Material de Lectura

Alfredo R. Placencia

 

 


Selección y nota introductoria de Ernesto Flores

 

VERSIÓN PDF

 


 

NOTA INTRODUCTORIA


Yo descendí hasta el alma de la noche
y en sus abismos me senté; aquí estoy.


Llamada a los poetas.

Muera yo como Él quiere,
ya que viví a mi antojo y he pecado a
mi gusto.


Tabaida.


El artista refleja su medio ambiente y su época y, al hacerlo, aporta experiencias directa o indirectamente autobiográficas. ¿Qué distancia hay entre la realidad y una imagen que de ella se nos proporciona? Considerable, sin duda. Rescatemos a Beatriz real en el Ponte Vecchio, sobre el Arno florentino, y comparémosla con la Beatriz celestial del Dante. O las prostitutas francesas de Maupassant, Zolá y Toulouse Lautrec, durante algunas noches en la nave del Sena, la humilde taberna o en el cabaret escandaloso. Pensemos en los paisajes entrañables de Corot, Pissarro, Utrillo, Chirico; en las naturalezas muertas que reproducían rincones refectoleros de las casas de Abraham Van Beyeren, Chardin, Velázquez o Paul Cézanne; en los interiores domésticos pintados por Jan Steen, Pieter de Hooch o Jan Vermeer. Imaginemos a los atletas, quizá sus amigos o parientes de Miguel Ángel, Bourdelle o Rodin. ¿Qué relación pudieron tener las Electras de Esquilo, Sófocles y Eurípides con la Electra de la historia bien conocida en la antigua Grecia? ¿O la Fuenteovejuna superpuesta al modelo tomado por Lope de las tres órdenes militares de Rades y Andrade? Y pensemos en la cantidad de matices personales agregados a los dramas históricos de Shakespeare, la María Estuardo de Schiller, el Egmont de Goethe, la Juana de Arco de Shaw, la Emperatriz Carlota de Rodolfo Usigli, el Hölderlin de Peter Weiss y el Felipe Ángeles de Elena Garro. Y es que quien vuelve a crear no puede mantenerse al margen; participa y se incorpora, con lo que, aun sin quererlo, deja los originales atrás y la creación empieza de nuevo.

Alfredo R. Placencia no es una excepción. Al contrario, su poesía sirve a menudo para narrar problemas religiosos o mundanos del autor, para englobar el medio pueblerino que habita y las personas a quienes acusa o ennoblece, definiendo sus oficios o aún sus nombres.

Qué dura cosa es esta de creer, se lamentó alguna vez Placencia. Como sacerdote católico que tiene a quien lo escucha, se confía en el momento del poema. A veces sus obras se vuelven oscuras a fuerza de autobiograficidad. Y es que Placencia es un poeta sobre cuya vida nada se había investigado y una búsqueda por todos los pueblos en que él ejerció el sacerdocio revelaba, hasta hace poco, claves de esta poesía de confesor confesado.


Los tres primeros libros de Placencia fueron publicados simultáneamente bajo el signo de la Imprenta de Eugenio Subirana de Barcelona en 1924. Placencia estaba en ese tiempo desterrado, supuestamente por el clero, en los Estados Unidos. Antes se le había retirado el nombramiento de Cura y ahora ejercía un modesto presbiterio en Long Beach, Fillmore y Santa Paula (California). Actualmente resulta un misterio todo lo referente a su degradación religiosa. Sin embargo resulta fácil encontrar motivos conocidos por los que Placencia pudo tener problemas con el clero.

Durante su estancia en Temacapulín (1910-1912) se habló de relaciones amorosas entre Alfredo R. Placencia y Mercedes Martínez.

En 1913, como tenía Placencia dos armonios en la Vicaría de Portezuelo, decidió regalar uno de ellos a la iglesia de Los Guayabos, por lo que los lugareños manifestaron agriamente su inconformidad. Además, Placencia había iniciado la construcción de un templo que, debido a la pésima calidad del terreno, se vino abajo. Placencia salió de Portezuelo sin despedirse de nadie.

En 1914 tuvo varios encuentros a cachazos de pistola en Jamay, de donde salió sin recibir la orden superior de traslado.

En 1920 Placencia dejó Tonalá precipitadamente sin saberse con seguridad el motivo. Allí había procreado un hijo con Josefina Cortés, llamado Jaime.

En 1921 su viejo porfirismo le hizo tener violentas dificultades con los agraristas de Atoyac, quienes, azuzados por el Presbítero Atanasio P. Figueroa, hicieron huir a Placencia (disfrazado de mujer, según algunos supervivientes de aquella época) de una situación peligrosa. Esto lo narra él mismo en su poema El éxodo.

Como prueba de una nueva dificultad, deja este documento en el libro de gobierno de Valle de Guadalupe: En esta fecha, 19 de diciembre de 1922, calumniado vilmente ante su Ilustrísimo y Reverendísimo señor Arzobispo Francisco Orozco y Jiménez por mi antecesor el señor Cura D. J. Isabel García de ingrata memoria en este pueblo, entregué la parroquia que sólo goberné por ciento veinte días, al estimado señor Cura, discípulo y amigo mío Don Teodoro García Armas.

Luego, entre su salida de Valle de Guadalupe y la partida de Placencia hacia el destierro en los Estados Unidos hay un vacío que se intenta llenar con lo poco que él dice en poesía.

Me ha desterrado la crueldad del destino
y se ha puesto a apagarme las poquísimas lumbres.



