Material de Lectura

Jaime García Terrés



Selección y nota de José Emilio Pacheco






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Jaime García Terrés: La eficacia secreta del sonido
 
 
 

Todo poeta es un resultado colectivo y sin embargo no hay nada más personal que su producción. Como lectores nos interesan básicamente los poemas. Es asunto académico explorar las afinidades y diferencias visibles entre Jaime García Terrés y otras grandes figuras de la generación del medio siglo como Rubén Bonifaz Ñuño, Rosario Castellanos y Jaime Sabines. Si existe un denominador común para ellos es la voluntad de realidad. Hablan de lo cotidiano y emplean con suma destreza el lenguaje de la conversación. A pesar de sus transformaciones cada uno de sus textos es inmediatamente reconocible como suyo. Tienen algo más que un estilo: una voz poética.

En su dedicación a la poesía, que ha engendrado también excelentes ensayos, García Terrés propone una estética y una ética del trabajo. La poesía vivifica el idioma y lo mantiene en circulación. No podemos aspirar a entendernos ni a entender el mundo si no usamos las palabras precisas. Esta es la primera responsabilidad del poeta. En consecuencia García Terrés ve su oficio como el de un hacedor: faber, fabbro, artífice, artesano. No tiene sentido escribir mal y es una inmoralidad entregar a un público agobiado por el fárrago de productos a medio cocer; sobre todo en un país en que pocos —desde quienes producen alimentos hasta los médicos y los constructores de viviendas— hacen bien lo que debían hacer de la mejor manera posible.

Una de las más brillantes páginas en prosa de García Terrés se concentra precisamente en la "Defensa de la poesía". La considera un "instinto primario, tan antiguo e indispensable como el sueño despierto. Y a la larga un pueblo despojado de poesía —así sea con las mejores intenciones— será un pueblo sin respiración, miope a los horizontes y dueño apenas de una humanidad mutilada".

Allí mismo repudia la improvisación y observa que no hay ley capaz de eximir al poeta del estudio. "Artesano de los signos, debe, ante todo, conocerlos, calibrarlos, ejercitarse en y con ellos, así sea para torturarlos y desbordarlos." Cuando escribir poesía tiende a convertirse en una actividad a la vez fácil e imposible, la lectura de García Terrés, que siempre ha sido un placer, se vuelve también un correctivo. Nos recuerda que esos signos son a la vez sonidos y que, como escribió Henry James, la forma y la textura son la sustancia, la carne indeserraigable de los huesos. Mientras aumentan las prohibiciones y el poeta ve cada día más reducido su espacio de maniobra, García Terrés demuestra que un poema puede decir cuanto se dice en prosa y hacerlo de manera concisa e inmejorable.

Al practicar una poesía de la razón que está muy lejos de excluir la pasión —lo han observado tanto Octavio Paz como David Huerta—, García Terrés comprueba que la lírica es también una actividad de la inteligencia: sensaciones y sentimientos no bastan para hacer un poema. Sus libros, por otra parte, resuelven el falso dilema entre poesía íntima y poesía civil: en ellos las dos voces se refuerzan y se complementan. El campo del poeta es el mundo entero, la obra de la naturaleza lo mismo que las elaboraciones de la cultura. Todo está dicho y todo está por decirse. Todo se ha visto y todo está por verse, desde un ángulo que será siempre nuevo porque el observador que nos comunica su visión no existió antes ni volverá a existir.

Así, la originalidad de García Terrés resulta en buena parte producto de no haberla buscado como fin último de su tarea. Esto aparece claramente en sus admirables versiones. Desde hace por lo menos veinticinco años, confirmó que la poesía ciertamente es intraducible pero sí puede ser reinventada en otro idioma. Algunos de sus textos más particulares son aquellos que ha imaginado a partir de poemas previos en otras lenguas. Gracias a ellos ha enriquecido nuestra poesía con algo que le faltaba. Entre otras cosas, fue el primero en México y uno de los primeros en el ámbito castellano que descubrió (y anexó a nuestro repertorio) a Kavafis. En todo lo más por decir, un gran libro que por la injusta distribución de la riqueza poética aún no ha encontrado tantos lectores y lectoras como merece, los poemas propios (si puede hablarse de "propiedad" en una actividad plural como la poesía) están sin ninguna línea fronteriza junto a las versiones: unos y otras son de todos y también para todos.

La elocuencia de García Terrés se halla en razón directa de su sobriedad. En la perfecta alianza de sonido y sentido que se da en sus poemas, la destreza rítmica nunca aparece como algo exterior sino como el medio preciso de suscitar en quien lo lee la experiencia trasmitida en los versos.

