Material de Lectura

Eduardo Carranza

 

 

Si bien los primeros poemas de Aurelio Arturo, aparecidos en suplementos literarios de 1931 a 1934, constituyen el punto de ruptura en medio del largo dominio modernista, éste sólo falleció oficialmente en Colombia en 1936 con la aparición del libro inicial de Eduardo Carranza: Canciones para iniciar una fiesta.

Y fue quizás la personalidad beligerante de Carranza, nacido en Apiay, en los Llanos Orientales de Colombia, en 1913, la encargada de dar carta de ciudadanía a una poesía esbelta y emotiva, llena de sugerencias musicales, y que tenía como imágenes más propias un cielo perpetuamente azul y un coro de doncellas inmateriales, o de "doradas señoritas lánguidas", como las llamaría 40 años después. Esta poesía, que encontraba en Gustavo Adolfo Bécquer, "celeste abuelo mío", su paradigma, respiraba un clima de juventud y lozanía, regido por una gracia ágil, entre nebulosa y mágica, a través de la cual asomaba un idealizado pero perceptible paisaje tropical; y una vibrante sonoridad, surcada de juegos de palabras. Transparente en el sentimiento, y artificial en la forma, había en ella, sin embargo, algo íntimo, en medio de su levedad.

En contra de la altisonancia, predominante, Carranza opuso un adelgazamiento verbal y un acento más fino, hecho, casi siempre, de nostalgia. "Asomada en su alma, ella sonríe/ detrás del aire, pensativamente". Simultáneamente Carranza, amparado en Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, iniciaba sus campañas líricas y secundado por Bolívar, el Bolívar autoritario, el Bolívar de la constitución boliviana, sus escaramuzas políticas.

En 1935, por ejemplo, conocerá a Guillermo Valencia, quien había ejercido desde la aparición de Ritos (1889) una dictadura poética, dictadura que habría de prolongarse dos décadas más y a la cual no eran ajenos el hecho de haber sido dos veces candidato frustrado a la Presidencia de la República y el vivir, arisco y señorial, en una ciudad hecha a su medida, Popayan, de la cual llegó a ser cantor y símbolo. Carranza, de 22 años, quien acaudillaba un movimiento juvenil de tipo nacionalista, y redactaba un semanario llamado Derechas, le reprochó a Valencia el exceso de cultura en su poesía; de cautela y contención, que la tornaban fría, y recibió la respuesta que su insolencia merecía: "Amigo, en las más altas cumbres hace frío".

Años más tarde, en 1941, volvía a la carga calificando a Valencia de "retórico genial al servicio de un poeta menor", en un resonante artículo titulado "Bardolatria" en el cual esbozaba su poética: "En el lirismo lo esencial no es lo que se dice sino lo que no se dice, la dorada niebla de sugestión que esfuma los contornos del poema". Se afiliaba así a una ilustre tradición colombiana que de José Asunción Silva a Eduardo Castillo y de éste a Aurelio Arturo ha preferido la insinuación al énfasis.

Pero en ese entonces Carranza ya no era, como se autodefiniría, posteriormente, en un poema de 1974, "el secreto adolescente triste" sino "el joven victorioso en su relámpago". Su relámpago fue "Piedra y Cielo".

Apropiándose del título de un libro de Juan Ramón Jiménez, y con el patrocinio de Jorge Rojas, mecenas del grupo, aparecieron entre 1939 y 1940 siete cuadernos que recogían producciones del propio Rojas, Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Eduardo Carranza, Tomás Vargas Osorio, Gerardo Valencia y Darío Samper. Con los ojos fijos en la generación española del 27 —la celebérrima antología de Diego— esta poesía aérea, delicada y suspirante, adquirió, sin embargo, en el caso de Carranza, una entonación propia. Base de su fama fueron sus sonetos, recogidos en Azul de ti (1937-1944). Allí se agrupan versos que la memoria colectiva no olvida, como aquellos de "Teresa en cuya frente el cielo empieza" o el conocido final de su "Soneto con una salvedad": "salvo mi corazón, todo está bien", que gozaron de justa resonancia. La poesía, ha dicho Carranza, es anécdota trascendida, y en ellos un neo-romántico exaltaba, dentro de la tradición clásica, el mito del amor juvenil. La palabra "melancolía" define, muy bien, dicho periodo, en el cual mantiene la añoranza de un paraíso feliz, y perpetuamente perdido. Un paraíso de palmeras y vastos horizontes por el cual flotan, translúcidas, varias muchachas en flor. Su lenguaje diáfano y su buen gusto le impiden caer en el riesgo sentimental, como lo ha subrayado, justamente, Fernando Charry Lara. Sólo que esta poesía primaveral corría varios peligros. El mayor, como lo manifestó, en 1944, refiriéndose a la totalidad del piedracielismo Joaquín Pineros Corpas era el ver cómo "la excesiva finura de las imágenes" comunicaba a esos textos "una fragilidad exasperante". Lo que fue asombro, y metáforas sorpresivas, se había trocado en fórmula. Carranza, erróneamente, y utilizando los mismos recursos de una poesía íntima, se dedicó, en voz alta, a cantarle a la patria.

