Material de Lectura

Pier Paolo Pasolini
Antología breve



Selección, traducción
y nota de Guillermo Fernández

 

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Nota introductoria

 

Debo confesar mi desaliento frente al hecho de tener que escribir una "nota" que acompañe a estas "traiciones" necesarias, puesto que la obra poética de Pasolini es punto menos que desconocida en lengua española. Dicho desaliento tiene mucho que ver con el poco espacio disponible y, en igual medida, con mi declarada incapacidad para abordar críticamente una obra tan varia como lo es la del poeta boloñés.

Pero estoy convencido de que estamos hablando de una figura en la que desemboca, con todo su peso, la tradición viva de la cultura italiana y los turbulentos años de la segunda posguerra, asumidos por Pasolini con enconada pasión: es el último gran renacentista enclavado en el centro mismo del siglo XX italiano.

Y el poeta civil más importante de su país en lo que va del siglo, en cuya obra madura predominan los tensos conflictos ético-sociales; los intereses filológicos, que lo llevan al estudio profundo de las formas populares y dialectales; el análisis de los instrumentos de la crítica estilística y la relación de ésta entre sociedad y literatura, considerando los fenómenos plurilingüísticos de la Península y la consecuente exclusión de dichas formas en la cultura oficial. Como en toda su obra narrativa, su poesía combina la lengua y el dialecto, intentando con ello documentar el momento histórico y la realidad del mundo violento de los arrabales romanos, de los suburbios miserables donde él mismo vivió durante los primeros años de su estadía romana, narrados en El llanto de la excavadora y en muchos otros poemas autobiográficos.

Como novelista, poeta, ensayista, filólogo, director cinematográfico, comunista militante e impugnador extraparlamentario, Pasolini fue —y sigue siendo—, el centro de encarnizadas polémicas durante dos décadas de vida italiana. En todas sus actividades marcó las huellas frescas y profundas de su "desesperada vitalidad", de su "pasión e ideología", de su lucidez crítica y de su lucha a favor de quien está social, sexual y culturalmente "excluido" por el odio de la "cómoda normalidad".

Su lucidez y honestidad intelectuales —aplicadas en artículos y ensayos críticos en que denunciaba los errores involuntarios o deliberados tanto de "izquierdas" como de "derechas"—, fueron ampliando el vacío a su alrededor en los últimos años de su vida, en una soledad ("que yo mismo elegí, como un rey") mitigada por la solidaridad de unos cuantos amigos que continuaron siéndole fieles. Pero su soledad no evitó el incesante acoso de la "justicia" ni la serie interminable de "procesos". La persecución no ha terminado, aunque la madrugada del 2 de noviembre de 1975 —fecha en que fue asesinado— parezca indicar lo contrario.

He aquí dos de los innumerables testimonios referentes a la persecución y a los "procesos":

"Es increíble que los italianos hayan reaccionado tan mal frente a un trauma histórico. En pocos años se han convertido (sobre todo en el centro y en el sur) en un pueblo degenerado, ridículo, monstruoso, criminal. Basta con salir a la calle para entenderlo. Pero, naturalmente, es necesario amar a la gente para entender sus cambios. Desgraciadamente, yo he amado demasiado a la gente italiana, por encima de los esquemas del poder como por encima de los esquemas populistas y humanitarios. Se trataba de un amor real, arraigado en mi modo de ser. He visto, pues, "con todos mis sentidos", la coacción en el comportamiento del poder consumista, cómo recrea y deforma la conciencia del pueblo italiano hasta llevarlo a una degradación irreversible."1

"…Después de escuchar la condena, Pier Paolo volvió a su casa en aquella mañana de marzo de 1963. Sol caliente, de primavera."

Al conocer la condena, Sussana (la madre de Pasolini) tuvo una crisis de llanto, un desvanecimiento. Fue una crisis alarmante. Pier Paolo quedó trastornado. Buscó a Moravia y le pidió que lo alcanzara en su casa. Luego, logró encontrar el número telefónico de Di Gennaro (el fiscal): lo llamó. Gritando lo responsabilizó de la crisis de su madre.

Ésa fue la única vez que Pier Paolo tuvo una reacción frente a una condena: el llanto, la postración física de Sussana lo ensombrecieron. A ella dedicó este poema:

 

 

Eres insustituible. Por esto fue condenada
a la soledad la vida que me has dado.
 

Y no quiero estar solo. Tengo un hambre infinita
de amor, del amor de los cuerpos sin alma.
 

Porque el alma está en ti, eres tú, pero tú
eres mi madre y tu amor es mi esclavitud:
 

ha pasado la infancia esclavo de este alto
sentido, irremediable, de este inmenso empeño.
 

Era el único modo para sentir la vida,
el único color, la única forma: se acabó.
 

Sobrevivimos, y es la confusión
de una vida que renace fuera de la razón.
 

Te lo ruego, ah, te lo ruego: no quieras morir.
Estoy aquí, a solas contigo, en un futuro abril…2

 



1Escritos corsarios, p. 64.

