Voces
1923
Mil novecientos veintitrés. ¿Por qué tienes que hacer poesía? Para informar de todas nuestras negligencias.
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Es en la santidad, sólo en ella, donde el hombre se enriquece más allá de sí mismo. Y cuando, sumido en la plegaria, se entrega a algo superior, la parte anterior de su cabeza, el rostro, se hace más humana, su existencia se humaniza y adquiere plenitud, el mundo tiene sentido para él. Pues sólo en la santidad, sólo en ella, encuentra el hombre la convicción sin la cual nada tendría sentido, el convencimiento de la veneración que se dirige a lo más grande y que, precisamente por ello, es la pura sencillez sobre la tierra la ayuda al prójimo es buena, el asesinato malo, sencillez de lo absoluto. Todo lo santo lucha por este absoluto, se acerca al martirio y, atrayendo hacia sí la vida simple, la eleva hacia la santidad, hacia la única convicción soportable, hacia la pureza más sencilla. Pero cuando esta convicción y santidad y esta sencillez desaparecen, cuando son destronadas por diversas convicciones muy santas o, mejor, son reemplazadas por otras opiniones muy puras que juegan a la santidad irrespetuosamente, aparece la idolatría, el culto a muchos dioses, culto que ya no permite al hombre dirigirse a lo más grande, no, le arroja a lo inferior a él, de suerte que pierda su humanidad, caiga en el rebajamiento de sí y finalmente, con una falsa veneración, se dirija plegarias a sí mismo, sin venerar la auténtica humanidad: aquí aparece lo pagano, el vacío del mundo en el que todo tiene el mismo peso, en el que todo tiene la misma santidad pagana. Y así se enfrentan las convicciones, al no existir veneración ni santidad ni distinción, y cada una de las convicciones es la más santa, la absoluta, y quiere aniquilar a las demás, dispuesta a cualquier asesinato. De la abundancia de convicciones y de las falsas santidades surge, pavoroso, el terror en el salvajismo ronco del vacío, pero imitando la santidad, de modo que incluso se podría morir por él con la alegría de un mártir. Y cuando los hombres volvieron de la guerra, cuyos campos de batalla habían sido un vacío ululante, encontraron lo mismo en sus casas: el vacío de la técnica ululaba igual que los cañones, y el dolor humano se tenía que refugiar, como en los campos de batalla, en los rincones de los espacios vacíos, circundado por aquella ronquera que produce el miedo, rodeado sin compasión por la nada más brutal. Entonces les pareció a los hombres que todavía continuaban muriendo, y preguntaron lo que preguntan todos los moribundos: «¿Por qué, con qué fin hemos malgastado nuestra vida? ¿Qué nos ha conducido a este vacío? ¿Qué nos ha entregado a la nada? ¿Es ésta en verdad la determinación del hombre? ¿Es ésta su suerte? ¿Es que verdaderamente nuestra vida no puede tener otro sentido sino este sin-sentido?» Mas las respuestas a estas preguntas las hacían los mismos hombres, y eran por tanto opiniones vacías, otra vez el vacío de la nada, cobijado en la nada, formado por la nada, y por eso predestinado a sumergirse de nuevo en la confusión de las convicciones que obligan al hombre a ofrecerse nuevamente en holocausto, a ofrecerse de nuevo en la guerra, a ofrecerse de nuevo a la heroicidad pagana y vacía, a la muerte sin martirio, al sacrificio vacío que nunca vuelve a crecer sobre sí mismo. ¡Ay de la época de las convicciones huecas y los sacrificios vacíos! ¡Ay del hombre de vacío altruismo! Pues aunque los ángeles le lloren será un llanto inútil. ¡Fuera convicciones! ¡Fuera el caos de las convicciones, la santidad pagana! ¡Oh simplicidad de la vida sencilla! ¡Oh absoluto! ¡Oh, dadles ya su eterno y sano derecho! ¡Oh piadosos deseos! Nadie puede cumplirlos, pues todos son culpables, sin serlo, de no cumplirlos: pero aquel que se aproveche de la culpabilidad humana en su propio beneficio, recibirá el castigo de su culpa; la maldición de la infamia caerá sobre él.
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