Y más tarde:

He dejado la patria
por matar un recuerdo;
y me salió mentira mentira
dolorosa ese remedio.


En Mi vocación de tísico precisa:

Mas pequé sin pensarlo, y no hallando señales
en mis ojos de mi arrepentimiento,
me ha desatado aquella su tempestad de males
y me arrancó a la patria sin ningún miramiento.


Y nos informa después sobre los efectos de ese destierro:

La impiedad de aquel clima, cuando está a llueve y llueve,
las brisas del pacífico, los grandes nubarrones…
todo eso me vendría como un alud de nieve
a enfermarme los bronquios y a atrasar mis pulmones…

Que me envuelve la tisis que siempre está bajando,
disfrazada de nieve.


Y más tarde recuerda:

fuéronme los amigos su favor retirando,
tal y del mismo modo que si mi amor manchara.


Y agrega sobre la experiencia de la culpa:

¿Tuve yo alguna culpa?, ¿qué le haría?...
Hurgando traigo aún la mano dentro
de la conciencia mía,
y, por más que he buscado, nada encuentro
de culpa todavía.

El Lic. Luis Vázquez Correa luchó siempre por imponer la teoría de un fuerte antagonismo entre el Arzobispo Orozco y Jiménez y Alfredo R. Placencia, por lo que éste fue arrastrado a un supuesto juicio eclesiástico. Además Correa y el novelista Lic. Agustín Yáñez, también amigo de Placencia, me informaron que, muerto éste, fueron quemados numerosos poemas inéditos de Placencia en el Arzobispado de Guadalajara. Al probar esa enemistad, podríamos confirmar el motivo por el que Placencia preferentemente fue destinado a los pueblos más miserables del estado de Jalisco.

El libro de Dios, El paso del dolor y Del cuartel y del claustro fueron los únicos libros publicados en vida de Placencia. Sin embargo habrían de conservarse otros textos reunidos en varios libros y también publicados en un tomo por la Casa de la Cultura Jaliscience en 1959: El vino de las cumbres, La franca inmensidad, El padre Luis, Varones claros, Tumbas y estrellas y La oración de la patria. Esos nueve libros reúnen la producción de toda su vida.

En ellos existen ciertos poemas místicos de una fuerza excepcional, poemas de una originalidad, una redondez y un chispazo incesantes. Supongo que, sin tener una vocación sacerdotal segura, Placencia conservó siempre una intensa religiosidad: esos poemas lo prueban. En ellos la piedra es un elemento básico, un autorretrato del apóstol (el Pedro bíblico). Ahí habla el sacerdote y el pecador o simplemente el hombre:

Mi horrendo disfraz de pecador.


Y se dice del frío, el miedo y la soledad. El acercamiento a Dios es por el dolor. El tono se acerca al del reto. El desafío y la ternura en ocasiones quedan plenamente identificados.

Otros poemas en alguna forma quedan cerca de la llamada poesía de provincia, pero con rasgos de un arcaísmo bíblico. Es perceptible alguna sensación de peligro muy paranoica que se va acentuando, y el autor nos deja escuchar sus repetidas lamentaciones. A veces Jeremías está presente en ellas.

El personaje magnético de su poesía, como en todo poeta místico, es Dios en El libro de Dios. Las figuras humanas más importantes son: la madre Doña Encarnación Jáuregui García (muerta en 1910) y el padre Don Ramón Placencia Flores, a quien debió la R. de su nombre (que fallece en 1896), en El paso del dolor; sus hermanos, el Teniente Higinio (1879-1916) y Cristina, "Sor Eulalia" (1877-1918), en Del cuartel y del claustro; el Sr. Cura Luis Navarro y Sedaño (muerto en 1919) en El padre Luis; y el hijo del poeta, Jaime Cortés (nacido en 1920), para quien fueron escritos algunos de los poemas cumbre del Padre Placencia, uno de ellos "Ad altare".

Pero, por encima de otros personajes humanos, el protagonista básico es el propio Alfredo R. Placencia, de aliento vigoroso y fuerte dramatismo. Sus matices dolorosos no dejan de trasmitirnos a ese Job autobiográfico, personaje bíblico que seguramente es una de las más notables influencias que Placencia recibió.


En todos los libros de Placencia se nos presentan dos caras en sus medios ambientes:

Primero asistimos a los interiores eclesiásticos, en los que descubre los estofados, el crucifijo redivivo en comunicación con el poeta, la obsesión de la llaga, de los huesos descoyuntados, la tierna Guadalupana, los ángeles, la elevación, la comunión, párrocos, monaguillos, el sacristán, lámparas votivas, cirios, incienso, rezos, el Breviario, la doble sillería, el coro, el órgano... Algunos de estos elementos salen de la iglesia y se proyectan en el paisaje rural.

La otra cara nos presenta lo mundano. Las mujeres de su vida sólo aparecen excepcionalmente en poemas donde se desdoblan las vivencias del poeta en figuras bíblicas: Adán y Eva, alguna versión muy libre del Cantar de los Cantares o en herméticas dedicatorias. Una de las excepciones: Almas enfermas en su parte número seis. La tentación sale a flote en otros poemas:

no verán sus hermanos
los escotes impuros de las hijas del mal.

Lo fundamental en su obra está en los interiores domésticos, amados siempre que ocupan un sitio en el pasado: alondras cantando en sus aleros, abejas, el granado de rebelde fertilidad, naranjos en flor, el pan, jaulas de pájaros, el hogar y, primordialmente, padres y hermanos. Ésta es la imagen del bien y la felicidad perdida, sobre todo cuando están relacionados con la niñez.