2Enzo Siciliano, Vida de Pasolini, editorial Rizzoli, Milán, noviembre de 1978. El poema forma parte de Las cenizas de Gramsci.


Nota biográfica

 

Pier Paolo Pasolini nació en Boloña en 1922 (el mismo año en que Musolini subió al poder). Realizó sus primeros estudios en Parma, Belluno, Sacile, Cremona y Reggio Emilia, lugares adonde su familia tuvo que desplazarse, siguiendo al padre de Pasolini, que era oficial del ejército.

En 1943 se inscribió en la Facultad de Letras de la Universidad de Boloña, pero viviendo ya en Casarsa, el pueblo natal de la madre, lugar que eligieron al escapar de los eventos de la segunda Gran Guerra. En ese pueblo friulano Pasolini escribió su primer libro de poemas (Poesie a Casarsa), adoptando el dialecto local, en 1942. Fue cofundador y principal promotor de la "Academiuta de lenga furlana" (Academia de lengua friulana) y participó activamente en la lucha de la Resistencia, escribiendo manifiestos y proclamas en 1943 "uno de los años más hermosos de mi vida". En 1949 termina la carrera de Letras y los tres años dedicados a la docencia de "la aterida gramatiquita latina" al ser expulsado de la escuela en que trabajaba, después del escándalo provocado por sus costumbres "raras". Sus preferencias sexuales provocaron también su expulsión del Partido Comunista Italiano, en el que había participado con arrojo y decisión. Acosado por los moralistas del P. C. I. tanto como por los de la democracia cristiana, Pasolini, queda totalmente excluido de la vida social de Casarsa, y convence pronto a su madre de que no hay otra solución que la de ir a residir en otra parte.

En 1950 llega con ella a Roma, dispuesto a llevar una vida nueva. Le piden ayuda al "tío Gino". Éste los ayuda como puede, instalando a Pasolini en un cuarto de alquiler menos que modesto; a la madre le consigue un trabajo de sirvienta a tiempo completo en una casa de arquitectos. Los dos viven los primeros meses con el escaso ingreso de ella. Tiempos de miseria, pero de gran libertad erótica para Pasolini. Comienza a relacionarse con escritores y periodistas. En ese mismo año publica su primer artículo en La Libertà d'Italia: una recensión de Fábulas de la dictadura, de Leonardo Sciascia. También escribe artículos para Il popolo di Roma, Il giornale de Napóles, Il lavoro de Génova. Publica sus primeros cuentos en Il Mondo. Continúa colaborando con La fiera letteraria. Roma lo ha fascinado: "Roma, con toda su eternidad, es la ciudad más moderna del mundo: moderna porque siempre está a nivel del tiempo, absorbedora de tiempo". Su círculo de amigos escritores sigue ampliándose: Giorgio Bassani, Luigi Malerba, Laura Betti, Velso Mucci, Libero Bigiaretti, Enrico Falqui; mantiene relaciones epistolares con Vittorio Sereni, Giacinto Spagnoletti, Carlo Betocchi… En casa de Bassani le es presentado a Attilio Bertolucci, quien había ido a Roma con el fin de encargarse de la dirección de un filme. Bassani y Bertolucci introdujeron a Pasolini en el mundo cinematográfico, encargándole sus primeros guiones.

Éstos son, a grandes rasgos, los primeros pasos de una trayectoria que se extendió durante 25 años de trabajo en tantas y variadas disciplinas: en todas ellas dejó su impronta lúcida, apasionada y contradictoria, pero siempre genial, que lo convirtió pronto en la figura más inquietante y controvertida de la Italia de los tiempos modernos.

Pier Paolo Pasolini fue asesinado el 2 de noviembre de 1975, en uno de los campos del aeropuerto de Roma.


Bibliografía principal

 


Poesía:

Poesie a Casarsa, Boloña, 1942
I diari di P.P.P., ídem, 1945
Pianti, ídem, 1946
Dov'è la mia patria, ídem, 1949
Tal cour di un frut (En el Corazón de un niño), Tricesimo, 1953
La meglio gioventù, Florencia, 1954
Le ceneri di Gramsci, Milán, 1957
L'usignolo della chiesa cattolica, ídem, 1958
La religione del mio tempo, ídem, 1961
Poesía in forma di rosa, ídem, 1964
Trasumanare e organizzare, ídem, 1971



Ensayo:

Passione e ideologia, Milán, 1960
Empirismo eretico, ídem, 1972
Scritti corsari, ídem, 1975



Narrativa:

Ragazzi di vita, Milán, 1955
Una vita violenta, ídem, 1959
Accattone, Roma, 1961
Mamma Roma, Milán, 1962
L'odore dell'India, ídem, 1962
Il sogno di una cosa, ídem, 1962
Ali dagli occhi azzurri, ídem, 1965
Teorema, ídem, 1968
Medea, ídem, 1970



Antologías:

Il canto popolare, Milán, 1954
Poesía dialettale del novecento (en colaboración con M. Dell'Arco), Parma, 1952
Canzoniere italiano, ídem, 1955
La poesia popolare italiana, Milán, 1960

 

Su actividad como guionista y director cinematográfico es más o menos conocida en nuestro medio. Esperamos que pronto su obra poética y sus ensayos corran con la misma suerte.


