles, la propia ventana, la casa de enfrente, caballos, escasos lugareños ingenuos a veces arrastrados en contra de Placencia, labradores en su mayoría, algún volantinero o cirquero, tiempos de escarcha o sol ardiente, la plaza desdibujada, palomas, la niña tísica o la otra llamada Ana Lucía que resucita por un milagro de la Virgen, las sabineras, alguna urbe de tapias caídas, los tabachines que dejan caer gotas de sangre sobre la piedra, los alacranes, el cementerio próximo, el cortejo fúnebre y la muerte fiel en hombres, plantas y construcciones de esos pueblos. A esto se agregan las marinas de su época estadounidense.

Además visiones campestres ásperas, a veces de los alrededores de cada población en que habitó Placencia: el peñón de Temala con la imagen de Cristo, espigas, cañas, terrenos, barrancos, montañas, algún tren en que él viajó tras la muerte de su hermana, y rocas, siempre rocas. El paisaje se incrusta íntimamente en la sensibilidad del poeta; de un ascenso en el camino, él dice:

sentí empinarse la soledad desierta.


Placencia cita a Salomón, personaje que le es muy querido:

Es la casa del necio la casa de la risa,
y es la casa del sabio la casa del dolor.


Y efectivamente hay en Placencia un aprendizaje del dolor en todos sus colores. Se presiente un asedio por la nobleza del dolor, la austeridad del dolor, la soledad del dolor, la admiración del dolor y el valor dramático y la belleza del dolor hasta, en momentos, el exceso melodramático. La personificación del dolor es Jesús y en alguna ocasión Placencia se imagina a sí mismo clavado en la cruz:

estando, como estoy, crucificado.

Así, el Placencia más intenso, el que se enfrenta duramente al Cristo crucificado, es como el Placencia que se asoma en el espejo del dolor y del misterio.

A veces casi lucha consigo mismo al vituperarlo:

pero no te perdono, dueño mío,
este mundo de frío,
que ni el tiempo ni nadie curará.


La traición de Judas, en un papel que siempre recae en el prójimo, acusa o alude al hermano de sacerdocio y acentúa el sufrimiento de la injusticia.

La resistencia ante el dolor nos recuerda pasajes de la Biblia. Recordemos que la pobreza hizo vender a Placencia sus libros aunque, por motivos profesionales, retuvo su Biblia, obra en la que habrán de buscarse numerosas influencias. Y así él soporta, en su poesía, los pequeños crímenes en el plano imaginario y las grandes traiciones en el plano real. En El éxodo él expresa su desilusión aun ante la buena gente.

Y así su existencia adánica va del paraíso natal a la primera expulsión que es la ausencia del hogar y la muerte de sus padres y hermanos, y la segunda expulsión que sería el destierro en la Yanquilandia brumosa y fría. Otra especie de expulsión sería emocional, la del antagonismo clerical, o la de la no aceptación de sus greyes. Indudablemente Alfredo R. Placencia poseía una lupa enorme para enfocar este tipo de problemas.

En Amatitán (entre 1906-1909) adoptó asimismo algún toque de hipocondría, quizá justificado, como tema de sus poemas: una inminente ceguera que nunca llegó y que hasta lo hizo preparar un perro para ser su lazarillo.

En otra época de su vida, Mi vocación de tísico nos recuerda que el padre del poeta había muerto de tuberculosis y éste había aceptado una herencia de tal enfermedad.

Una de sus lamentaciones consistirá en imaginarse la casa natal solitaria, derruida y en tinieblas. Hay una indudable identificación de Placencia con la casa en que los recuerdos familiares se van haciendo polvo: sólo el granado resiste el abandono y los parientes muertos o en otra dimensión, claramente religiosa, de la realidad. Con eso notamos una vez más su tendencia hacia la depresión, la tristeza o simplemente el tema de la ausencia de tradición romántica.

El llanto es tratado en la más personal de las formas.

El hilillo de agua, rompedizo y ligero,
abre la entraña oscura
de la peña, de suyo tan tenaz y tan dura,
y da en la peña misma con algún lloradero.


Es decir, el llanto a veces viene hermanado con la esperanza. El hilillo de agua que, con su presión brutal siempre romperá la roca. La piedra en Placencia, recordémoslo, es el apóstol actual, o su alma. La roca es, dijimos, un autorretrato.

Y el llanto rompe diques, cura, lava y deifica.

Los misterios del llanto son los mismos
que los solemnes del amor.