Vienen igualmente las visiones pueblerinas: calles, la propia ventana, la casa de enfrente, caballos, escasos lugareños ingenuos a veces arrastrados en contra de Placencia, labradores en su mayoría, algún volantinero o cirquero, tiempos de escarcha o sol ardiente, la plaza desdibujada, palomas, la niña tísica o la otra llamada Ana Lucía que resucita por un milagro de la Virgen, las sabineras, alguna urbe de tapias caídas, los tabachines que dejan caer gotas de sangre sobre la piedra, los alacranes, el cementerio próximo, el cortejo fúnebre y la muerte fiel en hombres, plantas y construcciones de esos pueblos. A esto se agregan las marinas de su época estadounidense.

Además visiones campestres ásperas, a veces de los alrededores de cada población en que habitó Placencia: el peñón de Temala con la imagen de Cristo, espigas, cañas, terrenos, barrancos, montañas, algún tren en que él viajó tras la muerte de su hermana, y rocas, siempre rocas. El paisaje se incrusta íntimamente en la sensibilidad del poeta; de un ascenso en el camino, él dice:

sentí empinarse la soledad desierta.


Placencia cita a Salomón, personaje que le es muy querido:

Es la casa del necio la casa de la risa,
y es la casa del sabio la casa del dolor.


Y efectivamente hay en Placencia un aprendizaje del dolor en todos sus colores. Se presiente un asedio por la nobleza del dolor, la austeridad del dolor, la soledad del dolor, la admiración del dolor y el valor dramático y la belleza del dolor hasta, en momentos, el exceso melodramático. La personificación del dolor es Jesús y en alguna ocasión Placencia se imagina a sí mismo clavado en la cruz:

estando, como estoy, crucificado.

Así, el Placencia más intenso, el que se enfrenta duramente al Cristo crucificado, es como el Placencia que se asoma en el espejo del dolor y del misterio.

A veces casi lucha consigo mismo al vituperarlo:

pero no te perdono, dueño mío,
este mundo de frío,
que ni el tiempo ni nadie curará.


La traición de Judas, en un papel que siempre recae en el prójimo, acusa o alude al hermano de sacerdocio y acentúa el sufrimiento de la injusticia.

La resistencia ante el dolor nos recuerda pasajes de la Biblia. Recordemos que la pobreza hizo vender a Placencia sus libros aunque, por motivos profesionales, retuvo su Biblia, obra en la que habrán de buscarse numerosas influencias. Y así él soporta, en su poesía, los pequeños crímenes en el plano imaginario y las grandes traiciones en el plano real. En El éxodo él expresa su desilusión aun ante la buena gente.

Y así su existencia adánica va del paraíso natal a la primera expulsión que es la ausencia del hogar y la muerte de sus padres y hermanos, y la segunda expulsión que sería el destierro en la Yanquilandia brumosa y fría. Otra especie de expulsión sería emocional, la del antagonismo clerical, o la de la no aceptación de sus greyes. Indudablemente Alfredo R. Placencia poseía una lupa enorme para enfocar este tipo de problemas.

En Amatitán (entre 1906-1909) adoptó asimismo algún toque de hipocondría, quizá justificado, como tema de sus poemas: una inminente ceguera que nunca llegó y que hasta lo hizo preparar un perro para ser su lazarillo.

En otra época de su vida, Mi vocación de tísico nos recuerda que el padre del poeta había muerto de tuberculosis y éste había aceptado una herencia de tal enfermedad.

Una de sus lamentaciones consistirá en imaginarse la casa natal solitaria, derruida y en tinieblas. Hay una indudable identificación de Placencia con la casa en que los recuerdos familiares se van haciendo polvo: sólo el granado resiste el abandono y los parientes muertos o en otra dimensión, claramente religiosa, de la realidad. Con eso notamos una vez más su tendencia hacia la depresión, la tristeza o simplemente el tema de la ausencia de tradición romántica.

El llanto es tratado en la más personal de las formas.

El hilillo de agua, rompedizo y ligero,
abre la entraña oscura
de la peña, de suyo tan tenaz y tan dura,
y da en la peña misma con algún lloradero.


Es decir, el llanto a veces viene hermanado con la esperanza. El hilillo de agua que, con su presión brutal siempre romperá la roca. La piedra en Placencia, recordémoslo, es el apóstol actual, o su alma. La roca es, dijimos, un autorretrato.

Y el llanto rompe diques, cura, lava y deifica.

Los misterios del llanto son los mismos
que los solemnes del amor.


Entonces Placencia recibe el dolor con resignación, como una medicina espiritual que le ha sido enviada y que en ocasiones él acepta como algo perfectamente obligatorio.

El mar que no azota, no sabe lavar.


O bien:

A nadie culpo de los males
en que caí; los quise yo.
Los quise yo, porque quería
beber mi alma ese dolor…


Sin embargo la intensidad del sufrimiento o la susceptibilidad de quien lo percibe, a veces lo vuelve intolerable y sobreviene la queja o una maldición. En tales resentimientos, las maldiciones son escasas y las quejas numerosas. He aquí algunos ejemplos amargos de respuesta al dolor:

Me ha aborrecido el mundo tanto, que tiene miedo
hasta de que lo mime y de que le haga el bien.
Mas, no ha ido muy lejos por la paga; ¡no puedo
yo tampoco besarlo...! ¡Lo aborrezco también…!