El llanto de la excavadora


I

Sólo el amar, sólo el conocer
es lo que cuenta; no el haber amado,
no el haber conocido. Angustia

el vivir de un consumido
amor. Deja de crecer el alma.
Aquí, en el calor encantado

de la noche —qué riada acá en lo bajo
entre las curvas del río y las adormecidas
visiones de la ciudad bañada de luz,

resonante aún de mil vidas,
desamor, misterio y miseria
de los sentidos— me resultan enemigas

las formas del mundo que aún ayer
eran mi razón para existir.
Aburrido, cansado, vuelvo a casa por negras

plazas de mercados, tristes calles
aledañas al puerto fluvial,
entre barracas y bodegones,

por los últimos prados. El silencio
allí es mortal: pero abajo, en la avenida Marconi,
en la estación de Trastévere, la tarde

es dulce todavía. Los jóvenes
regresan a sus colonias, a sus arrabales
en ligeras motonetas, vestidos de overol

mas impulsados por un festivo anhelo,
cargando atrás a los amigos,
risueños, sucios. Los últimos parroquianos

charlan de pie, desgañitándose
todas las noches, aquí y allá, en las mesitas
de los lucientes locales semivacíos.

Maravillosa y mísera ciudad
que me enseñaste eso que los hombres
alegres y feroces aprenden desde niños,

las pequeñas cosas que se descubre
la grandeza de la vida en paz, cómo
andar duros y preparados en el gentío

de las calles, cómo dirigirse a otro hombre
sin temblar, sin avergonzarse
de mirar el dinero que cuenta

con perezosos dedos el mensajero
que suda frente a las fachadas que huyen
en un color eterno de verano;

a defenderme, a ofender, a tener
el mundo delante de los ojos y no
sólo en el corazón; a comprender

que pocos conocen las pasiones
por las cuales yo he vivido:
que no me son fraternos y, sin embargo,

son hermanos justamente por tener
pasiones de hombres
que, alegres, inconscientes, enteros,

viven de experiencias
ajenas a las mías. Maravillosa y mísera
ciudad, que me hiciste experimentar

en la experiencia de esa vida
ignota: hasta que descubrí
lo que era el mundo para cada uno.

Una luna moribunda, en el silencio
que de ella vive, palidece entre violentos
ardores, miserablemente en la tierra

cambia de vida en grandes avenidas y viejas
callejuelas que sin dar luz deslumbran
y, como en todo el mundo, se reflejan

en una escasa y alta nubarrada.
Es la noche más hermosa del verano.
Trastévere, con un olor a paja

de viejos establos, de hosterías
desiertas, sigue despierto.
Las esquinas obscuras, las paredes plácidas

susurran encantados rumores.
Hombres y muchachos regresan a sus casas
—bajo festones de luz recién nacida—

rumbo a sus callejones enlodados
de obscuridad e inmundicia, con ese paso blando
que tanto me invadía el alma

cuando de verdad yo amaba, cuando
de verdad quería comprender.
Y, como entonces, desaparecen cantando.


II

Pobre como un gato del Coliseo
yo vivía en un barrio todo cal
y polvareda, lejos de la ciudad

y del campo, hacinado día tras día
en un autobús acezante:
y cada ida, cada regreso

era un calvario de sudor y de ansias.
Largas caminatas en la calle caliente calígine,
largos crepúsculos frente a papeles

amontonados en la mesa, entre calles lodosas,
tapiales, casuchas empapadas de cal,
destartaladas, con cortinas por puerta…

Pasaban el aceitunero y el ropavejero
que venían de alguna otra barriada,
con su polvorienta mercancía semejante

a fruto de robo y con el aire cruel
de jóvenes envejecidos entre los vicios
de quien tiene una madre dura y hambreada.

Renovado por el mundo nuevo,
libre —una llama, un hálito
que no puedo expresar, en la realidad

que humilde y sucia, confusa e inmensa,
hormigueaba en la periferia meridional,
inculcaba un sentido de serena piedad.

Un alma en mí, que no era sólo mía,
un alma pequeña en ese mundo ilimitado,
crecía alimentada por la alegría

de quien amaba, aunque no era amado.
Y todo se iluminaba con este amor.
Tal vez siendo aún muchacho, heroicamente,

y sin embargo madurado por la experiencia
que nacía a los pies de la historia.
Estaba en el centro del mundo, en ese mundo

de arrabales tristes, beduinos,
de amarillas praderas desgastadas
por un viento constante y sin paz,

viniera del caliente mar de Fiumicino
o de los campos, donde se perdía
la ciudad entre tugurios; en ese mundo

que solamente podía dominar,
cuadrado espectro amarillento
en la amarillenta bruma,

agujereado por mil hileras iguales
de ventanas enrejadas, la Penitenciaría
entre campos viejos y caseríos adormecidos.