Entonces Placencia recibe el dolor con resignación, como una medicina espiritual que le ha sido enviada y que en ocasiones él acepta como algo perfectamente obligatorio.

El mar que no azota, no sabe lavar.


O bien:

A nadie culpo de los males
en que caí; los quise yo.
Los quise yo, porque quería
beber mi alma ese dolor…


Sin embargo la intensidad del sufrimiento o la susceptibilidad de quien lo percibe, a veces lo vuelve intolerable y sobreviene la queja o una maldición. En tales resentimientos, las maldiciones son escasas y las quejas numerosas. He aquí algunos ejemplos amargos de respuesta al dolor:

Me ha aborrecido el mundo tanto, que tiene miedo
hasta de que lo mime y de que le haga el bien.
Mas, no ha ido muy lejos por la paga; ¡no puedo
yo tampoco besarlo...! ¡Lo aborrezco también…!


En la versión revisada por Gutiérrez Hermosillo dice:

Lo maldigo también.

He aquí otro en que tal vez alude a los superiores:

La altura es enemiga...
Y hay que odiarla.


Y otros:

La justa maldición del vencido.
Me destila veneno.
La verdad suele ser cáustica y fría
como una hoja acerada y con veneno.


Especial desprecio manifiesta frente a quienes halagan a los superiores:

Nunca esperes
el favor de los hombres. Sus favores
harán que nunca mires a quien eres
por tenerte mirando a tus señores.
A veces Placencia se pregunta quién lo persigue:

¿de quién será esa mano despiadada
que me riega de sombras el camino
y deja mis estrellas apagadas?


Y en sus Bienaventuranzas toma claramente el papel que le ha correspondido:

Bienaventurados nosotros los perseguidos.


La evasión mundana es por una inmensidad de olvido y muerte, y la evasión mística por el acto de sepultarse y sentirse protegido en la llegada de ese crucificado al que vitupera con toda la ternura de que es capaz:

"Tocad, que si tocares, se os abrirá", dijiste.
Por eso llego y toco
y tus misericordias seculares invoco.
Señor: cúmpleme ahora lo que me prometiste.

O bien:

¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera…!
Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.


En ocasiones algo lo conforta: la música, por ejemplo. El órgano atmosférico, el saxofón soprano que Placencia tocaba en las serenatas de Amatitán y, en los últimos años, el solfeo de Jaime, su hijo.

Pero lo constante es la incapacidad ante el abismo que aparece en La concha quebrada, la orfandad, lo elegiaco y la desposesión, que en muy pocos momentos dejarán su sitio al poema místico de relampagueo genial.

El gusto por las narraciones, con repercusión bíblica, de la muerte de los seres queridos. El toque de infancia. El aroma silvestre. He aquí las constantes y la relación olvido-mar-muerte-Cristo (quite usted la palabra que no le acomode) también lo hará vibrar con la mayor intensidad.

Poesía siempre en busca de algo, algo que, preferentemente se encuentra en el pasado o en el futuro, si bien su mística más plena está en forma constante, en la intensidad del tiempo presente.

Los metros más frecuentes son el alejandrino y el endecasílabo, si bien a menudo Placencia experimenta como los modernistas. Recordemos que entre los poemas quemados en el Arzobispado, inéditos, se supone que iba una Poética modernista leída en el Seminario de San Juan de los Lagos. Hay en Placencia un gusto por el soneto y escribió series de ellos; entre éstas recuerdo La nueva Ilíada, Lo que fue del soprano, Menelik, el buen perro, El mal aventurero y El desastre del nido. Hay también cuartetas, quintillas, sextetas, etcétera. Y encontraremos a menudo estrofas en alejandrinos o endecasílabos, salpicadas de heptasílabos.

Ahora los años han echado sus despojos sobre Placencia; los críticos menos serios repitieron, hasta que todos los lectores lo aceptaron sin pruebas, el mito de un alcoholismo consuetudinario que ninguno de los conocidos de Placencia quiso aceptar, ni siquiera sus antagonistas. En cambio, se sabe que Placencia recibió la orden eclesiástica de vivir separado de su madre, quien sí empezó a beber cuando enviudó.

Ni siquiera lo referente a su enemistad con el Arzobispo, que parece tan clara a los ojos de todos, ofrece una documentación que la compruebe a los historiadores de Placencia y, en cambio, deja descubrir algún toque legendario.

Quizá tendremos que conformarnos con aceptar que la iglesia jalisciense sí logró destruir muchos vestigios definitivos sobre la problemática humana de uno de los mayores poetas religiosos mexicanos de todos los tiempos.



Ernesto Flores