En la versión revisada por Gutiérrez Hermosillo dice:

Lo maldigo también.

He aquí otro en que tal vez alude a los superiores:

La altura es enemiga...
Y hay que odiarla.


Y otros:

La justa maldición del vencido.
Me destila veneno.
La verdad suele ser cáustica y fría
como una hoja acerada y con veneno.


Especial desprecio manifiesta frente a quienes halagan a los superiores:

Nunca esperes
el favor de los hombres. Sus favores
harán que nunca mires a quien eres
por tenerte mirando a tus señores.
A veces Placencia se pregunta quién lo persigue:

¿de quién será esa mano despiadada
que me riega de sombras el camino
y deja mis estrellas apagadas?


Y en sus Bienaventuranzas toma claramente el papel que le ha correspondido:

Bienaventurados nosotros los perseguidos.


La evasión mundana es por una inmensidad de olvido y muerte, y la evasión mística por el acto de sepultarse y sentirse protegido en la llegada de ese crucificado al que vitupera con toda la ternura de que es capaz:

"Tocad, que si tocares, se os abrirá", dijiste.
Por eso llego y toco
y tus misericordias seculares invoco.
Señor: cúmpleme ahora lo que me prometiste.

O bien:

¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera…!
Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.


En ocasiones algo lo conforta: la música, por ejemplo. El órgano atmosférico, el saxofón soprano que Placencia tocaba en las serenatas de Amatitán y, en los últimos años, el solfeo de Jaime, su hijo.

Pero lo constante es la incapacidad ante el abismo que aparece en La concha quebrada, la orfandad, lo elegiaco y la desposesión, que en muy pocos momentos dejarán su sitio al poema místico de relampagueo genial.

El gusto por las narraciones, con repercusión bíblica, de la muerte de los seres queridos. El toque de infancia. El aroma silvestre. He aquí las constantes y la relación olvido-mar-muerte-Cristo (quite usted la palabra que no le acomode) también lo hará vibrar con la mayor intensidad.

Poesía siempre en busca de algo, algo que, preferentemente se encuentra en el pasado o en el futuro, si bien su mística más plena está en forma constante, en la intensidad del tiempo presente.

Los metros más frecuentes son el alejandrino y el endecasílabo, si bien a menudo Placencia experimenta como los modernistas. Recordemos que entre los poemas quemados en el Arzobispado, inéditos, se supone que iba una Poética modernista leída en el Seminario de San Juan de los Lagos. Hay en Placencia un gusto por el soneto y escribió series de ellos; entre éstas recuerdo La nueva Ilíada, Lo que fue del soprano, Menelik, el buen perro, El mal aventurero y El desastre del nido. Hay también cuartetas, quintillas, sextetas, etcétera. Y encontraremos a menudo estrofas en alejandrinos o endecasílabos, salpicadas de heptasílabos.

Ahora los años han echado sus despojos sobre Placencia; los críticos menos serios repitieron, hasta que todos los lectores lo aceptaron sin pruebas, el mito de un alcoholismo consuetudinario que ninguno de los conocidos de Placencia quiso aceptar, ni siquiera sus antagonistas. En cambio, se sabe que Placencia recibió la orden eclesiástica de vivir separado de su madre, quien sí empezó a beber cuando enviudó.

Ni siquiera lo referente a su enemistad con el Arzobispo, que parece tan clara a los ojos de todos, ofrece una documentación que la compruebe a los historiadores de Placencia y, en cambio, deja descubrir algún toque legendario.

Quizá tendremos que conformarnos con aceptar que la iglesia jalisciense sí logró destruir muchos vestigios definitivos sobre la problemática humana de uno de los mayores poetas religiosos mexicanos de todos los tiempos.



Ernesto Flores

 


 

 

EL LIBRO DE DIOS


Aquí sí que no puedo
nada, si no es temblándome la mano.
Tu nombre es inefable y soberano;
tu nombre causa devoción y miedo,
y, no puedo, no puedo.
¿Cómo voy a poder…? Soy un gusano.

Déjame antes llorar, eso es muy mío.
Deja que piense en Ti y en Ti me abrase.
Aguarda a que me pase
esta ola de frío
y luego escribiré, si es que ya puedo,
tu libro este, que me causa miedo.

Mientras anda la noche y todo duerme,
me sentaré a raíz, sobre la tierra,
dando tiempo a tu amor de que me enferme.
Así voy a ponerme,
y el dique romperé, que el llanto encierra,
y, en seguida vendré a desmorecerme.

Los misterios del llanto son los mismos
que los solemnes del Amor. El llanto
sabe salvar o ciega los abismos,
tal como aquél, y sana y melifica.
El Amor puede tanto,
que a un tiempo lava y cura y deifica.

Así lo voy a hacer, por ver si puedo
con este Libro que me causa miedo.
Me sentaré a raíz, sobre la tierra,
mientras la vida calla y la luz duerme,
y el dique romperé, que el llanto encierra.
Voy a desmorecerme
y a sentarme en la tierra.
Tan sólo aguardo que tu amor me enferme.

 


LUCHA DIVINA


¿Tú sostienes el orbe con un dedo…?
Eso, a decir verdad, no es maravilla.
Puedo yo más que Tú. Yo soy de arcilla
y, ya lo has visto en el altar: ¡Te puedo!
¿Piensas poder más Tú…? Te desafío;
y si es así que tu potencia es mucha,
lucha conmigo, vénceme en la lucha
y a Ti no más te ame, Jesús mío.