De Las provincias del aire (1956) a Corre la voz (1980) Jaime García Terrés ha escrito una de aquellas obras intensas e irremplazables que hacen de la excelente aunque casi siempre ignorada y desdeñada poesía mexicana una de las líneas centrales de la lírica en nuestro idioma. Este cuaderno tendrá sentido y logrará su objeto si consigue más interlocutores para su trabajo.

 

José Emilio Pacheco

 


Nota biográfica

 

Jaime García Terrés nació en la ciudad de México el 15 de mayo de 1924. Publicó su primer libro, Panorama de la crítica en México, a los 17 años y a los 22 fue nombrado subdirector del Instituto Nacional de Bellas Artes y coordinador de la revista México en el Arte. Estudió estética y filosofía medieval en París. Desde 1953 fue director general de Difusión Cultural en la UNAM y de la Revista de la Universidad de México. Codirigió México en la Cultura, suplemento de Novedades, y El Espectador. Fue embajador en Grecia y director del archivo de Relaciones Exteriores. A partir de 1971 fue subdirector del Fondo de Cultura Eco­nómica y director de La Gaceta. Sus libros de poesía son: El hermano menor (1953), Correo nocturno (1954), Las provincias del aire (1956), La fuente oscura (1961), Los reinos combatientes (1962), Carne de Dios (1964), Todo lo más por decir (1971), Honores a Francisco de Terrazas (1979), Corre la voz (1980). Tradujo Tres poemas escondidos de Giorgos Seferis (1968) y compiló una antología: Cien imágenes del mar (1962). Como ensayista y cronista es autor de Sobre la responsabilidad del escritor (1949), La feria de los días (1961), Grecia 60: Poesía y verdad (1962), Los infiernos del pensamiento. En torno a Freud: Ideología y psicoanálisis (1967), Reloj de Atenas (1977), Poesía y alquimia: Los tres reinos de Gilberto Owen (1980). Fue miembro del Colegio Nacional desde 1975 hasta su fallecimiento en 1996.

 
 

 


La bruja

 

La bruja, le decían,
porque soñaba fuego solitario
en cada uno de los rumbos
de su cuerpo. Iba

caminando en silencio
hasta llegar al páramo.
Y de pronto sentía que sus manos
ardían como soles. Un alud
florecido quemaba la llanura.

Y "la bruja, la bruja",
gritaban los niños.

A la orilla del aire lloraba
lágrimas solas
y candentes. Todas
las tardes en el mismo sitio.
Llena de luz. La boca henchida
de mansas oraciones mudas.

Y a la orilla
del aire, todavía,
llueve lumbre cuando reverdece
su memoria perdida;

y "la bruja", murmuran
las voces de los niños.

 


Una invocación (Guanabara)

 

¡Dientes del sur! Caverna de aire vivo.
Deja que ciña mis andanzas
—todavía—
con tus cifras azules.
Que la piedra marina y orgullosa
hechice blandas treguas en mi boca.
Déjame
tenerte palmo a palmo
tendida, sin resuello, sobre el tiempo.

El sur nace en los barcos,
a medio mar.
Allí quiebra los límites del día.
Danza (borracho) entre la sal. Jadea
libre de todo rumbo destrenzado.
(Nace en cubierta, como un pez enorme;
y luego se derrama
hasta colmar de fuego el horizonte.)

Por fin, violento náufrago,
alcanza la bahía torpemente...
Y los negros le gritan cosas duras.
("Asesino", lo llaman
y "cobarde".)
Ya lo conocen. Temen su locura:
el sur viene del mar y huele
a latigazos de amapola.

Cautiva palpitante.
Baña
de luz mi garganta.
Yo sembraré las olas en el viento;
gritaré para siempre las albas erizadas.
Besa, rompe mis labios.
Que me hieran
los incendios fugaces de tu cuerpo vencido,
bocanadas azules, cercanía.
Abre la luz
del cielo, Guanabara.
Y soñaremos juntos la jornada.


Ipanema

 

El mar es una historia
que llevo entre los ojos y la sombra
de mis ojos, desleída
ya por los años y sin brío.

Ya se me escapan
sus ecos mal nacidos, sus lugares
de gruesa burla. Pero todavía
llueve la tarde en Ipanema,
a través de los años,
contra mis pupilas:
llueven copos de sol. Y se desgajan
en un débil combate las hileras de casas.

 


Después de la crecida marea

 

Después de la crecida marea,
o después
de los caninos duros y la ausencia,
te descubro, ciudad. ¿Eres la misma?

Allá lejos soñaba mis antiguos
tesoros; creí verte
rogando por los muertos en una danza brusca,
los colores; en vilo.
¡Cuántas veces, la casa de bravas mocedades!
¡Cuántas veces, el gran clamor
bruñido!
Allá lejos las olas
reventaban la noche.
Y tu voz florecía
de lava, de cristal profundo,
de pedazos ardientes.