La brisa arrastraba ciegamente
papeles y polvo en todas partes,
las pobres voces sin eco

de las mujercitas que llegaron de los montes
Sabinos, al Adriático y que acamparon
aquí, ahora ya con chusmas

de escuálidos y duros muchachillos,
llorones en sus camisetas desgarradas,
en sus grises y quemados calzoncitos;

los soles africanos, las lluvias violentas
que convertían las calles en torrentes
de fango, los autobuses en la terminal,

anclados en su esquina,
entre una última franja de hierba blanca
y algún ácido, ardiente basurero…

era el centro del mundo, como estaba
en el centro de la historia mi amor
por él: y en esta

madurez que aún era amor
por ser aún naciente, todo estaba
ya por aclararse —¡era

claro! Aquella barriada desnuda al viento,
no romana, ni meridional
ni obrera, era la vida

en su luz más actual:
vida y luz de la vida, plena
en el caos aún no proletario,

como lo quiere el burdo periódico
de la célula, la última
edición en rotograbado: hueso

de la existencia cotidiana,
pura, por estar tan demasiado
próxima, absoluta por ser

tan excesiva y miserablemente humana.


III

Y vuelvo a casa, rico de esos años,
tan nuevos, que jamás hubiera pensado
en considerarlos viejos en un alma

tan lejana de ellos como todo pasado.
Subo por las alamedas del Gianícolo, me detengo
en una encrucijada liberty, en una gran arboleda,

en un muñón de muralla —donde acaba
la ciudad y la ondulada llanura
se encamina hacia el mar. Y me renace

en el alma —inerte y obscura
como la noche abandonada al perfume—
una simiente ya demasiado madura

para dar aún fruto en el cúmulo
de una vida cansada y acerba...
He allí Villa Panphili, y en la luz

que tranquila reverbera
sobre los nuevos muros, la calle donde vivo.
Cerca de mi casa, sobre una hierba

reducida a una obscura baba,
un rastro sobre los abismos recientemente
excavados en la toba —extenuada toda rabia

destructiva—, trepa contra ralos edificios
y pedazos de cielo, inanimada,
una excavadora…

¿Qué pena me invade frente a estos instrumentos
supinos, emplazados aquí y allá, en el fango,
frente a este trapo rojo

colgado de un caballete, en el rincón
donde la noche parece más triste?
¿Por qué en esta apagada tinta de sangre

mi conciencia tan ciegamente se resiste,
se esconde, casi por un obsesivo
remordimiento que totalmente la contrista?

¿Por qué llevo dentro de mí el mismo sentimiento
de jornadas para siempre incumplidas,
idéntico al del muerto firmamento
donde esta excavadora palidece?

Me desnudo en uno de los mil cuartos
donde se duerme en la calle Fonteiana.
En todo puedes escarbar, tiempo: esperanzas,

pasiones. Mas no en estas formas
puras de la vida… Se reduce
a ellas el hombre cuando se colman

la experiencia y la confianza
en el mundo… ¡Ah, días de Rebibbia,
que yo creí perdidos en una luz

menesterosa y que ahora sé tan libres!

Con el corazón, entonces, por difíciles
asuntos que le habían extraviado
el curso hacia un destino humano,

ganando en ardor la claridad
negada, y en ingenuidad
el negado equilibrio —a la claridad,

al equilibrio también llegaba,
en esos días, la mente. Y el ciego
pesar, signo de toda mi lucha

con el mundo, era rechazado por
adultas aunque inexpertas ideologías...
El mundo se volvía un tema

no ya de misterio, sino de historia.
Se multiplicaba por mil la alegría
de conocerlo —como

cada hombre, humildemente, conoce.
Marx o Gobetti, Gramsci o Croce
estaban vivos en las vivas experiencias.

Cambió la materia de un decenio de obscura
vocación; lo gasté en dilucidar
lo que me parecía ser la ideal figura

en una ideal generación;
en cada página, en cada línea
que escribí en el exilio de Rebibbia

estaba aquel fervor, aquella presunción,
aquella gratitud. Nuevo
en mi nueva condición

de viejo trabajo y vieja miseria,
los pocos amigos que venían
a casa en las mañanas o en las noches

olvidadas en la Penitenciaría,
me vieron dentro de una luz viva:
apacible y violento revolucionario

en el corazón y en la lengua. Un hombre florecía.


IV

Me aprieta contra su vieja zalea
perfumada de bosque y me posa
en la boca su hocico con colmillos

de berraco, oh errante oso con aliento
de rosa: a mi alrededor el cuarto
es un calvero; la colcha, corroída

por los últimos sudores juveniles, danza
como un velamen de pólenes… Es cierto,
camino por una calle que avanza

entre primeros prados primaverales, diluidos
en una luz de paraíso…
Transportado por la ola de los pasos

eso que dejo a mis espaldas, leve y mísero,
no es la periferia de Roma: "¡Viva
México!" grabaron y pintaron con cal

en escombros de templos, en tapias y rincones
decrépitos, livianos como huesos en confines
de un ardiente cielo sin escalofríos.