CIEGO DIOS


Así te ves mejor, crucificado.
Bien quisieras herir, pero no puedes.
Quien acertó a ponerte en ese estado
no hizo cosa mejor. Que así te quedes.

Dices que quien tal hizo estaba ciego.
No lo digas; eso es un desatino.
¿Cómo es que dio con el camino luego,
si los ciegos no dan con el camino…?

Convén mejor en que ni ciego era,
ni fue la causa de tu afrenta suya.
¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera…!
Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.

¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado,
que me llamas, y corro y nunca llego…!
Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,
ciégueme a mi también, quiero estar ciego.

 


 

ABRE BIEN LAS COMPUERTAS


El hilillo de agua, rompedizo y ligero
abre la entraña obscura
de la peña, de suyo, tan tenaz y tan dura,
y da en la peña misma con algún lloradero.

Señor: entra en mi alma y alza Tú las compuertas
que imposible es que dejen que fluya mi amargura.
Quiero que estén abiertas
las compuertas
de mi alma de roca, tan rebelde y tan dura.

Soy Tomás; necesito registrar tu costado.
Soy Simón Pedro, y debo desbaratarme en lloro.
Dimas soy, y es mi ansia morir crucificado.
Soy Zaqueo, que anda todo desazonado,
viendo, por si pasares, dónde habrá un sicómoro.

"Tocad, que si tocareis, se os abrirá", dijiste.
Por eso llego y toco
y tus misericordias seculares invoco.
Señor: cúmpleme ahora lo que me prometiste.

Alza bien las compuertas, Señor; lo necesito.
Deben estar abiertas
las compuertas del llanto que purgará el delito.
Abre bien las compuertas.

El hilillo de agua, rompedizo y ligero,
¿cuándo no dio en la peña con algún lloradero...?


EL CRISTO DE TEMACA


I

Hay en la peña de Temaca un Cristo.
Yo, que su rara perfección he visto,
jurar puedo
que lo pintó Dios mismo con su dedo.

En vano corre la impiedad maldita
y ante el portento la contienda entabla.
El Cristo aquel parece que medita
y parece que habla.

¡Oh…! ¡qué Cristo
éste que amándome en la peña he visto...!
Cuando se ve, sin ser un visionario,
¿por qué luego se piensa en el Calvario...?

Se le advierte la sangre que destila,
se le pueden contar todas las venas
y en la apagada luz de su pupila
se traduce lo enorme de sus penas.

En la espinada frente,
en el costado abierto
y en sus heridas todas, ¿quién no siente
que allí está un Dios agonizante o muerto

¡Oh, qué Cristo, Dios santo! Sus pupilas
miran con tal piedad y de tal modo,
que las horas más negras son tranquilas
y es mentira el dolor. Se puede todo.


II

Mira al norte la peña en que hemos visto
que la bendita imagen se destaca.
Si al norte de la peña está Temaca,
¿qué le mira a Temaca tanto el Cristo?

Sus ojos tienen la expresión sublime
de esa piedad tan dulce como inmensa
con que a los muertos bulle y los redime.
¿Qué tendrá en esos ojos? ¿En qué piensa?

Cuando el último rayo del crepúsculo
la roca apenas acaricia y dora,
retuerce el Cristo músculo por músculo
y parece que llora.

Para que así se turbe o se conmueva,
¿verá, acaso, algún crimen no llorado
con que Temaca lleva
tibia la fe y el corazón cansado?

¿O será el poco pan de sus cabañas
o el llanto y el dolor con que lo moja
lo que así le conturba las entrañas
y le sacude el alma de congoja…?

Quien sabe, yo no sé. Lo que sí he visto,
y hasta jurarle con mi sangre puedo,
es que Dios mismo, con su propio dedo,
pintó su amor por dibujar su Cristo.


III

¡Oh mi roca…!
la que me pone con la mente inquieta,
la que alumbró mis sueños de poeta,
la que, al tocar mi Cristo, el cielo toca!

Si tantas veces te canté de bruces,
premia mi fe de soñador, que has visto,
alumbrándome el alma con las luces
que salen de las llagas de tu Cristo.

Oh dulces ojos, ojos celestiales
que amor provocan y piedad respiran;
ojos que, muertos y sin luz, son tales
que hacen beber el cielo cuando miran.

Como desde la roca en que os he visto,
de esa suerte,
en la suprema angustia de la muerte
sobre el bardo alumbrad, Ojos de Cristo.

 


 

MI CRISTO DE COBRE


Quiero un lecho raído, burdo, austero
del hospital más pobre; quiero una
alondra que me cante en el alero;
y si es tal mi fortuna
que sea noche lunar la en que me muero,
entonces, oíd bien qué es lo que quiero:
quiero un rayo de luna
pálido, sutilísimo, ligero…
De esa luz quiero yo; de otra, ninguna.

Como el último pobre vergonzante,
quiero un lecho raído
en algún hospital desconocido
y algún Cristo de cobre agonizante
y una tremenda inmensidad de olvido
que, al tiempo de sentir que me he partido,
cojan la luz y vayan por delante.
Con eso soy feliz, nada más pido.

¿Para qué más fortuna
que mi lecho de pobre,
y mi rayo de luna,
y mi alondra y mi alero,
y mi Cristo de cobre,
que ha de ser lo primero…?
Con toda esa fortuna
y con mi atroz inmensidad de olvido,
contento moriré; nada más pido.