 


Éste era un rey


Y nuestra vida sigue siendo
un poco de vapor, como decía
Santiago.
Vuelan aparte los jardines
de pluma generosa. La moneda
más noble desvanece
los bordes que la fraguan.
Parte la luz. Y sólo queda
un poco de vapor en nuestras manos.

El rey ha muerto:
que lo sepan todos.
Grandes y pequeños lloren
sobre su manto.
Al alba se fijaron los edictos.
Y ya los labios del cortejo
murmuran sin descanso la oración
suntuaria.

(Muros de olvido. Se llevaron
el rápido calor de su aposento.
Ya no suenan los días en caracolas.
Un lecho inmóvil ciega la ventana.
Se llevaron —con grave diligencia—
la forma de su rostro, las sílabas
tranquilas de su nombre.
Borraron las pisadas
y secaron las fuentes.)

Guarde también el pueblo desazón.
Campanas.
Hogueras funerales.
El rey ha muerto.

Y que diga la voz de todas las aldeas
cómo la noche se miró en sus ojos;
cómo fue escalando montañas de sombra,
mientras velaban la terraza
vanos centinelas;
cómo
la vida es vaho,
ligera nube que humedece
la palma de la mano, y luego
nada.

 


De Los reinos combatientes (1961)
 

Cantar de Valparaíso

 

¿Recuerdas que querías ser un poeta telúrico?
Con fervor aducías los admirables ritos del paisaje, paladeabas
nombres de volcanes, ríos, bosques, llanuras,
y acumulabas verbos y adjetivos
a sismos o quietudes (aun a las catástrofes
extremas del planeta) vinculados.

Hoy prefieres viajar a medianoche, y en seguida
describes episodios efímeros.
Tus cuadernos registran el asombro
de los rostros dormidos en hoteles de paso.
Encoges los hombros cuando el alba precipita
desde lo alto de la cordillera blondos aluviones.

¿Qué pretendes ahora? ¿Qué deidad escudriñas?
Acaso te propones glorificar el orbe claroscuro
del corazón. O merodeas al margen de los cánticos,
y escribes empujado ya tan sólo
por insondables apetencias,
como fiera que busca su alimento donde la sangre
humea,
y allí filos de amor
dispone ciegamente.

 


Idilio

 

Adolezco de fútiles cariños
unos con otros ayuntados.
Bebo no sin ternura mi taza de café. Conservo
retratos azarosos y animales domésticos.
Me absorben los rumores en la calle,
los muros blancos al amanecer,
la lluvia, los jardines públicos.
Mapas antiguos, mapas nuevos, llenan mi casa.
La música más frívola complace mis oídos.
Innumerables, leves,
como la cabellera de los astros,
giran en torno a mi destino minucias y misterios:
Red que la vida me lanza;
piélago seductor entre cuyo paisaje voy sembrándome.

 


La fuente oscura

 

¡Qué gran curiosidad tengo de verte
sin ropajes ambiguos, oh mi sombra!
Imagino tu piel acribillada
por la nostalgia de rubor inhábil
erizadas las fugas del contorno;

y me pregunto si guarecen algo más
esos repliegues vaporosos,
si corren por tus venas plenitudes,
si alojas muy adentro constelaciones nunca vistas.

No puede ser que sólo seas un charco de negrura,
digamos, una mancha de vacío.
Con avidez muy tuya me sigues dondequiera
y tu mismo silencio va derramando vida.
Feraz tiniebla, noche cautiva y aplastada,
como la noche sideral celas enigmas, huéspedes,
probables fuegos y zodíacos.

Sin bruma quiero verte, sin engaño.
Milímetro a milímetro,
quiero fisgar en tus intimidades. Acercarme
de veras a la fuente oscura
que llueve tus andanzas contra la paz de mi camino.

 


Jarcia

 

Acomodo mis penas como puedo, porque voy de prisa.
Las pongo en mis bolsillos o las escondo tontamente
debajo de la piel y adentro de los huesos;
algunas, unas cuantas
quedan desparramadas en la sangre,
súbitas furias al garete, coloradas.
Todo por no tener un sitio para cada cosa;
todo por azuzar los vagos íjares del tiempo
con espuelas que no saben de calmas ni respiros.

 


Esta desmemoria mía

 

Yo no tengo memoria para las cosas que pergeño.
Las olvido con una
torpe facilidad. Y se despeña
mi prosa por abismos fascinantes,
y los versos esfuman su tozudez como si nada.

A veces ni siquiera recuerdo los favores
de la bastarda musa pasajera,
ni los ayes nerviosos del alumbramiento.
No sé, pero me cansan tantos
anacrónicos ecos, tantos rastros
gustados a deshora.

Mejor así, progenie de papel y de grafito.
Mejor que te devoren
los laberintos del cerebro,
apenas declarado su primer vagido.