Hela allí, por encima de una colina,
entre las ondulaciones de una vieja cadena
apenínica, mezclada con las nubes,

la ciudad semivacía, aunque aún es hora
mañanera, y las mujeres van
de compras —o la del crepúsculo que sobredora

a los niños que corren con las madres
afuera de los patios de la escuela.
Un gran silencio invade las calles:

los enlosados se pierden, un poco inconexos,
viejos como el tiempo, grises como el tiempo
y dos largas hileras de piedra

corren a lo largo de las calles lúcidas y tiernas
Alguien se mueve en ese silencio:
alguna vieja, algún muchachito

perdido en sus juegos, donde
los portales de un dulce siglo dieciséis
se abren serenos, o un pocito

con bestezuelas taraceadas en sus bordes
se posa sobre la pobre hierba
de un rincón o esquina olvidados.

En la cima del cerro se abre la yerma
plaza del ayuntamiento, y entre casa
y casa, más allá de una tapia y el verde

de un enorme castaño, se mira
el espacio del valle: pero no el valle.
Un espacio tembloroso, celeste,

casi cerúleo… Pero el Corso prosigue
aún más allá de la placita familiar
suspendida en el cielo de los Apeninos:

se adentra entre casas más severas, baja
un poco a media cuesta: y más abajo
—cuando las casitas barrocas escasean—

allí aparece el valle —y el desierto.
Sólo unos pasos más
hacia el recodo, donde la calle

desemboca en desnudos campos inclinados
y sinuosos. A la izquierda, contra el pendío,
como si el templo se hubiera desplomado,

se alza un ábside lleno de frescos
azules, rojos, rico de espirales
sobre las canceladas cicatrices

de la caída en la que sólo ella,
la concha inmensa, quedó y sigue
abriéndose frente al cielo.

Es allí, más allá del valle, del desierto,
que empieza a soplar un aire leve, desesperado,
que incendia la piel con dulzura...

Es como esos olores que —desde los campos
recién mojados o desde las orillas de un río—
soplan sobre la ciudad en los primeros

días de buen tiempo: y tú
no los reconoces, pero casi
enloquecido de pena intentas comprender

si son los de un fuego encendido sobre la escarcha
o de uvas y nísperos perdidos
en algún granero entibiado

por el sol de la prodigiosa mañana.
Yo grito de alegría, tan herido
en lo hondo de los pulmones por ese aire

que como una tibieza o una luz
respiro mirando el ancho valle


V

Basta un poco de paz para revelar,
dentro del corazón, la angustia,
límpida como el fondo del mar

en un día de sol. En eso reconoces,
sin sentirlo, el mal allí
en tu lecho, pecho, muslos

y pies abandonados, como
un crucifijo —o como Noé
borracho, durmiendo, ingenuamente ignaro

de la alegría de sus hijos
—los fuertes, los puros— divirtiéndose con él…
El día ya está sobre de ti,

en el cuarto, como un león dormido.

¿Por qué calles el corazón
se encuentra pleno, perfecto hasta en esta
mescolanza de beatitud y dolor?

Un poco de paz… Y en ti vuelve a despertarse
la guerra, Dios. Tan pronto
se distienden las pasiones, tan pronto se cierra

la fresca herida y te pones a gastar
el alma, que parecía totalmente gastada,
en acciones de sueño que no dejan

nada… No obstante, encendido
por la esperanza —para qué, viejo león
apestoso de vodka, Kruschov,

impreca al mundo por su ofendida Rusia—
pero de pronto te das cuenta de que sueñas.
En el feliz agosto de paz

parecen incendiarse todas tus pasiones,
todo tormento interior,
toda tu ingenua vergüenza

de no estar —sentimentalmente—
en el punto donde el mundo se renueva.
Al contrario, ese nuevo soplo de viento

vuelve a echarte atrás, donde
todo viento cae: y allí, tumor
que se recrea, hallas de nuevo

el antiguo crisol de amor,
el sentimiento, el espanto, la alegría.
Y justamente en ese sopor

está la luz… En esa inconsciencia
de infante, de animal o ingenuo libertino,
está la pureza… los más heroicos

furores en esa fuga; el más divino
sentimiento en ese vil acto humano
consumado en el sueño matutino.


VI

En el calor abandonado
del sol de la mañana —que arde
de nuevo, rasando talleres y enjarres

recalentados —desesperadas
vibraciones raspan el silencio
con acendrado sabor a vino generoso,

a plazoletas vacías, a inocencia.
Al filo de las siete, esa vibración
crece con el sol. Indigente presencia

de una docena de ancianos obreros
con los harapos y las playeras ardidos
por el sudor, cuyas extrañas voces,

en la lucha contra los dispersos
bloques de lodo y desplomes de tierra,
parecen deshacerse en ese temblor.

