Material de Lectura

 

Prólogo
 
Conocer a Elizabeth Bishop, quiero decir descubrir su poesía, es un encuentro que nada puede interrumpir. Porque también la conocí de la otra manera, en el encuentro breve, no reanudable ya, que con ella tuve durante su último viaje a México en 1975.

Fui a verla a su cuarto de hotel para enseñarle algunas traducciones mías de sus poemas, y esperé en un rincón a que terminaran de hacerle una entrevista. Tenía los cabellos grises y no le interesaba corregir la edad de su rostro con ningún afeite; tal vez por ello no la veo ahora vestida de negro, como estaba, sino "de muy negro", "de completamente negro". Habla despacio y con voz bastante baja, como si estuviera fatigada de todo o supiera que así se escucha mejor. Le oí decir que sólo viajaba por volver a ver a nuestro país —la habían invitado a participar en un encuentro de poetas—; que no le gustaba hablar de su propia poesía ("porque repiten siempre que tengo influencias de Marianne Moore, y esto no sucede más que en cuatro o cinco poemas", y "porque hablan casi exclusivamente de mis imágenes y también tengo algunas ideas").

Cuando terminó, leyó mi trabajo. Recuerdo que me corrigió, en "El iceberg", el verso que ahora dice: "y todo el mar fuera mármol en movimiento". Luego comentó: "¡Qué viejos son algunos de esos versos!... Escribo siempre el mismo poema". "¡Son tan nuevos!", le dije —y le confesé que sólo había comprado su libro en la tercera edición de 1970, pero que en seguida me había puesto a traducirla para leerla mejor (esas viejas versiones, algo corregidas, son las que ahora presento— todavía estaba inédito entonces Geography III, del que alguna vez haré mi antología). Descartó uno de mis borradores, Songs for a Colorea Singer, porque, "sobre todo en la Parte IV, habría que intentar algo más musical", me dijo, y "Visit to St. Elizabeths", "porque acaba de ser publicado en México" (Octavio Paz lo tradujo, Plural, IV/73); y escogió "los más logrados" para Diorama. Siguió un silencio que no sé cuánto duró.

Fumábamos, sonreíamos, yo imaginaba frases en inglés (le "decía" cosas de su poesía), pero no pude traducirlas a sonido. El silencio, sin embargo, no era tenso sino tranquilo. Me dijo por fin: "Leo bien el español pero sólo hablo el portugués". Y se puso a contarme cómo sucedió que, sin haberlo planeado, se quedara a vivir dieciocho años en Brasil. Mencionó su antología (1972) de la poesía brasileña contemporánea; a una pregunta mía, expresó su preferencia por Drummond de Andrade y Joáo Cabral de Meló Neto, de quienes ya había incluido versiones en The complete Poems; a otra pregunta, confesó sonriendo su falta de interés por la poesía concreta, "tan poco concreta que es imposible recordarla, pensar en ella en la cama, antes de dormirse". Y evocó finalmente, al darme su dirección para que fuera un día a verla si pasaba por Boston, el departamento que habitaba "en un muelle muy viejo, construido en la primera mitad del siglo XIX", y lo que veía desde su ventana: el mar, los pájaros del mar, los barcos…

Una noche de octubre de 1979, en la ciudad de México, cayó tres veces al suelo su fotografía, colocada en un anaquel; tres veces fue restituida a su lugar por la mano de M. J., nuestra común amiga. En la madrugada, sonó en casa de ésta el teléfono: una "larga distancia". Le comunicaron la noticia de la muerte, ocurrida en mágica coincidencia con las caídas del retrato. Cuando me lo contaron, pensé en los detalles mágicos de la poesía de Elizabeth; en Miss Marianne Moore volando sobre el puente de Brooklyn y recibida por una multitud de cosas prodigiosamente animadas; en los pájaros negros que llovían, no se sabe de dónde, en otro poema; en el descreído al que llevaran dormido hasta la punta de un mástil —a menos que ascendiera "dentro de un pájaro dorado"; en el "milagro para el desayuno". ¿Qué más añadir? Me llega de pronto, desde su poema "Conversación", una lección de silencio: "El tumulto en el corazón / sigue haciendo preguntas. / Y luego se detiene y empieza a responder / en el mismo tono de voz. / Nadie notaría la diferencia."

Elizabeth Bishop (1911-1979) tuvo una infancia triste y solitaria, que tal vez la hizo tomar esa distancia, respecto al mundo y a la vida social, en que estaba instalada siempre y que explica sus largos exilios de viajera, la manera oblicua con que excepcionalmente es autobiográfica (en Geography III), los temas de la supervivencia y de la tierra natal, la incontaminación de su poesía siempre ajena a las modas y a las vanguardias. No cumplía un año cuando murió su padre y tenía cinco cuando su madre fue internada en un sanatorio para enfermos mentales (¿no hay, en "Visita a St. Elizabeths", de 1950, una emoción más vieja que se pierde, que se mezcla a la de ver a Ezra Pound en el manicomio de Bedlam?). Educada por unas tías, estudió primero en Boston y se graduó en Vassar en 1934. Allí fue condiscípula de Mary McCarthy e hizo amistad con la ya reconocida Marianne Moore. Escribió para numerosas revistas —sobre todo The New Yorker— y enseñó en Harvard. Produjo así, a lo largo de unos cuarenta y cinco años, una obra relativamente corta (The Complete Poems reúne, en 200 páginas, todos sus libros y las 30 páginas de traducciones del portugués, y Geography III tiene 50 páginas más).

Esta obra bastó para que su talento fuera ampliamente reconocido: con el Premio Pulitzer en 1946, con The National Book Award en 1970, y después con el codiciado "Books Abroad" / Premio Internacional Neustand. Su obra conoció la entusiasta respuesta de poetas tan distintos como Robert Lowell, John Ashbery, Frank O'Hara u Octavio Paz. Ashbery habló de la exactitud de su visión y de su grandeza, que "nunca sonaba a grandiosa" porque estaba "arraigada en los detalles cotidianos" y era más bien la grandeza convincente del discurso franco. Lowell elogió su "tono de una profunda y grave ternura, de un triste regocijo" (citado por Herbert Leibowitz en una nota del N. Y. T. Book Review). Paz le dedicó un bello ensayo (Plural, X/ 75).

Son muchos los poetas que hacen ejercicios para ver mejor la realidad. Los de ella me la muestran con precisión de cartógrafo y absoluto respeto al enigma. Su "armadillo", su "aguanieves", sus "gallos", su ciudad vista por la noche desde un avión, sus paisajes entre reales e imaginados son, como en el verso de Guillen, "enigmas corteses (que) allí están"; enigmas, creo, que quieren ser escudriñados hasta el fondo pero nunca resueltos. Gran viajera, también se desplazaba ella, continuamente, de uno a otro de los lugares del tiempo, hablando de "la vida y la memoria de la vida, tan unidas / que se han convertido la una en la otra".
 
 
Ulalume González de León