Así yo seguiré sin lastre alguno
fraguando más capullos (devociones
efímeras, incendios absolutos),
y después otros más, y más aún, hasta morir del todo.

 


Conjuro

 

De tu mirada llena las bienaventuranzas
aguardamos, rotundo sol de mayo:
Aquellos cuerpos en la calle
solos están. Huye la pena misma
de su lado. Catástrofes y fiebres
asédianlos ajenas a distancia.
Y les niega raíces la tierra que su sombra hiere.

No permitas que rueden abolidos
como fardos mostrencos a los pies de la vida.

Roce tu flama todo resto feraz,
y suenen sus injurias y su gozo reviente;
una brava pasión en la morada
los acompañe y abra las ventanas mustias
a la contigua tempestad, diluvio de linajes.

Tu corazón invade limbos, sol numeroso y único;
ara piedras inánimes con furibunda primavera:
Déjalo desgranarse
sobre la carne de los débiles.

 


Las tinieblas de Job

 

Dad fe del vasallaje baldío. Media muerte
los ojos me ha celado. Mi cuerpo todo se derrumba,
herida sobre herida. ¿Callarán las furias?
¿He de olvidar en paz el eco de mis jóvenes
faenas, la profunda nostalgia de los surcos
abiertos y sembrados con avidez febril?
Mi culpa ¿dónde está?, ¡Memoria, desempolva el
Coraje!f
Siempre viva la huella de la vida, me batiré mil veces.
Suban palabras como incendios más allá de las nubes.
Aunque frágil y ciego,
no
dejaré que me arranquen la inocencia.
Mantendré firmemente la justicia,
y no la negaré.
Bildad, Sofar, Eliú:
mal fingirán razones contrarias tales bocas.
Tenéis marchitas las entrañas, árido el corazón,
mezquino el pensamiento. ¡Descarnada virtud!
Aconsejáis paciencia desde la muelle lejanía
de los templos. Juzgáis dolores y miserias arcanas. ¡Insensatos! Pretende la piadosa mentira.
desarraigar los gritos de combate,
única fuerza que atesora mi grave pesadumbre.

Fácil es el consejo; la comprensión difícil
al plácido, pastor de vanidades.
Lumbre contra la lumbre quiero yo, porque me estoy
quemando
a ras del suelo, desolado, bajo cielos en llamas;
porque aún me sublevan fieles costumbres de batalla:
¡No cubras, oh tierra, mi sangre; no cese mi clamor!

 


Destierro

 

Desde Pulteney Bridge, en Bath, miro la niebla,
dos veces densa,
dos infinitas veces,
la niebla desdoblada:
ópalo ya febril en mis entrañas,
mientras afuera borda murallas todavía;

miro la noche prematura, giba
que al tiempo crece de mi propio tiempo.
¿Me sueña el mundo? ¿Sueño yo las cosas,
este jueves, en Bath, de cara al río?

Sobre la losa antigua del pasaje,
vago como fantasma familiar
a la conseja gris del vecindario:
una leyenda más, un habitante
mágico. Nupcias de la sombra

con la sombra. Mi cuerpo y la distancia
han confundido sangres, mezclado sus alientos

Oh dolorosa comunión de fábulas.

 


Letanías profanas

 

En oleaje caviloso digo
los nombres de la grey, los nombres pardos
y los candentes. Digo Santiago, Pedro, Juan;
el signo de la madre plácida
entre nublados laberintos;
la fama quejumbrosa de los sacerdotes;
los apodos rebeldes que suscita la horda.

Oh denominaciones, oh ruido.
Arroyos al dolor, amor que nos rodea siempre vivo
en un alba de voces. Oh mundo compartido,
este decir nosotros, llamar a cada uno
por el carnal rumor que lo designa,
convocar a los labios la multitud esquiva.

¡Cantad, cantad en mí, diferentes hermanos!

Con la llaga de aquél y la cobarde
mansedumbre del otro, con la sábana
del moribundo, los desprecios, la sed infatigablemente
purificada, con el frenesí disperso
allí donde siembra el agobio su cuchillada sacia,

urda mi boca los peregrinajes
al despertar común: y fúndase en la selva
mi soledad abierta, soledad partícipe.

Formas de cuantos sois conmigo
dentro del coro unánime: Saúl, un carpintero
cualquiera, dedos que redimen
la sumisión del árbol. Veneranda, sortílega.
María, forastera de gráciles asombros.
Generoso, tal grave capitán de navío.
Jerónimo, verdugo sin historia. Más los
otros, amargos o felices,
ágiles, depravados, inocentes, vencidos,
escoria de la cárcel o vagabundos tenues,

Santiago, Pedro, Juan. Y tú, velado amor
por quien surte mi lengua muchedumbres
y devociones; nombre feraz de cuya música
se derraman conjuros incesantes.