 

EL PASO DEL DOLOR


I

La noche del dolor es grave y densa.
En dos filas formaos,
poetas, hijos de la noche inmensa,
y dejad de pensar.
¿En qué se piensa
cuando en el alma se desploma el caos?

Una noche infinita,
con su mortal gravitación de roca,
sobre la soledad se precipita.
En ella entremos.
A nosotros toca
saber lo que esa noche entraña y grita.

Por aquí va la entrada
de esa noche sin límites ni nada
a que os convido yo.
Venid conmigo.
Vuestra pisada huelle la pisada
que hollando va la del dolor que sigo.

Nadie penetrará más que nosotros
en esa noche imperturbable y quieta.
Tan difícil la entrada y tan secreta
puso a Dios a los otros,
como a la mano y fácil al poeta.

Ninguna flor de luz abre su broche.
Mas no habrá que temblar ante el derroche
de tanta sombra que dormita en calma.
Vosotros, como yo, tenéis el alma
grande, y triste también, como la noche.

En dos filas formaos,
poetas, seres que acaricia el caos,
y entremos ya.
Cuando el dolor sintiereis,
si teneros en pie no consiguiereis,
de rodillas estad. ¡Arrodillaos…!


LLAMADA A LOS POETAS


Dad la mano a este pobre que se pierde
sin un rayo de sol.
Dadle a beber dolor los que aprendisteis
donde vive el dolor.

Para escribir la estrofa, necesita
sangre del corazón.
Decid, los que nacisteis soñadores,
¿dónde hay tinta mejor…?

Guiadlo, por piedad.
Es de la casta
de que vosotros sois.
Su nombre, como el vuestro, va en la lista
que ha empezado por Job.

Yo descendí hasta el alma de la noche
y en sus abismos me senté; aquí estoy.
Subid a ver si hay algo en la montaña
de la lumbre del sol.

Algo debió quedar allí perdido.
Pienso que algo quedó.
Registrad las espigas y las hojas,
hijos mansos de Job.

Dad la mano a este pobre que se pierde
sin un rayo de sol.
Dadle a beber dolor los que aprendisteis
donde vive el dolor.


 

A VER QUÉ QUEDA


Ponte a buscar los muros,
a ver qué queda.
Un terrón, cuando menos,
deberá haber quedado sobre la tierra.

Besa el terrón hallado.
Tu boca besa,
cuando el terrón besares,
las pisadas paternas,
todas ellas piadosas
y todas buenas.

Carga con tu desierto,
grita a la parentela.
Ponte a buscar los muros...
A ver qué queda.

Ve a buscar en seguida
la vieja puerta.
Alguna astilla leve
quedará, cuando menos, sobre la tierra.
Besa también la astilla.
Esa astilla te cuenta
cómo entraba a menudo,
como una abeja,
con sustento cargado, tu muerto padre
por esa puerta.
Ponte a buscarla, búscala,
a ver qué queda.

Busca el granado viejo,
de ramas como muertas,
que así, viejo y cansado,
daba las flores vírgenes y nuevas.
Y no te olvides de buscar el tronco,
a ver si queda,
del naranjo que, un día,
el buen viejo plantó junto a la puerta.

Fácil es que de aquello nada quede;
pero tú siempre búscalo, poeta,
y acarícialo y bésalo.
Quién sabe
si algo viva y lo encuentres.
Dios lo quiera.

 


 

TÚ ERES AÚN PEQUEÑO


I

Solfea, niño amigo, en tu Eslava, solfea;
y que el poeta sueñe, como en la dulce aldea,
cuando la peña canta y el tabachín florea.

Siento como el exúber florecer de la roca
cuando trémula viene hasta mi alma y toca
la inspiración temprana que fulgura en tu boca.

Solfea, artista impúber,
en tu Eslava, solfea.

Soñador del exúber
florecer de la aldea,
yo he de entornar los ojos por ver cómo la roca
bebe la sangre virgen que el tabachín gotea.


II

Tú y yo somos hermanos. Aunque esté encanecido
mi pelo con la nieve que el tiempo le ha traído
y tú seas un niño todavía pequeño,
ambos somos hermanos; el amor nos ha unido
con la dulce lazada del ritmo y del ensueño.

Y soy un pobrecito digno de que me quieras.
Soy un triste que ha mucho va por la vida solo.
Si a su casa, sin aire y sin calor, vinieras,
amasados sus muros y cimientos creyeras
con las eternas nieves y el olvido del polo.

Mas no pesa mi carga, antes vivo contento
con mi fardo de nieves y mi sobra de olvido.
Débil hoja que plugo para juguete al viento,
nunca he soñado tanto como cuando ha venido
el olvido a mi casa y ahí puso su asiento.

El Temaca ignorado tiene sus sabineras
de cuya espesa fronda fui a suspender mi hamaca;
y le canté a su Cristo, que el viandante venera,
y pusiéronse a hablarme la cumbre y la pradera
de aquel mundo de versos que me inspiró Temaca.

Y más antes —de ello hace ya muchos años—,
descendí a lo más hondo del lejano Bajío
donde guarda sus restos coloniales Bolaños,
y soñé los dialectos de sus hombres extraños,
y canté a las estrellas caídas en su río.

Y es así, de ese modo, sin poner para nada
el haz de mis austeras esperanzas en nadie,
y descendiendo siempre de bajada en bajada,
como he visto que suele reventar la alborada
y que en mi frente el beso de sus luces irradie.