Pero entre las detonaciones tercas de la
excavadora —que ciega parece, ciega
resquebraja, ciega aferra

como si careciera de meta—
surge un alarido improviso,
humano, que a trechos se repite

tan enloquecido de dolor, que deja
de ser humano y vuelve a transformarse
en estruendo muerto. Luego, despacio,

renace en la luz violenta,
entre los edificios cegados, nuevo, igual,
alarido que sólo un moribundo

puede lanzar en el último instante,
bajo este sol cruel que aún resplandece
aliviado por un poco de brisa del mar…

Está gritando, acongojada
por meses y años de matutinos
sudores —acompañada

por la turba de sus picapedreros—
la vieja excavadora: pero junto al fresco
desmonte revuelto, o en el confín breve

del horizonte tan siglo veinte
se halla la barriada… Es la ciudad.
sumergida en una claridad de fiesta,

es el mundo. Llora lo que tiene
fin y recomienza. Lo que era
bosque, campo abierto y se torna

patio blanco como la cera,
cerrado en un decoro que es rencor;
que lo que casi era una vieja feria

de frescos revoques torcidos al sol,
es ahora una colonia hormigueante
en un orden de aturdido dolor.

Llora por eso que ella cambia, aun
para mejorar. La luz
del futuro no deja de herirnos

un solo instante: aquí está, quema
todos nuestros actos cotidianos,
angustia incluso la confianza

que nos da vida, en el ímpetu gobettiano
a favor de estos obreros que, en el barrio
del otro frente humano, levantan, mudos,

su rojo trapo de esperanza.

1956
De Las cenizas de Gramsci


Al príncipe

 

Si vuelve el sol, si desciende la tarde,
si la noche tiene un sabor de noches futuras,
si una tarde de lluvia parece volver
de tiempos tan amados y nunca del todo poseídos,
ya no soy feliz al gozarlos o sufrirlos:
no siento ya, frente a mí, toda la vida…
Para ser poetas se necesita mucho tiempo:
horas y horas de soledad son necesarias
para formar algo que es fuerza, abandono,
vicio, libertad, para darle forma al caos.
Poco tiempo me queda: por culpa de la muerte
que me viene al encuentro en mi marchita juventud.
Mas por culpa también de nuestro mundo humano
que le quita el pan a los hombres y a los poetas la paz.

De La religión de mi tiempo


Reaparición poética de Roma

 

Dios, qué significa ese sudario silencioso
que ondula sobre el horizonte…
ese ventisquero de moho —rosa
de sangre aquí— desde las faldas de los montes
hasta las ciegas encrespaduras del mar…
aquella cabalgata de llamas sepultadas
en la niebla, que hace confundir el llano
que va de Vetralla a Circeo con un pantano
africano que exhala un anaranjado
mortal… Es velamen de bostezantes y sucias
brumas enroscadas en pálidas
venas, incendiadas líneas,
ganglios en llamas: allá donde los valles
del Apenino, entre diques de cielo,
desembocan en el Agro vaporoso
y en el mar: pero —casi arcas o espigas
en el mar, en el negro mar granuloso—
la Cerdeña o la Cataluña
ardiendo por siglos en un grandioso
incendio sobre el agua que las sueña
más que reflejarlas, resbalando,
parece que acabaron por lanzar toda
su madera aún ardiente, toda cándida
brasa de ciudad o cabaña devorada
por el fuego, hasta palidecer en estas landas
de nubes sobre el Lazio.
Pero ya todo es humo, y os asombraríais
si, dentro de los escombros del incendio,
oyéranse reclamos de frescos
niños desde los establos o magníficos
tañidos de campana retumbando de hacienda
en hacienda, por los abruptos atajos
desolados que se vislumbran desde la calle
Salaria —como suspendida en el cielo—
a lo largo de ese fuego melancólico
perdido en un gigantesco desmoronamiento.
Ahora su furia se desangra y palidece
infundiéndole mayores ansias al misterio
allá donde —bajo esas polvaredas
flameantes, casi un empíreo sudario—
empolla Roma sus barrios invisibles.


De La religión de mi tiempo


Fragmento epistolar, al joven Codignola

 

Querido joven: así sea, encontrémonos,
pero no te esperes nada de este encuentro.
Si acaso, una nueva decepción, un nuevo
vacío: de esos que le hacen bien
a la dignidad narcisista, como un dolor.
A mis cuarenta años soy como de diecisiete.
Frustrados, el cuarentón y el de diecisiete
por cierto se pueden encontrar, balbuciendo
ideas convergentes acerca de problemas
entre los cuales se abren dos decenios, toda una vida,
y que aparentemente son los mismos.
Hasta que una palabra dicha por gargantas inciertas,
aridecida de llanto y ganas de estar solos
les revela su incurable disparidad.
No obstante, asumiré el papel de poeta
padre, y me atrincheraré en la ironía
—que te incomodará: por ser el cuarentón
más alegre y joven que el de diecisiete,
el nuevo amo de la vida.
Además de esta apariencia, de esta semejanza,
no tengo nada más qué decirte.
Soy avaro, lo poco que poseo
me lo ciño al corazón diabólico.
Y los dos palmos de piel entre pómulo y mentón,
bajo la boca retorcida a fuerza de sonrisas,
de timidez, y la mirada que ha perdido
su dulzura, como un higo acedado,
te parecerían el retrato
justo de esa madurez que te daña,
madurez no fraterna. ¿De qué puede servirte
un contemporáneo —simplemente entristecido
en la flacura que le devora la carne?
Dio lo que tenía que dar, el resto
es árida piedad.