Fabricó, así, una poesía pública y enumerativa, conmemorando paisajes y gestas, sobre la cual ha caído, en forma justa, el peso del tiempo. Subsiste ella, en el trasfondo de su personalidad creativa, del mismo modo que subsisten, sinceras y defendidas con empeño, sus rotundas convicciones: autor del primer artículo que se escribió en Latinoamérica sobre José Antonio Primo de Rivera; defensor, en el Juicio Universal, de Benito Mussolini; cantor de Cara al sol, "el himno más hermoso de amor y muerte que yo conozco", la vocación de Carranza es la poesía, y no el poder. Y si bien ella ha naufragado, en varias ocasiones, debido a su proximidad al mismo, ha sido ella, finalmente, quien lo ha salvado de sus aventuras políticas.

Carranza era ya, mediada la década de los 40, un poeta célebre quien, en cierto modo, había desplazado a Valencia, arrebatándole su "cetro de insigne marfil". Viajaría, entonces a Chile, como agregado cultural. Chile, donde su amigo Neruda lo reconocería como poeta del aire mientras se autocalificaba de poeta de la tierra, permaneciendo allí de 1946 a 1947, y más tarde, de 1951 a 1958, iría, como consejero cultural, a España. Una época radiante de su vida, en la cual Menéndez Pidal y Azorín, Aleixandre y Gerardo Diego, Dalí y Panero, lo exaltarían como un nuevo Darío, de vuelta a la Madre Patria. Pero el entusiasmo que despertaba en él una tierra tan próxima a su afecto, y de la cual su poesía se había nutrido en exceso, como no dejó de anotarlo el siempre riguroso Hernando Téllez, se manifestó, paradójicamente, en un libro desolado, libro que marca un viraje decisivo en su poesía: El olvidado y Alhambra, 1957.

"La idea del tiempo preside esta poesía": las palabras de Dámaso Alonso, en el prólogo, definen con certeza las características de dicho volumen. Al lado de la sensualidad, delicada y apasionada a la vez; en medio del carácter nítido, y casi dibujable de estos poemas —poemas árabes, los llama Alonso— se impone la presencia obsesiva, y avasalladora, de lo que pasa y no vuelve. "Me estoy hundiendo en el olvido,/ en su arena devoradora. (...) Amor, acaba de olvidarme./ Y Dios se apiade de mi alma". Unos renglones así comprueban la intensidad despojada que la poesía de Carranza había adquirido. Ya no era una poesía transparente y luminosa, aureolada de ensueños. Era una poesía elocuente en su tristeza. Era ya el tono que habría de permitirle escribir, a sus 60 años de edad, sus mejores poemas: los que se agrupan en sus dos últimos libros: Hablar soñando, de 1974, y Epístola mortal, de 1975.

Poesía erótica, poesía exaltada, en ella un denso aroma carnal impregna sus palabras, grávidas de pasión. Sus dos temas centrales, la tierra y la mujer, se funden en un mismo abrazo desesperado: "declives azules confluyendo/ en un rosal vertiginoso/ con su rosa entreabierta o brasa húmeda". Este lenguaje cálido y exultante, que abarca desde "la venada en brama" hasta "el arroz nupcial" estalla, y se afianza, en su avidez desesperada, en el mismo instante en que el tiempo le recuerda su "manera de ser mortal"; en el mismo momento que las cosas le revelan "el horror que tienen detrás". Y es allí, en esa tensión enardecida y viril, donde la poesía de Carranza alcanza un deslumbramiento otoñal, lleno de agónica fuerza. Unas palabras de Álvaro Mutis expresan mejor este cambio: "El poeta que en sus primeros poemas cantara las muchachas, el cielo azul de la patria y los amores y jardines de una juventud feliz, ha comenzado ahora un desgarrado peregrinaje por las más oscuras regiones del alma, por los más secretos momentos del dolor y la insaciable pasión que define y nombra el destino del hombre sobre la tierra". El poeta que hizo de la poesía su bandera vuelve ahora a Ronsard, al Cantar de los Cantares, y reconoce su hermosa, digna, y felizmente aún no concluida derrota:


"Llevo toda la luz a cuestas. No puedo más."

 

J. G. Cobo Borda
Bogotá, 1980