Tú eres aún pequeño. Todavía no pruebas
el pesar de la vida. Tu sendero se alfombra
de luces juveniles y de esperanzas nuevas;
pero ya vendrá el tiempo para darte a que bebas
su dolor y a traerte su dávida de sombra.

Entretanto, solfea...
La peña está cantando y el tabachín florea.
No temas al adusto dolor; antes invoca
al dolor, y que él sea
el que ponga en tu alma y destile en tu boca
las estrofas que él sabe pensar. Mira la roca:
¡Son de sangre las flores que el tabachín gotea!


EL ÉXODO



I

EL MAL AVENTURERO

Se echó a cuestas su cátedra y, así cargado, vino
a decir a la turba de ilusos que era bueno
el oficio execrable de vivir de lo ajeno,
sin andar por los montes ni arriesgarse al camino.

Y le abrieron sus brazos los ilusos.
Concino
hallaron el discurso que fermentó el veneno
que la muerte traía.
Y al abrirle su seno,
se le tendió la mesa y agua se le previno.

El mal aventurero llegó a los pocos días
a ser como el pontífice de mi grey y el oráculo.
Y pervirtió a las almas, que dizque fueron pías.

Y siendo yo una rémora y una ley y un obstáculo,
a escoger se me puso una de tantas vías
sin coger ni mi alforja, ni mi luz, ni mi báculo.


II

LA GENTE BUENA

Lo querían los santos.
Su beatitud salvaje,
hasta mi propia puerta llegaba y me imponía
su arbitrario designio.
Y a toda costa había
que ir cerrando las puertas y emprender aquel viaje.
Sin hacer cuenta alguna de mi escaso menaje
separé cuanto suyo a mi guarda tenía:
sus papeles, sus llaves, su vivienda sombría,
sus escombros y todo.
Nada suyo me traje.
Y entregué una por una, cuanta cosa era ajena;
y una vez que ya hube todo aquello entregado,
me refugié en mi noche y abracé mi condena.
¡Si tendré o no justicia para verme tentado
a dudar de los hombres!...
Fue la gente más buena
la que me dio la espalda…
¡La que más ha rezado!


III

EL BUEN DULCERO

Dejó Damián su almíbar, nada más preparado,
y así vino a decirme:
"Señor, el odio llega,
por lo visto a su colmo.
¿Sabéis quién os entrega?
Atanasio, el que labra vuestro propio sembrado.
Sin dilación quitemos el polvo del calzado
y salgámonos presto de aquí.
La turba ciega
no sabrá la partida, como que Dios le niega,
providente, el aviso y la luz.
A mi cuidado
siento que Dios os pone."
Y el piadoso dulcero
que su almíbar dejaba y en mi ayuda venía
en la noche tremenda que en vano olvidar quiero,
a lo último díjome:
"Señor, esta es la vía.
Andadla mientras arden las estrellas.
Yo espero
que os hallaréis muy lejos cuando reviente el día."

 


 

POR LO QUE QUIERO IRME


Para Lupe,
con mi vieja admiración de bardo.


Me he aferrado al gran sueño de morirme
por lo que Dios ha visto que me pasa.

Desde el cuatro de enero no es mi casa
esta en que estoy.
Por eso quiero irme.

Desde cuando despierto hasta el dormirme,
afónico dolor viene y me abrasa
sin que logre mi fe, débil y escasa,
de sus brazos combustos desasirme.

Mi alma es un alma en pena.
¿Qué paz tiene
desde la noche aquella maldecida
que nada ha hallado en mí que no envenene?...
Así es que si la muerte me convida,
bien hará en no tardar.
Más me conviene
la casa nueva que la casa ida.

 


AD ALTARE


Para mi hijo Jaime,
con devota ternura.


Os anuncio una nueva:
Hay que bajar al río,
y lavar en sus aguas al hijo mío
donde el dolor abreva.

Yo he de ser quien oficie, grave y adusto,
bajo la comba inmensa del firmamento;
hará el río de pila, de órgano el viento
y los astros de antorchas del templo augusto.

Disponed la partida,
inflamad las estrellas,
juntad todas las noches que hubo en la vida
y envolvedme con ellas.

Ya parece que en una se confundieron
las noches incontables que el sueño evoca,
y se me ha abierto el alma, y allí cayeron
las palabras que, en breve, dirá la boca.

Hemos dejado lejos el caserío
y vamos caminando con rumbo al río
que el dolor envenena.
Todas las cosas gritan en torno mío:
todas me dan, a una, la enhorabuena.

Al pasar a su lado,
las calandrias dormidas han despertado,
y hasta el desierto,
que a su sueño de tumba vive entregado,
se rebulle en la arena y está despierto.

¡Oh!, ¿qué música es ésta,
que por mejor sentirla se empina el río
y se pone de fiesta?
Todas las frondas cantan al hijo mío,
y hasta la cuesta.

¿Qué mucho es que yo corra con el pequeño
y que mis fuerzas hallen leve esta carga?
En mis brazos el niño, de quien soy dueño,
ni la cuesta que bajo se me hace larga,
ni las piedras me muerden, ni me despeño.

Y es que el amor me ayuda
y hasta me hace sentirme con menos años.
No cabe duda:
el cuerpo solamente se rinde y suda
cuando carga los hijos de los extraños.

Hemos llegado al río.
Tendidas a lo largo de la ribera
se ven todas las noches en doble hilera;
las noches congregadas al grito mío.