De Poesía en forma de rosa


Las hermosas banderas

 

Los sueños de la mañana:
cuando el sol ya reina
en una madurez
que conoce sólo el vendedor ambulante,
el que ha caminado ya tantas horas por las calles
con una barba de enfermo
sobre las arrugas de su pobre juventud:
cuando el sol reina
en realmes de verdor caliente, en toldos
cansados, en muchedumbres
cuyas ropas conocen obscuramente la miseria
—y centenares de tranvías han ido y venido
por los rieles de las calzadas que ciñen la ciudad,
indeciblemente perfumadas,

los sueños de las diez de la mañana
en el durmiente solitario
como un peregrino en su cubil,
un desconocido cadáver
—aparecen en lúcidos caracteres griegos
y, en la sacralidad simple de dos o tres sílabas,
plenas del blancor del sol triunfante—
adivinan una realidad
madurada en lo hondo, madura ya como el sol,
que puede dar alegría o terror.

¿Qué cosa me dice el sueño matutino?
"Con enormes y lentos oleajes de mieses azules, el mar
se abate, trabajando con furor uterino,
irreductible,
casi feliz —porque da felicidad
el constatar también el acto más atroz del destino—
resquebraja tu isla, ahora
reducida a pocos metros de tierra…"

¡Auxilio, que avanza la soledad!

No importa si sé que la he elegido, como un rey.

En el sueño y en mí un niño mudo se espanta,
clama piedad, se afana corriendo a los refugios
con una agitación

que "la virtud obliga", pobre creatura.
Lo aterra la idea
de estar solo
como un cadáver en lo hondo de la tierra.

¡Adiós, dignidad en el sueño, aunque sea matutino!
Quien debe llorar llora,
quien debe aferrarse a las faldas de ropas ajenas
se aferra, y tira de ellas, y tira,
para que se vuelvan esas caras color de fango
y lo miren en los ojos aterrorizados
y conozcan así su tragedia
¡para que comprendan lo espantoso de su estado!

La blancura del sol, sobre todo,
como un fantasma que la historia
aprieta sobre los párpados
con el peso de mármoles barrocos o románicos...

Elegí mi soledad.
Por un proceso monstruoso
que quizás podría revelar
sólo un sueño soñado dentro de un sueño...

Mientras tanto, estoy solo,
perdido en el pasado.

(Porque el hombre sólo tiene una época en su vida).

De pronto mis amigos poetas
—que comparten como yo el fiero blancor
de los años Sesenta,
hombres y mujeres, casi todos
de mi misma edad— están allá, en el sol.

Yo siempre he carecido de ingenio
para estar junto a ellos —en la sombra de una vida
que se desenvuelve demasiado apegada
a la desidia radical de mi alma.

La vejez, luego, ha hecho
de mi madre y de mí
dos máscaras
que, por lo demás, nada han perdido
de la ternura matutina
—la antigua representación
se repite
en la autenticidad
que sólo soñando dentro de un sueño
tal vez podría llamar por su nombre.

Todo el mundo es mi cuerpo insepulto.
Atolón desmenuzado
por los golpes de las mieses azules del mar.

¿Qué hacer en la vigilia sino tener dignidad?
Tal vez ha llegado la hora del
exilio: la hora en que un antiguo habría dado realidad
a la realidad
y la soledad madurada a su alrededor
habría tenido la forma de la soledad.

En cambio yo —como en el sueño—
porfío haciéndome ilusiones, penosas,
de lombriz paralizada por fuerzas incomprensibles:
"¡pero no! ¡Pero no! ¡Es sólo un sueño!
¡Afuera está
la realidad, en el sol triunfante,
en las calzadas y los cafés vacíos,
en la afonía suprema de las diez de la mañana,
un día igual a todos los días, con su cruz!"

Mi amigo del mentón pontificio,
mi amigo con ojos cafecitos…
mis queridos amigos del Norte,
aliados por afinidades electivas, dulces como la vida
—están allá, en el sol.

Elsa también, con su rubio dolor;
ella —corcel herido, derribado,
sangrante— allá está.

Y mi madre junto a mí…
pero allende todo límite de tiempo:
somos dos sobrevivientes en uno.
Los suspiros de ella, acá, en la cocina,
sus malestares en cada sombra de noticia degradante,
en toda sospecha de que vuelva a desatarse
el odio de la pandilla de rapaces que se mofan
bajo mi cuarto de agonizante
—no son sino la naturaleza de mi soledad.

Como una mujer acompañando al rey en la hoguera
o sepultada con él
en una tumba que se va, como una barquilla
hacia los milenios, la fe de los años Cincuenta
aquí está, conmigo, un poco más allá de los límites del
tiempo,
también desmoronándose
ante la paciencia furibunda de las azules mieses del mar.

Y…
mis amores de pura sensualidad
repetidos en los valles sagrados de la libídine
sádica, masoquista; los pantalones
con su alforja tibia
donde está señalado el destino de un hombre
—son actos que cumplo solamente
en el mar fastuosamente revuelto.