Resonad en la blonda cúpula del otoño.

 


Toque del alba

 

Otro mundo. (No retazos armados, remendados
de lo mismo de siempre.)
Donde la vida con la vida comulgue; donde el vértigo
nazca de la salvaje plenitud; orbe amoroso,
todo raíz, primicia, fecunda marejada.
Otro mundo. Sin legajos inertes, sin cáscaras vacías.

Adiós a la desidia del viejo sacristán
en pequeños apuros para medirnos una
mortaja cada día.
Desgarrad las memorias del color cenizo.
Rompamos ataduras, y quedemos
desnudos bajo el alba.

Adiós encierros, lápidas, relojes
que desuellan el tiempo con ácidos cobardes.
Libre flama será
la nuestra por los siglos de los siglos.
Tierra libre, el sostén de nuestros pasos.

A cieno huelen ya los manes en los muros;
desvalidos,
la fatiga contagian de sus añoranzas.
Arrasadlos, oh huestes, arrasadlos
con sedientos linajes de frescura,
y verdecidas
brechas al aire pleno descubran los altares.

 


De Todo lo más por decir (1971)
 

Algunos

Yo no sé muchos nombres de volcanes o selvas;
esta parte del mundo para mí representa
unas doscientas almas (digo
doscientas por decir) que miran a lo lejos
de distinta manera cada una
con cierto dejo de común azoramiento.

Oigo silbar el viento rústico,
no rehúyo cantar a nuestra fauna
ni soslayo la tierra mitológica; pero
esta parte del mundo se refleja
mejor en tal estela de miradas
sensibles a las mías;
fosforescentes aventuras desiguales
que hienden el sigilo de la ronda.

Caras, dolientes cuerpos, vientres, lenguas,
doscientas vidas en redondos números,
orbes a media luz, capaces
de llamar a mi puerta buscando cualquier cosa
o trayendo consigo como dádiva
sus horizontes preferidos.


Dos poemas de
Funerales
 

I (15)

 

Pides que me levante. No podré.
Tengo las manos y los pies raídos
y un féretro de pino por encierro.
Lo sé, lo sé, las puertas de la casa
ya no sirven, igual que las ventanas;
es preciso pintar los cuatro muros,
cortar la yerba que se arremolina;
hace falta dinero para todo.
Y sé también que mi mujer me llama
cuando gimen los huérfanos o no se portan bien.
Pero se me han podrido las pupilas, los dedos,
vastas porciones de mi cuerpo, y pronto
perderé lo demás.
Mejor harías si dijeras
a los parientes más cercanos
que me sueñen, me traigan en su sangre
y rieguen el ciprés que estás mirando,
una vez por semana cuando menos.
Tarde o temprano, necesariamente
vendrá la primavera;
querré sentirlo, cómo crece, cómo
van sus raíces absorbiendo muertes
para ayudarme a renacer un día
entre nuevos retoños y perfumes,
desnudo de mi carne y de mis huesos.



II (16)

Si los húmedos ojos consiguieran
lavar los males que sin tregua lloran,
gustoso cambiaría
para curar mi pena
las alhajas más ricas por galones de llanto.
Pero no es verdad, buenos amigos.
Así como el rocío
fomenta las mazorcas del maíz incipiente,
las quejas multiplican el peso de la cruz,
las lágrimas provocan otras lágrimas
cultivando la pena y abriendo más heridas.
Sufre saña mayor de la fortuna
quien después de sufrir alguna pena
con lágrimas la inunda todavía;
el rostro seco y mudo, por contraste
a la fortuna maravilla y doma.
Aleja, pues, tu llanto, plumilla plañidera,
y acabe sin demora la tediosa reseña
de cuanto llamas infortunio;
la dureza jamás ha sucumbido
delante de blanduras.
Si quieres desamar a la fortuna
tendrás que dar la cara, seca y muda.


Voto de humildad

 

Claro que yo también ando perdido
y llego a donde voy sin darme cuenta
(cosa peor, me desconcierto
cuando me piden datos personales
o me llaman a secas por mi nombre).
Claro que yo también me vuelvo loco
apenas especulo crudamente
sobre los dos o tres problemas capitales.
Claro que yo también hago preguntas:
empiezo desde cero
y llego adonde voy con cinco ceros.
Soy uno más, otra garganta
o si prefieren, otro vientre.

¡Quién soy para dejar de ser lo que son todos,
para ya no pensar comunes pensamientos,
para salvarme de las trampas
por otros como yo dispuestas!
¡Quién soy para reírme del miedo general!

Todos entramos y salimos
a través de los mismos agujeros.
Habitamos en casas ganadas a la selva
por las manos paternas y maternas.
Crecemos en jardines cuyas plantas
arrullan a su modo nuestros huesos.
Repetimos umbrosos catecismos
y entre flores y preces olvidamos
la llama que nos tiende y nos recobra.
Nadie se libra de la ratonera
ni contra la remolda puede nada.
Ni yo, menos que nadie, me clareo.


