Voces
1913
Mil novecientos trece. ¿Por qué tienes que hacer poesía? Para descubrir otra vez mi juventud.
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Un padre y un hijo siguen juntos su camino desde hace muchos años: Estoy muy cansado, dice el hijo de pronto, ¿a dónde nos lleva todo esto? Desde el comienzo todo es cada vez más sombrío, nos amenazan tempestades y a nuestro alrededor anuncian su peligro fantasmas, multitudes y demonios. El padre contesta: El progreso avanza hacia el más hermoso de los caminos, y ¡quién se atreve a turbarlo! Tú lo entorpeces con tus dudas y con tu mirada cobarde, ¡cierra ya los ojos y avanza con fe ciega! El hijo responde: El frío me invade, ¿acaso no has sentido nunca una pena profunda? ¡Oh, date cuenta!, cabalgamos en sombras. ¡Oh, date cuenta!, nuestro progreso no es más que una huella, el suelo se hunde bajo nuestros pies y nos arrastra, damos vueltas sobre un torbellino como plumas sin peso. Nuestros pasos son engaño y les falta un espacio. El padre contesta: ¿Acaso el avanzar del hombre no le lleva siempre a espacios infinitos? El progreso conduce a un mundo sin fronteras, tú en cambio lo confundes con fantasmas. Maldito progreso, dice el hijo, maldito regalo, él mismo nos cierra el espacio, sin dejar que nadie avance, y el hombre sin espacio es un ser ingrávido. Éste es el nuevo rostro del mundo: El alma no necesita progreso, pero sí en cambio precisa gravidez. El padre sigue avanzando e inclina la cabeza: «Un polvo reaccionario cubre a mi hijo».
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¡Oh, primavera otoñal! Nunca hubo primavera más hermosa que aquella primavera de otoño. Floreció la tranquilidad más amorosa, aquella que existe antes de la tempestad. El pasado surgió de nuevo, y también la disciplina. Hasta el dios Marte sonreía.
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De todos los sufrimientos que los hombres se infligen entre sí, no es la guerra el peor mal, es sólo el más absurdo y padre de todas las cosas. Y el mundo de los hombres ha heredado de la guerra la insensatez, que está incrustada inextirpable en su carne. Dolor, ¡oh, dolor! La insensatez no es más que falta de imaginación, ridiculiza lo abstracto, habla absurdamente de cosas santas, del suelo y del honor de la patria, de mujeres y niños a los que hay que defender. Pero si se halla ante lo concreto, entonces enmudece y es incapaz de imaginar los rostros, los cuerpos y los miembros desgarrados de los hombres, así como el hambre que en mujeres y niños ella misma ha despertado. Así es la insensatez, merecedora de la piedad de Dios, la insensatez de los filósofos y de los poetas, que hablan, sin saber, de espíritus sangrantes, de bocas babeantes, y de la santidad de la guerra. Pero deben evitar las banderas ondeantes de las barricadas, pues allí acecha la verborrea abstracta, la falta de responsabilidad sangrienta y sanguinaria. Dolor, ¡oh, dolor!
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En el espacio al que no podía darse este nombre, porque era la sede de todos los ángeles y de todos los santos, allí habitó una vez el alma. Y no necesitaba suelo ni firmamento ni progreso, pues sus pasos eran el infinito, sostenido desde lo alto, sumergidos en la maraña de lo eternamente perfecto. Pero cuando el infinito llamó al espíritu, tuvo éste que volver al espacio de lo real y conquistarlo y admitir altura, anchura y profundidad como formas ineludibles del ser. Así fue como el saber se transformó en progreso, bañado en sangre, en torturas y en obligaciones. Y su nuevo comienzo, confuso, herético, embrujado, desgarrado en sus creencias por la barbarie, torturado sin compasión por los infiernos y sin embargo ampliamente humano, estaba abierto al conocimiento y a la investigación y en las imágenes del mundo descubrió un nuevo infinito. Es el mismo juego de otros tiempos: el infinito, casi poseído por el espíritu, escapa hacia espacios extraños hasta el borde del conocimiento, allí donde la palabra enmudece y los sueños se hielan, donde el sonido se apaga y la misma imagen se esfuma. La medida no es allí medida ni vale ningún juramento, es la maleza de los sin destino, una proliferación monstruosa que confunde la lejanía con lo cercano, un burbujeo de caldera embrujada que confunde el calor con el frío. Y surge un nuevo espacio, sin espacio ni medida, el espacio del nuevo tiempo, que se abre otra vez a las torturas —¡oh, cuánto sufre el corazón!—, que se abre otra vez a las guerras —¡oh, pecados y más pecados!—, a fin de que el alma del hombre resucite.
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Ésta es la gran época de la juventud burguesa que sólo piensa en el dinero, en el amor y cosas semejantes, mientras pretende renunciar a todo lo demás uniendo su mundo a otros mundos mediante simples problemas de celos. Dios es un requisito que se usa en poesía, y la política, en otros tiempos virtud de príncipes, no es más que vileza para aquel que hojea el periódico, pues la considera un pecado del pueblo, y esto le libra de obligaciones. Así se creó mil novecientos trece, con un ruido exento de alma y con gestos de ópera, y sin embargo lucía el suave y hermoso arco iris de siempre, aliento del rito del amor y eco de grandes fiestas de antaño, cuellos almidonados, corpiños, encajes, ¡oh encanto de las faldas acampanadas!, ¡última y dulce despedida del barroco!
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Hasta lo que sobrevive en el tiempo y carece de color adquiere, al despedirse, el suave tinte de la melancolía, ¡oh, tristeza del pasado!, ¡oh, Europa, oh, milenios de Occidente! La vida estructurada de Roma y la sabia libertad de Inglaterra se ven desde ahora amenazadas y puestas en contradicción, y surge de nuevo el pasado, el apacible orden de los símbolos de la tierra, en los cuales —¡oh, iglesia poderosa!— se refleja y se expande el infinito, imagen del universo en reposo de triple acorde dentro de sus lentas soluciones y armonías. Y ésta fue precisamente la dignidad de Europa, impulso controlado, presentimiento del todo, que mira hacia arriba siguiendo las líneas progresivas de una música —¡oh, cristiandad de Sebastián Bach!— y que como el ojo de este mundo se impregna de cuanto en el otro existe, de forma que se cumplan tanto los lazos de allá arriba como los de aquí abajo. Y el acontecer que sigue el orden tradicional, y la libertad, se extienden de símbolo en símbolo hasta el sol más escondido del universo occidental. Y se evidencia de pronto que nada cambia, que las imágenes carecen de conexión, inmutables en su rapidez, que apenas hay símbolos, y que el finito y el infinito a la vez amenazan la atrayente disonancia. El triple acorde, tradición en la que ya no se puede vivir, se vuelve ridículo e insoportable; el Elíseo y el Tártaro se precipitan uno en otro y ya no se pueden distinguir. Adiós, Europa. La bella tradición ha terminado.
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Din-dón, gloria. Nos vamos a la guerra sin saber por qué, pero quizá resulte divertido yacer en la tumba junto a los cuerpos de los hombres. La amada queda callada en casa y llora amargamente, pero el soldado se burla heroico de las lágrimas de mujer, cuando ante el enemigo estalla el cañón con din-dón gloria. Aleluya, aleluya. Nos vamos a la guerra,
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