Despacio, despacio, los millares de gestos sacros,
la mano sobre la hinchazón tibia,
los besos, cada vez a una boca distinta,
siempre más virginal,
siempre más cercana al encanto de la especie,
a la norma que hace de los hijos tiernos padres,
despacio, despacio
han venido convirtiéndose en monumentos de piedra
que por millares se agolpan en mi soledad.

Esperan
que una nueva oleada de racionalidad,
o un sueño soñado en un sueño, allí hable.
Vuelvo a despertarme
una vez más:
y me visto, voy a la mesa de trabajo.
La luz del sol sigue madurando,
lejos andan los vendedores ambulantes;
sigue agriándose la tibieza del verdor en los mercados
del mundo,
por las calzadas de indecible perfume,
en las orillas de los mares, al pie de los volcanes.
Todo mundo está en el trabajo, en su época futura.

Pero aquel algo "blanco"
que en letras griegas
me presentó el sueño conocedor, irrevocable
sigue encima de mí —vestido,
en la mesa de trabajo.
Mármol, cera o cal
en los párpados, en los ángulos de los ojos:
el blancor del sol en el sueño, gozosamente
románico, perdidamente barroco.

De ese blancor fue el sol verdadero,
de ese blancor fueron los muros de las fábricas,
de ese blancor
fue el mismo polvo (en las tardes secas, cuando
el día anterior lloviznó un poco),
de ese blancor fueron los harapos de lana,
las chamarritas pardas y los pantalones deshilachados
de los obreros
que hubieran podido ser aún camaradas:
de ese blancor
fue el bochorno de la nueva primavera,
oprimida por el recuerdo de otras primaveras
sepultadas por siglos
en esos mismos pueblos y suburbios
—y listas ¡oh Dios!
listas para renacer
en esas tapias, en esos caminos.

En esas tapias, en esos caminos,
impregnados de extraño perfume,
en la tibieza donde florecían, rojos,
manzanos y cerezos: y su color rojo
era obscuro, como hundido
en un aire de caliente temporal,
un rojo casi marrón, cerezas como ciruelas,
manzanas como prunas, atisbando
entre las brunas, intensas
tramas del follaje calmo, como si la primavera
no tuviera prisa
y gozara en esa tibieza en que alentaba el mundo,
ardiendo, en la vieja esperanza, por una esperanza
nueva.

Y, por encima de todo, el flamear,
el humilde y perezoso flamear
de las banderas rojas. ¡Dios, las hermosas banderas
de los años Cuarenta!
¡Flameando una sobre, otra, en una multitud
de telas pobres, empurpuradas de un rojo verdadero
transparentando la brillante miseria
de los harapos de seda, de los bordados de las familias
obreras
—y con el fuego de las cerezas, de las manzanas,
violáceo
por la humedad, sanguíneo por un poco de sol que lo
hería,
ardiente rojo aglomerado y tembloroso
en la heroica ternura de una estación inmortal!


De Poesía en forma de rosa

Plegaria escrita por encargo

 

Te escribe un hijo que frecuenta
la milésima clase de Primaria,
Querido Dios:
ha venido a vernos un tal señor Homais
diciendo que eras Tú.
Se lo creímos,
pero estaba entre nosotros un infeliz
que no hacía más que masturbarse,
día y noche, exhibiéndose incluso
frente a prostitutas e infantes; pues bien…
El señor Homais, querido Dios, te reproducía punto
por punto:
tenía un hermoso traje de lana obscura, chaleco,
una camisa de seda y corbata azul;
llegó de Lyon o de Colonia, no recuerdo bien
Y nos hablaba siempre del mañana
Pero entre nosotros estaba aquel idiota que nos decía
que Axel era tu verdadero nombre…
Todo esto en el Tiempo de los Tiempos

Querido Dios,
líbranos del pensamiento del mañana.
Es del mañana que Tú nos hablaste a través de Ms.
Homais.
Mas nosotros queremos vivir ahora como el idiota
degenerado
que seguía a su Axel
que era también el Diablo: era demasiado bello para
ser sólo Tú.
Vivía de sus rentas, pero no era previsor.
Era pobre, pero no era ahorrador.
Era puro como un ángel, pero no era decente.
Era infeliz y explotado, pero no tenía esperanza.

Querido Dios,
no habría idea del poder si no hubiera idea del mañana,
pero sin el mañana, no sólo la conciencia no tendría
justificación.

Querido Dios,
haz que vivamos como los pájaros del cielo y los lirios
del campo.


De Poemas por encargo


Carne y cielo

 

Oh, amor materno,
doliente, por los oros
de cuerpos invadidos
del secreto de regazos.

Amados movimientos
inconscientes del perfume
impúdico que ríe
en los miembros inocentes.

Pesados fulgores
de cabellos… crueles
negligencias de miradas…
atenciones infieles…

Enervado por llantos
tan suaves vuelvo a casa
con las carnes ardientes
de espléndidas sonrisas.

Y enloquezco en el corazón
nocturno de un día de trabajo
después de mil otras noches
con este impuro ardor.


De El ruiseñor de la iglesia católica