Es cosa de mirar

 

Por punto general en el valle de México
anda la multitud encubriendo rumores
con pieles o plumajes y orquídeas al uso.
Es cosa de mirar el ay enjuto
cuando la cicatriz del alba lo cobija,
la mano lívida que sobrelleva
tan densos ademanes.

¡Dioses, mis dioses, milagros desolados éstos!
Como si ya no fuera tiempo
de quitarse tapujos y flamear sin más.
¿Por qué no desherrar el vocerío?

Pienso.
Hago cuentas, así de los trabajos
como de las heridas. Tierras
ásperas de labrar y fecundar,
en donde duelen surcos imposibles.
Ritos por no sé qué ni quién,
y un cáliz de sudor violento y mal pagado.

Conviene resembrar los huesos en algún
resto de lava no marchita,
y en mondos palomares la garganta.
A lo mejor cosecharíamos entonces
la gula de vivir en cuerpo y alma.


Los muertos en Europa

 

A Robert Lowell, este poema suyo, que le fui a leer a su casa de Manhattan cierta noche que ya recuerdo sólo a medias. Aquella lectura y la velada entera fueron un poco absurdas. Pero el poema sigue siendo memorable.
J. G. T.

Tras el fragor aéreo sucumbimos en una
fosa común, todos solteros, hombres y mujeres;
ni corona de espinas, o de hierro, ni corona lombarda,
ni fusiformes y calados chapiteles apuntando al cielo
pudieron rescatarnos. Madre, levántanos, caímos
solitarios aquí, dentro del glutinoso fuego:
Nos fue condenación entonces nuestra tierra bendita.

¿Nos incorporaremos, Madre nuestra, el día de María,
en esta madre tierra, dondequiera que hayan contraído
los cadáveres nupcias bajo escombros, en un solo
montón?
Suplica por nosotros, deshechos y enterrados por las
bombas;
al llegar el momento de la resurrección, cuando Satán
nos disperse, Oh Madre, nuestros cuerpos arranca de
las llamas:
Nos fue condenación entonces nuestra tierra bendita.

Madre, mis huesos tiemblan y ya oigo
las reverberaciones de la tierra y la trompeta
que aulla en mi catástrofe. ¿Daré
(¡Oh María!) yo célibe, yo títere de polvo,
testimonio del Diablo? Escúchame, María, Oh María,
amadrina las bodas de tierra y mar y fuego y aire.
Nos es condenación ahora nuestra tierra bendita.


Delirio en Veracruz

 

[Malcolm Lowry]

¿Adonde ha ido la ternura?
le preguntó al espejo
del Hotel Biltmore, cuarto 216.
¿Qué tan probable
sería que la imagen de la propia ternura
en este mismo espejo preguntara también
sobre mi paradero, y en cuál horror camino?
¿Es ella la que miro medrosa contemplarme
detrás de tu barrera
tan frágil y vencida?
La ternura
estuvo aquí, en este cuarto, este
lugar, su forma vista, sus gritos escuchados
por ti.
¿Qué confusión advierto? ¿Soy acaso
la imagen cruel que se te superpone?
¿O es ésta el espectro
del amor que solías reflejar,
ahora con un fondo de tequila,
colillas, cuellos sucios,
perborato de sodio, y una página
emborronada para los difuntos,
y el teléfono sordo, descolgado?
Rabioso, destrozó
todos los vidrios de la pieza.
(Calcularon los daños en 50 dólares.)


Ítaca

 

[K. P. Kaváfis]

Al emprender el viaje rumbo a Ítaca
ruega que largo sea tu camino,
lleno de peripecias y lecciones.
No te causen temor lestrigones ni cíclopes
ni el iracundo Posidón;
que no los hallarás en tu jornada
si enhiesto conservas el pensar, si nobles emociones
abordan el espíritu y el cuerpo.
No toparás con cíclopes ni lestrigones
ni con el agrio Posidón,
si no los llevas dentro, si tu alma
no los erige frente a ti.

Ruega que largo sea tu camino.
Que múltiples mañanas estivales te vean
—con cuánto júbilo, con cuánta gracia—
bajar a puertos antes ignorados;
en algunos emporios fenicios detenerte
a comprar la preciosa mercancía
(madreperla, coral, ébano, ámbar,
voluptuosos perfumes de toda procedencia
—el máximo posible de sensuales perfumes);
y visitar diversas ciudades en Egipto
para bien aprender de los letrados.