Todas ellas salieron del antro oscuro
de las cosas pasadas;
y a la voz poderosa de mi conjuro,
ocupan las riberas envenenadas.

Y se abrazan, se ciñen y se confunden,
y se ciñen y alargan, y en el vacío,
a cual más, las cabezas gigantes
hunden por asomarse al río.

De ese negro de noche tejí mi veste
que del cuello me baja y al suelo toca.
Reverbera en mis canas la luz celeste.
Y una palabra grande llueve en mi boca.

 


 

EL MAL TURIFERARIO


He salido, a la postre, muy mal turiferario.
Culpa fue de mi casa que no tuvo costumbre
ni de quemar incienso, ni de avivar la lumbre,
ni de andar de rodillas más de lo necesario.

Por eso chasqueó el látigo sobre la espalda mía,
y perdí para siempre la quietud de mi Valle,
y salí sentenciado a pasar todo el día
azotando la calle…

Se me doró la jaula por dorarme el castigo.
Yo me abrazo al oprobio de mi jaula y me digo:
"¿Qué adelanto con eso...?"
Aunque tenga la cárcel el varillaje de oro,
¿no será verdad siempre que está el pájaro preso…?
Me hace falta mi Valle, mi silencio que adoro
y aquel mi desamparo que iba siempre conmigo…
Me hace falta todo eso.
¡Al cabo era mi amigo…!

Mas, no extraño esta pena.
Hallo hasta necesario
el cúmulo de enormes desastres que me pasa.
Jamás supe de lumbre, nunca usé el incensario
ni nadie, que yo sepa, lo acostumbró en mi casa
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

No salgo del asombro en que caí.
¡Oh estupendo
horadar de la gota que siempre está cayendo…!


 

LA ENMIENDA


Díjele a la peña muda, estoica y fría,
que el mar golpeaba: "¿No sabes odiar?
Yo, en el caso tuyo, juro que odiaría.
¿Por qué el mar te azota? ¿no más por ser mar?"

Y dijo la peña que el mar golpeaba:
"Cállate boca, no vuelvas a hablar.
Deja que me azote, ¿no ves que me lava?
El mar que no azota, no sabe lavar."

Y dije a la peña: "Gracias, peña mía,
que a pensar me pones lo que ya sabía.
Si el dolor me tiene que purificar,
voy a ser un alma muda, estoica y fría.
No volveré a hablar."

 


 

LAS ESTRELLAS


Llaman islas de luz a las estrellas
y no sé la razón por qué las llaman.
Dicen que hay un beleño misterioso
en su tibio fulgor para las almas;
y hay quien diga que ellas, muchas veces,
sus pupilas encienden la esperanza.

¡Qué mentira tan triste…!
Yo jamás he pensado en contemplarlas.
Cuando buscan mis ojos las estrellas,
las estrellas se esconden o se apagan…

Dicen que sus fulgores, simulando
blanca lluvia de lágrimas,
tristemente descienden por las noches
y visitan las ruinas solitarias
de retoños silvestres
o de fúnebres musgos coronadas.

Tal vez lo hagan así. Suele el viandante
de tiempo en tiempo suspender la marcha,
y sentarse a leer en cada piedra
que el tiempo azota o la intemperie labra,
la memoria inextinta y dolorosa
de las cosas pasadas.

Tal vez lo hagan así; mas hace tanto
que inútilmente el corazón lo aguarda…

Muchas veces, de noche,
me he sentado a las puertas de mi casa;
y en mis largos insomnios,
y en mis continuas y mortales ansias,
¿qué han hallado en el cielo mis pupilas…?
Abismo, soledad, tinieblas… ¡nada…!
que aunque alumbran las ruinas, las estrellas,
no hay que esperar que alumbren para el alma.

Dicen que los poetas, esos seres
que adivinan lamentos y palabras,
sollozos, anatemas,
gritos, imprecaciones o amenazas,
las han visto llorar sobre las tumbas,
cuando el silencio de la noche avanza,
a envolver las gavetas y las cruces
en el triste vapor de sus miradas.

¿Para qué mentirán…? Si fuera cierto
que de las tumbas y el dolor se apiadan,
yo lo supiera bien. ¡Ay, cuántas veces,
huyendo del dolor que me acompaña,
me he sentado a las márgenes del río,
por sentir a mis pies quejarse el agua
y en la arena ensayar la última estrofa
que en rumores traducen las montañas…!

¿Para qué mentirán…? Huérfano y solo,
sin luz la frente: y sin calor el alma,
¿qué otra cosa es mi vida que una tumba
de mortales recuerdos coronada...?

Muchas veces, de noche,
me he sentado a las puertas de mi casa;
y en el ir y tornar de mis recuerdos,
y en mis continuas y mortales ansias,
se han hundido en el cielo mis pupilas,
mas no logra encenderse mi esperanza.
Cuando buscan mis ojos las estrellas,
las estrellas se esconden o se apagan.

 


 

MIS TRISTEZAS


Mi dolor es un mar; en él se pierden
el fúnebre cortejo, mis tristezas,
silentes, majestuosas y sombrías,
como góndolas negras.

Allí buscando la tranquila playa
naufragaron mis tímidas quimeras,
y como pobres pájaros heridos
mis sueños aletean.

Y el hastío, el pesar y el desengaño
surgen siniestros de sus brumas densas
y sus olas se encrespan y se agitan,

cuando pasan mis fúnebres tristezas
silentes, majestuosas y sombrías,
como góndolas negras.