La lluvia de septiembre cae sobre la casa. En la luz que declina, la vieja abuela está sentada en la cocina con el niño junto a la pequeña estufa marca Maravilla, lee chistes en el almanaque, charla y ríe para ocultar sus lágrimas. Piensa que sus equinocciales lágrimas y la lluvia que golpea el techo de la casa fueron pronosticadas por el almanaque, aunque esto sólo lo sabe una abuela. La caldera de hierro canta sobre la estufa. Ella corta algún pan y dice al niño: ya es la hora del té; pero el niño contempla la tetera y sus pequeñas, duras lágrimas que bailan como locas sobre la ardiente, negra estufa, como debe de bailar la lluvia sobre la casa. Ordenada, la vieja abuela cuelga el sabio almanaque por su cordel. Como un pájaro, el almanaque entreabierto se cierne sobre el niño, se cierne sobre la vieja abuela y su taza de té llena de oscuras lágrimas. Ella tiembla de frío y dice: la casa está helada, y echa más leña a la estufa. Tenía que ser, dice la estufa marca Maravilla. Sé lo que sé, dice el almanaque. Con lápices de colores dibuja el niño una casa tiesa y un camino ondulante, dibuja el niño un hombre con botones como lágrimas y orgulloso lo enseña a la abuela. Pero en secreto, mientras la abuela se afana en torno a la estufa, pequeñas lunas caen como lágrimas de entre las páginas del almanaque en los tiestos de flores que el niño colocó con cuidado al frente de la casa. Tiempo de plantar lágrimas, dice el almanaque. La abuela canta a la maravillosa estufa y el niño dibuja otra inescrutable casa.
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