Ten sin cesar a Ítaca presente.
A llegar a sus costas estás predestinado;
pero la travesía no apresures.
Mejor es que navegues durante muchos años
y llegues, viejo ya,
rico por la cosecha del trayecto,
sin otras cosas esperar de Ítaca.
La isla te brindó tan bello viaje;
por ella recorriste tu camino.
Pero ya nada más ha de brindarte.

Aunque la mires pobre, no te defraudará.
Tu gran sabiduría, tanta destreza bien ganada,
descubrirán entonces el secreto de Ítaca.


Laude

 

[Romances de los Señores de la Nueva España, F 7 r (III)]

Ave recién salida de los ríos
bullente,
la del versátil cuello,
despertando mi ardor paseas tu guirnalda.
¡Oh dulce mujer, sápida
flor de maíz al fuego!

Por un instante cedes a otros tu calor,
pero mañana quedarás a solas,
con sólo tu destino:
ese lugar en donde todos yacen
sin cuerpo.

Ahora, te levantas,
alzas el rostro, miras a los príncipes
enseñando tu porte,
maravilla hoy,
espuela singular a los sentidos.

En un tapiz de plumas —oro
y cielo entretejidos—
te yergues flor,
maíz al fuego,
perfumada,
y das a otros el placer de tu carne.

¡Lástima, lástima
que vayan tus amores, a perderse
en el lugar en donde todos yacen
con los huesos desnudos!


De Corre la voz (1980)
 
Tres poemas de
Honores a Francisco Terrazas
 

1 (II)

 

Sí.
Por el índice fetal del numen
que desvela ciudades obsesivas;
por el sacro monarca y los espíritus
empecinados en la lucha
contra Satán,
por los trescientos hijos
de los conquistadores, cuyo reino
creció muy diferente del soñado;
por las armas traídas
de todas partes,
por aquellos daños,
por los chismes, embustes y marañas,
la gran soberbia, la mayor malicia,
los desprecios, el modo riguroso,
por la burda codicia que perdura
y la verdad cortada a su medida;
por el placer magnánimo, recluso
entre paredes inquisitoriales,

al tiempo que a la lumbre venidera
dejaban las estrellas el designio,
llegamos a vivir
en la precaria confusión del occidente.
Nos fueron épocas oscuras
las del aprendizaje. Recibimos
herencias discordantes.
Esclavitud y señorío.
Cuatro fanegas de maíz
sembradas con fortuna,
y después el hambre;
rencores lentos;
una piedad a duras penas impartida;
un sosiego de dientes afuera;
orgullos y derrotas;
la lengua no tan diestra
cuanto por la ocasión fuere dictada.

Pusiéronles nombres ajenos
a los antiguos dioses.
Hicieron de los templos
exangüe fundamento para la catedral.
Mezclaron el deseo
con el deseo, replegando
las íntimas raíces, calabriando
encima de la piel contrarias esperanzas.

¡Árbol de vida, nuevo mundo!
Vinimos a nacer en esta empresa
como soplo de viento,
cuando ya la batalla
de luz y contraluz finalizaba.
Otros son los extremos de la gentil angustia.
El aura común
ha ido recogiendo los escasos trofeos
diseminados en las dos vertientes
de nuestro caudal inopinable.
Mestizos,
apuramos el cáliz de cualquiera.
Pero al caer la noche mascullamos
nuestras secretas denominaciones.




2 (IV)

 

Infantiles o vanas las ansias del retorno
al culto de la piedra por la piedra,
nos ha quedado sólo
la danza solariega, poesía
rememorada, revivida
en uso pleno del paisaje.

No son las cosas tan sencillas
hoy
como lo eran en la época
de los reyes y reinos al estilo clásico;
no son tan fáciles como rimar
parejos ramilletes
hasta que en lo premioso figurado
la figura se cumpla
trayendo sin cesar a cuento
las espadas heroicas y aquella temeraria
fuerza fiera del rostro y de la mano.

Hemos sufrido tráfagos, rupturas,
lección de humanidades onerosas.
Respondemos al grito destemplado:
gentuza
confederal, sin escatología.
Nos ha llovido lenta la Conquista,
pero tampoco nos libró la Independencia,
limbos las dos, cuando no pánico y barbarie.

¡Oh, Sephirot! Tu lápiz anacrónico
impídeme rezar a mis abuelos
las oraciones que la grey olvida.
Maldita,
la ciudad nos desentona,
toda hiel adobada
con serpentinas y confeti,
mientras se mira sus manos vencidas
el sumo sacerdote.
¡Quién te viera
como cebo que al agua apenas toca
cuando ya los espíritus del mar lo muerden!
Pero te vas en llanto y duelo consumiendo,
ardua la pesca, hueros los pescados,
el agua muerta por negar al fuego.
Has perdido tu voz y nadie te conoce.
No se sabe por qué ni dónde nos naciste,
débil emanación contradictoria
del mar en aluviones a la luz prometido.
Entretanto, Señor, andamos en apuros.
Nuestro siglo se va llenando
por guardar las leyes,
mas no de generosa paga,
sino de valimiento
vacío, sepulcral ofrenda
que no siembra la paz en nuestro pecho.

