El iceberg imaginario
Mejor el iceberg que la barca, aunque significara el final de nuestro viaje, aunque permaneciera inmóvil como una roca de nube y todo el mar fuera mármol en movimiento. Mejor el iceberg que la barca, mejor ser amos de esta palpitante llanura de nieve aunque las velas se postren sobre el mar como nieve que yace sobre el agua sin disolverse. Oh solemne campo flotante, ¿te das cuenta?: un iceberg reposa en ti y podría apacentarse en tus nieves cuando despierte. Por este escenario daría sus ojos un marinero. La nave es ignorada. El iceberg se yergue y vuelve a sumergirse; sus pináculos cristalinos corrigen elípticas por el cielo. En este escenario, aun quien frecuenta las tablas es de una torpe retórica. El telón, tan ligero, podría ser levantado por las más finas cuerdas que con sus etéreos torzales ofrece la nieve. Con sus agudezas, los blancos picos provocan al sol. Su peso atreve el iceberg por el cambiante teatro, de pie, vigilante. Este iceberg labra sus facetas desde adentro. Como las joyas de una tumba, perpetuamente se conserva: adorno de sí mismo tan sólo —o tal vez de esas nieves tan sorprendentes sobre el mar tendidas. Adiós, adiós, decimos. La nave zarpa hacia el sitio donde olas a más olas y a más olas se rinden y las nubes se deslizan por un cielo más cálido. Los icebergs exhortan al alma a que los vea (ya que se nutren ambos de los menos visibles elementos) corpóreos, limpios, erguidos, indivisibles.
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