Tiempo vendrá para nombrar
sus vicios; por ahora
doy a pulso noticia del mundo mal sabido:

Somos criba solar antes que lago,
y sí a la mar las guardas arrojamos
y con la casa de agua nos perdimos,
nuestro viento
cautivo
de claras embriagueces
nos redime.




3 (Envío)

 

Honra quien pondera
virtudes y presencia;
mayormente
quien a la vez levanta capullos olvidados
con huelgos que figuran
una conversación vivificante.
Bien, recapitulemos.
El nuevo mundo, desde sus orígenes,
fue jardín destripado;
pero nunca
cesó de florecer. Entreverados
nacieron otros árboles, plantajes,
herbolarios. Un día
hubo de revelarse la voz interrumpida
y estalló sin rodeos
entre nosotros, como bala
que llega por amor, de no se sabe dónde,
a su viejísimo destino.
Ya no somos los mismos;
ni somos diferentes.
En el propio lenguaje de los tuyos,
diré nuestros,
ahora,
cantaremos junto.


Fendo i Cieli: Apoteosis de Giordano Bruno

 

¿Más filosofías? Ya no las quiero.
Papel mojado,
Son escarceos
De sordos y ciegos

Piú matematico che natural discorso.

Al sol no se le mira
por tragaluces y otros agujeros
sino de la cumbre misma,
donde anda el fénix, soslayando
los efímeros hurtos al dolor.
Con el ojo preciso
del interior artífice, diestro por ventura
en quitarse de cuentos

Yo prefiero las cosas como vibran:
desnudas y quemantes.
Yo comprendo mejor el movimiento
vital del mundo
las aves presentidas en un éxtasis
que arrasa los linderos
entre las alas y el volar,
entre la pertinaz pupila
y cuando acecha sin cesar el ojo

Vedere il sole?

Cuando niño,
Vesubio,
pensaba que tus fuegos
eran el corazón del universo
Poco después
(¡Oh tiempo, tiempo redentor y mártir!)
el brillo secular de Nápoles
ensanchó mi deseo.
Así brotaron a la vida todos esos países,
con su gran simulacro,
su necesaria sombra.
Crucé los Alpes. En Ginebra
sufrí las iras
del Venerable Consistorio.
Profesé solecismos en Toulouse.
Luego llegaron Londres
y Oxford: ‛a philosopher',
me designaba Cobham en sus cartas
al secretario de la Reina,
whose religion
I cannot commend.
Además Wittenberg, y Praga,
Frankfurt am Mein.
En suma
hoy hijo pródigo en Venecia,
furores en reposo,
no me bastan los libros, las galas, los volcanes
ni los astros que visten resplandores ajenos.

Vedo il solé.
Miro el mágico centro de la estrella
de igual a igual
puesto que todos somos uno.
Y a buen paso,
desaprendiendo frases y conceptos,
aun el infernal abismo
se me llena de luz.


Dos poemas políticos




I. Carencias urbanas (1974)

 

Esta ciudad
—nacida de las aguas—
no tiene ríos
ni lagos verdaderos;
todos fueron trocados por el polvo
que periódicamente nos invade,
nos asfixia,
nos duele
como rezago de pacientes crímenes.

Bajo ‛las torres cuya cumbre amaga'
esta ciudad reduce los colores
al insignificante claroscuro;
cubre sonámbula sus amapolas
y ofrece cardos a la sed furtiva.

En el fondo carece de refugios
para los malheridos o los débiles.
Rabia,
duerme,
trajina,
pero no considera la punzante
soledad en las últimas esquinas.
Es una gran caserna sin estilo,
donde se cobra más de lo prudente.

Púdrese ya, Bernardo de Balbuena,
la por ti sazonada
golosina sabrosa de las vidas.




II. Una ciudad en manos de la muerte

 

Réquiem no, sino duro lamento. Rebeldía
en son de retirada, sin virtud benigna
que pueda quebrantar a la dolencia.
Plegaria no. Furores todavía,
la ley por blanco y la razón por flecha.

Muerta va la ciudad; pero no lleva
cortejo florecido. Todo es tumba,
largo jirón de luto macilento.
No siento cómo cuente lo que pasa.
Fuegos hay de discordia, ladrones en la casa;
pero si la memoria se derrama
cual sombra su dolor la desvanece.
Todo es cadáver ya, pero cadáver
sin historia.
¿Qué paz se nos espera
cuando guerra tan sorda nos abruma?
A nada nos conduce saberla legataria
de títulos muy viejos. El verdugo
degolló su grandeza
y en manos de la muerte se quebraron
amordazadas las genealogías.